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La Recompensa del Guerrero Blanco

La Recompensa del Guerrero Blanco


El sol africano caía a plomo sobre la sabana, y el polvo dorado bailaba entre las piernas del aventurero. Se llamaba Elías, un documentalista, con años de experiencia en selvas, desiertos y montañas. Esta vez, su viaje lo había llevado a una tribu pacífica, oculta entre colinas verdes al borde del río Luamba. Llevaba semanas conviviendo con ellos, grabando sus costumbres, su música, sus ceremonias. Nunca había sentido tanta paz.

Pero la paz no duró.

Una mañana, el cielo se llenó de tambores. Elías escuchó los gritos antes de ver el humo. La tribu rival, los Koba, conocidos por su brutalidad, había decidido atacar. Armado solo con una lanza rudimentaria, Elías no se escondió. Peleó junto a los hombres del pueblo que lo había acogido. Sintió el ardor de una lanza rozar su costado. La sangre le manchó la camisa. Y aún así, no cayó.

El ataque fue repelido gracias al coraje de todos… y gracias a él.

Al atardecer, herido pero firme, Elías fue conducido ante el líder tribal, un hombre imponente, cubierto de collares y cicatrices. El anciano lo miró en silencio, hasta que dijo con solemnidad:

—Has demostrado valor, hermano blanco. Has sangrado con nosotros. Por eso, te ofrezco un regalo. Puedes elegir a una de nuestras hijas. La que tú quieras. Será tuya esta noche.

Elías, aún aturdido por la adrenalina, alzó la vista. Frente a él, un grupo de mujeres de la tribu se alineó. Todas jóvenes, hermosas, cubiertas apenas con telas delgadas que no ocultaban sus formas. Sus pechos firmes y redondos brillaban bajo la luz de las antorchas. Pero hubo una que destacó entre todas.

Alta, piel oscura y brillante, cabello ensortijado hasta la espalda… y unas tetas enormes, suaves, turgentes, que apenas se sostenían bajo una tira de cuero. Ella lo miraba con una sonrisa pícara. Y lo más sorprendente: le susurró en español.

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—Me llamo Nayra. Yo también hablo tu lengua… y sé cómo dar las gracias.

Elías sonrió. No necesitó pensarlo dos veces.

—La elijo a ella.

La choza de Nayra era cálida, perfumada con incienso y flores silvestres. Apenas entraron, ella lo empujó con fuerza contra una piel de animal. Lo besó, hambrienta, cálida, húmeda.

—Tienes el sabor de la guerra en la boca —le susurró—. Déjame sanarte… con mi cuerpo.

Se arrodilló entre sus piernas, desató su pantalón manchado de sangre seca y sacó su pene erecto. El contraste de su piel blanca con sus dedos oscuros lo excitó aún más.

—Qué grande eres… —dijo con un gemido, antes de metérselo entero en la boca.

Nayra lo chupaba como si de eso dependiera su vida. Su lengua lo acariciaba con maestría, mientras sus pechos enormes se movían con cada embestida de su garganta. Elías gimió, sujetándola por el pelo, sintiendo cómo su pija se perdía entre sus labios gruesos y cálidos.

Pero eso era solo el comienzo.

Ella se subió sobre él, completamente desnuda, y sus tetas le colgaron justo encima del rostro. Él las agarró con ambas manos, maravillado por su tamaño y suavidad. Los pezones estaban duros, casi del tamaño de sus pulgares. Los lamió, los chupó, los mordisqueó mientras Nayra se frotaba sobre su pija, con la concha húmeda como la selva tras la lluvia.
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—Quiero que me llenes —le dijo con voz grave, ronca de deseo—. Quiero que sientas cómo aprieto por dentro.

Se empaló sobre él lentamente, y ambos soltaron un gemido profundo. El calor de su concha era indescriptible. Ella empezó a moverse con ritmo tribal, moviendo las caderas con una destreza sobrenatural. Sus tetas rebotaban sobre su pecho. Lo cabalgaba con fuerza, como si lo poseyera. Elías no pudo contenerse: la volteó, la puso en cuatro patas y la tomó por detrás con furia.

El sonido de sus cuerpos chocando llenó la choza. Él la sujetaba las tetas por debajo, usándolos como manijas, mientras ella gemía y gemía, en español y en su lengua natal. Cada embestida lo acercaba al límite. Ella giró la cabeza y le pidió lo inevitable:

—Córrete dentro de mí. Dámelo todo.

Y así lo hizo.

El grito de Nayra resonó por toda la aldea.

Esa noche, el guerrero blanco no solo fue celebrado como héroe. También fue amado como un dios.

Y Nayra… fue su premio más dulce.



Pasaron dos días desde que Elías salvó la tribu. Su herida ya había sido tratada con ungüentos naturales, y aunque le dolía, el fuego dentro de él ardía más fuerte que cualquier corte. La tribu lo trataba como un semidiós, y Nayra… Nayra no se despegaba de él.

Una tarde calurosa, mientras el cielo se teñía de naranja y los tambores sonaban a lo lejos, ella lo tomó de la mano y lo condujo por la selva. No dijo nada. Caminaba descalza, con el cuerpo cubierto apenas por una tela fina y collares que tintineaban entre sus tetas voluptuosas.

—¿A dónde vamos? —preguntó Elías, jadeando por el calor y la excitación.

—A donde nadie nos vea. Quiero montarte donde el viento sople fuerte y el sol vea todo —dijo ella con una sonrisa peligrosa.

Llegaron a un árbol gigantesco, un baobab antiguo con ramas tan gruesas como columnas. Nayra trepó como una pantera, y él, sin pensarlo, la siguió.

A diez metros de altura, en una copa natural formada por ramas entrecruzadas, había una especie de nido cubierto con hojas secas. Allí, Nayra se arrodilló, con el cabello revuelto por el viento y los pechos desnudos, colgando como frutas maduras, brillando con gotas de sudor.

—Aquí nadie nos molestará —dijo, abriendo las piernas sin pudor—. Hazme tuya de nuevo… pero esta vez, más salvaje.

Elías se acercó, besando sus labios con hambre, luego bajando por su cuello, sus tetas gigantes que le cabían en ambas manos. Los succionó con fuerza, dejando marcas rojas mientras ella gemía sin contenerse, sin importar que el mundo los viera desde abajo.

Ella lo desnudó con ansias, y cuando su pija salió erecta, lo rodeó con ambas tetas. Empezó a masturbarlo con ellas, subiendo y bajando, usando su saliva y el sudor como lubricante. Lo miraba con los ojos brillantes, mientras su lengua rozaba la punta en cada movimiento.

—Te gusta sentirlo entre mis tetas, ¿eh, blanco? —le murmuró—. Pero aún no me llenas…
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Se puso en cuclillas sobre él, se abrió los labios con los dedos y bajó lentamente hasta sentirlo entero dentro. Un gemido agudo se escapó de su garganta. Desde arriba, Nayra tenía el control absoluto: cabalgaba con violencia, haciendo que el árbol crujiera con cada movimiento.

—¡Más fuerte! ¡Hazme gritar desde el cielo! —gritó.

Elías la sujetó de la cintura y la volteó con una maniobra peligrosa, dejándola de espaldas sobre las hojas, con las piernas abiertas y colgando al vacío. La penetró con fuerza, sin freno. Estaban al borde de una caída mortal, pero el peligro lo hacía más intenso. Nayra se aferraba a él, gimiendo como una loba en celo, mientras él embestía con la furia de un animal.

Sus tetas enormes rebotaban sobre su rostro mientras ella se mordía los labios, empapada, salvaje, su cuerpo oscuro y brillante temblando de placer.

—¡Córrete dentro, Elías! ¡Hazme tuya en el cielo!

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Elías rugió como un animal, descargando todo dentro de ella, mientras el viento los envolvía. Nayra lo abrazó fuerte, respirando entrecortada, el cuerpo sacudido por los orgasmos.

Permanecieron allí, abrazados, desnudos, entre ramas y cielo abierto.

En la copa de ese árbol, no hubo civilización ni leyes. Solo dos cuerpos sudorosos, salvajes, unidos por el deseo… y la promesa de volver a hacerlo.



La noche cayó sobre la aldea como un manto tibio. Los tambores habían callado, y sólo el canto de los insectos acompañaba el silencio de la selva. En su choza de barro y palma, Elías descansaba sobre una cama improvisada de pieles, sudoroso, con el cuerpo aún ardiente por los recuerdos del árbol.

Pero entonces, la cortina de hojas que hacía de puerta se movió con suavidad.

Era Nayra.

Entró sin decir palabra, completamente desnuda, con la piel oscura brillando por un ungüento aceitoso que la hacía parecer una diosa. En sus manos traía un cuenco humeante. Lo miró con deseo animal y una sonrisa cómplice.

—Esta noche es luna negra —susurró mientras se arrodillaba—. En mi tribu, esta es la noche del Ruto-Mia, el ritual de entrega. Te mostraré cómo se honra a un guerrero.

Se inclinó entre sus piernas y lo desnudó por completo. Su pija ya estaba semi erecta solo de verla, pero Nayra no se apresuró. Lo miró a los ojos, sacó la lengua y empezó a lamerlo desde la base, lentamente, como una serpiente hambrienta. Luego lo metió en su boca con una profundidad que hizo a Elías gemir, aferrado a las pieles.

Lo mamó con un ritmo lento al principio, luego más profundo, más húmedo, usando la saliva como lubricante, haciendo chasquidos con cada succión. Cada vez que subía, dejaba la lengua girar alrededor del glande como si lo adorara.

—Aún no… falta el fuego —dijo con voz ronca, sacando el cuenco.

Metió los dedos y sacó una crema espesa, brillante y aromática, mezcla de plantas, raíces y afrodisíacos tribales. La untó en su pija con lentitud, como si estuviera pintando un tótem sagrado. El calor de la crema era inmediato, ardía y excitaba. Elías gritó al sentir cómo su pija palpitaba, duro como nunca.

—Ahora sí estás listo —susurró Nayra—. Ahora vas a tomarme como una bestia.

Se puso de espaldas sobre él, apoyando los pies a cada lado de su cuerpo, y se bajó lentamente, dejando que su concha húmeda lo tragara centímetro a centímetro. Rebotó con fuerza, como una jinete indomable, mientras las tetas enormes le golpeaban la cara y el sudor le caía en gotas.
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—¡Así, Nayra! ¡Más fuerte! —gritaba él, loco de placer.

Pero no era suficiente. La agarró de la cintura, la levantó, y sin aviso, colocó su pene húmedo y brillante en la entrada de su culo.

—¿Estás lista?

—¡Hazlo! ¡Hazme toda tuya!
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Entró despacio, haciendo que Nayra gruñera como una fiera. Su culo se abrió para él, caliente, apretado, pulsando. Elías la sujetó por las caderas y la hizo rebotar sobre su pija, mientras ella gemía sin parar, con los dedos apretados sobre sus propios pezones duros como piedras.

La penetraba con fuerza, metiendo hasta el fondo, sintiendo cómo la crema afrodisíaca hacía vibrar cada nervio. Era un estado de locura. Ella estaba húmeda, salvaje, entregada, y él al borde del abismo.

—¡Voy a correrme! —avisó, jadeando.

Sacó su pija al borde de explotar, y Nayra se arrodilló frente a él justo a tiempo. Se la sacudió entre las tetas enormes, y con un rugido animal, Elías descargó una lluvia caliente de semen sobre sus tetas. Chorros espesos la bañaron, deslizándose por su piel aceitosa, mientras ella reía, lamiendo un poco del semen de sus dedos como si fuera miel.

—Así termina el Ruto-Mia… con tu semilla bendiciendo mi cuerpo —dijo, con el pecho cubierto de blanco y los ojos encendidos.

Esa noche, Elías no durmió. Y Nayra… tampoco.

El ritual apenas había comenzado.



El día de la partida llegó. Elías se iría al amanecer, con sus grabaciones, sus recuerdos… y el cuerpo marcado por Nayra.

Pero la tribu no lo dejaría marchar sin rendirle el más alto de los honores: el Nguamu, el Ritual del Héroe. Un acto sagrado reservado para los hombres que ofrecían su sangre por el pueblo.

Esa noche, toda la aldea se reunió en la plaza central. Un círculo de fuego ardía entre danzantes, tambores y cánticos hipnóticos. El cielo estaba estrellado, y la luna brillaba como una joya blanca. Elías fue conducido al centro, casi desnudo, con el cuerpo pintado con símbolos tribales y el pene ya duro de pura expectativa.

Nayra apareció entre las sombras. Desnuda, cubierta de aceites aromáticos, llevando en sus manos el cuenco humeante de la crema afrodisíaca. Caminó hacia él como una reina.

—Esta noche no serás de una —le dijo, untándole la pija con movimientos lentos, intensos—. Esta noche serás de todas.

Cuando terminó de cubrirlo, su pija palpitaba con una fuerza sobrehumana. Entonces, otras tres mujeres jóvenes de la tribu se acercaron: Amina, de piel dorada; Sari, con piernas largas como gacela; y Luma, la más joven, de mirada tímida pero deseo evidente.

Todas estaban desnudas, pintadas, y listas.

Los tambores se hicieron más intensos. Nayra se sentó al borde de una plataforma de piedra. Elías se tumbó sobre ella, y sin perder tiempo, Amina fue la primera. Se montó sobre su pija empapada, gimiendo fuerte ante el aplauso del público. Se movía como poseída, las tetas rebotando, los gritos mezclados con el ritmo tribal.

Cuando Elías estaba a punto de correrse, Sari la reemplazó, tomándolo con más fuerza, cabalgándolo de espaldas mientras los espectadores aullaban y golpeaban el suelo. Su culo lo chocaba con un ritmo frenético, mientras Nayra le besaba los pezones, animándola.

—¡No te corras todavía! —gritaba Nayra en su oído—. ¡Falta la última!

Luma fue la tercera. Se subió con lentitud, encajando su concha húmeda con dificultad por la dureza de Elías, que ya temblaba por la crema, por el frenesí, por el poder acumulado. Luma gemía como una virgen poseída, y el público coreaba su nombre. Elías la sujetó de las caderas, y se la cogió con fuerza desde abajo, haciéndola gritar de placer descontrolado.

Pero cuando Luma bajó, fue Nayra quien tomó el lugar final.

—Yo lo recibo todo —susurró con una mirada ardiente—. Esta semilla es mía.

Se sentó sobre él con fuerza, tragándoselo hasta el fondo. Sus caderas giraban como en trance, el cuerpo brillante de sudor, las tetas enormes chocando contra el pecho de Elías. Ambos estaban al límite. La crema ardía. La tribu rugía. Los tambores marcaban el final.

Y entonces… estalló.

Elías gritó con los dientes apretados. Nayra tembló al sentir el chorro caliente dentro de su vientre, profundo, interminable. Se abrazaron, jadeando, mientras el líquido se desbordaba por sus muslos. El aplauso fue un estruendo. Las mujeres danzaban alrededor de ellos. Algunos hombres golpeaban el suelo. Era más que sexo. Era un acto sagrado.

Elías había sido el guerrero. El amante. El semental divino.

Y cuando amaneció, se fue con las piernas temblando… y la certeza de que ninguna civilización superaría jamás lo que vivió allí. 

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