Bitácora Interna – VK-991
[Registro Personal – Archivable]
Hora estimada: 03:47 am – Sala de Contemplación
No debería escribir esto. Pero necesito que quede grabado en alguna parte de mí, aunque después lo borren.
La sala estaba helada, sin relojes ni ventanas. El silencio parecía tener un pulso propio, como si respirara junto a nosotros. Las luces apenas rozaban las paredes, todo se veía fragmentado. Debía ser la droga.
En el centro, un cuerpo que ya no era del todo cuerpo. Se movía, sí, pero era como si estuviera siendo disuelto lentamente, cada gesto le arrancaba un trozo de humanidad. Los demás observaban sin pestañear. Yo también.
El Sello en mi piel ardía, como si recordara su origen. En cada respiración sentía el hierro, la aguja, el filo. Como si aquella marca se reactivara, exigiendo mi complicidad.
Alguien murmuró la frase:
“El Ojo no parpadea.”
Y en ese instante lo entendí: no éramos testigos, éramos parte de una maquinaria que trituraba lo íntimo y lo convertía en doctrina.
Sentí náusea. Sentí deseo. Sentí vergüenza.
Y ninguno de los tres sentimientos me pertenecía.
Cuando todo terminó, nadie aplaudió, nadie habló. Solo nos levantamos y salimos, como si hubiéramos asistido a una misa sin dios.
Afuera, el aire de la madrugada estaba muerto.
La noche me atravesó como un hierro encendido. No sé si fue el vino, el humo o los ojos que me observaban desde las sombras. Sé que crucé el umbral y que no había retorno.
Todo estaba dispuesto: las luces bajas, el cuerpo inmóviles alrededor, el eco de un murmullo que no logré descifrar. Era como si me hubieran llamado por mi nombre más secreto, el que nadie afuera conoce.
Lo que vi no era espectáculo ni ceremonia: era desnudez forzada de lo humano combianda con destruccion. Y sin embargo, había belleza.
Una belleza torcida, piel marcada.
Yo no participé… o al menos no con mis manos. Pero mi mirada estaba tan comprometida como cualquier acto. El Ojo estaba dentro de mí, sin parpadeo, devorando cada gesto. Como siempre.
Sentí que mi piel ardía, que el Sello en mi glúteo latía como un corazón expuesto. No era dolor ni placer: era algo más bajo, más primitivo, como si mi carne recordara lo que soy y lo que he jurado ser.
El aire se volvió espeso. Cada respiración era un trago de esa mezcla prohibida, entre sudor y otra cosa. Y ahí entendí: Xeremia no es un lugar, es un estado que se mete bajo la piel, como un amante que nunca pide permiso. Nunca.
Salí de la sala tambaleando, sin hablar. No tenía palabras, solo un sabor metálico en la boca y la certeza de haber cruzado otro límite.
Uno que no sé si quería cruzar… pero al que siempre termino volviendo.

[Fin de la entrada]
[Registro Personal – Archivable]
Hora estimada: 03:47 am – Sala de Contemplación
No debería escribir esto. Pero necesito que quede grabado en alguna parte de mí, aunque después lo borren.
La sala estaba helada, sin relojes ni ventanas. El silencio parecía tener un pulso propio, como si respirara junto a nosotros. Las luces apenas rozaban las paredes, todo se veía fragmentado. Debía ser la droga.
En el centro, un cuerpo que ya no era del todo cuerpo. Se movía, sí, pero era como si estuviera siendo disuelto lentamente, cada gesto le arrancaba un trozo de humanidad. Los demás observaban sin pestañear. Yo también.
El Sello en mi piel ardía, como si recordara su origen. En cada respiración sentía el hierro, la aguja, el filo. Como si aquella marca se reactivara, exigiendo mi complicidad.
Alguien murmuró la frase:
“El Ojo no parpadea.”
Y en ese instante lo entendí: no éramos testigos, éramos parte de una maquinaria que trituraba lo íntimo y lo convertía en doctrina.
Sentí náusea. Sentí deseo. Sentí vergüenza.
Y ninguno de los tres sentimientos me pertenecía.
Cuando todo terminó, nadie aplaudió, nadie habló. Solo nos levantamos y salimos, como si hubiéramos asistido a una misa sin dios.
Afuera, el aire de la madrugada estaba muerto.
La noche me atravesó como un hierro encendido. No sé si fue el vino, el humo o los ojos que me observaban desde las sombras. Sé que crucé el umbral y que no había retorno.
Todo estaba dispuesto: las luces bajas, el cuerpo inmóviles alrededor, el eco de un murmullo que no logré descifrar. Era como si me hubieran llamado por mi nombre más secreto, el que nadie afuera conoce.
Lo que vi no era espectáculo ni ceremonia: era desnudez forzada de lo humano combianda con destruccion. Y sin embargo, había belleza.
Una belleza torcida, piel marcada.
Yo no participé… o al menos no con mis manos. Pero mi mirada estaba tan comprometida como cualquier acto. El Ojo estaba dentro de mí, sin parpadeo, devorando cada gesto. Como siempre.
Sentí que mi piel ardía, que el Sello en mi glúteo latía como un corazón expuesto. No era dolor ni placer: era algo más bajo, más primitivo, como si mi carne recordara lo que soy y lo que he jurado ser.
El aire se volvió espeso. Cada respiración era un trago de esa mezcla prohibida, entre sudor y otra cosa. Y ahí entendí: Xeremia no es un lugar, es un estado que se mete bajo la piel, como un amante que nunca pide permiso. Nunca.
Salí de la sala tambaleando, sin hablar. No tenía palabras, solo un sabor metálico en la boca y la certeza de haber cruzado otro límite.
Uno que no sé si quería cruzar… pero al que siempre termino volviendo.

[Fin de la entrada]
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