
Todas las noches, a las ocho en punto, Andrés se sentaba en la misma mesa del rincón del bar de la esquina. Siempre solo. A veces con un libro, otras simplemente mirando el plato de comida como si buscara respuestas en él. Era un tipo silencioso, reservado, el que apenas levantaba la vista si alguien le hablaba. Y si lo hacía, lo hacía con una sonrisa nerviosa y esquiva.
Había vivido toda su vida con miedo al rechazo. A los 32 años, nunca había tenido una relación formal. Nunca había besado a una mujer sin estar alcoholizado antes. Y el sexo... era algo que vivía a solas, entre fantasías y páginas de internet.
Pero desde hacía unas semanas, alguien le había empezado a prestar atención.
—¿Te traigo lo de siempre, Andrés? —le decía cada noche la mesera del bar, con una sonrisa pícara en los labios carnosos, mientras se recogía el cabello en una coleta que dejaba su cuello al descubierto.
Se llamaba Sofía. Morena, de unos treinta y pocos, con una figura que desafiaba la lógica del uniforme negro del bar: caderas anchas, cintura marcada, y una delantera que parecía salirse del escote con solo inclinarse un poco. Pero más que su cuerpo, lo que descolocaba a Andrés era su mirada: directa, interesada, como si viera algo en él que ni él mismo reconocía.

—Sí... lo de siempre, gracias —respondía él, con el rostro un poco rojo, sin poder sostenerle la mirada por más de tres segundos.
Sofía no se rendía. Cada día se sentaba un poco más cerca, le hacía una pregunta más personal, una broma más atrevida. Hasta que una noche, cuando ya el bar estaba por cerrar, se sentó a su lado con una copa de vino en la mano.
—¿Puedo confesarte algo, Andrés?
—Claro... —dijo él, tragando saliva.
Sofía bajó la voz, su tono se volvió más íntimo.
—Trabajo aquí por las tardes. Pero por las noches... soy escort.
Andrés parpadeó. Abrió la boca y la cerró, como si buscara palabras en el aire.
—¿Una... una escort? —repitió él, nervioso.
—Sí —asintió ella, sin un ápice de vergüenza—. Acompaño a hombres que necesitan... atención. Algunos están solos, otros simplemente buscan algo que no pueden tener en otro lado. Y pensé... que si alguna vez te sentís solo, o querés compañía de verdad... te haría un precio especial.
Le acarició el dorso de la mano con la yema de los dedos. Andrés sintió que se le detenía el corazón.
—No tenés que decidir ahora —añadió ella con voz suave—. Pero si querés que esta noche sea diferente… solo decímelo.
Él no respondió con palabras. Solo asintió con timidez. Y unos minutos después, caminaban juntos hacia su departamento.

Ya en el interior, ella se sacó los zapatos y caminó descalza por su sala como si fuera su casa. Andrés cerró la puerta lentamente, sin saber qué hacer, sintiéndose torpe incluso en su propio espacio.
—Tranquilo —le dijo Sofía, acercándose despacio—. Yo me encargo.
Le desabrochó la camisa con lentitud. Cada botón era como una caricia. Cuando se la quitó, le besó el pecho con suavidad, mientras sus manos descendían por su torso tembloroso. Andrés jadeó, sin poder creer que una mujer como ella estuviera tocándolo con tanta delicadeza.
Sofía se arrodilló frente a él, sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Tenés un cuerpo hermoso —susurró—. Solo necesitás que alguien te lo haga sentir.
Con movimientos lentos, desabrochó su cinturón, bajó su pantalón, y luego los boxers. Andrés estaba rígido, tenso, vulnerable. Pero su erección delataba el deseo que llevaba años acumulado.
Ella lo acarició primero con la mano, luego con los labios, envolviéndo su pija en una suavidad húmeda y cálida que lo hizo gemir de forma incontrolable. Lo llevó al límite, lo sostuvo ahí, hasta que él le pidió que parara porque sentía que no iba a poder aguantar mucho más.
—Tranquilo —le dijo ella, subiendo de nuevo y besándolo por primera vez en los labios—. Esta noche es toda tuya.
Sofía se desvistió despacio, sin apuros. Andrés la observó como si estuviera viendo una diosa desnuda frente a él. Su cuerpo era incluso más perfecto de lo que imaginaba. Pero no era solo eso. Era la forma en que lo tocaba, la forma en que le hablaba, como si él fuera el único hombre en el mundo.

La llevó a la cama, tembloroso, y ella se sentó sobre él con una sonrisa, guiando su pene hacia él interior de su vagina, con un movimiento lento, delicioso, profundo.
Andrés cerró los ojos. Nunca había sentido algo así.
Ella comenzó a moverse encima de él, marcando el ritmo con sus caderas, mientras lo miraba como si fuera suyo. Lo besaba, lo acariciaba, y lo guiaba con una voz baja y ronca que le decía:
—Así, amor... sí, sentime... así de profundo... no pares...
Andrés no pudo contenerse. El clímax fue largo, intenso, estremecedor. Cayó de espaldas, agotado, con lágrimas en los ojos.
Sofía se acurrucó a su lado, acariciándole el pecho.
—¿Ves? No necesitás pagar por esto. Solo necesitás alguien que te vea de verdad.
Él la abrazó. Por primera vez en su vida, no se sintió solo.
Andrés no volvió a ser el mismo después de aquella noche. Había algo distinto en su forma de caminar, en cómo saludaba a la gente del bar, incluso en cómo se peinaba. Sofía lo notó al instante.
—Te queda bien esa camisa nueva —le dijo una tarde, mientras le servía el almuerzo.
Él sonrió, más seguro que antes. Ya no le temblaban tanto las manos. Ya no bajaba la mirada. Y aunque seguía siendo tímido, se animó a decirle algo que llevaba días queriendo soltar.
—¿Te gustaría venir los sábados a casa?
Sofía lo miró curiosa, ladeando la cabeza.
—¿Así como la otra noche?
Él asintió. —Sí. Me gustaría que... vengas, que te quedes. No solo por el sexo, sino para compartir un rato. Puedo cocinarte, si querés. Pero... sin que me cobres.
Ella lo pensó unos segundos. Su rostro no cambió, ni se sorprendió. Como si lo esperara.
—Podría ser —dijo con voz suave—. Pero con una condición.
Andrés tragó saliva.
—No te enamores de mí.
Silencio. Andrés tardó un poco en responder, pero lo hizo con honestidad.
—No te prometo nada. Pero voy a intentarlo.
Ella sonrió. —Entonces sí. Los sábados, soy toda tuya.
Y así fue. Cada sábado, a las nueve, Sofía llegaba con una mochila pequeña, ropa ligera debajo del abrigo, y el perfume dulce que ya empezaba a habitar las sábanas de Andrés.
Se besaban apenas se veían. Ya no había dudas, ni torpeza. Andrés la tomaba de la cintura, la apretaba contra sí, y le mordía el cuello con hambre, le chupaba las tetas y los pezones. Sofía lo empujaba hasta la cama, o lo desnudaba en el sillón, donde fuera que empezara el fuego.
Una noche, ella se sentó sobre la mesada de la cocina mientras él preparaba unas pastas.
—¿Estás más seguro ahora, no?
—Mucho más —respondió él, acercándose por detrás y deslizándole las manos por las piernas desnudas.
—¿Y qué querés hacerme hoy?
—Quiero que me montes como la primera vez —dijo él, ya sin pudor.
Ella se rió, ronca, excitada.
—Me encanta este nuevo vos.
Se desnudó ahí mismo, se subió a la mesada, y le abrió las piernas.

Andrés no necesitó instrucciones. Se arrodilló frente a ella, y devoró su concha con una lengua hambrienta y precisa, sujetándola fuerte de los muslos mientras ella gemía y se mordía los labios.
—Dios... —jadeó ella—. Estás aprendiendo rápido, amor.
Cuando él se levantó, erecto y ansioso, Sofía se giró y le ofreció el trasero. Andrés penetró su concha desde atrás, lento al principio, luego con fuerza. La sujetaba del cabello con una mano y de la cadera con la otra, mientras ella lo animaba:
—Así, así, dámelo todo, sin miedo... más fuerte, Andrés...
Acabaron juntos, sudados, contra la mesada, con la pasta olvidada en el fuego.
Después del sexo, ella siempre dormía en su cama. Se acurrucaban, hablaban de cualquier cosa, y a veces incluso él le leía párrafos de sus libros favoritos. Pero al amanecer, ella se iba.
—Recordá lo que te dije —le murmuró una vez, mientras se vestía—. Esto es solo los sábados. Solo sexo. No hay lugar para el amor aquí.
Andrés la miró desde la cama, desnudo, con el cuerpo saciado y el alma en conflicto. Sabía que el corazón empezaba a jugarle en contra. Pero no dijo nada.
La veía cerrar la puerta cada domingo por la mañana. Y contaba los días para que fuera sábado otra vez.
Andrés lo vio todo desde la ventana del bar. Ella se reía con un hombre trajeado que la tomaba del brazo, muy cerca. Él la acariciaba por la cintura, hablándole al oído. Sofía se dejaba hacer, jugando con su cabello, como si fuera lo más natural del mundo.
Esa noche, Andrés no cenó. Se fue sin saludar. En su pecho, una mezcla de rabia y tristeza se encendía con cada paso. No podía seguir mintiéndose. No era solo sexo. Ya no.
El sábado, Sofía llegó como siempre. Puntual. Vestida con una camisa blanca sin sujetador y un short de jean tan corto que parecía parte de su ropa interior. Llevaba la sonrisa confiada, como si no hubiera pasado nada.
—Hola, nene —le dijo, besándolo en la mejilla. Andrés no respondió.
Ella lo notó de inmediato.
—¿Qué te pasa?
—Vi con quién estabas el jueves —dijo él sin rodeos.
Sofía bajó la vista, se apoyó contra la pared, sin perder la calma.
—Era un cliente. Una hora. Nada más.
—¿Y también te reís así con todos?
—Andrés... esto fue parte del trato.
—Yo ya no puedo separar las cosas.
Ella suspiró. —No me hagás esta escena.
—No es una escena. Es lo que siento. Te estoy diciendo que me importás. Que me duele verte con otro.
Un silencio tenso llenó el ambiente. Sofía se cruzó de brazos.
—Te advertí desde el principio. No hay espacio para sentimientos.
—Pues jodete, porque yo sí los tengo —espetó él, con una rabia nueva, inusual—. Y si hoy viniste para jugar a ser mía... esta vez lo vas a ser de verdad.
Sofía lo miró con sorpresa. La voz firme de Andrés la descolocó. Pero también la excitó. Mucho.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vas a hacerme?
Él se acercó, tomó su rostro con una mano y la besó con furia. La empujó hacia la habitación sin quitarle la ropa, con pasos decididos. Cerró la puerta. La desnudó de un tirón.
—Ponete en cuatro, sobre la cama. Ahora.
Ella sonrió con fuego en los ojos, obedeciendo sin dudar. Andrés se quitó la ropa lentamente, observándola expuesta, con el culo perfecto elevado y esperando. Tomó un poco de lubricante del cajón. Se lo aplicó en los dedos, y luego se lo pasó por la entrada de Sofía, que gimió al sentir el primer roce.

—¿Eso querés? —jadeó ella, mirándolo por encima del hombro.
—Hoy no te voy a preguntar qué querés. Hoy vas a recibir lo que yo necesito darte.
Se colocó detrás de ella, le separó más las piernas, y con un empuje firme y controlado, le metió la pija en el culo. Sofía lanzó un gemido agudo, mezcla de dolor y placer. Él no se detuvo.
La sujetó de la cintura, luego de las tetas, y comenzó a moverse con ritmo constante, dominante, profundo.
—¿Te gusta cogerte a otros, no? —murmuró con voz grave—. Pero ninguno te da esto.
—N-no... —jadeó ella—. Nadie me lo hace así... Andrés... seguí...
Él la embistió más fuerte. La piel chocaba contra piel. Ella temblaba, arqueada, completamente sometida. Le acariciaba los muslos, la espalda, pero también la marcaba con los dedos. No había ternura esa vez, solo necesidad, frustración convertida en deseo.
—Te voy a llenar toda... así sabés a quién pertenecés los sábados —susurró él al oído, mordiéndole el lóbulo.
Ella gimió sin control. El orgasmo la tomó de golpe, profundo, desgarrador. Él apenas unos segundos después, derramándose en su interior, apretándola con fuerza mientras se dejaba ir por completo.
Más tarde, los dos quedaron en la cama, sudados, sin hablar. Andrés la abrazó desde atrás. Ella no lo detuvo.
—Sé que te dolió —susurró Sofía, sin mirarlo.
—Sí —admitió él—. Pero más me dolería perderte.
Ella suspiró. Se quedó en silencio, apretando su mano contra su pecho.
—Entonces no me pierdas. Pero tampoco me pidas más de lo que puedo dar.
Andrés no respondió. Solo la abrazó más fuerte.
Sabía que ya era demasiado tarde para no enamorarse.

Sofía no volvió el sábado siguiente.
Andrés se pasó el día mirando el reloj, caminando por su departamento como un león enjaulado. No había mensaje. No había llamada. Ni siquiera una excusa. Solo silencio.
Y entonces, el domingo, cuando ya había perdido la esperanza, alguien golpeó su puerta.
Era ella.
Pelo recogido, sin maquillaje. Pantalón de buzo, campera gris. Nada de escote, nada de perfume. Solo Sofía, al natural. Con los ojos más húmedos de lo habitual.
—¿Podemos hablar?
Andrés se hizo a un lado. Ella entró, despacio, como si el aire fuera denso. Se quedó de pie, en medio del living, mirándolo como si no supiera por dónde empezar.
—No vine el sábado porque no sabía cómo enfrentarte —dijo por fin.
Andrés se cruzó de brazos. Esperó.
—Me di cuenta de que lo que hiciste... de cómo me tomaste... no fue solo sexo. Sentí cosas. Cosas que no quería sentir.
—¿Y eso te asustó?
Ella asintió. Se acercó un poco, sin tocarlo.
—Yo siempre controlo todo. Con los clientes, con los hombres, incluso con vos. Hasta que dejaste de ser ese tímido que se sonrojaba cada vez que te miraba. Hasta que me cogiste como si fueras mi dueño. Y lo peor... es que me gustó.
Andrés no pudo evitar sonreír, apenas.
—Te gustó y te dio miedo.
—Mucho —admitió—. Porque nunca quise necesitar a nadie. Nunca quise sentir que... que pertenezco. Pero esa noche, cuando me abrazaste después de todo... algo se rompió.
Sofía bajó la mirada. Y por primera vez desde que se conocieron, se mostró vulnerable.
—Perdóname.
Él se acercó, le tomó el rostro con ambas manos y la besó despacio. No con rabia, no con deseo urgente. Con ternura. Con todo lo que ella intentaba negar.
—No te voy a pedir que me ames —susurró él—. Solo que no me mientas. Si algo te pasa... decímelo.
Ella se mordió el labio, conteniendo una emoción que no sabía cómo nombrar.
—¿Puedo quedarme esta noche?
—Claro —dijo Andrés—. Y no hace falta que sea sábado.
Esa noche hicieron el amor como nunca antes. Sin prisas, sin posiciones salvajes, sin ataduras. Se desnudaron lentamente. Él la recorrió con la lengua y los dedos, desde los tobillos hasta el cuello, arrancándole gemidos suaves, estremeciéndola con cada roce.
Sofía lo montó con los ojos clavados en los suyos, como si buscara algo ahí adentro. Andrés la sujetó de la cintura y la dejó moverse, saboreando cada segundo. Ella gimió su nombre una y otra vez, hasta que el orgasmo la desarmó por completo.

Después, se durmieron abrazados. Ella con la cabeza sobre su pecho. Él acariciándole el pelo. Ninguno dijo nada más.
Pero los dos sabían que lo que estaba creciendo entre ellos ya no tenía vuelta atrás.
Eran las dos de la mañana cuando Andrés recibió el mensaje:
> “Estoy en la clínica del centro. No me pasa nada grave. No te asustes. Te explico después.”
Se vistió en segundos. En veinte minutos estaba en la sala de urgencias. Ella lo esperaba con un vendaje en el brazo y un pequeño corte en el labio. Aun así, cuando lo vio, sonrió. Pero él no.
—¿Quién fue?
—Un cliente nuevo. Quería algo... fuerte. Me ofreció el doble. No me pareció peligroso.
—¿Y te golpeó?
Ella bajó la mirada. Andrés sintió hervir la sangre. Se giró sin decir nada, y salió directo al mostrador.
—¿El nombre del hijo de puta que trajo a esta mujer? —exigió con voz rota de rabia.
—Se retiró hace una hora. Pero dejó sus datos para la factura.
Y con eso bastó.
Al día siguiente, Andrés fue a buscarlo. No lo golpeó en un callejón oscuro. No fue impulsivo. Lo hizo con calma. Tocó la puerta del tipo, lo miró a los ojos y le dijo:
—Si volvés a tocarla, si siquiera le mandás un mensaje, te quiebro los dedos uno por uno. Y después voy por tu nombre. Y por el de todos los que se te parezcan.
El cliente intentó reír, pero la mirada de Andrés fue suficiente para helarle la sangre.
—¿Quién carajo sos?
—El que se la coge sin pagarle. Y el que ahora la cuida.
Esa noche, Sofía llegó a su departamento en silencio. Andrés la esperaba con una copa de vino y un gesto serio.
—Quiero que dejes esto.
—Andrés...
—No quiero verte así otra vez. No sos una puta. No tenés que seguir vendiendo tu cuerpo para sentirte fuerte. Ya no.
Ella lo miró largo rato. Sus ojos temblaban. No lloraba, pero estaba al borde.
—¿Y si lo dejo...? —susurró—. ¿Qué soy para vos?
Él se acercó, la tomó de la mano, y la llevó a la habitación.
—Te lo voy a mostrar.
La desvistió despacio, como si desarmara una bomba. Cada prenda que caía, la acompañaba un beso. Un susurro. Un “ya estás a salvo”.
Cuando ella quedó desnuda, él se arrodilló y la adoró con la boca. Le recorrió los muslos, el vientre, las tetas, el cuello, cada centímetro como si la estuviera reconstruyendo.

—Quiero hacerte sentir lo que merecés —le dijo, antes de penetrarla.
Ella abrió las piernas sin miedo. Lo recibió entera. Pero esa vez, no fue solo pasión. Fue amor. Fue furia contenida, ternura ardiendo, deseo acumulado.
Andrés la embistió lento al principio, luego más firme, agarrándola de las muñecas, clavándole la mirada y la pija en la concha.
—Sos mía. ¿Lo entendés?
—Sí... —jadeó ella—. Tuya... solo tuya...
Después la hizo girar. La puso en cuatro. Le acarició el culo suavemente, y con un dedo húmedo, fue preparando la entrada. Ella tembló, pero no se resistió. Al contrario, lo miró por encima del hombro con los labios entreabiertos.
—Quiero que lo hagas —le dijo—. Quiero que tomes todo de mí.
Con paciencia, con firmeza. Le metía la pija en el culo, lentamente, centímetro a centímetro, hasta quedar completamente dentro. Sofía gritó de placer y apretó las sábanas como si se desmoronara por dentro.
La cogió así largo rato, alternando fuerza con caricias, susurrándole al oído que nadie volvería a tocarla así. Que era suya. Que iba a cuidarla, cogerla, adorarla. Siempre.

lla acabó llorando, convulsionando de placer, con el cuerpo desbordado y el alma expuesta.
Después, entre sudor, besos y lágrimas, ella le dijo al oído:
—Ya no puedo seguir con esto. Sos la primera persona que me mira como algo más que un cuerpo.
Andrés no dijo nada. Solo la abrazó, con el corazón latiendo a mil.
Ella cerró los ojos.
Y entendió, por fin, que el amor que no quería sentir... ya era su única verdad.


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