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La Salvavidas

La Salvavidas



El sol ardía sobre la arena blanca. Entre las sombrillas y cuerpos bronceados, ella destacaba como un fuego entre los mortales: bikini rojo, cuerpo firme, curvas escandalosas, sonrisa peligrosa.

Desde su toalla, Leo no podía dejar de mirarla. Era la quinta vez que la veía en la playa esa semana. Y esta vez, ella le devolvió la mirada… y le guiñó un ojo.

Se acercó moviendo las caderas con un vaivén provocador, como si supiera lo que generaba.

—¿Me vas a mirar todo el día o vas a hacer algo? —le dijo con una sonrisa pícara.

Leo tragó saliva.

—Es que… sos increíble.

—¿Sí? Bueno, te voy a dar una oportunidad… —le susurró, bajando la voz—. Si me atrapás… soy tuya.

Y sin decir más, corrió hacia el agua riéndose, salpicando con sus pies el mar cristalino. Leo dudó un segundo… pero el deseo le ganó. Se levantó y corrió tras ella, excitado, ciego, con la sangre latiéndole entre las piernas.

Saltó al agua… sin pensar.

No supo cuánto avanzó. Solo que, en un momento, el fondo desapareció bajo sus pies y el mar se volvió profundo. Trató de nadar, pero una punzada le cruzó la pierna: un calambre brutal. El pánico lo invadió. Trató de gritar, pero tragó agua.

Se hundía.

Todo se volvió confuso, salvo una silueta dorada que se lanzó desde la torre de salvamento. Lo último que vio antes de perder la conciencia fue una cabellera rubia y unos ojos verdes que brillaban como esmeraldas.


Despertó en la orilla, jadeando, con el pecho agitado. Encima de él, inclinada, estaba ella… la salvavidas.

Rubia, alta, con un cuerpo atlético y sensual. El traje rojo le marcaba cada curva, los senos firmes empujaban contra el neopreno mojado. Sus labios estaban a centímetros de los suyos.
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—Tranquilo —dijo con voz profunda—. Ya estás bien… casi te ahogás, idiota.

—¿Y ella? —preguntó él, recordando a la del bikini rojo.

La salvavidas se rio, seca.

—Esa solo juega. Coquetea con todos. No vale la pena… —Lo miró fijamente—. Vos valés más que eso.

Leo la miró, embobado. Su cuerpo empapado lo encendía como nada. Y ella lo notó. Le tomó la mano y la guió bajo su traje mojado, hasta sus senos duros.

—¿Querés algo real ?

Él asintió, temblando de deseo.

La salvavidas lo llevó tras unas rocas cercanas, alejados de todo. Allí se quitó el traje mojado con una lentitud irresistible, revelando un cuerpo de diosa: cintura fina, caderas anchas, pezones erectos, completamente mojada y lista.

—Ahora te toca a vos demostrar que valés la pena.

Leo se arrodilló frente a ella, besándole el vientre, luego bajando más, hasta enterrarse entre sus muslos. Ella gemía, sosteniéndole la cabeza.

—Así… buen chico… chupámela toda…

Cuando ella estuvo al borde del orgasmo, lo empujó al suelo y se subió encima de él. guió su pene adentro de su vagina, mojada, ardiente, gimiendo sin pudor.

—¡Ahhh… esto es lo que merecés! ¡No una pendeja de bikini! ¡Esto es real!
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Lo montaba con fuerza, las tetas rebotando, las uñas marcándole el pecho. Luego él la hizo girar, y la tomó desde atrás, con las manos en sus caderas, dándole duro mientras el mar rompía cerca.

—¡Sí, así! ¡Dámelo todo! ¡Llename!

Y Leo acabó en su interior, gritando, con la espalda arqueada de placer. Ambos cayeron juntos, jadeando, abrazados.


—¿Cómo te llamás? —preguntó él.

Ella le sonrió.

—Mica… pero decime la que te salvó de verdad.

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—Hoy vas a nadar —le dijo Mica, con una sonrisa que ya era una promesa.

Leo la miró con mezcla de nervios y deseo. Estaban en una piscina privada, en la casa de unos amigos de ella que estaban de viaje. El agua brillaba tranquila, invitando a pecar.

—¿Y si me ahogo otra vez? —bromeó él.

—Yo soy tu salvavidas, ¿te acordás? Pero esta vez… no pienso darte respiración boca a boca. —Lo miró de arriba abajo—. Bueno, al menos no en la boca.

Mica se despojó lentamente de su short y su remera, revelando un bikini blanco ajustado que parecía hecho para perder la cabeza. Se zambulló con elegancia, como una sirena, y lo llamó con un gesto provocador del dedo.
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Leo entró al agua tras ella. La sensación del agua tibia en contraste con su piel y la cercanía de Mica lo tenían al borde de la locura.

Ella nadó hasta él y se colgó de su cuello.

—¿Querés aprender a flotar? —le susurró al oído.

Antes de que pudiera responder, lo empujó suavemente contra uno de los bordes, se hundió en el agua… y desapareció. Lo que sintió después lo dejó sin palabras. Sus labios, su lengua, su atrevimiento… todo allí, bajo el agua, jugando con su pija, con su mente, con su autocontrol.

Cuando emergió, él jadeaba, temblando.

—Mica… —susurró.

—Todavía no terminamos —dijo ella, subiendo a su regazo.

Lo montó allí mismo, en el agua, moviéndose despacio al principio, como quien marca el ritmo del pecado. Su cuerpo se deslizaba como seda mojada sobre él. Lo miraba fijo, con esos ojos verdes que parecían congelar todo, menos el deseo.

—¿Estás seguro de que no sabés nadar? Porque te estás portando como un pez en mi océano…

La escena se volvía más intensa con cada movimiento. Sus cuerpos creaban olas propias. Ella jadeaba contra su cuello, lo mordía con suavidad. Él la apretaba de la cintura, la alzaba, la guiaba, perdiéndose en su cuerpo.

Hasta que ella cambió de posición, apoyándose en el borde. Lo miró sobre el hombro y le dijo con voz ronca:

—A ver si te animás a conquistar nuevos territorios.

Él entendió la invitación. Lo hizo lento, firme, invadiéndola hasta lo más profundo, haciéndola temblar.

Ella gimió bajo, mordiéndose el labio.

—Dios… ya me habías visto de lejos, pero ahora sí me tenés.

Cuando terminó, Leo la sostuvo aún un rato más, como si soltarla fuera un crimen. Ella se dio vuelta, le rodeó el cuello con los brazos y le dijo al oído:

—¿Quién necesita clases de natación cuando se tiene un instructor como vos?
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Esa noche, Mica lo pasó a buscar en su camioneta. Iba con una sudadera grande que no ocultaba el brillo en sus ojos ni la picardía de su sonrisa.

—Subí, tengo un lugar para mostrarte —le dijo, sin más.

Manejaron hasta una playa alejada del centro, donde el mar rompía suave y la luna se reflejaba en las olas. No había nadie. Solo ellos, el sonido del agua, y el aroma salado del deseo en el aire.

—¿Te animás a meterte ahora? —preguntó ella, bajando la sudadera y dejando ver un conjunto diminuto de encaje rojo que lo dejó sin aire.

—¿Vos estás loca?

—No. Estoy caliente. Y esta noche, quiero dejar huellas tuyas en toda la arena.

Leo la tomó de la cintura, y ella lo empujó hacia el agua, chapoteando entre risas hasta que quedaron sumergidos hasta la cintura. El contraste del agua fría con el calor de sus cuerpos era embriagador. Mica lo rodeó con las piernas, pegándose a él, moviéndose con una suavidad que lo enloquecía.

—¿Así nadás mejor, no? —le susurró, rozando su boca.

Se besaron con una pasión que ardía, una urgencia salvaje. Él la alzó, llevándola hasta la orilla, donde la recostó sobre una toalla que ella había traído. Allí, sobre la arena tibia, la fue desnudando lentamente, disfrutando cada centímetro de su piel bronceada bajo la luz lunar.

—Te voy a hacer mía de nuevo… pero esta vez, sin apuros.

Ella arqueó la espalda, gimiendo cuando lo sintió su pija entrar en su concha, profundo, lento, firme. Leo la tomó de las muñecas, clavándola contra la toalla, moviéndose con intensidad, mientras Mica cerraba los ojos, entregándose por completo.

—Decime que soy tuya —le pidió ella, jadeando.

—No… sos mía. Pero ahora… yo también soy tuyo. ¿Lo sabés?

Ella sonrió, lo envolvió con las piernas y lo apretó más fuerte.

—Entonces no pares. Quiero que esta playa nos recuerde.

Siguieron así, entre caricias mojadas, cuerpos calientes y susurros enloquecidos, hasta que el clímax los tomó juntos, rompiendo como una ola furiosa.

Después, se recostaron abrazados, mirando las estrellas.

—¿Qué viene ahora? —preguntó él, acariciando su pelo.

—Ahora… te voy a mostrar el faro. Pero no por la vista —respondió, riéndose con malicia.

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La noche estaba clara. El cielo, salpicado de estrellas, parecía observarlos con complicidad mientras Mica conducía por el camino de tierra que llevaba al viejo faro costero. Leo la miraba de reojo, preguntándose qué plan se traía entre manos.

—¿Estás segura que se puede entrar ahí? —preguntó, divertido.

—Tengo la llave. Conozco al cuidador —dijo ella, guiñándole un ojo—. Me debía un favor.

El faro estaba desierto, imponente, y el sonido del mar rompiendo contra las rocas lo envolvía todo en una atmósfera eléctrica. Subieron los escalones en espiral hasta lo más alto, riendo, empujándose, deseándose. Allí, en la cima, el viento les desordenaba el pelo y el corazón.

Mica se quitó la campera. Debajo llevaba un conjunto negro de encaje que contrastaba con su piel bronceada y los ojos brillantes de deseo.

—Acá nadie nos ve —le susurró—. Somos dos cuerpos libres bajo la luna.

Leo la abrazó desde atrás, sus manos viajaron por su abdomen hasta sus muslos. Ella se arqueó contra él, buscando más.

—Tenés algo con los lugares arriesgados, ¿no? —murmuró él.

—Me encanta cuando el deseo y el peligro se mezclan… —le respondió, girando para besarlo con furia.

Él la alzó con facilidad y la apoyó contra la pared de piedra. La besaba como si le faltara el aire, como si sus labios fueran lo único que lo mantenía vivo. Mica lo buscaba con las manos, con las caderas, guiándolo, pidiéndolo sin palabras.

—Hoy me toca a mí montarte a vos —bromeó ella, mientras deslizaba su concha humeda sobre su pija.

Los movimientos eran rítmicos, crudos, intensos. Cada embestida parecía rebotar contra la piedra, mezclándose con el rugido lejano del mar. Ella se aferraba a su cuello, sus uñas marcaban su espalda, y sus jadeos quedaban atrapados entre besos voraces.

—Mirá dónde terminamos —susurró Leo—. En la cima del mundo.

—Y con vos adentro… más alto no se puede —le respondió ella con una sonrisa sucia.

Él la giró, tomándola por la cintura. Mica entendió y apoyó las manos en la barandilla del faro. El viento acariciaba su piel desnuda mientras él le metia la pija en el culo con fuerza, guiado por la tensión que ambos venían acumulando. La noche fue testigo de un vaivén que parecía no tener fin.

Cuando terminaron, jadeando, transpirados, Mica se acurrucó contra su pecho, mirando el mar oscuro a lo lejos.

—Nunca pensé que ser salvavidas me traería tanta… intensidad —dijo con una risa suave.

—Yo tampoco pensé que ahogarme sería lo mejor que me podía pasar.

Se quedaron abrazados un rato más, en silencio, sabiendo que ese encuentro en el faro iba a ser uno de esos recuerdos que no se olvidan.

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La mañana siguiente al encuentro en el faro, Leo despertó en su cama con el cuerpo aún vibrando por todo lo vivido. No sabía en qué momento Mica se había ido, pero sobre la almohada había una nota escrita con marcador rojo sobre una servilleta de bar:

> “Si te gustó la vista desde lo alto, esperá a lo que viene. Te paso a buscar esta noche. —Mica 🩱”



Y cumplió. A las ocho, apareció en su moto, vestida con jeans rotos, remera corta sin corpiño, y esa mirada de chica que no le teme a nada.

—Hoy no vamos a desnudarnos todavía —le dijo al bajarse el casco—. Hoy te quiero hablar en serio.

Fueron a la playa, pero no al mismo lugar de siempre. Mica lo llevó a una parte alejada, donde solo se escuchaban las olas y las gaviotas, donde nadie los vería ni oiría.

Se sentaron en la arena. Ella sacó una cerveza y se la pasó. Luego se le subió encima, con los ojos brillando entre sombra y atrevimiento.

—No quiero que esto se acabe —le dijo, acariciándole la nuca—. Pero tampoco quiero un noviecito meloso que me diga que soy lo mejor que le pasó en la vida.

Leo sonrió, confundido.

—Entonces… ¿qué querés?

Mica lo besó suave, largo, y luego le habló al oído:

—Quiero estar con vos. Quiero que seas mío. Pero que no dejemos de jugar sucio. Quiero una relación formal… donde el sexo siga siendo un incendio, donde me puedas agarrar como anoche sin tener que pensar si estamos “noviando” o no.

Leo la miró. No esperaba que Mica, tan salvaje, tan libre, dijera eso. Pero al mismo tiempo, entendió que no había contradicción: Mica no quería ataduras vacías, quería intensidad real. Quería posesión y libertad al mismo tiempo.

—¿Y vos? —le preguntó ella—. ¿Querés esto conmigo? Porque si me decís que sí, no hay vuelta atrás. Me vas a tener que aguantar… y devorarme cada vez que te lo pida.

Leo tragó saliva, duro. Su respuesta fue rodearla con los brazos, bajarla hasta su pecho, y susurrarle:

—Sí, Mica. Quiero todo. Incluso tus demonios.

Ella sonrió, se sacó la remera en un solo movimiento y lo besó con hambre.

—Entonces, ahora sos mi novio oficial… pero no se te ocurra tratarme como a una princesita —le dijo mientras se desabrochaba los jeans lentamente—. Seguís siendo mi chico de fuego.

Y en la arena húmeda, con la luna encendida, sellaron ese pacto como sabían hacerlo: con la piel, la lengua, los cuerpos enredados, salvajes, locos de deseo.

Esa noche, entre jadeos y carcajadas, Mica le dijo:

—Felicidades, nene. Acabás de convertirte en el novio de la salvavidas más caliente de la costa.


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