Hace seis meses que hablo con Anai. Primero por Instagram, después pasamos a WhatsApp. Al principio fue charla tranqui, risas, memes, pero de a poco se fue calentando la cosa.
Ella tiene 27, maestra jardinera, vive en Formosa con Martín, su marido de 33. Me contó que él leía todo lo que hablábamos, que no me preocupe, que le gustaba, que se excitaba escuchándola leer mis mensajes. Esa confesión me dio vuelta la cabeza.
Desde ahí todo cambió. Ya no escribía solo para ella, sino también para él. Fantaseábamos juntos. Ella me describía cómo estaba, cómo se tocaba pensando en lo que yo le decía. Él a veces metía algún comentario por atrás, alentaba, y eso nos encendía más. Yo, con 34, casado en Resistencia, aprovechaba cada ausencia de mi mujer para hundirme en esas charlas que me dejaban temblando.
Después de tanto hablar, se dio la oportunidad. El finde largo del 17 de agosto, ellos viajan a Resistencia y alquilan un departamento. Yo me quedo solo porque mi mujer no está. La excusa perfecta.
El sábado a la noche camino hasta el edificio con un nudo en la panza. Subo, golpeo la puerta. Me abre Anai. Me quedo quieto, mirándola. Está más linda que en las fotos: bajita, con ese cuerpo que me vuelve loco, vestido corto que marca el culo y las tetas enormes. Sonríe nerviosa. Atrás aparece Martín, relajado, casi con orgullo en los ojos.
—Así que vos sos Cofla… —me dice, y me da la mano.
Entro. El departamento huele a perfume dulce y vino recién abierto. En la mesa hay tres copas listas. Nos sentamos. Charlamos un poco, rompemos el hielo. Ellos cuentan del viaje, yo hago algún chiste. Pero las miradas dicen otra cosa. Las rodillas de Anai rozan las mías y no se aleja. Martín lo ve y sonríe. No hay tensión, hay expectativa.
Tomamos unas copas y el aire se espesa. Anai me mira fijo, me clava esos ojos como si ya me estuviera desvistiendo. Se levanta, va a buscar otra botella. Cuando pasa al lado mío, me roza con el cuerpo a propósito.
Martín se acomoda en el sillón, tranquilo, con el vaso en la mano. La escena lo excita.
Cuando Anai vuelve, me sirve un poco más de vino y se queda de pie frente a mí. La tensión es insoportable. Le agarro la mano y la acerco hacia mí. Ella sonríe, me besa de golpe. Un beso intenso, húmedo, lleno de los seis meses de charla acumulada.
Martín no dice nada. Solo respira más fuerte.
Mis manos se deslizan por el vestido, siento sus curvas, la tela cediendo bajo mis dedos. Ella se sienta sobre mí, se acomoda sin pudor. El beso se hace más profundo, mis manos ya están en su culo, apretándola, y ella gime bajito contra mi boca.
Martín observa, excitado, con los ojos brillantes. No interviene, disfruta.
El vestido sube, mis manos encuentran su piel caliente. Ella se mueve sobre mí, frotándose, jadeando. Yo estoy duro, al borde de perder el control.
La bajo despacio al sillón. Le abro las piernas y me acomodo entre ellas. Martín no se mueve. Solo observa, excitado, viendo cómo su mujer abre el cuerpo para mí.
Bajo y le beso los muslos. Ella ya no aguanta más, se retuerce, me hunde la cabeza entre sus piernas. El sabor, el olor, todo me enloquece. La chupo con hambre, con ganas contenidas de meses. Anai gime fuerte, sin cuidarse. Sus manos me agarran del pelo y me aprietan contra ella.
Martín gruñe bajito. La escena lo tiene hipnotizado.
Ella tiembla cuando se corre. Grita, se estremece entera contra mi boca. Yo no paro hasta que queda arqueada, jadeando, con las piernas flojas.
Levanto la cabeza, miro a Martín. Nuestros ojos se cruzan. Él asiente, casi como dándome permiso para seguir.
Me bajo el pantalón de un tirón. Estoy duro, latiendo. Anai me mira con una sonrisa de deseo y desafío. Se muerde el labio y me estira la mano.
—Ahora sí…
La agarro y la cojo de una. La lleno lento y fuerte. El gemido que suelta retumba en el living. Se mueve desesperada, me clava las uñas, me abraza con las piernas. Yo le agarro las tetas, se las aprieto mientras bombeo cada vez más rápido.
Martín se pajea mirándonos. Está al borde, jadeando.
La pongo en cuatro y me pierdo en esa vista. El culo perfecto de Anai abierto para mí, ella gimiendo, el cuerpo pidiéndome más. La cojo fuerte, con todo. El ruido de piel contra piel llena la habitación.
Anai se arquea, grita mi nombre y se corre otra vez. Yo sigo hasta que la presión me explota adentro. Me vengo fuerte, profundo, mientras ella tiembla bajo mi cuerpo.
Martín acaba casi al mismo tiempo, gemiendo, mirando cómo su mujer se derrite conmigo.
El silencio después es pesado, húmedo, cargado de placer. Nos miramos los tres, con una sonrisa cómplice.
Fue una noche larga. Después les sigo contando
Ella tiene 27, maestra jardinera, vive en Formosa con Martín, su marido de 33. Me contó que él leía todo lo que hablábamos, que no me preocupe, que le gustaba, que se excitaba escuchándola leer mis mensajes. Esa confesión me dio vuelta la cabeza.
Desde ahí todo cambió. Ya no escribía solo para ella, sino también para él. Fantaseábamos juntos. Ella me describía cómo estaba, cómo se tocaba pensando en lo que yo le decía. Él a veces metía algún comentario por atrás, alentaba, y eso nos encendía más. Yo, con 34, casado en Resistencia, aprovechaba cada ausencia de mi mujer para hundirme en esas charlas que me dejaban temblando.
Después de tanto hablar, se dio la oportunidad. El finde largo del 17 de agosto, ellos viajan a Resistencia y alquilan un departamento. Yo me quedo solo porque mi mujer no está. La excusa perfecta.
El sábado a la noche camino hasta el edificio con un nudo en la panza. Subo, golpeo la puerta. Me abre Anai. Me quedo quieto, mirándola. Está más linda que en las fotos: bajita, con ese cuerpo que me vuelve loco, vestido corto que marca el culo y las tetas enormes. Sonríe nerviosa. Atrás aparece Martín, relajado, casi con orgullo en los ojos.
—Así que vos sos Cofla… —me dice, y me da la mano.
Entro. El departamento huele a perfume dulce y vino recién abierto. En la mesa hay tres copas listas. Nos sentamos. Charlamos un poco, rompemos el hielo. Ellos cuentan del viaje, yo hago algún chiste. Pero las miradas dicen otra cosa. Las rodillas de Anai rozan las mías y no se aleja. Martín lo ve y sonríe. No hay tensión, hay expectativa.
Tomamos unas copas y el aire se espesa. Anai me mira fijo, me clava esos ojos como si ya me estuviera desvistiendo. Se levanta, va a buscar otra botella. Cuando pasa al lado mío, me roza con el cuerpo a propósito.
Martín se acomoda en el sillón, tranquilo, con el vaso en la mano. La escena lo excita.
Cuando Anai vuelve, me sirve un poco más de vino y se queda de pie frente a mí. La tensión es insoportable. Le agarro la mano y la acerco hacia mí. Ella sonríe, me besa de golpe. Un beso intenso, húmedo, lleno de los seis meses de charla acumulada.
Martín no dice nada. Solo respira más fuerte.
Mis manos se deslizan por el vestido, siento sus curvas, la tela cediendo bajo mis dedos. Ella se sienta sobre mí, se acomoda sin pudor. El beso se hace más profundo, mis manos ya están en su culo, apretándola, y ella gime bajito contra mi boca.
Martín observa, excitado, con los ojos brillantes. No interviene, disfruta.
El vestido sube, mis manos encuentran su piel caliente. Ella se mueve sobre mí, frotándose, jadeando. Yo estoy duro, al borde de perder el control.
La bajo despacio al sillón. Le abro las piernas y me acomodo entre ellas. Martín no se mueve. Solo observa, excitado, viendo cómo su mujer abre el cuerpo para mí.
Bajo y le beso los muslos. Ella ya no aguanta más, se retuerce, me hunde la cabeza entre sus piernas. El sabor, el olor, todo me enloquece. La chupo con hambre, con ganas contenidas de meses. Anai gime fuerte, sin cuidarse. Sus manos me agarran del pelo y me aprietan contra ella.
Martín gruñe bajito. La escena lo tiene hipnotizado.
Ella tiembla cuando se corre. Grita, se estremece entera contra mi boca. Yo no paro hasta que queda arqueada, jadeando, con las piernas flojas.
Levanto la cabeza, miro a Martín. Nuestros ojos se cruzan. Él asiente, casi como dándome permiso para seguir.
Me bajo el pantalón de un tirón. Estoy duro, latiendo. Anai me mira con una sonrisa de deseo y desafío. Se muerde el labio y me estira la mano.
—Ahora sí…
La agarro y la cojo de una. La lleno lento y fuerte. El gemido que suelta retumba en el living. Se mueve desesperada, me clava las uñas, me abraza con las piernas. Yo le agarro las tetas, se las aprieto mientras bombeo cada vez más rápido.
Martín se pajea mirándonos. Está al borde, jadeando.
La pongo en cuatro y me pierdo en esa vista. El culo perfecto de Anai abierto para mí, ella gimiendo, el cuerpo pidiéndome más. La cojo fuerte, con todo. El ruido de piel contra piel llena la habitación.
Anai se arquea, grita mi nombre y se corre otra vez. Yo sigo hasta que la presión me explota adentro. Me vengo fuerte, profundo, mientras ella tiembla bajo mi cuerpo.
Martín acaba casi al mismo tiempo, gemiendo, mirando cómo su mujer se derrite conmigo.
El silencio después es pesado, húmedo, cargado de placer. Nos miramos los tres, con una sonrisa cómplice.
Fue una noche larga. Después les sigo contando
2 comentarios - Mi primer trío