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Me atrapó mi mujer ofreciendola a otro hombre

Nunca escuché la puerta del despacho. Estaba absorto en el celular, en esa conversación prohibida que llevaba días sosteniendo con él. Fantaseábamos con ella, con cómo sería verla rendida entre sus brazos mientras yo miraba, impotente, excitado, humillado.
De pronto, un resoplido helado me cortó la respiración.
—¿Qué es esto? —su voz me atravesó como un cuchillo.
Giré despacio. Ella estaba de pie detrás de mí, con la pantalla en sus manos y los ojos ardiendo. Había leído suficiente. El silencio que siguió me pesó más que cualquier grito.
—¿Así que quieres prestarme? —me preguntó, mirándome con furia y algo más… algo que no supe identificar.
Intenté balbucear, pero las palabras se me ahogaron en la garganta. Ella se inclinó hacia mí y susurró con un filo venenoso:
—Eres un enfermo… y lo peor es que parte de mí quiere saber hasta dónde llegarías.
La vi alejarse con el celular en la mano. Esa noche no dormí.
A la mañana siguiente, con la calma de quien ya ha decidido algo, me dijo:
—Ya hablé con él. Vendrá esta noche.
Sentí vértigo. Pasé el día entre la culpa y una erección constante. Y cuando sonó el timbre al caer la tarde, mis rodillas casi se doblaron.
Ella abrió con un vestido corto, sin ropa interior. Lo saludó como si lo conociera de toda la vida. Él entró confiado, viril, y apenas me dirigió una mirada antes de devorarla con los ojos.
—Tú te quedas sentado —me ordenó ella—. Solo miras.
Obedecí. Lo vi besarla con hambre, desnudarla con manos firmes, hacerla gemir contra su boca. En cuestión de segundos la inclinó sobre la mesa, levantó su vestido y la penetró de un solo golpe.
Ella gritó, me buscó con la mirada entre jadeos.
—¿Esto querías, verdad? —me lanzó, con el rostro enrojecido de placer mientras él la tomaba con embestidas brutales.
Yo me mordí los labios, incapaz de ocultar cómo palpitaba mi erección. Cada gemido suyo era una daga en mi pecho y al mismo tiempo un orgasmo contenido.
Él gruñía, tirándole del pelo, follándola sin tregua. Ella se arqueaba, me miraba con esa sonrisa cruel, triunfante, hasta que tembló toda y se corrió con un grito desgarrador. Al instante, él se hundió en ella de nuevo y acabó con un rugido, derramándose dentro de mi mujer.
Yo miraba, hipnotizado, roto. El semen empezó a escurrir de su sexo caliente. Y entonces ella se giró hacia mí, sentándose en el borde de la mesa, con las piernas abiertas, el vestido recogido y esa mezcla brillando entre sus pliegues.
—Ven aquí —me dijo, y su voz era una sentencia.
Me arrodillé, temblando. El olor era fuerte, inconfundible. Ella me acarició el cabello con suavidad venenosa.
—Si eres mío, lo lamerás todo.
Tragué saliva, cerré los ojos y acerqué la lengua. El sabor me golpeó de inmediato: ella, húmeda y dulce, mezclada con él, salada, espesa. Mi cuerpo entero se estremeció. Ella gimió y me apretó contra su sexo.
—Eso es… —jadeó—. Limpia bien a tu mujer de la corrida de otro.
Yo obedecí, lamiendo, tragando, cada vez más perdido en esa humillación que me incendiaba de placer.
De pronto sentí otra mano en mi nuca. Era él, de pie, todavía desnudo. Su polla, húmeda y tibia, rozó mi mejilla.
—Míralo… tan entregado.
Ella lo acarició y, con una sonrisa oscura, me giró la cara hacia él.
—Adelante, amor. Ya sabes a qué sabe otro en mí. Ahora prueba de la fuente.
El corazón me golpeaba, el mundo giraba. Pero lo hice: saqué la lengua y lamí la punta húmeda de su verga. El sabor fue aún más intenso, metálico, brutal. Él gruñó satisfecho.
Ella gimió al verlo y me hundió de nuevo en su sexo palpitante.
—Eso es… ahora sí tu fantasía es real. Verme con otro. Probarme con otro. Y ser mío más que nunca.
Me corrí en ese instante, sin tocarme, temblando en el suelo, entre los dos. Ella me levantó la cara, me besó en los labios, probando conmigo lo que quedaba de él, y susurró con ternura cruel:
—Ahora sí, amor… ya sabes lo que significa ser mío.
Más tarde, ya en la cama, me abrazó desnuda, aún oliendo a sexo. Su respiración era calma, satisfecha. Yo apenas podía hablar, pero lo hice.
—Fue… lo más excitante de mi vida —confesé—. Me dolió, me humilló… pero nunca me había sentido tan vivo.
Ella sonrió contra mi cuello.
—Lo sabía. Te conozco mejor de lo que crees.
—Quiero repetirlo —dije, casi suplicando—. Quiero verlo otra vez… quiero verlo más de cerca. Incluso… quiero tocar.
Ella levantó la cabeza y me miró con esos ojos brillantes, peligrosos.
—Entonces planificaremos. No será el único. Habrá otros. Y cada vez, tú más adentro de tu propia fantasía.
Mi erección volvió, inevitable, mientras ella se montaba sobre mí, todavía húmeda, todavía marcada por lo que habíamos hecho. Y entendí que habíamos cruzado un umbral sin regreso: ahora pertenecíamos a ese juego, y yo era suyo por completo.

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