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La Caída de Mariela

La Caída de Mariela

Mariela siempre había sido una mujer correcta. A sus 41 años, llevaba más de quince casada, con una rutina estable, una casa prolija, y un esposo que la quería... a su manera. Pero algo en ella llevaba tiempo durmiendo. Algo que ni ella misma se animaba a mirar del todo.

Esa tarde de verano, el calor era insoportable. Salió al jardín con una jarra de agua helada y la manguera en mano. Se había puesto un short suelto y una blusa liviana, sin sostén, porque el sudor le corría por todo el cuerpo.

Mientras regaba las plantas, un sonido la distrajo.

Era agua. Al otro lado del muro que separaba su patio del del vecino.

Se asomó por la rendija entre los ladrillos —algo que jamás había hecho— y lo vio.

El vecino. Julián. 26 años. Moreno, tatuado, con cuerpo de gimnasio y una actitud relajada que lo hacía aún más atractivo. Estaba en su patio trasero, completamente desnudo, bañándose bajo una ducha de jardín.

Mariela se quedó paralizada.

El agua recorría su espalda, sus hombros anchos, su pecho firme… y luego lo vio. Su pija, con una erección imponente, natural, sin pudor.

Era demasiado. Demasiado grueso. Demasiado largo. Demasiado visible.

Ella tragó saliva sin querer. Su cuerpo reaccionó de inmediato: los pezones se le endurecieron bajo la blusa delgada, y un calor nuevo le subió por el vientre.

Y entonces él la vio.

No se cubrió. No se apuró. No se escondió.

Julián la miró directo, sin sorpresas, con una sonrisa relajada y un leve gesto de superioridad.

—Mucho calor, ¿verdad, vecina?

Mariela sintió que el rostro se le incendiaba. Dio un paso atrás, como si no supiera dónde meterse.
—Y-yo… sí, solo estaba regando… —balbuceó.

—Claro —respondió él, sin moverse, dejando que el agua resbalara por su cuerpo… y por su erección.

Ella volvió a su lado del muro con el corazón acelerado. Terminó de regar como pudo, con las manos temblorosas y la mente tomada por esa imagen.

El resto del día, no pudo sacárselo de la cabeza.

La forma en que la miró. Lo que tenía entre sus piernas. Su seguridad. Su descaro.
¿Cómo podía estar tan tranquila si acababa de mirar con deseo a su joven vecino?

Y lo peor no era que lo hubiera visto.

Lo peor era que quería volver a verlo.

Pasaron dos días desde aquella escena en el jardín, pero Mariela no lograba quitárselo de la cabeza.

Julián. Desnudo, empapado, con esa erección imposible y esa mirada tan segura, tan directa. La forma en que le había dicho "Mucho calor, ¿verdad, vecina?" seguía rebotando dentro de ella como un eco prohibido.

Estaba inquieta. Se sentía tonta, culpable… pero también viva. Algo dentro suyo había despertado.

Esa tarde fue al supermercado del barrio, tratando de distraerse con la rutina. Vestía un vestido suelto de tirantes finos y sandalias. Nada provocador, al menos no a propósito. Solo buscaba algo de aire fresco y olvidarse del ardor en la entrepierna que le había perseguido desde el jardín.

Revisaba las verduras cuando escuchó una voz muy cerca, ronca, juvenil.

—Qué coincidencia… vecina.

El corazón le dio un salto.

Giró y ahí estaba él. Julián.

Camiseta blanca ajustada, jeans bajos, sonrisa ladeada. Tan cerca que podía oler su perfume. Su presencia la desarmó.

—H-hola —dijo ella, intentando disimular la sorpresa.

Él la miró de arriba abajo, deteniéndose sin pudor en su escote, en sus piernas, en todo.

—Qué linda se ve hoy —comentó con descaro—. ¿Salió sola?

Mariela se aclaró la garganta.

—Sí… solo vine a comprar unas cosas para la cena.

—¿Y su marido? —preguntó, fingiendo inocencia mientras tomaba una manzana.

—En la oficina —dijo ella.

Entonces él bajó la voz y se acercó un poco más.

—Le iba a preguntar algo desde hace días… —sus ojos brillaban—. ¿Le gustó lo que vio el otro día?

Ella se quedó congelada. El estómago le dio un vuelco. El calor volvió de golpe, más brutal que nunca. La garganta seca. No podía negar que lo había visto. Que lo había deseado.

—Yo… no fue mi intención… —balbuceó, sin poder sostenerle la mirada.

Julián rió bajo, suave, pero cargado de intención.

—No se preocupe, no me ofendo. Hay cosas que vale la pena mirar, ¿o no?

Ella tragó saliva. Su corazón golpeaba fuerte, como si la hubieran atrapado haciendo algo imperdonable.
Pero no podía moverse.
No quería.

—Y si se quedó con ganas de ver más… —añadió él, rozándole los dedos al pasarle cerca—, solo tiene que asomarse otra vez.

Dicho eso, tomó su canasto y se alejó entre los pasillos, dejándola ahí, en medio de las frutas, con las mejillas encendidas, los muslos tensos y una idea fija que no podía borrar.


Era inútil mentirse.

Desde que Julián la enfrentó en el supermercado, con esa pregunta descarada y esa sonrisa peligrosa, Mariela no había podido concentrarse en nada. Cada vez que cerraba los ojos, veía esa erección colosal que había espiado a través de la rendija, su cuerpo mojado, su voz grave preguntándole si le había gustado.

Sí. Le había gustado. Le había encantado.

Y ahora... necesitaba más.

Esa tarde el calor volvió a castigar. La casa estaba en silencio, su esposo aún en la oficina, y el jardín vacío. Mariela salió con la excusa de regar, pero no llevó la manguera. Solo caminó, lenta, hasta la rendija del muro.

Su corazón latía como si fuera a hacer algo prohibido. Y lo era.

Se asomó.

Allí estaba Julián, sentado en una reposera, completamente desnudo, con las piernas abiertas, relajado… y la mano envolviendo su pene duro. Lo acariciaba con calma, sin pudor, como si supiera que ella lo estaba viendo. Como si lo estuviera haciendo para ella.

Y entonces, como si la hubiera sentido desde el primer segundo, giró la cabeza y la miró directo a los ojos.

—¿Quiere darme una mano, vecina? —preguntó con una sonrisa oscura.

Mariela se sobresaltó, dio un paso atrás y casi resbaló con una baldosa mojada. El corazón se le subió al pecho y tuvo que sostenerse de la pared.

Entró rápido a la casa, roja de vergüenza y excitación. Su respiración era agitada, el cuerpo alterado.

Minutos después… tocaron la puerta.

Abrió con el alma en la garganta.

Era Julián, vestido solo con un short gris que marcaba claramente que seguía excitado. Sonriente, con una mano en el marco de la puerta y la otra en la cintura.

—¿Se lastimó? —preguntó, con una mirada pícara.

Ella negó con la cabeza, sin poder sostenerle los ojos.

—Perdón si la asusté… —dijo él—. No era mi intención. Solo... me provocó un poco. Usted es una mujer muy sensual, Mariela. Y bueno, me pone así.

Ella tragó saliva. Sus pezones se marcaban bajo el vestido sin sostén, el calor entre sus piernas era insoportable.

—No fue su culpa —susurró al fin.

—Entonces… ¿puedo pasar?

Ella dudó solo una fracción de segundo.

Y luego, se hizo a un lado.

La puerta se cerró con un leve clic.

Mariela estaba de pie en la sala, con el corazón latiéndole fuerte en el pecho. Julián dio un par de pasos hacia ella, lento, sin quitarle los ojos de encima. Su cuerpo era una amenaza dulce: joven, fuerte, bronceado, con esa energía cruda que desbordaba por cada poro.

No sonreía esta vez. Su rostro era serio, directo. Se detuvo frente a ella, tan cerca que casi podía sentir su aliento.

—Voy a ser honesto con usted, vecina —dijo con voz baja, grave—. Me gusta. Me gusta desde que la vi. Y me gustaría hacerle el amor.

Ella lo miró, sin moverse.

—Pero solo si usted quiere —continuó—. Si me dice que no… me voy.

Mariela sintió que todo se congelaba por un segundo. La propuesta flotaba en el aire como una bomba.

Quiso hablar, pero su boca tardó en responder. Su cuerpo, en cambio, ya había respondido: los pezones tensos bajo el vestido fino, la humedad entre sus piernas, el temblor en las manos.

—Yo… tengo dudas —susurró al fin—. No porque no me gustes. Porque sí… me gustás. Me encantás. Pero…

Hizo una pausa. Bajó la mirada por instinto.

—Ese día… te vi. Todo. Y… tengo miedo —admitió, sincera—. Sos… muy grande.

Julián sonrió apenas. Con suavidad, tomó su mano y la guió hacia el bulto marcado en su short. No la forzó. Solo la dejó posar los dedos.

—Toque —dijo—. No se va a arrepentir.

Mariela tragó saliva. Cerró los ojos… y lo hizo.

Sintió su dureza, su calor, la piel suave bajo la tela. El tamaño era intimidante, sí… pero su deseo era más fuerte. Algo dentro de ella se rompió. O se liberó.

—Decime qué querés —le susurró él, acercando su boca a su cuello.

—Quiero… dejarme llevar —respondió ella.

Y eso hizo.

Julián le levantó el vestido, lentamente. La contempló unos segundos, como si quisiera grabarla para siempre. Luego la besó. No fue un beso tierno, sino profundo, urgente, lleno de ganas contenidas.

La tomó de la cintura, la alzó con facilidad y la llevó hasta el sofá. La acostó boca arriba y le quitó el vestido por completo. Se lo bajó por los hombros, los pechos quedaron al descubierto, firmes, suaves, deseosos.

Julián se desnudó también, liberando su miembro ante sus ojos. Mariela lo miró con mezcla de miedo y excitación.

—Con calma —le dijo él—. Déjeme entrar despacio.

Se colocó entre sus piernas, acarició su concha, la besó en cada rincón. La preparó. La abrió con los dedos, con la lengua, con paciencia. Y cuando sintió que estaba lista… hundió su pija en ella con lentitud, con cuidado… hasta quedar completamente dentro.

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Mariela soltó un gemido ahogado. La sensación era intensa, profunda, deliciosa.

—Dios… —susurró—. No sabía que se podía sentir así…

Julián comenzó a moverse despacio, llenándola, estirándola, haciéndola temblar. Sus cuerpos chocaban con un ritmo creciente. Ella se aferraba a sus hombros, a sus caderas, le pedía más sin decirlo.

Lo hicieron largo, sin prisa, como si el tiempo se hubiera detenido.

Y cuando Mariela se vino por primera vez, lo hizo arqueando el cuerpo, con un gemido roto, sintiendo que algo en su interior estallaba.

Julián la miró, sonrió, y siguió.

Ella ya no pensaba. Solo sentía.

Y mientras él la tomaba una y otra vez, entre caricias, embestidas y jadeos, Mariela comprendió algo con absoluta certeza:

Había caído. Y no quería volver a levantarse.


La habitación estaba en penumbras. Los cuerpos aún sudaban. Mariela respiraba agitada, con el vestido arrugado en el suelo y el cuerpo temblando por dentro.

Julián la acariciaba suavemente, recorriendo sus muslos con los dedos, aún dentro de ella, con esa seguridad que la volvía loca.

—Me siento… —murmuró Mariela, con la voz temblorosa—… culpable.

Él no dijo nada. Solo la miró con calma.

—Pero no puedo negar… la necesidad. Lo que siento cuando estoy con vos. Lo que me haces…

Julián sonrió.

—Lo sé —respondió—. Mañana, lo repetimos. Pero en mi casa.

Se inclinó, le dio un beso corto en los labios y se levantó. Se vistió sin apuro, sin culpa. Como si acabaran de tomar un café y no de romper todas las reglas.

—Te espero, vecina. Y se fue.

Mariela se quedó sola. Desnuda. Con el cuerpo latiendo, el alma sacudida y la mente aún reviviendo cada movimiento de él dentro de ella.

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El día siguiente fue eterno. El reloj no avanzaba, y su cuerpo pedía más. Lo que habían hecho el día anterior no fue suficiente. Lo deseaba con hambre.

Al caer la tarde, fue a verlo. Él la esperaba sin remera, con un short y esa sonrisa que ya era adictiva.

—¿Lista?

—No sé si voy a poder dejar de venir —dijo ella.

—Ese es el punto —respondió él.

Entraron. La casa olía a él. A cuerpo joven, a deseo, a peligro.

Apenas cerraron la puerta, Mariela se arrodilló frente a él. Sus ojos brillaban, decidida.

—Quiero… probar todo de vos.

Le bajó el short y ahí estaba, otra vez: su pene duro, grueso, palpitante.

Lo tomó con ambas manos y comenzó a lamerlo, a besarlo, a mamarlo como si fuera un fruto prohibido. Le costaba meterlo entero, pero no se detuvo. La boca le ardía, los ojos se le humedecían, y sin embargo lo seguía intentando, entregada por completo.

—Dios, Mariela… —gimió Julián, acariciándole el cabello.

Ella se levantó y se subió sobre él en el sofá, con las piernas temblorosas. Lo guió hacia su vagina con una mano. Al principio le costó, sintió cómo se abría con dificultad… pero no se rindió. Poco a poco, lo logró.

—Ahhh… sí… —suspiró, sintiéndose llena otra vez—. ¡Sos un semental, Julián…!

Él se aferró a sus caderas y la ayudó a montar con fuerza, con ritmo. Mariela lo cabalgó con todo el cuerpo, como si quisiera absorberlo por completo. Gritaba, jadeaba, se mordía los labios y lo miraba a los ojos con locura.

—¡No pares! —le suplicaba—. ¡Rompeme toda!

Y Julián cumplió. La levantó, la llevó a la pared, y la tomó de pie, fuerte, profundo, haciéndola venirse una vez más.

Cuando todo terminó, Mariela se dejó caer sobre el sofá, jadeando, con el cuerpo desbordado y los labios temblando.

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Sabía que lo que hacían estaba mal.

Pero también sabía que no podía —ni quería— parar.


Después de aquel encuentro salvaje en casa de Julián, algo cambió en Mariela.

Ya no era la misma mujer que regaba sus plantas con cara de esposa ejemplar. Ya no se vestía con recato. Ya no evitaba mirar por la rendija del muro.
Ahora lo buscaba.

Lo necesitaba. Y Julián lo sabía.

Los encuentros se volvieron frecuentes. Rápidos. Voraces. A veces bastaban unos minutos, apenas el marido salía rumbo a la oficina, para que ella cruzara en bata, sin ropa interior, y él la tomara contra la pared, en la cocina, en el patio, sobre la mesa.

Otras veces, él se metía en su casa en silencio, sin hablar, y la poseía entre las cortinas del living, con el sol filtrándose y el peligro al otro lado de la puerta.

Una mañana, mientras el esposo de Mariela se duchaba en el baño, ella recibió un mensaje.

> Estoy afuera. ¿Cinco minutos?


Mariela miró hacia el pasillo. El agua seguía corriendo. Tenía tiempo. Salió por la puerta de la cocina en silencio, en bata.

Él la esperaba detrás del quincho.

No hizo falta hablar. Julián la empujó contra la pared, le abrió la bata y le lamió los pezones con desesperación. Bajó por su vientre y le comió la concha ahí mismo, de pie, mientras ella se mordía los labios para no gemir. Se vino en su boca, temblando, y volvió a entrar a su casa como si nada. Su marido seguía en la ducha.

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Cada vez era peor. O mejor.

El miedo de ser descubiertos la excitaba. El hecho de tener que callar, esconderse, correr, hacía que cada orgasmo fuera más profundo, más sucio, más animal.

Una tarde lo invitó a entrar mientras su esposo dormía la siesta en el cuarto del fondo.
Julián entró en puntas de pie y la tomó en la cocina, con la cara apretada contra la mesada, mientras ella intentaba no gritar.

—¿Te gusta así, vecina? —le susurraba él, clavándole los dedos en la cadera.

—¡Sí, sí…! ¡Más fuerte…!

El sonido de la madera, de los cuerpos chocando, de sus gemidos apagados por la mano, llenaban la casa mientras el marido dormía a menos de diez metros.

Cuando terminaron, se vistieron rápido. Él se fue por la puerta trasera. Ella volvió a la habitación, se acostó al lado de su marido… con el cuerpo aún húmedo, con su interior latiendo, llena del otro.

La culpa ya no dolía. La adrenalina lo cubría todo.

Porque Mariela ya no era la misma.

Ahora, era una mujer que se jugaba el pellejo por un polvo prohibido.

Y no pensaba detenerse.

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Esa tarde, Mariela no aguantó la espera.

El deseo la devoraba, el marido estaba en una reunión fuera de la ciudad y el cuerpo le pedía a gritos la dosis de placer que solo Julián sabía darle. Quiso sorprenderlo. Vestía un vestido corto sin ropa interior, el cabello suelto, los labios rojos.

Cruzó con pasos firmes, el corazón acelerado y una sonrisa traviesa. Tocó la puerta, pero no hubo respuesta. La casa estaba abierta. Entró.

—¿Julián...? —llamó en voz baja.

Avanzó unos pasos. Y entonces lo oyó.

Un gemido. Luego otro. Vino del fondo, del dormitorio.

Mariela se acercó con el estómago encogido. La puerta estaba entreabierta. Miró.

Y lo vio.

Julián estaba acostado, completamente desnudo, y sobre él cabalgaba otra mujer.

Lucía, la vecina del otro lado. Treinta y tantos, separada, rubia, con piernas largas y pechos operados que rebotaban mientras montaba la pija de Julián como si fuera suyo.

—¡Dios… Julián, no pares! —gemía ella, con la cabeza hacia atrás.

Mariela se congeló. El mundo se le vino abajo.

Justo entonces, Lucía la vio.

Y lo peor fue que no se sorprendió.

—Mariela… —dijo entre jadeos, sin bajarse de él—. ¿Vos también por aquí?

Julián giró el rostro. La vio. No dijo nada. Solo la miró, con esa misma cara de siempre, esa mezcla de seguridad y deseo.

Lucía sonrió con malicia.

—¿Qué diría tu marido si te viera así?

Eso la quebró.

Mariela giró sobre sus talones y salió corriendo, con el rostro rojo de vergüenza, los ojos brillosos y el corazón hecho pedazos.

No era solo la culpa. Era el golpe al ego, al deseo, a la fantasía de ser única.

Pasó el resto del día encerrada, sin contestar mensajes. Se sintió tonta, usada, humillada.

Pero al caer la noche… Julián apareció en su puerta.

Llevaba una remera negra ajustada, jeans bajos, y esa expresión que mezclaba sinceridad con descaro.

—Puedo explicar —dijo, sin que ella le diera lugar a hablar.

—No hace falta. Ya vi suficiente.

—Mariela —la miró fijo—. No te estoy mintiendo. Nunca te dije que era tuyo. Ni que eras la única.

Ella apretó los labios.

—¿Te acostás con todas las vecinas, entonces?

—Con las que quieren lo mismo que vos —dijo, tranquilo—. Me gusta darles placer. Me calientan las mujeres maduras, con experiencia, con cuerpo, con fuego. Como vos.

Ella lo miró, confundida, furiosa… y excitada, contra todo sentido.

—Y si querés que sea solo tuyo, decilo. Pero mientras tanto… estoy para vos también. Cuando quieras. Donde quieras.

Se acercó un poco más.

—Si lo que viste hoy te molestó… —bajó la voz—… puedo compensarlo. Mejor que nunca.

La mirada de Mariela vaciló. Quería odiarlo. Quería gritarle.
Pero su cuerpo temblaba otra vez.
Porque sabía que lo deseaba. Incluso más que antes.


Esa noche, Mariela no pudo dormir.

La escena en la casa de Julián, Lucía montándolo, el descaro con el que la miraron… todo le daba vueltas en la cabeza. Pero también, el deseo, el recuerdo de cómo la hacía sentir, el sabor de su cuerpo, su mirada al decirle “Estoy para vos también”.

Al día siguiente, se miró al espejo.

Cuarenta y uno. Curvas reales, piel marcada por los años, pero un fuego encendido en la mirada. Ella no era una más. Ella era élite.

Y él tenía que recordarlo.

Esa tarde, fue ella quien tocó la puerta de Julián.

Él abrió sorprendido.

—¿Mariela…?

Ella no dijo nada. Entró sin pedir permiso. Cerró la puerta con seguridad, caminó al centro del living, y se quitó el vestido.

Sin sostén. Sin ropa interior. Sin vergüenza.

Quedó completamente desnuda, con la espalda recta, los pezones duros y el fuego ardiéndole entre las piernas.

Julián la miró, con la boca entreabierta.

—¿Esto es lo que querés? —preguntó ella con voz firme.

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—Dios… —susurró él.

—Si me querés, suplicá —ordenó—. Mostrame que no soy como las otras.

Julián se acercó sin dudar, se arrodilló frente a ella, y comenzó a besarle los muslos, a acariciarle las caderas con devoción. Subió con la lengua hasta su concha y la saboreó sin pausa, con hambre, con entrega total.

—Decí que soy tu favorita —susurró ella, temblando.

—Lo sos… —dijo él entre jadeos—. Mariela… sos mi favorita.

Ella lo empujó hacia el sofá y lo montó, clavándose la concha sobre su dureza con intensidad, con rabia contenida. Lo cabalgó con fuerza, con autoridad, usándolo como un castigo y como una salvación.

Él la tomó luego por la cintura, la puso en cuatro sobre la mesa y se lo dio todo: profundidad, fuerza, sin piedad. Le lamió los dedos, las tetas, la espalda, el cuello. La volvió loca.

Le acabó sobre las tetas , jadeando su nombre como si fuera una diosa.

Y cuando ambos quedaron agotados, desnudos en el suelo, sudando y jadeando, él la miró con una sonrisa sincera.

—No hay duda —dijo—. Eres mi favorita.

Mariela sonrió, aún agitada.

Había caído otra vez.

Pero esta vez, era ella quien mandaba.

La Caída de Mariela




El escándalo no tardó en tocar la puerta.

Una tarde, mientras Mariela salía de la casa de Julián con el cabello alborotado, las mejillas rojas y las piernas aún temblando, Lucía, la vecina del otro lado, la esperaba en la vereda con los brazos cruzados.

—Así que seguís viéndolo —dijo, con veneno en la voz.

Mariela la miró, sin miedo.

—¿Y?

—Pensé que habías entendido —soltó Lucía con sorna—. Pero si no, puedo ayudar. Una llamadita anónima a tu marido y le cuento todo. ¿Qué te parece?

Silencio.

La tensión era tan densa como el calor de esa tarde.
Pero Mariela no se inmutó.

Dio un paso al frente, la miró directo a los ojos y respondió con una calma letal:

—Lucía… estás en las mismas condiciones que yo.

Lucía abrió los ojos, incómoda.

—Si vos hablás, yo también hablo. Y vos tenés más que perder. Estás peleando la custodia de tus hijos, ¿no? Imaginá lo que diría un juez si supiera que te montás a tu vecino veinteañero mientras ellos duermen en tu casa.

Lucía palideció.

—Así que hacé silencio —continuó Mariela, firme—. Porque si nos vamos al barro, yo no me hundo sola. ¿Quedó claro?

Lucía apretó los dientes, giró sobre sus tacos y se fue sin responder.


Esa noche, Mariela llamó a Julián.

Él atendió rápido, con su voz ronca de siempre.

—¿Todo bien?

—Sí. Pero te voy a pedir algo.

—Lo que quieras, vecina.

—No veas más a Lucía. Me cansé de chismosas con complejo de secundaria.

Hubo una pausa.

—Hecho.

—Y otra cosa —dijo ella, bajando la voz, cargada de intención—. Acepto no ser la única. Pero soy la favorita. Y mientras me sigas dando duro como sabés hacerlo… no me importa nada más.

Julián rió, bajo y con deseo.

—Tenés trato, Mariela.

—Entonces vení. Ahora.

Él colgó. Minutos después, tocó la puerta.

Mariela ya lo esperaba desnuda, sentada en el sofá, piernas abiertas, segura de sí como nunca.

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Y cuando él entró, la tomó como si fuera la primera vez: con hambre, con fuerza, con devoción. La amó en el suelo, en la pared, sobre la mesa. Gritaron juntos, se estremecieron y terminaron jadeando el uno contra el otro.

Ya no había culpa. Solo deseo.

Y poder.

Mariela se recostó sobre su pecho y sonrió, satisfecha.

Porque en medio de todo…

Había ganado.

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1 comentarios - La Caída de Mariela

Faalfa55
Muy bueno el relato , pero que onda con el cornudo