
El fin de semana siguiente, la casa de Carolina estaba llena.
Lucas había vuelto de su viaje y, para colmo, el marido —un tipo grande, de voz gruesa y sonrisa falsa— se había instalado un par de días para resolver “asuntos familiares”. Carolina no soportaba tenerlo cerca. Pero disimulaba bien.
Le escribió a Thiago apenas pudo:
> Carolina: No aguanto más. ¿Nos vemos mañana? Motel Las Palmas, habitación 34. A las cuatro.
> Thiago: Voy a llegar antes. Con ganas de todo.
A las 15:55, Thiago ya estaba estacionando en la parte trasera del motel. El corazón le latía con fuerza, pero no de nervios, sino de deseo puro. En el cuarto, el aire olía a incienso barato, pero a él no le importaba. Porque cuando Carolina abrió la puerta —con un vestido rojo ajustado y sin ropa interior debajo— todo lo demás desapareció.

—¿Estabas esperándome así? —preguntó él, cerrando tras de sí.
—Estoy que exploto —susurró ella, abrazándolo de inmediato.
Lo besó con hambre. Se lo comió entero. Lo empujó contra la pared y se arrodilló frente a él sin quitarle la ropa. Le bajó el pantalón con rapidez, y tomó su pija con la boca como si no tuviera tiempo que perder. Lo succionó con fuerza, gimiendo suave mientras lo miraba desde abajo.
—No sabés cuánto pensé en esto —murmuró, jadeando—. Te quiero todo para mí.

Él la levantó y la llevó hasta la cama. La recostó boca abajo y le levantó el vestido. No llevaba nada debajo. Su culo redondo y perfecto lo dejó sin aire.
—Así, por atrás… —le dijo ella con voz baja, caliente—. Hacémelo como sabés…
Thiago la tomó de la cintura y la penetró desde atrás con fuerza. Ella se arqueó, soltando un gemido profundo, y lo apretó con sus músculos interiores como si lo quisiera atrapar. Los movimientos fueron intensos, salvajes. Sus cuerpos chocaban con ritmo húmedo y constante. Carolina se aferraba a las sábanas, diciendo su nombre una y otra vez.
—Dale… más… llename, amor…
Y él obedeció. La sujetó con firmeza y se descargó adentro, profundo, sintiendo cómo ella se estremecía al mismo tiempo, con un orgasmo que la recorrió entera. Quedaron jadeando sobre la cama, abrazados, sudados, con el cuerpo temblando.
Después de varios minutos, se vistieron en silencio, con sonrisas cómplices. Carolina lo besó en la puerta.

—Te necesitaba. Gracias por no fallarme.
—Nunca lo haría —respondió él.
Abrió la puerta del cuarto, y justo cuando salían…
—¿Carolina?
Una voz aguda. Una figura familiar.
Era la vecina chismosa, Graciela, una mujer de unos cincuenta, siempre al tanto de todo, siempre en todos lados donde no debía estar. Llevaba una blusa floreada y los ojos como platos.
—¡Qué coincidencia! —dijo, mirando a ambos con sospecha—. ¿Vos acá? ¿Con…?
Carolina reaccionó con rapidez. Sonrió sin nervios, tomó a Thiago del brazo.
—Sí, vine a hablar con el encargado por una queja. Y él me trajo en su moto. Es el sobrino del portero de mi edificio. ¿Verdad, Thiaguito?
Thiago asintió, aún rojo.
—Sí… señora… justo eso…
—Ajá… —dijo Graciela, entornando los ojos—. Bueno, nos vemos, querida. Ya sabés que siempre estoy cerca. Para lo que necesites.
Carolina le sonrió, pero apenas se fue, su mirada cambió. Se giró hacia Thiago, divertida y al mismo tiempo tensa.
—Esa víbora va a empezar a hablar.
—¿Y si le das algo para que se calle? —sugirió él, riendo.
—No, mejor que hable —dijo ella, lamiéndose el labio inferior—. Me excita el riesgo.

Era un martes como cualquier otro, pero Thiago no podía quitarse de encima una ansiedad que no sabía explicar. Había acordado pasar por la casa de Lucas para llevarle unos apuntes antes de un parcial. Llegó poco después de las cinco de la tarde. Golpeó la puerta dos veces.
Le abrió Carolina.
Vestía una remera ajustada sin mangas y un short deportivo gris que parecía una provocación involuntaria… aunque ya sabía que con ella, nada era involuntario. El cabello suelto, los pies descalzos, el aroma a perfume fresco mezclado con un leve olor a canela.
—Hola, Thiago —saludó con una sonrisa ladeada.
—¿Está Lucas?
—Salió. Fue a la librería a imprimir unas cosas. Pero si querés, pasá… seguro no tarda.
Él entró, intentando no mostrar lo que sentía. Pero en cuanto se sentó en el sofá, y la vio caminar hacia la cocina, con ese vaivén suave de caderas, la sangre comenzó a correrle más rápido.
Carolina volvió con dos vasos de agua y se sentó cerca. Muy cerca.
—¿Todo bien? Estás raro —dijo, con tono juguetón.
—Estoy normal… solo que es difícil concentrarse con vos tan cerca.
Ella rió bajito.
—¿Difícil? A ver…
Sin previo aviso, le acarició el muslo. Y Thiago no se movió. Solo la miró. Ella entendió. Se inclinó sobre él y lo besó. Un beso húmedo, profundo, que creció de inmediato en intensidad. La sed seguía viva en ambos.
Se trepó sobre él como si el cuerpo ya conociera el camino. Se besaban con desesperación, con las manos por debajo de la ropa, con la urgencia de dos personas que ya no podían fingir distancia.
Thiago la levantó en brazos —sin esfuerzo— y la apoyó sobre la mesa del comedor. Ella se quitó el short y abrió las piernas, invitándolo. Ya estaba mojada. Lo deseaba. Y él no pensaba hacerla esperar.
La tomó con fuerza, y se fundieron. Él embestía su concha con ritmo firme, mientras ella se aferraba a su cuello, con los ojos cerrados y los labios separados, gimiendo suave, ronco, directo al oído.
—Sí… eso… más fuerte… —decía, mientras él la poseía como si fuera la última vez.

Cambió de posición. La puso de espaldas contra la pared, la sujetó de las caderas y la tomó desde atrás. Los cuerpos chocaban, calientes, sudados, y el sonido llenaba el silencio de la casa vacía. Ella se mordía la mano para no gritar.
Se movieron hasta el sofá. Allí la acostó, se quitó la ropa por completo, y la montó con el cuerpo entero. Sus tetas se apretaban contra su pecho. Las caderas se encontraban como piezas de un engranaje salvaje. El ritmo se volvió frenético, sudoroso, delicioso.
El clímax llegó como una tormenta.
Ella lo abrazó con fuerza, clavándole las uñas en la espalda, mientras él se corría dentro, temblando, jadeando como un animal liberado. Quedaron así, entrelazados, respirando rápido, con los cuerpos fundidos y el alma agitada.
Pero esta vez, Thiago no se vistió de inmediato.
Se sentó a su lado, la miró con el cabello desordenado, con las mejillas rojas, con el pecho subiendo y bajando. Y entonces lo dijo.
—Carolina… ¿qué somos?
Ella se quedó en silencio.
Sus ojos se encontraron. Por primera vez, sin risa, sin picardía, sin juego. Solo verdad.
—No lo sé —susurró ella—. No sé qué somos… pero sé que me hacés sentir viva.
Thiago bajó la mirada, aún desnudo, aún con su olor sobre la piel.
—No quiero que esto sea solo sexo, Caro. Te quiero para mí.
Ella lo acarició suavemente en la mejilla.
—Y yo no quiero perderte. Pero esto es peligroso… vos sos el amigo de mi hijo.
—¿Y si no me importa?
Ella suspiró, lo besó despacio… pero no respondió.
La puerta del frente sonó de golpe.
—¡Mamá, llegué! —gritó Lucas desde afuera.
Carolina se levantó de un salto, recogiendo la ropa esparcida por la sala.
—Después hablamos —dijo rápido—. Esperame.
Thiago se vistió a toda velocidad, el corazón latiéndole como un tambor.
Pero ya no era solo deseo.
Ahora había algo más.

La semana pasó lenta.
Thiago no escribió. Tampoco lo hizo ella. Después del encuentro salvaje en la casa, seguido de esa pregunta incómoda —¿qué somos?—, algo se había quedado suspendido en el aire. Él esperaba un mensaje. Una señal. Pero nada.
Hasta que el viernes por la noche, Carolina lo llamó. Directo. Sin rodeos.
—¿Podés venir mañana? A las diez. Lucas va a estar en la facultad y mi marido ya se fue.
Thiago dudó apenas un segundo, pero la voz de ella, tan segura, lo arrastró sin remedio.
—Sí. Voy.
Al día siguiente, cuando llegó, ella lo esperaba en el porche, con una taza de café en la mano. Llevaba un short liviano y una camisa suelta, sin nada debajo. El cabello recogido, los labios pintados de un rojo apagado.
—Pasá, por favor.
Thiago entró. Pero antes de tocarlo, antes de besarla siquiera, ella habló.
—Quiero que escuches esto claro, Thiago.
Él asintió, en silencio.
Carolina lo miró fijo, con esa mezcla de dureza y dulzura que la volvía irresistible.
—No me busques para algo más. No puedo darte eso. Estoy casada, tengo un hijo. Y aunque hace tiempo que mi matrimonio no existe, sigue siendo mi casa, mi familia. Lo que te ofrezco es esto —hizo un gesto con la mano entre ellos—. Placer. Deseo. Sexo cuando podamos, cuando quieras. Pero solo eso.
Thiago tragó saliva. Le dolió más de lo que esperaba.
—¿Solo eso?
—Solo eso —repitió ella, sin suavizar la voz—. No porque no me gustes, no porque no me importe. Sino porque no puedo permitirme confundirme.
Hubo un silencio tenso.
Él la miró con una mezcla de decepción y fuego en los ojos. Y entonces, con rabia contenida, se acercó.
—Entonces dame eso —dijo, desafiante—. Dame lo único que podés darme.
Ella no necesitó más. Lo empujó hacia el sillón del living, se sentó sobre él, lo besó con furia, con la pasión de una mujer que se reprime todos los días y explota de tanto en tanto. Le arrancó la remera, le bajó el pantalón, y tomó su pija con su boca como si quisiera tragarse la culpa, el deseo, el miedo.
Él la desnudó despacio. La acarició como si fuera la última vez. Ella se dejó hacer. Se montó sobre él, guió su pija dentro de su concha, y comenzaron a moverse con ritmo frenético, sucio, delicioso. La sala se llenó de gemidos ahogados, de respiraciones entrecortadas, del sonido húmedo de dos cuerpos que solo se buscaban para quemarse.
En un momento, ella se puso de rodillas frente a él, y frotó su pija con sus tetas, masajeándolo, lamiéndolo, riendo con los ojos.
—Esto es lo que puedo darte, amor… esto… cada vez que me necesites.
Thiago se vino sobre ella, con fuerza, en una mezcla de rabia y deseo.
Ella se limpió con calma, lo besó con ternura, y volvió a vestirse como si nada.
Antes de irse, le susurró:
—No me esperes con flores. Pero sí con ganas.
Y desapareció por el pasillo, como una tormenta que viene, arrasa, y se va.

La primavera comenzaba a notarse en las calles, en el aire, en la forma en que todo parecía más ligero. Incluso Thiago lo sentía. Después de semanas de encuentros clandestinos con Carolina, algo dentro de él había comenzado a cambiar. No era que dejara de desearla —eso era imposible—, pero sentía que algo le faltaba. Algo más allá del cuerpo.
Fue Lucas, sin saberlo, quien plantó la semilla.
—Che, ¿sabías que Cami preguntó por vos? —le dijo una tarde, en la facultad—. Me contó que te vio en Instagram y le parecés lindo. ¿Querés que te la presente?
Camila era una chica de su carrera: dulce, divertida, atractiva. Y sobre todo, libre.
Thiago aceptó.
Comenzaron a hablar, luego a verse. Cafecitos, risas, mensajes hasta tarde. Era diferente. No era fuego inmediato, pero era tibieza sincera. Por primera vez en semanas, Thiago sentía algo que no lo quemaba... pero lo envolvía.
Lo que no esperaba era que Lucas lo comentara delante de su madre.
—Mamá, ¿sabías que Thiago está saliendo con una chica? Camila, una compañera suya. Se están conociendo. ¡Quién diría, eh! El que no comía una, ahora no para.
Carolina sonrió con los labios, pero no con los ojos.
—Mirá vos… qué bien —dijo, sirviendo el café sin mirar a nadie.
Esa misma noche, ella le escribió.
> Carolina: ¿Tenés un rato mañana? Paso por tu departamento si estás solo.
> Thiago: Sí. Te espero.
Cuando Carolina llegó, no hubo palabras al principio. Lo besó en la entrada, lo empujó contra la pared, lo desnudó con manos ágiles y ansiosas. Mamaba su pija como si quisiera devorarlo. Lo llevó a la cama y se montó sobre él con una intensidad que casi dolía.
—Quiero sentir que todavía me deseás… —le murmuró, con la voz temblorosa.

Thiago la sujetó con fuerza. La penetró como ella le enseñó: firme, profundo, mirando a los ojos. Bombeando su concha. Cambiaron de posición. Se lo hizo de espaldas, de costado, sobre la mesa, con los cuerpos chocando, con las palabras sucias entre jadeos. Se vino sobre su espalda, con la mano de ella guiándolo.
Y cuando todo se calmó, cuando los cuerpos ya no temblaban, Carolina habló.
—Me alegro por vos, de verdad —susurró, con la cabeza apoyada en su pecho—. Aunque me dé un poquito de celos… sos joven. Te merecés más que este rincón de mí que puedo darte.
Thiago no respondió. Solo la acarició.
Ella levantó la mirada, le sonrió y le guiñó un ojo.
—Solo espero que pongas en práctica todo lo que aprendiste conmigo.
Y que nunca olvides que... yo siempre voy a estar para vos.
Con los brazos abiertos.
Y las piernas también.
Thiago rió, aún con el deseo latente en el cuerpo.
Y la besó como si fuera la última vez.
Aunque ambos sabían… que no lo era.


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