
Sara llegó a la ciudad con una maleta rota, los tacones gastados y una esperanza que todavía no se le había marchitado del todo. Había escapado de un país que le arrancó el futuro, pero no su orgullo. En cada paso que daba, su figura capturaba miradas: cabello negro, largo hasta la cintura; piel trigueña, suave, de un tono dorado natural; unas tetas grandes, naturales, que se bamboleaban con cada movimiento, y un culo firme, redondo, que parecía exigir respeto.

Consiguió trabajo como mucama gracias a un anuncio. El departamento era de Santi, un diseñador gráfico que trabajaba desde casa. De sonrisa fácil y cuerpo marcado por el gimnasio. Desde que la vio entrar, con esa blusa apretada y la mirada algo tímida, algo en él se encendió.
—Soy Sara, vengo por el trabajo.
—Santi. El trabajo es tuyo… si querés —respondió, tragando saliva.
Pasaron las semanas. Ella limpiaba, cocinaba, y se movía por el departamento con la sensualidad involuntaria de quien no necesita esforzarse. Él no podía evitar espiarla cuando se agachaba, cuando colgaba la ropa, cuando se secaba el sudor del cuello.
Sara también lo miraba. Le gustaba como la trataba y lo lindo que era, y cómo a veces se le escapaban miradas que decían más que cualquier palabra.
Una noche, mientras llovía, la tensión finalmente estalló. Ella salió de la ducha solo con una toalla, y Santi, al verla empapada, con el cabello pegado al cuerpo y las gotas corriendo entre sus tetas, no resistió más.
—No te vayas —le dijo—. Quedate esta noche.
Sara lo miró fijamente, dejó caer la toalla, y se acercó desnuda. Su cuerpo era una obra de arte. Justo sobre su pubis, tenía el vello recortado en forma de corazón. Santi sonrió al descubrirlo.
—¿Te gusta? —preguntó ella, coqueta.
—Me encanta —susurró, arrodillándose para besarla ahí, en ese corazón tibio.
Pero ella lo detuvo, empujándolo suavemente hacia el sillón. Se arrodilló y bajó su pantalón. Cuando sacó su pija, grande, gruesa, venosa, la miró como si fuera un premio.

—Esto lo soñé tantas veces… —dijo Sara, antes de metérsela a la boca.
Lo chupó lento al principio, con los ojos fijos en él, saboreándolo. Luego con hambre, como si le perteneciera. Santi gemía, tomándola del cabello, diciéndole lo bien que lo hacía. Ella se lo tragaba entero, dejando un hilo de saliva bajar hasta sus tetas apretadas.
—Vení, quiero que me cojas —dijo ella, con voz suave.

Se subió sobre él, guió su pija dentro de su concha y lo cabalgó con furia. Sus tetas rebotaban en su cara, el se las besaba y su culo chocaba con sus muslos una y otra vez. Estaba mojada como nunca. Lo apretaba con cada vaivén, gimiendo, besándolo salvaje.
Después se dio vuelta y se puso en cuatro, ofreciéndole todo.
—Dámelo por el culo… quiero que me llenes entera.

Santi escupió en su mano, la preparó, y le metió la pija en el culo. Ella gritó, al principio con dolor, pero luego con puro placer. Se la cogía salvaje, sujetándola de las caderas, de las tetas, chocando con fuerza, hasta que ella se vino gritando, temblando bajo su cuerpo.
Cuando él sintió que no aguantaba más, la hizo girar, se la puso entre las tetas y acabó sobre ellas, jadeando. El semen le salpicó el cuello y el pecho, y ella sonrió con orgullo, como quien ha reclamado su lugar.
—Ahora sí —dijo ella, mientras se limpiaba con una sonrisa pícara—. Ahora sí siento que encontré una vida mejor.

Desde aquella noche en que se entregaron como animales, nada volvió a ser igual. Sara ya no dormía en el cuarto de servicio: su ropa ahora compartía el armario con la de Santi, y su aroma impregnaba las sábanas como un hechizo cálido y adictivo.
Lo que al principio fue puro deseo carnal, se fue tiñendo de cariño, de gestos cotidianos que tejían algo más profundo. Sara cocinaba en ropa interior, y él la abrazaba por detrás, duro ya desde el primer roce, mientras ella soltaba una risita y se frotaba contra su entrepierna.
Una tarde, Santi llegó temprano y la encontró acostada boca abajo, con el short levantado hasta las nalgas. Dormía con una mano entre las piernas. El espectáculo lo hizo estremecer.
Se agachó, le bajó el short con cuidado, y le besó las nalgas redondas, perfectas. Ella se despertó con un suspiro, sonriendo.
—¿Otra vez con hambre? —murmuró.
—Siempre que te miro.

Santi se desnudó, y sin esperar, le abrió las piernas. Se la cogió ahí mismo, con ella medio dormida, jadeando entre almohadas. Su pija entraba mojada y firme, mientras ella se arqueaba como gata en celo. Cuando acabaron, Sara se giró y lo miró con ojos brillantes.
—¿Alguna vez pensaste en vivir con una ilegal como yo?
—Solo si me promete que me va a seguir chupando la pija así cada mañana.
Sara soltó una carcajada, lo sento en el suelo, y se puso de rodillas. Su lengua recorrió su pija con devoción, lamiendo la punta, haciéndola crujir entre los labios. Santi la tomó del cabello, guiándola con ritmo lento, mientras ella cerraba los ojos, disfrutando cada centímetro.

Después se subió sobre él, despacio, apretándolo hasta el fondo. Lo cabalgó suave al principio, moviendo las caderas en círculos, masturbándose mientras lo sentía dentro. Luego aceleró, frenética, salvaje, hasta que el gemido le rompió la voz. Santi la hizo girar y le abrió el culo otra vez, empujándola contra el suelo frío.
—No pares —gritó ella, temblando mientras él se la metía en el segundo agujero.
Se vino de nuevo, y él, con la respiración descontrolada, le acabó en la boca esta vez. Sara tragó todo sin apartar los ojos de él.
Después, acostados en el suelo, ella susurró:
—Yo vine buscando una vida mejor. Y ahora no sé si quiero otra cosa que no seas vos.
Santi la abrazó, y por primera vez no hubo solo sexo entre ellos. Hubo promesa, hubo refugio.

Los días pasaban, y la relación entre Sara y Santi se volvía más intensa, más íntima, más adictiva. El sexo era salvaje, diario, creativo. Cogían en la ducha, en la cocina, incluso en la escalera del edificio cuando no podían esperar.
Pero un día, mientras ella tendía la ropa, Santi encontró algo que lo detuvo en seco.
Una carta vieja, arrugada, escrita con tinta corrida. En ella, un nombre: "Para Luis, mi amor eterno". La firma era de Sara.
Esa noche, mientras ella dormía desnuda, enredada entre las sábanas y con el culo pegado a su vientre, él no pudo evitar preguntarse: ¿quién era Luis? ¿Por qué hablaba de amor eterno si lo había dejado todo?
Al día siguiente, esperó que ella terminara de montar su cuerpo sobre él —cabalgándo su pija como si el mundo se acabara— y justo cuando acabó con un grito rasgado, la sujetó suavemente del cuello y le preguntó:
—¿Quién era Luis?
Sara se congeló. Lo miró con una mezcla de miedo y culpa. Se levantó de su pecho, lo miró en silencio.
—Era mi pareja.… en Venezuela.
Santi sintió una punzada, pero no dijo nada.
—Me pegaba. Me controlaba. Me juró que si me iba, me encontraba y me mataba. Por eso escapé. Por eso nunca dije nada.
Él tragó saliva. Se levantó, desnudo, y la abrazó.
—¿Y aún lo amás?
Sara negó con la cabeza.
—Te amo a vos,. Pero tenía miedo de que si sabías… me vieras de otra forma.
Él la besó como nunca antes. No con hambre, sino con ternura. Luego la acosto en la cama, abrió sus piernas con cuidado, y la cogió despacio. Esta vez no hubo brutalidad. Hubo amor. La penetró lento, profundo, acariciándola mientras le susurraba al oído que estaba a salvo.
—Sos mía, Sara. Y nadie más va a tocarte.
Ella lloró. Pero no de tristeza. Sino e alivio.
Y mientras él se movía dentro de ella, su concha se mojába con cada estocada lenta, Sara se rindió por completo. Se vino llorando, gimiendo, abrazada a su hombre. A su salvación. El se acosto sobre sus tetas y se quedaron en silencio.

Pasaron los meses, y lo que empezó como una historia de deseo se volvió una unión indestructible. Sara ya no era solo la mujer que Santi amaba cogerse cada noche —era su hogar, su fuego, su todo.
Ella aprendió a moverse por la ciudad, a hablar con más seguridad, a dejar atrás los miedos que la perseguían. Pero nunca dejó de ser esa diosa caribeña que lo volvía loco: cada vez que se agachaba a limpiar, cada vez que cocinaba con una camiseta suya sin nada abajo, Santi sentía que su pija lo traicionaba, endureciéndose solo con verla existir.
Una tarde, mientras compartían en el balcón, con el sol poniéndose sobre el cemento caliente, él se puso de pie, nervioso, y le extendió una cajita de terciopelo.
—¿Querés casarte conmigo ? Quiero cogerte todos los días hasta que seamos viejitos… y amarte más que nunca.
Sara se rió, con los ojos llorosos, y le respondió:
—Sí, amor. Con ligas blancas y todo.
La boda fue pequeña, pero mágica. Sara llegó vestida de blanco, con encaje justo, la espalda descubierta y el cabello suelto. En las piernas, ligas de encaje que Santi se moría por arrancar. Llevaba un pequeño tocado de novia con flores blancas, y una sonrisa que podía derretir volcanes.
Esa noche, en el hotel donde se hospedaron, lo esperó de pie junto a la cama, con el vestido ya en el suelo, las ligas puestas, y el tocado todavía firme. Su cuerpo brillaba con aceite perfumado, y sus ojos decían: tomame como nunca.

—Mi esposa —murmuró Santi, acercándose desnudo—. Te voy a coger hasta dejarte sin aire.
La empujó contra la pared, la levantó en vilo, y la penetró con fuerza su concha. Ella gritó su nombre, envolviéndolo con sus piernas, clavando las uñas en su espalda.
—Dámelo, todo, mi amor… ahora soy tuya —jadeó, con los pezones duros y la piel ardiendo.
La arrojó sobre la cama, la puso en cuatro, y se lo metió de nuevo. Mojada, abierta, salvaje. Sara se masturbaba mientras él le embestía el culo con una mezcla de amor y lujuria. Le lamió la espalda, le mordió los muslos, la tomó de las tetas hasta que ella se vino temblando.

Después se acostaron frente a frente. Santi le alzó una pierna y volvió a penetrarle, le metió el pene en la concha, lento, profundo, mirándola a los ojos.
—Prometeme que vas a ser mía siempre.
—Lo soy. Desde que crucé la frontera, ya era tuya.
Se besaron jadeando, moviéndose con suavidad mientras ella lo acariciaba dentro.
Cuando Santi no aguantó más, se la sacó y acabó sobre su vientre, su semen tibio brillando sobre su piel morena. Ella sonrió, con el tocado todavía puesto, y lo besó con la lengua llena de amor.
—Somos eternos ahora, mi marido.
—Siempre, mi esposa.
Y esa noche, en ese cuarto de hotel, sellaron con sudor y gemidos un amor que nació del deseo… y floreció en fuego y ternura.



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