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La chica de la Cafeteria

La chica de la Cafeteria

Cada mañana, desde hacía casi un mes, Samuel llegaba con las botas manchadas de cemento y los hombros cargados de sol y cansancio. A las 7:20 en punto, cruzaba las puertas de la cafetería “Dulce Amanecer” y se sentaba siempre en la misma mesa, cerca del ventanal. No hablaba mucho, pero cuando Laura le sonreía con esa mezcla de ternura y picardía, algo en su pecho se aflojaba.

—¿Lo de siempre, guapo? —preguntaba ella, con esa voz cálida que se le metía entre las costillas.

Samuel asentía, agradecido. Huevos revueltos, pan tostado, un café bien cargado. A veces un jugo. Siempre pagaba en efectivo, dejando unas monedas extra como propina. Y ella, como si no lo notara, le deslizaba alguna galletita de más o una sonrisa que le duraba todo el día.

A mediodía volvía. Mientras sus compañeros sacaban viandas de plástico y charlaban en la obra, él se escapaba por unos minutos y almorzaba allí. Solo. Sin celular. Sin prisa.

Ese miércoles, mientras Samuel daba sorbos lentos a su sopa de lentejas, Laura se le acercó más de lo habitual. Apoyó la cadera contra la mesa y lo miró con esos ojos grandes color miel.

—Una pregunta… —dijo, ladeando la cabeza— ¿Por qué no traés vianda como los demás?

Él alzó la vista. Tenía polvo en el cuello, y los dedos gruesos, agrietados por el trabajo. La mirada se le nubló un segundo.

—Porque no tengo quién me la prepare. Vivo solo. Hace tiempo.

Laura se quedó en silencio. No fue un silencio incómodo, sino de esos que pesan, como si cada palabra que no se dice contara más que las que sí.

—Ya veo… —dijo ella, bajando la voz, casi como si compartiera un secreto—. Vos siempre venís solito, comés despacio, como si buscaras algo más que comida.

Él sonrió con tristeza.

—Tal vez.

Laura jugó con la libreta donde anotaba pedidos, y luego, sin mirarlo directamente, dejó caer algo que a Samuel le voló la cabeza:

—Te digo con respeto… yo, en mis ratos libres, soy escort. Lo hago bien, con cuidado. No ando en la calle, solo con clientes selectos. Si alguna vez necesitás... compañía, puedo hacerte un precio especial. Me caés bien. Y se nota que te vendría bien un poco de… cariño.

Samuel parpadeó. No supo qué responder. Sintió un golpe seco en el pecho, y luego un calor que le subía por el cuello.

—¿Estás hablando en serio?

Laura asintió, sonriendo con los labios apenas separados, como si estuviera segura de su efecto.

—Claro que sí. Pero no tenés que decidir ahora. Solo… si alguna vez querés algo más que sopa.

Metió una pequeña tarjeta en el bolsillo de su camisa. Luego se alejó, moviendo las caderas con una cadencia que él no había notado antes. O que tal vez siempre estuvo ahí y ahora simplemente la veía con otros ojos.

Esa noche, en su cuartito alquilado, Samuel sacó la tarjeta. “Laura D. — Atención Personal.” Un número. Nada más.

Le temblaban los dedos. Cerró los ojos. Y la imaginó. Con ese delantal corto. Con su voz baja. Con esa mirada entre amable y ardiente.

No cenó. Solo se quedó acostado, excitado, atrapado en una mezcla de deseo, culpa y necesidad.

A la mañana siguiente, cuando ella lo atendió con la misma dulzura de siempre, Samuel se animó.

—¿Tenés tiempo esta noche?

Ella lo miró. No dijo nada por un segundo, y luego murmuró, con los labios apenas curvados:

—Para vos, sí.

Laura subió las escaleras con paso firme. Llevaba un vestido suelto que dejaba adivinar sus muslos, una chaqueta ligera, y el cabello recogido a medias y una actitud segura que a Samuel lo tenía entre nervioso y excitado.

Él la esperaba en la puerta de su pequeña habitación alquilada. El aire olía a mezcla de jabón, cemento y varón. Había intentado ordenar. La cama estaba tendida. La luz amarilla del velador apenas iluminaba el espacio.

—¿Vivís acá? —preguntó Laura, entrando despacio, mirando alrededor.

—Sí... es lo que puedo pagar por ahora.

Ella se giró y lo miró. Con ese cuerpo ancho, esos brazos fuertes, esa forma de moverse entre torpe y poderosa. Y esa tristeza que aún le colgaba en los ojos. Ella acercándose y apoyando la palma de la mano en su pecho.

Samuel no respondió. La besó. Al principio con miedo, después con hambre.

Laura gimió contra sus labios, mientras sus manos le recorrían el pecho, la espalda, hasta llegar a la cintura y desabrocharle el pantalón.

—Mmm... ¿puedo? —susurró, bajándole la bragueta.

Samuel asintió, respirando agitado.

Ella lo liberó su pija. Y cuando lo vio, se quedó en silencio. Lo sostuvo con la mano y luego lo miró, seria, casi divertida.

—¿Y con todo esto estás solo?

Samuel tragó saliva. No sabía si debía reír o disculparse. Laura se arrodilló frente a él, con una sonrisa de asombro en los labios, y empezó a acariciarlo con suavidad, sintiendo cómo se endurecía en su mano.

—Esto... es una injusticia. No debería andar suelto —bromeó, y luego, con los labios apenas separados, lo besó en la punta, lenta, suavemente.

Samuel cerró los ojos. El primer gemido fue ronco, contenido. Ella se lo metió en la boca despacio, trabajándolo con los labios húmedos y la lengua juguetona. Succionaba con ritmo, se apartaba para mirarlo, para decirle cosas como:

—Tenés un sabor limpio… varonil. Me gusta.

Cuando él ya temblaba de las piernas, ella se incorporó, se sacó la chaqueta y se bajó el vestido de un solo movimiento. No llevaba sostén. Sus tetas quedaron sueltas, sus pezones estaban erectos, ansiosos. Se quitó la tanga, se subió a la cama y abrió las piernas.

—Entonces... ¿querés servicio parcial o completo? —preguntó con picardía.

—¿Cuál es la diferencia?

—El parcial es sexo oral y vaginal... —dijo, acariciando su concha húmeda con dos dedos—. El completo... incluye esto —y giró sobre sí misma, apoyándose en cuatro patas, mostrando su culo redondo y perfecto, abriéndolo con ambas manos para que él lo viera bien.
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Samuel se quedó inmóvil. El corazón le retumbaba como martillo de obra.

—Quiero el completo —dijo, con la voz gruesa, oscura.

Ella sonrió.

—Entonces vení. Quiero que me llenes toda.

Se acercó detrás de ella, y cuando apoyó la punta contra su entrada trasera, Laura suspiró fuerte, tensa, pero ansiosa. Sacó un gel de su bolso escondido, lo abrió, y se lo pasó.

—Despacio... primero con cuidado. Después, haceme tuya.

Él obedeció. Y así empezó a empujar. Primero suave, sintiendo cómo se abría, cómo su cuerpo lo recibía. Laura gemía, apretaba las sábanas, se mordía los labios. Y luego, cuando ya estaba completamente dentro, ella susurró:

—Movete… rompeme si querés.

Lo que siguió fue una danza brutal, húmeda, sucia, hermosa. La habitación se llenó de jadeos, golpes de piel contra piel, susurros entrecortados. Laura se masturbaba mientras él la embestía su culo desde atrás, duro, con la desesperación de años de soledad acumulada.

Ella lo acosto en la cama, guio su pija, dentro de su concha y comenzó a cabalgarlo, lento al principio, luego más rápido, cuando Samuel acabó, ella aún se tocaba, y terminó segundos después, temblando entre sus brazos.

Cayeron sobre la cama, transpirados, agitados.

Silencio. Solo respiración.

Laura lo miró, con el pelo enredado y una sonrisa tibia.

—Te voy a decir algo —murmuró—. Esto fue trabajo, sí… pero también fue placer.

Él la besó de nuevo, esta vez sin apuro.

Y por primera vez en mucho tiempo, Samuel durmió acompañado.
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La luz del amanecer se colaba por la cortina raída de la habitación. El cuerpo de Laura, desnudo y enredado entre las sábanas, respiraba tranquilo junto al de Samuel. Él despertó primero. Tenía el brazo sobre su cintura, el pecho pegado a su espalda. No quiso moverse. Solo se quedó así, oliendo el perfume que aún quedaba en su cuello, sintiendo ese calor ajeno que ya empezaba a sentirse propio.

Laura se removió levemente y sonrió, sin abrir los ojos.

—¿Así te despertás todos los días? —murmuró con voz de sueño.

—Ojalá —respondió él, besándole la nuca—. Esto es nuevo para mí.

Ella se giró para mirarlo, aún con el maquillaje corrido y el pelo enredado, pero bellísima.

—A mí también me pasa... Hay clientes, y hay hombres. Pero vos sos... otra cosa.

Él le acarició la cara. La besó. Al principio lento, y después más profundo. Sus manos bajaron por su cintura, y ella se arqueó sin palabras. Se volvió a girar de espaldas, ofreciéndose otra vez, pero esta vez sin juegos ni tarifas.

—Tomame... pero esta vez despacio. Como si ya fuera tu mujer.

Samuel entendió. Se acomodó detrás de ella y la penetró despacio en la concha, sintiendo cómo su cuerpo lo recibía sin resistencias. Ella gemía bajo, se agarraba de la almohada, se tocaba los pechos con las manos. Los movimientos fueron largos, suaves, intensos. No había urgencia. Solo deseo tibio, cariño bruto.

Acabaron juntos, jadeando, abrazados.


Minutos después, se metieron en la ducha, una de esas cabinas pequeñas que apenas permitía moverse. El agua caliente resbalaba sobre sus cuerpos. Samuel la enjabonó lentamente, repasando cada rincón de su piel, y ella hizo lo mismo con él, arrodillándose para volver a saborearlo, lamiéndole la pija aún semidura con una devoción que él no entendía pero empezaba a necesitar.

Entre risas y besos empapados, volvieron a excitarse. Ella se apoyó contra la pared húmeda y lo dejó entrar en su vagina otra vez, con los dedos marcando sus caderas, mientras el agua los envolvía. Fue más breve, pero igual de intenso.


Ya vestidos, ella revisó la heladera del cuarto. No había casi nada. Unas rebanadas de pan, una feta de queso duro, y un tomate un poco arrugado.

—¿Siempre tenés tan vacío esto? —preguntó, mientras él se ataba las botas.

—Casi nunca desayuno en casa —dijo él, encogiéndose de hombros—. Para eso voy a verte a vos.

Ella sonrió, sin responder, y se puso a improvisar. Tostó el pan en una sartén vieja, le puso el queso, cortó el tomate con un cuchillo desafilado, y preparó un sándwich simple, caliente, envuelto en una servilleta de papel.

—Tomá —le dijo, tendiéndoselo—. No es gran cosa… pero quiero que hoy empieces el día comiendo algo que te hice yo.

Samuel lo tomó sin palabras. Sintió un nudo en la garganta. Nadie le preparaba algo desde que su madre murió. Lo miró, después la miró a ella. Quiso decir algo, pero solo se acercó y la besó en la frente.

—Gracias, Laura. Por esto... y por todo lo de anoche.

—No me lo agradezcas —dijo ella, bajando la mirada—. Me gustó. De verdad.


Minutos después, él caminaba hacia la obra con el sándwich en la mano, sonriendo como un adolescente.

Y ella, tras limpiar los restos del desayuno improvisado, se arregló el cabello y cruzó la calle hacia la cafetería, sintiéndose distinta. Más ligera. Más viva.

Ambos volvieron a sus rutinas.

Pero sabían que algo ya había cambiado.



El sol caía con fuerza sobre la obra. Samuel tenía el torso desnudo, la piel bronceada por el trabajo diario, y los brazos cubiertos de polvo y sudor. Pero por dentro, algo lo mantenía tibio, como si una chispa estuviera encendida desde esa mañana.

Había guardado el envoltorio del sándwich en un bolsillo. Era una tontería, pero lo tenía como un amuleto. Sonreía cada tanto, sin razón. Sus compañeros lo notaron.

—¿Qué te pasa, loco? ¿Te ganaste la lotería o qué?

—Algo así —respondió él, esquivando con disimulo.

A media mañana, cuando se detuvo para tomar agua, el celular vibró en su bolsillo. Era un mensaje de Laura.

> “Para alegrarte el día 💋”

Samuel lo abrió y se quedó sin aliento.

Era una foto tomada en el baño de la cafetería, frente al espejo. Laura estaba completamente desnuda, con el cabello suelto, los pezones duros y la mirada directa, incendiaria. Tenía una mano en una teta, y la otra entre las piernas, abriéndo sus labios con dos dedos. La luz le caía de costado, dibujando sombras perfectas.

Samuel tragó saliva. Miró a los costados como un ladrón. Nadie lo veía. La volvió a mirar. Se le endureció el pene al instante.

Le temblaban los dedos cuando respondió:

> “Sos hermosa. No dejo de pensar en vos desde que saliste de mi cuarto. Quiero verte de nuevo. Pronto. Como sea.”


Ella respondió en segundos.

> “Hoy salgo a las cinco. Si no tenés planes... podrías venir a buscarme. Me muero de ganas.”


Samuel sonrió.

Volvió al trabajo como si tuviera alas. El cuerpo le dolía como todos los días, pero esa foto, ese mensaje y la promesa de volver a verla esa misma tarde, lo hacían caminar más erguido, más fuerte, más hombre.

Y aunque no lo admitiera aún... también un poco más enamorado.


Cinco de la tarde en punto. Samuel esperaba apoyado contra la baranda frente a la cafetería. Se había bañado en la obra, perfumado con lo poco que tenía, y llevaba una camiseta limpia que le quedaba ajustada al pecho. Estaba nervioso. Como si fuera su primera cita.

Laura salió por la puerta trasera con una bolsita de papel y una sonrisa que le encendió el pecho.

—Hola, hermoso —le dijo, dándole un beso en la mejilla.

—Hola, reina. ¿Qué llevás ahí?

—Algo especial... —respondió ella, sin explicar más.

Subieron caminando hasta el cuarto de Samuel. Al entrar, él notó que ella venía más risueña, más suelta. Cerró la puerta y ella dejó la bolsa sobre la mesa.

—¿Querés verlo ya? —preguntó, sacando algo del interior.

Samuel asintió. Lo que sacó lo dejó sin palabras.

Era un conjunto de encaje negro: portaligas, medias de red, y una tanga mínima. Lo sostuvo frente a él con una sonrisa pícara.

—Nunca usé esto para un cliente —dijo, mordiéndose el labio—. Pero me dieron ganas de usártelo para vos.

Él se acercó, la besó sin hablar, con fuerza, con hambre. Le desabrochó el pantalón mientras ella reía y se dejaba hacer. Pero esta vez, Samuel fue distinto. Tomó el control.

—Quiero verte ponértelo... despacio —dijo con voz grave.

Laura lo miró sorprendida, encantada.

Se desnudó delante de él, se puso las medias ajustadas hasta el muslo, ató las ligas con calma, se colocó el sostén y dejó la tanga para el final. Cuando estuvo completamente vestida con el conjunto, dio una vuelta y se inclinó frente a él, ofreciéndole la vista perfecta de sus nalgas envuelta en encaje.

Samuel ya estaba desnudo, con el pene duro como una piedra, respirando agitado. La tomó de la cintura, la levantó como a una muñeca, y la recostó boca arriba en la cama. Esta vez fue él quien marcó el ritmo.

—¿Así te gusta? —le susurraba mientras se sacaba la tanga y la penetraba profundo, sujetándola de los muslos envueltos en encaje.

—Sí… sí, así… así te quería ver —gimió ella, entregada, con los ojos cerrados.

La hizo acabar dos veces, una con los dedos mientras le mordía el cuello, y otra mientras ella se montaba sobre su pija, saltando con una sonrisa salvaje.

Cuando terminaron, sudados, agotados, ella se recostó sobre su pecho.

—No sé qué me está pasando con vos, Samu… pero no quiero parar.

Él le acarició el cabello y respondió bajito:

—Yo tampoco. Y si seguís trayendo esas sorpresas… me vas a volver loco.

Ambos rieron. Pero en sus miradas ya había algo más que lujuria.

Había ternura. Había conexión. Había peligro.

Porque cuando dos cuerpos se entienden tan bien... los corazones no tardan en seguirlos.


La noche había caído sobre la ciudad, y las luces del barrio parpadeaban como estrellas viejas. En la cama, aún desnudos, ella tenía la cabeza apoyada en su pecho, jugando con el vello de su torso.

—¿Alguna vez pensaste en dejarlo? —preguntó él de pronto, sin mirarla.

Laura supo al instante a qué se refería.

—¿Dejar qué?

—Eso. Lo de los clientes... el "trabajo" —dijo, casi con vergüenza—. No quiero que lo tomes a mal. Pero... me cuesta imaginarte con otros.

Ella se quedó en silencio, sintiendo su pecho subir y bajar bajo su mejilla.

—No me molesta que lo digas. Ya me lo pregunté más de una vez —admitió—. Pero nunca encontré una buena razón para dejarlo… hasta ahora.

Samuel le sostuvo la cara con una mano y la obligó a mirarlo.

—¿Y si te la doy yo?

Laura parpadeó.

—¿Qué estás diciendo?

—Que me des una oportunidad. No tengo mucho. Este cuarto es una porquería, mi trabajo es duro, y mi sueldo apenas alcanza… pero si vos dejás eso, yo me rompo el lomo para alquilar algo mejor. Podemos vivir juntos. No te estoy pidiendo que me ames ya. Solo… que me dejes intentarlo.

Ella lo miraba como si no entendiera si estaba soñando o no.

—¿Estás seguro?

—Nunca estuve más seguro de algo en mi vida.

Hubo un silencio. Y entonces, Laura se sentó en la cama, lo montó suavemente, y lo besó como si fuera la primera vez.

—¿Sabés lo que me pasa con vos? —le susurró mientras guiaba su pija dentro de su concha, con lentitud—. Que me hacés sentir... mujer. No un producto. No un cuerpo. Una mujer de verdad.

Samuel la tomó de la cintura y la miró fijo mientras ella se movía lentamente sobre él.

—Entonces dejame hacerte feliz. Aunque sea con lo poco que tengo.

Ella se inclinó y le mordió el labio, gimiendo contra su boca.

—Con vos, lo poco… ya es todo.

Se amaron con una ternura salvaje. Como si supieran que estaban dejando algo atrás para abrir una nueva puerta. Una vida incierta, difícil, pero juntos.

Al terminar, ella apoyó su frente en la de él.

—Mañana le digo a ese cliente que no voy. Y a los otros... que ya no atiendo más.

Samuel cerró los ojos. Se sintió libre. Y por primera vez en años, lleno.


Al día siguiente, ambos salieron temprano. Laura con una bolsita con sus cosas más esenciales. Samuel con la firme decisión de buscar un cuarto nuevo. Juntos. Más grande. Más digno.



El departamento no tenía nada. Ni muebles, ni cocina equipada, ni siquiera cortinas. Pero cuando Samuel abrió la puerta, Laura lo miró como si acabaran de llegar a un palacio.

—Es chiquito... pero es nuestro —dijo él, con una mezcla de vergüenza y orgullo.

—Es perfecto —respondió ella, abrazándolo desde atrás—. Huele a paredes limpias y a futuro.

El único objeto en el suelo era un colchón de dos plazas, viejo pero mullido, que Samuel había traído con la ayuda de un compañero. Lo dejaron allí, sin sábanas, sin almohadas, pero con la promesa de una nueva vida.

Laura lo empujó suavemente hacia el colchon.

—Quiero estrenarlo con vos —susurró con voz suave—. Así. Tal como está.

Se desnudó delante de él, despacio, como en aquella primera vez, pero ahora con algo distinto en los ojos. Una mezcla de deseo y ternura, como si cada prenda que se quitaba fuera también una capa de su pasado que dejaba atrás.

Samuel la tomó en brazos y la recostó sobre el colchón. No hubo palabras. Solo besos. Mordidas. Gemidos entrecortados.
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Penetró su concha con fuerza, sujetándola de las muñecas contra el piso. Ella arqueó la espalda, jadeando, entregada por completo.

—Más... —gimió Laura—. Dámelo todo, Samu.


Le alzó las piernas, la embistió con rabia y amor, le mordió los pezones, le acarició el rostro. Se turnaron, se revolcaron, se rieron entre jadeos. Fue sexo salvaje, sin barreras, sin medida. Como dos animales que se eligen para siempre.

Después del tercer orgasmo, ella quedó sobre él, sudada, temblando, con el rostro pegado a su cuello.

—No me sueltes nunca —susurró.

—Nunca, nena. Te lo juro.

Se abrazaron fuerte, los cuerpos aún palpitando. Y entre susurros, con la ciudad latiendo afuera, se prometieron algo que no se dice a la ligera:

—Te amo, Laura.

—Yo también te amo, Samuel.

No tenían nada… salvo un colchón en el suelo, un par de cuerpos exhaustos y un amor que nacía entre las cenizas de sus vidas pasadas.

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