
Un año y tres meses. Ciento cincuenta y seis amaneceres sobre aguas grises. El vaivén del mar, el olor del salitre, las noches sin compañía… El Capitán Julián tenía la piel curtida por el sol y la sangre hervida por la abstinencia.
Cuando el barco atracó en el puerto de Cartagena, ni bien su bota pisó la madera firme del muelle, ya sabía adónde iría.
El “Palacio del Placer” no era el lugar más fino, pero sí el más famoso. Y lo que Julián necesitaba no era fineza: era carne. Calor. Gemidos reales. Piel contra piel.
—Quiero dos putas—dijo con voz grave al portero, dejando un fajo de billetes sobre el mostrador—. Las más atrevidas que tengas. Estoy completo, fuerte… y necesito desahogo.
La madama lo observó de arriba abajo. Tenía el cuerpo de un toro joven, los brazos marcados por las sogas del barco, la barba espesa, y una mirada que devoraba.
—Te enviaré a Yuli y Reina. Si después de ellas sigues en pie, te hacemos altar.
Subió las escaleras. La habitación era amplia, con una cama redonda, espejos en el techo y cortinas rojas. Se quitó la camisa lentamente, dejando ver el torso firme, el tatuaje de un ancla sobre el pecho y un bulto prominente bajo el pantalón.
Las chicas llegaron minutos después. Yuli era morena, bajita, con curvas explosivas y una mirada traviesa. Reina era más alta, rubia teñida, labios carnosos y piernas largas envueltas en medias de encaje.
—¿Así que nos querías a las dos, marinero? —ronroneó Reina, desabrochándose el corsé.
—Llevo más de un año sin sentir una mujer —respondió Julián—. No sé si les dé descanso esta noche.
Las chicas se miraron, sonrieron, y se acercaron como felinas. Yuli se arrodilló primero y bajó el pantalón del marinero. Al ver lo que escondía, abrió los ojos con sorpresa y deseo.
—Madre santa…
—Nos va a partir en dos —susurró Reina, mordiéndose el labio.
Lo primero fue un juego de lengua compartido. Mientras una se dedicaba a lamerle el tronco firme y palpitante, la otra besaba sus testículos hinchados. Julián gemía como animal domado, sus dedos enterrados en sus cabellos.
—Las quiero arriba ahora —ordenó.

Yuli se subió primero, deslizándo su concha con dificultad por su pija gruesa, gimiendo con cada centímetro que entraba. Reina se colocó detrás de él, lamiéndole la espalda, las orejas, besando sus hombros mientras él embestía la concha de Yuli con fuerza, como si quisiera empujar hasta el alma.
Cuando Yuli quedó sin aliento, Reina la sustituyó, dejándose caer de espaldas sobre él, tomándo su pene con ambas manos para guiarlo dentro de su vagina. Su grito fue agudo, de placer salvaje. Julián no paraba. Cambiaban de posición, sudaban, se mordían. A ratos las tenía a las dos encima, una besándole los pezones mientras la otra rebotaba sobre su pija con fuerza.

Las horas pasaron como minutos. El colchón chirriaba. La habitación olía a sexo, a piel y a deseo cumplido.
Cuando al fin terminó —con un gruñido final mientras sus caderas golpeaban con furia— se dejó caer en medio de ambas, empapado de placer.
Yuli, aún jadeando, dijo:
—Eres una bestia, marinero.
Reina acarició su pecho.
—Después de esto… mereces una estatua en el puerto.
Julián sonrió, cerrando los ojos, el cuerpo satisfecho por fin.
—No necesito estatua. Solo saber que mañana puedo volver.

Pasaron solo dos días desde aquella noche de desahogo brutal con Yuli y Reina. Pero el cuerpo de Julián pedía más. Como un navío que no se sacia solo con tocar tierra, necesitaba explorar nuevos puertos... más profundos.
Volvió al Palacio del Placer. Su andar era pausado, pero firme, como si supiera que lo que buscaba no estaba en cualquier cama.
La madama lo vio entrar y soltó una carcajada.
—¿De nuevo tan pronto, marinero?
—Esta vez quiero una mujer de verdad —dijo con voz ronca—. No una niñita. Quiero una milf, con experiencia… y que no le tema al fuego.
—¿Algún detalle más?
—Grandes tetas… y que me deje entrar por el culo.
La madama no titubeó. Dio una palmada y una silueta apareció en lo alto de la escalera.
—Sabrina, corazón. El marinero quiere tormenta.
Ella bajó lentamente. Un vestido ajustado color vino tinto cubría unas caderas generosas, y los tetas, enormes, firmes, apenas contenidas. Tenía más de cuarenta, pero se movía con una seguridad que derretía. Labios gruesos, mirada felina y voz baja.
—¿Estás seguro de lo que pediste, marinero? Yo no juego con principiantes.

Julián se acercó, sin miedo, y le tomó la mano.
—Estoy listo para naufragar.
La habitación era distinta esta vez: velas, una alfombra gruesa, una silla tapizada. Sabrina no perdió el tiempo. Se desnudó despacio, dejando que sus tetas caigan libres y pesadas, con pezones duros. Julián se arrodilló frente a ellas, como quien se rinde ante una diosa, besándolas con devoción, chupando con hambre acumulada.
Ella le agarró el cabello.
—Más lento. Mírame cuando lo hagas.
Chupó uno de sus pezones mientras la miraba fijo, y la vio cerrar los ojos, apretando los muslos.
—Tócate —ordenó ella, sentándose en la silla.
Julián se desnudó por completo. Su pija ya estaba firme, imponente. Sabrina lo observó como quien evalúa un arma.
—Ven. Vamos a ver si manejas esto como dices.
Se sentó sobre él, de frente, introduciéndolo su pija gruesa en su concha entre gemidos largos. Los movimientos eran lentos, profundos. Sus tetas rebotaban sobre su cara. Julián las chupaba, las mordía suavemente, mientras ella lo cabalgaba con ritmo de experta.
—Ahora, prepárate… quiero que me tomes como un animal —susurró ella, bajándose.
Se colocó en cuatro sobre la cama, alzando las nalgas grandes, redondas, perfectas. Sacó un pequeño lubricante del cajón. Se lo entregó sin palabras. Julián lo entendió.
La lubricó con cuidado, la preparó con sus dedos mientras ella gemía, jadeaba, se abría. Luego, con lentitud, le penetró el culo.
—Sí… así… todo, marinero…
Él la agarró fuerte de las caderas y comenzó a moverse. Cada embestida era más profunda, más húmeda, más intensa. Sabrina gemía sin pudor, su voz grave llenando la habitación. Julián sudaba, jadeaba, golpeando con fuerza mientras su cuerpo se sacudía.

—¡No pares! ¡Más fuerte!
Durante minutos interminables la tomó con poder, hasta que, con un grito contenido, estalló dentro de ella. Sabrina gimió en el mismo instante, los dos temblando juntos, cuerpos contraídos de placer.
Cuando cayó de espaldas, ella lo miró con una sonrisa satisfecha.
—Marinero… si te quedas en tierra un poco más, te haré adicto.
—Ya lo soy —dijo él, sin poder dejar de mirar esas tetas enormes rebotando con cada respiración.

El barco zarpaba al amanecer.
Julián había recibido la orden esa misma tarde. Una nueva ruta, seis meses más en alta mar. Viento, sal, soledad. Pero antes de irse, sabía lo que quería. Lo que necesitaba.
No fue al burdel esta vez. Sabrina lo esperaba en su pequeño departamento sobre el puerto. Lo recibió en bata, con una copa de vino en la mano y un brillo distinto en los ojos.
—Así que te vas otra vez…
—Pero no sin despedirme como se debe.
—No vine sola —dijo ella con una sonrisa maliciosa, abriendo la puerta del dormitorio.
Allí estaba Yuli, desnuda sobre las sábanas, piernas cruzadas, con esa sonrisa pícara que él no había olvidado.
—Nos preguntábamos si aún tenías energía, capitán —dijo la morena, mordiéndose el labio.
Julián no respondió con palabras. Se desnudó mientras caminaba hacia la cama, dejando caer su ropa como si soltara el peso del mundo. Su cuerpo seguía fuerte, firme… pero ahora sus ojos tenían una mezcla de urgencia y ternura.
Sabrina lo tomó primero, besándolo con hambre. Sus manos acariciaban su pecho, su abdomen, hasta que se encontró con su pija ya dura, palpitante.
—No perdió potencia —murmuró, bajando a besarlo con cuidado, lamiendo desde la base hasta la punta.
Yuli se unió al juego, besando sus testículos, luego subiendo a su pecho para morderle un pezón. Julián gemía, rodeado de lengua y piel.
—Hoy quiero saborearlas a las dos —dijo con voz profunda, recostándose y jalándolas hacia él.
Primero fue Yuli quien se sentó sobre su cara, moviendo las caderas mientras él lamía su concha con maestría. Sabrina, a su vez, se colocó entre sus piernas, chupándele la pija con experiencia, profunda, sin reservas.

Era una escena de cuerpos entregados, fluidos compartidos, respiraciones mezcladas.
Cuando Yuli gimió su primer orgasmo, se dejó caer a un lado, temblando. Julián la besó con lengua aún húmeda, luego se volvió hacia Sabrina, quien ya estaba lista, de rodillas, ofreciéndose.
Él la tomó por detrás, penetrando su vagina, fuerte, con ritmo. Sus tetas rebotaban, sus gemidos eran más graves, sucio y dulce a la vez. Yuli, recuperada, se arrodilló frente a Sabrina, besándola, lamiéndole los pezones mientras el vaivén los sacudía.
Julián no quería que terminara. Pero el deseo no se negocia. Aceleró el ritmo, empujando hasta lo más hondo, mientras ambas gemían juntas. Cuando finalmente se vino, fue sobre las tetas de Sabrina, con Yuli acariciando su espalda, los tres respirando como si hubieran sobrevivido a una tormenta.
Se quedaron abrazados un largo rato. Sabrina le besó la frente.
—¿Volverás?
—Siempre vuelvo a donde me esperan desnudas —bromeó él.
Yuli rió. Luego lo miró con dulzura.
—Nosotras te esperamos… completas.
Esa noche, mientras el barco se alejaba del puerto, Julián miró hacia la costa, sabiendo que no dejaba solo un burdel… dejaba un fuego encendido, esperando por su regreso.


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