
Bruno tenía 26 años, trabajaba desde casa y vivía en la planta baja de una casa que había sido dividida en dos. La parte de arriba era para alquiler. El contrato lo manejaba su madre, la dueña.
Un martes de lluvia llegó la nueva inquilina.
Se llamaba Abril. Treinta y cinco años. Morena, alta, curvas generosas.
Un vestido pegado al cuerpo, labios carnosos, y una mirada que decía: “Estoy cansada de fingir que no me calienta todo.”
—¿Vos sos el hijo de Patricia? —dijo al verlo en la entrada.
—Sí. Bruno.
Se dieron la mano. Él sintió cómo la corriente le subía por el brazo. Ella lo sostuvo un segundo más de lo necesario. Y lo miró de arriba abajo.
—Encantada —dijo, con una sonrisa que le dejó la mente en blanco.
Durante los días siguientes, la rutina cambió.
Cada vez que Abril bajaba, Bruno encontraba una excusa para cruzársela. A veces ella salía con un short mínimo, otras veces en mini. Lo saludaba con una voz suave, provocadora, casi burlona.
Y él... estaba completamente enloquecido.
Una noche, lo encontró en el patio, regando las plantas.
Ella bajó con una copa de vino y se apoyó en la baranda.
—¿Te molesta si te hago compañía?
—No, para nada.
Se acercó despacio, descalza. La bata apenas atada.
El escote profundo, los pezones marcándose.
El vino en la mano. El deseo en la mirada.
—Hace calor esta noche… —susurró.
—Sí… mucho.
Ella lo miró. Y sin más, se desató la bata. Debajo, nada.
Completamente desnuda.
—¿Querías verme, Bruno?
Acá estoy.
Ahora mostrame vos lo que me haces sentir cuando me mirás así.
Bruno quedó paralizado. La pija le palpitaba con violencia bajo el pantalón.
—Tocáte —ordenó ella—. Quiero verte hacerlo. Quiero ver cómo te ponés por mí.
Él obedeció, sacó su pija duro como una piedra.
Ella se acercó, se arrodilló en el césped mojado, y con una mano le sostuvo la base.
—Sos más rico de lo que imaginé —dijo, y se lo metió en la boca con una desesperación hambrienta.
Lo chupaba con movimientos profundos, sin prisa pero sin piedad.
La lengua le recorría cada centímetro.
Los ojos fijos en los suyos.
Y cuando lo sintió temblar, lo soltó.
—No te corras.
Quiero que lo hagas adentro cuando esté montada en vos.
Se levantó, se apoyó contra la pared del fondo, abrió las piernas, y se bajó sobre su pija sin dudar. Su concha estaba mojada, caliente, desesperada por sentirlo dentro.
Lo cabalgó salvaje. Sin filtro. Sin pausa.
—¡Dame! ¡Cógeme! —gritaba—. ¡Rompeme si hace falta!
Bruno la agarraba de las caderas con fuerza, se lo metía hasta el fondo, le mordía las tetas, le apretaba el culo.
Los dos se venían uno encima del otro, ahogados, mojados por la lluvia y por ellos mismos.
Y cuando acabaron, ella lo besó y dijo:
—Esto recién empieza.

Pasaron dos días desde aquella noche en el patio.
Desde que Abril se lo había chupado bajo la lluvia como si se lo estuviera devorando.
Bruno no había dormido desde entonces. Su cuerpo ardía. Su mente solo pensaba en ella.
Y entonces, como si lo hubiera sentido, le llegó el mensaje.
“Esta noche. Subí después de las diez. Quiero jugar en serio.”
A las 22:07 estaba frente a su puerta.
Ella abrió envuelta en una bata negra de seda, el pelo suelto, los labios pintados de rojo oscuro.
—Entrá —ordenó, sin darle tiempo a decir nada.
La luz era tenue. Velas encendidas. Música suave. Y el aroma a aceite esencial llenando el aire.
—Sacate la remera. Y acostate boca abajo.
Él obedeció. El colchón estaba tibio.
Ella se sentó sobre sus muslos y le derramó aceite caliente en la espalda.
Las manos de Abril empezaron a recorrerlo con presión exacta.
Lento. Firme. Sensual.
—Te gusta, ¿no? —susurró cerca de su oído—. Sentirme sobre vos… sabiendo lo que viene después.
Le mordió el lóbulo, y las manos bajaron, resbalando por los glúteos, luego entre las piernas.
Le acarició el pene por debajo, que ya estaba firme, palpitando.
Bruno gimió sin poder evitarlo.
—Date vuelta.
Cuando lo hizo, ella se relamió los labios.
—Así me gusta —dijo—. Duro… pero no suficiente.
Sacó un pequeño anillo de silicona negra.
—Esto va a ayudarte a aguantar. Te quiero entero. Te quiero explotando por dentro hasta que no puedas más.
Le colocó el anillo en la base del pene, ajustado, firme.
—Ahora vení. Quiero montarte como si no hubiera mañana.
Se subió sobre él, abriéndose la concha, despacio, mojada, caliente, empapada de deseo.
Lo fue sintiendo adentro centímetro a centímetro, soltando un gemido profundo mientras lo acomodaba bien dentro.
—Así… así de lleno te quería —gimió—. Ahora no te muevas. Me encargo yo.
Y comenzó a cabalgarlo lento, con movimientos circulares, controlados.
Lo miraba fijo mientras lo hacía. Le apretaba el pecho, le lamía el cuello, le clavaba las uñas en los brazos.
Luego aceleró. Con furia. Con rabia.
—¡Dame todo! ¡Rompeme por dentro! ¡No pares hasta que me corra tres veces!
Bruno se aferró a sus caderas y empezó a responder con fuerza.
La levantaba, la bajaba, la empujaba con violencia.
Ella se corría sobre él, mojándolo, marcándolo con su cuerpo.
Se giraron. La puso de espaldas, la tomó por la cintura y se lo metió desde atrás, profundo, brutal, haciéndola gritar contra la almohada.
—¡Sí! ¡Así! ¡Ahí! ¡No pares!
Finalmente, la hizo ponerse encima otra vez. Ella lo cabalgó frenética, con el cuerpo temblando, el anillo en la base manteniéndolo a punto de estallar.
—¡Ahora, Bruno! ¡Adentro! ¡Dámelo todo!
Él se vino rugiendo, con el cuerpo entero temblando, mientras ella lo apretaba, lo sentía llenarla con cada pulsación.
Se quedó sobre él, jadeando, temblando, con el cuerpo sudado, vencida… feliz.
—No sabés lo que me hacés —susurró con una sonrisa rota.
—Y vos me estás volviendo adicto —contestó él.
Y no era mentira.
Porque eso… recién empezaba.

Bruno trabajaba en una pequeña oficina dentro del complejo donde vivía. La usaba como espacio privado, lejos del ruido, con conexión directa al garaje y a la calle. Nadie entraba sin golpear. Era su refugio.
Hasta que Abril apareció.
Ni tocó la puerta.
Simplemente entró con una llave que, claramente, no debería tener.
Llevaba puesta una gabardina cerrada y unos lentes de sol enormes, como si viniera de una película.
—¿Qué hacés? —preguntó él, sorprendido—. Estoy en medio de un informe.
—Perfecto —dijo ella, cerrando la puerta con llave—. Quiero ver cuánto tardás en olvidarte de todo eso.
Se quitó los lentes.
Luego la gabardina.
Y debajo… absolutamente nada.
Bruno se quedó paralizado. Su pija se activó como un resorte.
Ella caminó lenta hasta el escritorio, se subió sobre él con las piernas abiertas, y se sentó frente a él.
—Me levanté caliente. Y me acordé de lo bien que me cogiste el otro día. Así que vine por más.
Y esta vez… vos no decidís nada.
Se inclinó y lo besó con una mezcla de hambre y veneno dulce.
Le abrió el pantalón, se lo bajó hasta las rodillas y le liberó el pene, ya completamente duro.
—Mmm… así me gusta.
Se lo metió en la boca sin aviso.
Profundo. Húmedo. Brutal.
Su lengua lo recorría lento, con experiencia, con malicia.
—¿Te gusta que te chupe la pija en tu lugar de trabajo, eh? —gimió, alzando la mirada.
—Me volvés loco, Abril… —murmuró él, agarrándole el cabello.
Ella se acomodó sobre el escritorio. Abrió las piernas.
Su vagina estaba empapada.
—Ahora metémela. Ya.
No me hables. Solo cogeme.
Bruno se paró, la sostuvo de la cintura y le metió la pija entera en la concha, de golpe.
Ella gimió con fuerza, tiró todo lo que había sobre el escritorio al suelo con un manotazo, y comenzó a moverse salvaje.
—¡Sí, así! ¡Cógeme como si me odiaras! —gritaba—. ¡Rompeme adentro!
Cada embestida retumbaba en las paredes de la oficina.
Bruno estaba fuera de control.
La tomaba de las piernas, la levantaba, la apretaba contra él mientras se la metía con fuerza.
—¡Estoy por venirme! —gritó ella—. ¡No pares, no pares, no pares!
Se corrió con un temblor que le sacudió todo el cuerpo, mientras él seguía bombeando hasta el final.
—¡Ahora vos! ¡Llename! ¡Sentime!
Bruno rugió y se vino dentro de ella, con todo, quedando con la frente pegada a su pecho.
Respiraban agitados.
Ella sonreía, satisfecha.
—Bueno… ahora podés volver a tu informe.
Se acomodó el cabello, se puso la gabardina y salió como si nada.
Bruno se quedó mirando la puerta cerrarse… con el pantalón bajo, la pija goteando, el cuerpo sudado, y el alma perdida.
Esa mujer iba a destruirlo. Y él no quería otra cosa.

Fue un domingo al mediodía cuando todo estalló.
Bruno escuchó el motor de un auto estacionando frente a la casa. Al mirar por la ventana, vio a un tipo alto, bien vestido, bajando con una mochila y una sonrisa sobria. Abril salió a recibirlo… con un beso.
Un beso en la boca. Él se quedó helado.
Minutos después, tocaron su puerta.
Era Abril. De nuevo con esa gabardina, pero con otra expresión: calma, fría… casi profesional.
—¿Quién es ese? —preguntó Bruno, con la voz cortada.
—Mi pareja —respondió sin rodeos—. Vino a quedarse conmigo un tiempo.
—¿Tu qué?
—Bruno… —suspiró—. Pensé que lo sabías. Lo nuestro fue sexo. Intenso, sí. Rico. Explosivo. Pero solo eso. Lo necesitaba. Vos también.
Él la miraba como si lo hubieran vaciado por dentro.
—¿Todo fue una mentira?
—No. Cada gemido fue real. Pero eso no lo convierte en amor. Yo me voy con él. Y vos vas a seguir con tu vida.
Se dio media vuelta. Pero antes de que cruzara la puerta, Bruno habló:
—Dame una última vez.
Ella se detuvo. No dijo nada por unos segundos.
Y luego cerró la puerta desde adentro.
No se besaron.
No hablaron.
Solo se desnudaron como si el mundo se fuera a acabar.
Bruno la tiró sobre la cama. Le abrió de piernas. Se lo metió de una y comenzó a moverse con rabia. Ella lo recibió con uñas en la espalda, dientes en su cuello, piernas envolviéndolo con furia.
—¡Rompeme! ¡Despedite bien de esta concha! —gritó Abril.
Él le agarró las muñecas, la mantuvo contra el colchón mientras embestía su concha como una máquina.
Sudaban. Gritaban.
Se cogían como si se odiaran.
Como si supieran que nunca más volverían a tocarse.
Ella acabó primero. Dos veces.
Después él, adentro, con un rugido animal. Temblando. Vacío. Vivo.
Se quedaron en silencio. Solo respiraban.
Después, ella se vistió. Lo miró con algo de tristeza, pero sin culpa.
—Gracias por no pedirme amor.
Y se fue.

Bruno no volvió a saber de ella.
Ni una nota. Ni un mensaje.
Pero cada vez que olía su perfume en otra persona…
Cada vez que se tocaba pensando en una mujer dominante…
Cada vez que alguien lo cabalgaba con fuerza…
Sabía que nunca iba a olvidarla.
Porque Abril fue fuego. Y él se dejó quemar.


2 comentarios - La Inquilina