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El Limpiador de Piscinas

El Limpiador de Piscinas


Tomás tenía 28 años. Cuerpo trabajado al sol, músculos definidos, piel dorada, sonrisa pícara. Había dejado su trabajo de oficina para dedicarse a algo más simple y lucrativo: limpiar piscinas en barrios de lujo. En verano, eso significaba recorrer mansiones llenas de calor, privacidad… y mujeres solitarias.

Una de ellas se llamaba Sofía.
36 años. Casada. Ojos verdes. Curvas provocadoras. Pechos grandes, redondos, siempre a punto de estallar bajo sus blusas ligeras. Vivía en una casa enorme, su esposo viajaba por trabajo, y Tomás iba cada jueves a revisar el agua de su piscina.

Ese jueves hacía calor. Mucho. Tomás llegó como siempre: short, camisa abierta, herramientas en mano. Ella lo esperaba en la terraza con una bebida fria y un bikini blanco mínimo, casi traslúcido.

—¿No prefieres darte un baño antes de trabajar? —dijo, mordiéndose el labio inferior.

Él sonrió. Se quitó la camisa. El torso brillante, marcado. Se metió en la piscina, fingiendo revisar el nivel del cloro. Sofía lo observaba, cruzando lentamente las piernas. El bikini apenas cubría lo necesario.

—Te noto tenso —dijo, bajando al borde de la piscina—. ¿Todo bien?

Tomás se acercó. Ella le puso una mano en el pecho, bajando lentamente hacia su abdomen.

—Esto también necesita limpieza —susurró, apretándole el bulto del short.

Él no respondió. Solo la alzó de la cintura y la metió a la piscina con él. Sofía rió al principio… pero después se le quedó mirando, seria, caliente.

Se besaron. Lento. Fuerte. Ella lo rodeó con las piernas, su culo flotando, y él la frotó por debajo del agua, con la pija dura como una piedra, rozándole el clítoris a través del bikini.

—Rómpeme —le dijo ella—. Métemela. Hazme tuya.

Tomás le sacó la parte de abajo con una sola mano. Se bajó el short y la penetró en el agua, de una sola embestida, profunda, firme. Sofía soltó un gemido que se ahogó entre los labios de él.
La cogía en el agua. Con fuerza. Con rabia. Con todo el deseo acumulado en semanas de tensión.

—Así... así, joder... —gimió ella—. Más. Dámelo todo.

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Ella rebotaba sobre su pija , las tetas flotando, salpicando agua, las uñas marcándole la espalda. Luego la cargó en brazos, la sacó de la piscina y la bajo sobre una reposera. La puso en cuatro. Le abrió las nalgas y le metió la pija otra vez, en la concha, mientras le escupía el culo y le metía un dedo.

—¿Aquí también, Sofía? —murmuró él, lamiéndole la espalda.

—Sí, todo —jadeó ella—. Rompeme, llename, haceme tuya.


Primero le dio por el culo, lento y profundo, mientras ella gemía como una perra entrenada. Después, volvió a su concha chorreante, la cogió tan fuerte que la reposera se movía con cada embestida.

Cuando estuvo por acabar, se la sacó y la puso de rodillas frente a él. Ella se lo mamó con desesperación, mirándolo a los ojos.

—Llena mis tetas, Tomás. Quiero tu leche.

Y él se vino con un gruñido, rociándole los pechos con chorros espesos, calientes, que ella frotó con sus propias manos, como si fuera un ritual de adoración.

Silencio. Jadeos. Respiraciones entrecortadas.

—Creo que tendré que llamarte más seguido… —dijo ella con una sonrisa sucia—. Esta piscina necesita mucho mantenimiento.

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Tomás llegó al número 17 de la calle Jacarandá a las 11:00 a. m., como estaba agendado. La casa era enorme, rodeada de palmeras, con una piscina grande en forma de L y un jardín privado.

Había escuchado rumores de la dueña: "La Viuda", le decían.
Treinta y nueve años. Morena. Pelo largo, uñas rojas. Su esposo había muerto dos años atrás, pero ella nunca abandonó la lujuria. Algunos decían que tenía amantes jóvenes. Otros, que le pagaba a hombres para hacer cosas más intensas.

Cuando tocó el timbre, ella salió. Vestido suelto, sin sostén, pezones marcados. Lo miró de arriba a abajo.

—¿Sos el nuevo limpiador?
—Sí, señora. Tomás.
—Llámame Valeria. Y vení, que acá la temperatura sube rápido.

No pasó ni media hora antes de que lo tuviera sentado al borde de la piscina, con ella arrodillada entre sus piernas, mirándolo con ojos de hambre.

—¿Te molesta si limpio esta manguera antes de que empieces a trabajar?

Tomás no respondió. Su pija ya estaba dura. Valeria se la metió en la boca entera, sin aviso, como si fuera suya. Se la chupaba con profundidad, sin manos, haciendo gárgaras con la punta. Saliva cayéndole por la barbilla.

—Uff... señora… —murmuró él, echando la cabeza hacia atrás.

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—No señora, Viuda —dijo ella, alzando la mirada—. Quiero que me cojas como si me hubieran resucitado solo para eso.

Lo montó sin preguntar. Desnuda, mojada, encima de él, rebotando con una cadencia sucia y deliciosa. Le apretaba los pezones a ella misma mientras cabalgaba su pija, gimiendo sin miedo a que la oyeran. Su culo rebotaba contra sus muslos, húmeda, caliente, desesperada.

Luego se inclinó hacia adelante y lo montó al revés, con el culo en su cara, metiéndose la pija hasta el fondo de la concha, rebotando con más intensidad. Tomás no podía más.

—¡Dios, te voy a llenar!
—¡Sí! ¡Sí! ¡Adentro! ¡Todo!

Y se vino. Una vez. Dos. Ella se bajó, se puso de rodillas, y siguió mamándosela mientras se le escapaban los últimos chorros. Lo limpió con la lengua, lo dejó duro de nuevo, y sonrió.

—Ahora sí. La piscina.
—¿Cuál? —preguntó él, respirando agitado.
—La de adentro —dijo, guiñándole un ojo—. Tengo jacuzzi….

Tomás la siguió adentro. Sabía que el turno recién empezaba.

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Tomás tenía su agenda llena. Pero no podía negarse cuando le escribieron desde el penthouse 28 de un edificio exclusivo en el centro. El mensaje decía:

> "Hola, soy Ayla. Quiero que revises la piscina de la terraza. Te espero este sábado. Traé todo. Incluso lo que no figura en la lista de precios."

Tenía 24 años. Influencer. Millones de seguidores. Cuerpo perfecto, tatuajes sutiles, mirada de demonio dulce. Había alquilado el penthouse entero por tres meses para “conectarse con su lado más salvaje”, según sus publicaciones.

Tomás llegó a la hora. Ayla lo esperaba en bata de seda. Se le notaban los pezones y una tanga diminuta. Lo hizo pasar sin decir palabra. Subieron a la terraza. La piscina tenía borde infinito, vista a toda la ciudad.

Y tres chicas más.

—Son mis amigas. Están aquí para ver si servís… para el contenido premium —dijo, quitándose la bata.

Estaba desnuda. Y las otras también.

Una se acercó y le bajó el cierre.
Otra le sacó la camiseta.
La tercera le mordió el cuello.

—Quiero que nos des un show. No hables. Solo cogé.

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Tomás no lo pensó. Se dejó caer en la reposera. Ayla fue la primera en sentarse sobre su cara. Su concha sabía a frutas, estaba mojada desde antes. Gemía sin vergüenza mientras se lo restregaba.

La segunda chica —rubia, tatuada— le mamaba la pija mientras la tercera filmaba con un celular.
Todo era salvaje. Sin pausa. Sin reglas.

Ayla se levantó. Se arrodilló y le untó una crema caliente sobre el miembro. La frotó con fuerza, lo miró y dijo:

—Esto es afrodisíaco puro. Te va a volver loco. Ahora cogeme como si te estuvieras despidiendo de tu libertad.


La penetró con brutalidad, contra el vidrio templado del borde. Afuera, toda la ciudad. Adentro, ella gritaba de placer mientras él embestía su concha sin compasión. La sujetó del cuello. Le mordió la espalda. Le abrió el culo con una mano mientras le metía los dedos y le decía obscenidades.

La rubia se unió. Se montó sobre su boca mientras Ayla seguía cabalgando su pija. La tercera entró con un cinturón de cuero… y se lo puso a Tomás alrededor del pecho.

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—Quiero ver hasta dónde aguantás.

Él siguió. Se cogió a las tres. Se vino dentro de una, se lo sacaron y se lo mamaron entre todas, se turnaron para lamerle el semen y seguir montándolo. Fue una orgía sucia, húmeda, inmortalizada en sus teléfonos.

Horas después, Ayla le sirvió agua.

—¿Querés venir cada sábado?
—¿Hay más que esto? —preguntó él.
—Recién vimos el tráiler. El show empieza la próxima semana… con juguetes.


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