Por un momento me quedé mirándolo, recorriéndolo con los ojos, y me odié un poco por pensar lo bien que le quedaba ese look. Parecía cualquier cosa menos el chico del conurbano que se había aparecido en mi casa todo chivado.
—¡Qué facha, eh! —dijo Fabricio, con una sonrisa sincera.
—Ustedes también están muy lindos —respondió Enzo, aunque su mirada se clavó en mí como una daga.
Tuve que apartar la vista para que no se me notara el escalofrío que me recorrió la espalda.
—Bueno, vamos —dije yo, con voz seca, como para cortar el momento.
La galería quedaba en Recoleta, sobre una calle tranquila con adoquines y faroles de hierro que parecían sacados de otra época. Se llamaba “Espacio Palermo Recoleta”, un lugar bastante moderno, con una fachada blanca minimalista y ventanales enormes que dejaban ver parte de la exposición desde la vereda. Desde afuera, ya se sentía ese aire pretencioso que tienen todas las inauguraciones de arte contemporáneo: gente con copas de vino en la mano, vestidos negros, perfumes caros y charlas sobre “el impacto de la forma en la percepción del espacio”.
Entramos, y el olor a madera encerada y a pintura fresca me golpeó primero. El piso era de cemento alisado, las paredes completamente blancas para no distraer de las obras. Las luces, frías y dirigidas, caían sobre cada cuadro como si estuvieran desnudos sobre una pasarela. Sabrina había logrado un montaje impecable: sus cuadros, grandes y con pinceladas muy gestuales, parecían estallar en color. Eran óleos sobre lienzo con texturas que se notaban hasta desde el otro lado del salón.
Me acerqué a uno de los cuadros: manchas de azul profundo y carmín, con una figura femenina desdibujada en el centro, como una mujer atrapada entre sombras. Había algo de erotismo en todas sus obras, aunque no de una forma obvia, más bien sugerida.
—Mirá vos, esto sí es arte de verdad —dijo Enzo.
—¿Qué sabés vos de arte? —le lancé.
—Nada… pero igual está bueno —dijo, encogiéndose de hombros.
Fabricio, que estaba a unos metros charlando con un conocido suyo, apenas se rió.
Sabrina apareció al instante, radiante. Siempre fue de esas mujeres que se comen el lugar apenas entran. Llevaba un vestido de terciopelo rojo, corto, con la espalda descubierta. Su cuerpo era exuberante. Se había hecho las tetas hacia años, y le quedaban perfectas. Su pelo corto, con un flequillo lateral que le daba un aire de chica mala, dejaba ver un tatuaje pequeño en el cuello: un pájaro negro, apenas visible pero imposible de ignorar.
—¡Delfi! —me gritó al verme, con esa energía que la caracteriza—. Que bueno que viniste, diosa.
Nos abrazamos fuerte.
—Obvio que vine. No me iba a perder esto por nada. Está todo increíble, Sabri. En serio, increíble.
Ella sonrió y, apenas me soltó, clavó la vista en Enzo.
—¿Y él quién es? —preguntó, con una ceja levantada.
—Enzo —respondió él, adelantándose—. Sobrino del tío Fabri.
—Encantada, Enzo —dijo Sabrina, dándole la mano, pero Enzo no se limitó a eso: se acercó y le dio un beso en la mejilla, cerca de la comisura de los labios.
—El gusto es mío —le dijo, con esa voz grave y segura que parecía ensayada.
La gente se movía por el salón, copa en mano, comentando las obras. Enzo me sorprendió porque estaba bastante tranquilo, observando los cuadros con interés genuino. Se quedó un rato frente a uno que mostraba una figura femenina sentada de espaldas, con una paleta de naranjas y dorados.
—¿Y este? ¿Qué onda? —le preguntó a Sabrina, señalando la obra.
—Ese se llama Piel de fuego. Es sobre… bueno, sobre el deseo —explicó ella, con un gesto sutil en la boca.
—Ah, pensé que era sobre culo —largó Enzo, con toda naturalidad.
Sabrina se largó a reír tan fuerte que la gente alrededor la miró.
—¡Sos un atrevido! —le dijo, dándole un golpecito en el brazo.
Yo me llevé una mano a la cara. No podía creerlo.
—¿Podés comportarte cinco minutos? —le susurré, fulminándolo con la mirada.
—¿Qué? Si a ella le dio gracia… —me dijo, con esa sonrisa insolente.
Sabrina seguía riendo.
—Delfi, no te preocupes.
El resto de la exposición siguió con esa mezcla de glamour y tensión soterrada. A cada rato sentía la mirada de Enzo sobre mí, como si me desnudara en medio de la galería. Yo sabía que el vestido se me ajustaba bien al culo, y no era solo mi sobrino el que se me había quedado mirando, a pesar de que era obvio que Fabricio era mi pareja.
Por suerte las cosas no salieron tan mal como esperaba. Después de la exposición, Sabrina insistió en que fuéramos a un restaurante cerca para festejar, junto con algunos amigos suyos. Terminé aceptando, más por ella que por ganas.
Fuimos a “La Bistecca”, en el corazón de Recoleta, una parrilla y restaurante de esos que mezclan lo rústico con lo elegante: paredes de ladrillo a la vista, techos altos, lámparas de hierro colgando y una iluminación tenue que te da la sensación de que todo es más cálido y más caro. Había un perfume constante a carne asada y a pan recién horneado que se mezclaba con el aroma dulce del vino.
Éramos un grupo de quince en total, sentados en una larga mesa de madera maciza, con copas de cristal, manteles blancos y platos tan grandes que parecían de exposición. Sabrina estaba más histérica de lo normal, riéndose fuerte de cada cosa que Enzo decía, como si hubiera descubierto un animal exótico que había que mostrarle a todos. Yo la conocía: cuando algo la divertía, lo exprimía al máximo.
Los tragos empezaron a circular: aperitivos, vinos Malbec, y hasta un par de botellas de espumante. Los amigos de Sabrina, todos esos típicos “progres” de Recoleta, parecían encantados con Enzo, aunque notaba que lo miraban más como un fenómeno de circo que como a una persona. Era como si no supieran si reírse con él o de él. Pero a él no parecía importarle. Estaba demasiado concentrado en mi amiga.
-En un momento fui al baño con Sabrina, como siempre hacíamos para ponernos al día en esos espacios de “charla femenina”. Apenas cerramos la puerta, me miró con esa expresión de trola que conozco demasiado.
—Che… ¿y este nene qué onda? —me preguntó.
—Es el que te conté, el sobrino de Fabricio —respondí, mientras retocaba el labial frente al espejo.
—Sí, ya sé. Pero… ¿de verdad tiene solo 18?
—¿Te calienta? —le pregunté, indignada, aunque en el fondo sabía la respuesta.
—¿Me estás jodiendo? ¡Está re bueno! Pero nunca me cogí a un nene tan chico. ¿Vos pensás que es de esos que se enamoran?
La miré como diciéndole “qué tarada que sos”.
—No. Me parece que es de esos que te cogen y después ni te llaman.
—Eso es justo lo que necesitaba escuchar —me dijo, riéndose.
—¿Me estás hablando en serio? —le pregunté, girándome para mirarla fijo.
—¿Qué? Si te jode, no lo hago —dijo, levantando las manos como si fuera inocente.
—No, no me jode —mentí, aunque me sorprendió un cosquilleo en el estómago—. Pero mirá que está bajo nuestro cuidado.
—Ay, por favor, Delfi. Nosotras hicimos cosas peores que cogernos a un pibe nueve años menor.
—No me hagas acordar. Ahora estoy de novia.
—Sí, con un boludo que te mete los cuernos —retrucó, sin filtro—. ¿Y ya se la cobraste? —preguntó después.
—¿Sabés que sí? —respondí—. Me cogí a tres tipos, pero cuando estábamos separados.
—Ah, entonces no cuenta —rio Sabrina.
—Sí, ya sé… —reconocí.
—¿Y el nene este? —insistió, mordiéndose el labio—. ¿No te tienta?
—Es un troglodita. Eructa, se rasca las bolas, escupe.
Sabrina se largó a a reír a carcajadas.
—Bueno, ahora se está portando bien —dijo, guiñándome un ojo.
—Sí… demasiado bien —murmuré.
—¿De verdad no te jode que me lo coja?
—No, no me jode. Pero si te lo vas a llevar, mandalo en auto a casa.
—¡Qué exagerada! —dijo ella, riéndose otra vez.
Volvimos a la mesa y me quedé pensando en lo que me había dicho. ¿Realmente no me jodía?
Mientras tanto, Enzo estaba al otro lado de la mesa, riéndose con un grupo de tipos que rondaban los 35, como si los conociera de toda la vida.
Sabrina se lo cogió esa misma noche. Ni me sorprendió, la verdad. Lo que sí agradecí fue que Fabricio no se enterara. No quería que se diera cuenta de que ese mocoso de 18 años era capaz de calentar a una mina de 27, porque entonces capaz se avivaba de que lo mismo podía pasar conmigo. Y, aunque no hubiera pasado nada, solo la idea de que sospechara me resultaba incómoda.
Después del restaurante, fuimos todos a terminar la joda a la casa de Sabrina, en su departamento de Palermo. Fabricio dijo que prefería volver, que ya era tarde, y lo entendí. Eran casi las tres de la mañana, y nosotros ya no éramos adolescentes. Teníamos nuestros compromisos.
—Me quedo un rato más —le dije, cuando él me preguntó si volvía con él—. No quiero dejar a Sabrina sola.
Fabricio solo asintió, con esa confianza ingenua que a veces me exasperaba.
Éramos ocho en el departamento: Sabrina, Enzo, algunos amigos suyos, y yo. El living estaba lleno de copas, botellas abiertas, olor a vino y tabaco. La música sonaba baja, algo de funk y soul mezclado en una lista que Sabrina había armado. Ella estaba totalmente volcada a Enzo, riéndose de todo lo que decía, como si se tratara de un descubrimiento antropológico.
Había uno, un tal Hernán, que no me sacaba los ojos de encima. Un pibe alto, de barba recortada, con cara de que leía más de lo que hablaba. Cuando Sabrina desapareció con Enzo por el pasillo, él se me acercó con una excusa tonta, hablándome de una obra de teatro independiente que me importaba menos que nada. Pero era lindo, y no era agrandado. De hecho, parecía estar haciendo un esfuerzo enorme por atreverse a intentar seducirme.
En el balcón, solos, me pidió si podía besarme. Lo dejé. Sentí su boca tibia contra la mía, y no me resistí cuando su mano bajó hasta mi culo, metiéndose debajo de la pollera para apretarme. No pasó de ahí, porque me gusta dejar a los hombres comiendo de mi mano, calientes, sabiendo que no van a tener más de lo que yo quiera darles.
Cerca de las cuatro, pedí un Uber para volver con Enzo. Íbamos los dos en silencio al principio, con la ciudad medio vacía pasando por las ventanillas. Él olía a alcohol y perfume barato, y había algo en su mirada verde que me incomodaba y excitaba al mismo tiempo.
De repente soltó, con esa brutalidad suya:
—¡Que bien que coge tu amiga!
Me giré sorprendida.
—¿Perdón?
—Digo, ¿todas son así?
—¿Así cómo?
Se inclinó hacia mí, su aliento mezclado con whisky y tabaco, y me susurró:
—¡Así de putas!
—No deberías llamar puta a una mujer que te dio placer.
—Ya lo sé, no lo digo de mala manera. Solo digo que… supongo que yo también soy un poco puta —agregó con una sonrisa torcida, riéndose de sí mismo.
No le contesté. Bajamos del auto y entramos a casa. Cerré la puerta con llave, pero apenas lo hice, sentí su mirada recorriéndome.
—¡Qué linda estás, tía! —dijo—. Te queda increíble ese vestido.
—Voy a dormir —le respondí, esquivando su mirada.
—Dale, descansá. Yo la pasé muy bien hoy… Después me podés presentar a más amigas tuyas.
—¿Te pensás que todas van a caer rendidas como Sabrina?
—Bueno… me tengo bastante fe —dijo, con esa sonrisa descarada que me irritaba.
No le contesté y me fui a mi cuarto. Fabricio ya dormía, ajeno a todo.
Apenas me tiré en la cama, vi que tenía un mensaje de Sabrina. Lo abrí.
"Ese pendejo es una bestia. Una bestia hermosa".
Sonreí, negando con la cabeza. Sabrina y yo siempre tuvimos esa complicidad, ese código de contarnos todo con lujo de detalles, pero solo cuando alguna lo pedía.
"Contame todo." le escribí.
Me sorprendí al encontrarme tan ansiosa por saber cómo es que el pendejo maleducado que vivía conmigo se la había cogido. O bueno, quizás no me sorprendí tanto.
No me contestó con texto. Me mandó un audio de diez minutos.
Miré a Fabricio: seguía dormido, con la boca entreabierta. Bajé el volumen del celular al mínimo, me tiré en la cama y le di play al audio de Sabrina.
—Delfi… te lo dije y te lo repito. Ese pendejo es un animal.
Yo tragué saliva y me acomodé, porque sabía que iba a ser un chisme interesante.
—Mirá, cuando estábamos en la cocina, haciendo unos tragos, separados del resto, me abrazó por atrás, ¿viste? Así, de una. Me apoyó la verga, y el hijo de puta ya la tenía dura. Yo giré, y él me miró con esos ojazos que tiene. Ahí nomás me chapó. Metió la mano dentro del vestido y empezó a acariciarme las tetas mientras me besaba. Y el tipo movía la pelvis, frotándome la pija en el culo. La tiene enorme, boluda. A vos te hubiera vuelto loca.
Ella sabía muy bien de mis puntos débiles, obviamente. Su voz bajó un tono.
—Nos metimos en mi pieza. Me levantó de un tirón, Delfi, como si no pesara nada. Me puso contra la pared y me besó con una fuerza… con lengua, con dientes. Me mordió el labio, y te juro, me calenté como hace mil que no me pasaba. Me tocaba el orto como si su vida dependiera de eso. Pero mientras lo hacía, me empezó a chipar el cuello, y me hizo mojarme toda.
Sentí un cosquilleo en el pecho al escucharla. No pude evitar imaginarme en el lugar de mi amiga. Yo, tan pequeña, con esa bestia adolescente arrinconándome en la pared, con sus manos dentro de mi vestido, manoseándome el culo, mientras su boca se enterraba en mi cuello, como un vampiro.
—Después, se arrodilló. Me abrió las piernas y me bajó la tanga. Entonces me empezó a besar los muslos tan despacio que pensé que me iba a volver loca. Y después nada de despacio. Me comió la concha como si no hubiera un mañana. Eso me sorprendió, porque a los tipos no suele gustarles chuparla, y los que lo hacen no lo hacen tan bien. Pero este pendejo tiene experiencia. Se nota que ya estuvo con minas más grandes que él, y que le habrán enseñado muy bien al nene.
Me di cuenta de que mi respiración empezaba a acompasarse con la de ella, aunque solo escuchaba su relato.
—Después de un rato se paró. Me agarró de la cintura, me levantó en el aire y me tiró en la cama, como si fuera una muñeca. Después se puso en bolas. Uf, no sabés. Me hizo acordar al morocho que salía en “El marginal”. Así, con los músculos todos marcados, los tatuajes por todas partes, y las cicatrices… Y así, con la pija dura como una roca… se me hizo agua la boca. Son de esas pijas que te dan ganas de chupar.
No podía evitar imaginarlo. Yo ya conocía su imponente desnudez. Y ahora solo tenía que agregarle la erección. De repente, me di cuenta de que me había levantado el camisón, y había metido la mano dentro de la tanga. Un gesto mecánico, impulsado por mi excitación.
Mi concha estaba empapada. Empecé a masturbarme, sin poder evitarlo, mirando de vez en cuando a Fabri, que seguía dormido.
—Y después me la puso. Menos mal que sabe cómo usarla. Porque si fuera tan bruto como parece, me rompería la cachucha. Pero primero me la metió despacito. Yo ya estaba empapada, y enseguida me dilaté, y él me la pudo meter entera. Eso sí, después lo mismo que la mayoría de los tipos: que tomá, putita, que mirá cómo te gusta la pija, puta, y esas cosas. Pero más allá de eso, el pibe un divino. Me cogió bien cogida, y como ya venía caliente por el oral que me había hecho, acabé enseguida. Y cuando él iba a acabar, me ofrecí a tomarme toda su lechita, pero él muy guacho, sin avisar, me tiró todo en las tetas. Encima después me giró, y me hizo ensuciar todas las sábanas con el semen. Me empezó a chupar toda, sobre todo el culo, obvio, y enseguida ya la tenía dura de nuevo. Me dejó desmayada de placer, boluda. Hacia rato que no me pasaba eso con un chongo.
El audio se detuvo, pero la mano que tenía en mi concha seguía moviéndose. Era la primera vez que recordara que me masturbaba con mi novio al lado. Y lo estaba haciendo pensando en ese pendejo, en ese intruso, que había aparecido en mi vida para dar vueltas todo, y para hacerme pensar en cosas que hacia mucho no pensaba. Para hacerme recordar con nostalgia a la Delfina de antes, esa que no hubiera dudado en gozar con él, por más que se tratara del sobrino de mi novio.
—¡Qué facha, eh! —dijo Fabricio, con una sonrisa sincera.
—Ustedes también están muy lindos —respondió Enzo, aunque su mirada se clavó en mí como una daga.
Tuve que apartar la vista para que no se me notara el escalofrío que me recorrió la espalda.
—Bueno, vamos —dije yo, con voz seca, como para cortar el momento.
La galería quedaba en Recoleta, sobre una calle tranquila con adoquines y faroles de hierro que parecían sacados de otra época. Se llamaba “Espacio Palermo Recoleta”, un lugar bastante moderno, con una fachada blanca minimalista y ventanales enormes que dejaban ver parte de la exposición desde la vereda. Desde afuera, ya se sentía ese aire pretencioso que tienen todas las inauguraciones de arte contemporáneo: gente con copas de vino en la mano, vestidos negros, perfumes caros y charlas sobre “el impacto de la forma en la percepción del espacio”.
Entramos, y el olor a madera encerada y a pintura fresca me golpeó primero. El piso era de cemento alisado, las paredes completamente blancas para no distraer de las obras. Las luces, frías y dirigidas, caían sobre cada cuadro como si estuvieran desnudos sobre una pasarela. Sabrina había logrado un montaje impecable: sus cuadros, grandes y con pinceladas muy gestuales, parecían estallar en color. Eran óleos sobre lienzo con texturas que se notaban hasta desde el otro lado del salón.
Me acerqué a uno de los cuadros: manchas de azul profundo y carmín, con una figura femenina desdibujada en el centro, como una mujer atrapada entre sombras. Había algo de erotismo en todas sus obras, aunque no de una forma obvia, más bien sugerida.
—Mirá vos, esto sí es arte de verdad —dijo Enzo.
—¿Qué sabés vos de arte? —le lancé.
—Nada… pero igual está bueno —dijo, encogiéndose de hombros.
Fabricio, que estaba a unos metros charlando con un conocido suyo, apenas se rió.
Sabrina apareció al instante, radiante. Siempre fue de esas mujeres que se comen el lugar apenas entran. Llevaba un vestido de terciopelo rojo, corto, con la espalda descubierta. Su cuerpo era exuberante. Se había hecho las tetas hacia años, y le quedaban perfectas. Su pelo corto, con un flequillo lateral que le daba un aire de chica mala, dejaba ver un tatuaje pequeño en el cuello: un pájaro negro, apenas visible pero imposible de ignorar.
—¡Delfi! —me gritó al verme, con esa energía que la caracteriza—. Que bueno que viniste, diosa.
Nos abrazamos fuerte.
—Obvio que vine. No me iba a perder esto por nada. Está todo increíble, Sabri. En serio, increíble.
Ella sonrió y, apenas me soltó, clavó la vista en Enzo.
—¿Y él quién es? —preguntó, con una ceja levantada.
—Enzo —respondió él, adelantándose—. Sobrino del tío Fabri.
—Encantada, Enzo —dijo Sabrina, dándole la mano, pero Enzo no se limitó a eso: se acercó y le dio un beso en la mejilla, cerca de la comisura de los labios.
—El gusto es mío —le dijo, con esa voz grave y segura que parecía ensayada.
La gente se movía por el salón, copa en mano, comentando las obras. Enzo me sorprendió porque estaba bastante tranquilo, observando los cuadros con interés genuino. Se quedó un rato frente a uno que mostraba una figura femenina sentada de espaldas, con una paleta de naranjas y dorados.
—¿Y este? ¿Qué onda? —le preguntó a Sabrina, señalando la obra.
—Ese se llama Piel de fuego. Es sobre… bueno, sobre el deseo —explicó ella, con un gesto sutil en la boca.
—Ah, pensé que era sobre culo —largó Enzo, con toda naturalidad.
Sabrina se largó a reír tan fuerte que la gente alrededor la miró.
—¡Sos un atrevido! —le dijo, dándole un golpecito en el brazo.
Yo me llevé una mano a la cara. No podía creerlo.
—¿Podés comportarte cinco minutos? —le susurré, fulminándolo con la mirada.
—¿Qué? Si a ella le dio gracia… —me dijo, con esa sonrisa insolente.
Sabrina seguía riendo.
—Delfi, no te preocupes.
El resto de la exposición siguió con esa mezcla de glamour y tensión soterrada. A cada rato sentía la mirada de Enzo sobre mí, como si me desnudara en medio de la galería. Yo sabía que el vestido se me ajustaba bien al culo, y no era solo mi sobrino el que se me había quedado mirando, a pesar de que era obvio que Fabricio era mi pareja.
Por suerte las cosas no salieron tan mal como esperaba. Después de la exposición, Sabrina insistió en que fuéramos a un restaurante cerca para festejar, junto con algunos amigos suyos. Terminé aceptando, más por ella que por ganas.
Fuimos a “La Bistecca”, en el corazón de Recoleta, una parrilla y restaurante de esos que mezclan lo rústico con lo elegante: paredes de ladrillo a la vista, techos altos, lámparas de hierro colgando y una iluminación tenue que te da la sensación de que todo es más cálido y más caro. Había un perfume constante a carne asada y a pan recién horneado que se mezclaba con el aroma dulce del vino.
Éramos un grupo de quince en total, sentados en una larga mesa de madera maciza, con copas de cristal, manteles blancos y platos tan grandes que parecían de exposición. Sabrina estaba más histérica de lo normal, riéndose fuerte de cada cosa que Enzo decía, como si hubiera descubierto un animal exótico que había que mostrarle a todos. Yo la conocía: cuando algo la divertía, lo exprimía al máximo.
Los tragos empezaron a circular: aperitivos, vinos Malbec, y hasta un par de botellas de espumante. Los amigos de Sabrina, todos esos típicos “progres” de Recoleta, parecían encantados con Enzo, aunque notaba que lo miraban más como un fenómeno de circo que como a una persona. Era como si no supieran si reírse con él o de él. Pero a él no parecía importarle. Estaba demasiado concentrado en mi amiga.
-En un momento fui al baño con Sabrina, como siempre hacíamos para ponernos al día en esos espacios de “charla femenina”. Apenas cerramos la puerta, me miró con esa expresión de trola que conozco demasiado.
—Che… ¿y este nene qué onda? —me preguntó.
—Es el que te conté, el sobrino de Fabricio —respondí, mientras retocaba el labial frente al espejo.
—Sí, ya sé. Pero… ¿de verdad tiene solo 18?
—¿Te calienta? —le pregunté, indignada, aunque en el fondo sabía la respuesta.
—¿Me estás jodiendo? ¡Está re bueno! Pero nunca me cogí a un nene tan chico. ¿Vos pensás que es de esos que se enamoran?
La miré como diciéndole “qué tarada que sos”.
—No. Me parece que es de esos que te cogen y después ni te llaman.
—Eso es justo lo que necesitaba escuchar —me dijo, riéndose.
—¿Me estás hablando en serio? —le pregunté, girándome para mirarla fijo.
—¿Qué? Si te jode, no lo hago —dijo, levantando las manos como si fuera inocente.
—No, no me jode —mentí, aunque me sorprendió un cosquilleo en el estómago—. Pero mirá que está bajo nuestro cuidado.
—Ay, por favor, Delfi. Nosotras hicimos cosas peores que cogernos a un pibe nueve años menor.
—No me hagas acordar. Ahora estoy de novia.
—Sí, con un boludo que te mete los cuernos —retrucó, sin filtro—. ¿Y ya se la cobraste? —preguntó después.
—¿Sabés que sí? —respondí—. Me cogí a tres tipos, pero cuando estábamos separados.
—Ah, entonces no cuenta —rio Sabrina.
—Sí, ya sé… —reconocí.
—¿Y el nene este? —insistió, mordiéndose el labio—. ¿No te tienta?
—Es un troglodita. Eructa, se rasca las bolas, escupe.
Sabrina se largó a a reír a carcajadas.
—Bueno, ahora se está portando bien —dijo, guiñándome un ojo.
—Sí… demasiado bien —murmuré.
—¿De verdad no te jode que me lo coja?
—No, no me jode. Pero si te lo vas a llevar, mandalo en auto a casa.
—¡Qué exagerada! —dijo ella, riéndose otra vez.
Volvimos a la mesa y me quedé pensando en lo que me había dicho. ¿Realmente no me jodía?
Mientras tanto, Enzo estaba al otro lado de la mesa, riéndose con un grupo de tipos que rondaban los 35, como si los conociera de toda la vida.
Sabrina se lo cogió esa misma noche. Ni me sorprendió, la verdad. Lo que sí agradecí fue que Fabricio no se enterara. No quería que se diera cuenta de que ese mocoso de 18 años era capaz de calentar a una mina de 27, porque entonces capaz se avivaba de que lo mismo podía pasar conmigo. Y, aunque no hubiera pasado nada, solo la idea de que sospechara me resultaba incómoda.
Después del restaurante, fuimos todos a terminar la joda a la casa de Sabrina, en su departamento de Palermo. Fabricio dijo que prefería volver, que ya era tarde, y lo entendí. Eran casi las tres de la mañana, y nosotros ya no éramos adolescentes. Teníamos nuestros compromisos.
—Me quedo un rato más —le dije, cuando él me preguntó si volvía con él—. No quiero dejar a Sabrina sola.
Fabricio solo asintió, con esa confianza ingenua que a veces me exasperaba.
Éramos ocho en el departamento: Sabrina, Enzo, algunos amigos suyos, y yo. El living estaba lleno de copas, botellas abiertas, olor a vino y tabaco. La música sonaba baja, algo de funk y soul mezclado en una lista que Sabrina había armado. Ella estaba totalmente volcada a Enzo, riéndose de todo lo que decía, como si se tratara de un descubrimiento antropológico.
Había uno, un tal Hernán, que no me sacaba los ojos de encima. Un pibe alto, de barba recortada, con cara de que leía más de lo que hablaba. Cuando Sabrina desapareció con Enzo por el pasillo, él se me acercó con una excusa tonta, hablándome de una obra de teatro independiente que me importaba menos que nada. Pero era lindo, y no era agrandado. De hecho, parecía estar haciendo un esfuerzo enorme por atreverse a intentar seducirme.
En el balcón, solos, me pidió si podía besarme. Lo dejé. Sentí su boca tibia contra la mía, y no me resistí cuando su mano bajó hasta mi culo, metiéndose debajo de la pollera para apretarme. No pasó de ahí, porque me gusta dejar a los hombres comiendo de mi mano, calientes, sabiendo que no van a tener más de lo que yo quiera darles.
Cerca de las cuatro, pedí un Uber para volver con Enzo. Íbamos los dos en silencio al principio, con la ciudad medio vacía pasando por las ventanillas. Él olía a alcohol y perfume barato, y había algo en su mirada verde que me incomodaba y excitaba al mismo tiempo.
De repente soltó, con esa brutalidad suya:
—¡Que bien que coge tu amiga!
Me giré sorprendida.
—¿Perdón?
—Digo, ¿todas son así?
—¿Así cómo?
Se inclinó hacia mí, su aliento mezclado con whisky y tabaco, y me susurró:
—¡Así de putas!
—No deberías llamar puta a una mujer que te dio placer.
—Ya lo sé, no lo digo de mala manera. Solo digo que… supongo que yo también soy un poco puta —agregó con una sonrisa torcida, riéndose de sí mismo.
No le contesté. Bajamos del auto y entramos a casa. Cerré la puerta con llave, pero apenas lo hice, sentí su mirada recorriéndome.
—¡Qué linda estás, tía! —dijo—. Te queda increíble ese vestido.
—Voy a dormir —le respondí, esquivando su mirada.
—Dale, descansá. Yo la pasé muy bien hoy… Después me podés presentar a más amigas tuyas.
—¿Te pensás que todas van a caer rendidas como Sabrina?
—Bueno… me tengo bastante fe —dijo, con esa sonrisa descarada que me irritaba.
No le contesté y me fui a mi cuarto. Fabricio ya dormía, ajeno a todo.
Apenas me tiré en la cama, vi que tenía un mensaje de Sabrina. Lo abrí.
"Ese pendejo es una bestia. Una bestia hermosa".
Sonreí, negando con la cabeza. Sabrina y yo siempre tuvimos esa complicidad, ese código de contarnos todo con lujo de detalles, pero solo cuando alguna lo pedía.
"Contame todo." le escribí.
Me sorprendí al encontrarme tan ansiosa por saber cómo es que el pendejo maleducado que vivía conmigo se la había cogido. O bueno, quizás no me sorprendí tanto.
No me contestó con texto. Me mandó un audio de diez minutos.
Miré a Fabricio: seguía dormido, con la boca entreabierta. Bajé el volumen del celular al mínimo, me tiré en la cama y le di play al audio de Sabrina.
—Delfi… te lo dije y te lo repito. Ese pendejo es un animal.
Yo tragué saliva y me acomodé, porque sabía que iba a ser un chisme interesante.
—Mirá, cuando estábamos en la cocina, haciendo unos tragos, separados del resto, me abrazó por atrás, ¿viste? Así, de una. Me apoyó la verga, y el hijo de puta ya la tenía dura. Yo giré, y él me miró con esos ojazos que tiene. Ahí nomás me chapó. Metió la mano dentro del vestido y empezó a acariciarme las tetas mientras me besaba. Y el tipo movía la pelvis, frotándome la pija en el culo. La tiene enorme, boluda. A vos te hubiera vuelto loca.
Ella sabía muy bien de mis puntos débiles, obviamente. Su voz bajó un tono.
—Nos metimos en mi pieza. Me levantó de un tirón, Delfi, como si no pesara nada. Me puso contra la pared y me besó con una fuerza… con lengua, con dientes. Me mordió el labio, y te juro, me calenté como hace mil que no me pasaba. Me tocaba el orto como si su vida dependiera de eso. Pero mientras lo hacía, me empezó a chipar el cuello, y me hizo mojarme toda.
Sentí un cosquilleo en el pecho al escucharla. No pude evitar imaginarme en el lugar de mi amiga. Yo, tan pequeña, con esa bestia adolescente arrinconándome en la pared, con sus manos dentro de mi vestido, manoseándome el culo, mientras su boca se enterraba en mi cuello, como un vampiro.
—Después, se arrodilló. Me abrió las piernas y me bajó la tanga. Entonces me empezó a besar los muslos tan despacio que pensé que me iba a volver loca. Y después nada de despacio. Me comió la concha como si no hubiera un mañana. Eso me sorprendió, porque a los tipos no suele gustarles chuparla, y los que lo hacen no lo hacen tan bien. Pero este pendejo tiene experiencia. Se nota que ya estuvo con minas más grandes que él, y que le habrán enseñado muy bien al nene.
Me di cuenta de que mi respiración empezaba a acompasarse con la de ella, aunque solo escuchaba su relato.
—Después de un rato se paró. Me agarró de la cintura, me levantó en el aire y me tiró en la cama, como si fuera una muñeca. Después se puso en bolas. Uf, no sabés. Me hizo acordar al morocho que salía en “El marginal”. Así, con los músculos todos marcados, los tatuajes por todas partes, y las cicatrices… Y así, con la pija dura como una roca… se me hizo agua la boca. Son de esas pijas que te dan ganas de chupar.
No podía evitar imaginarlo. Yo ya conocía su imponente desnudez. Y ahora solo tenía que agregarle la erección. De repente, me di cuenta de que me había levantado el camisón, y había metido la mano dentro de la tanga. Un gesto mecánico, impulsado por mi excitación.
Mi concha estaba empapada. Empecé a masturbarme, sin poder evitarlo, mirando de vez en cuando a Fabri, que seguía dormido.
—Y después me la puso. Menos mal que sabe cómo usarla. Porque si fuera tan bruto como parece, me rompería la cachucha. Pero primero me la metió despacito. Yo ya estaba empapada, y enseguida me dilaté, y él me la pudo meter entera. Eso sí, después lo mismo que la mayoría de los tipos: que tomá, putita, que mirá cómo te gusta la pija, puta, y esas cosas. Pero más allá de eso, el pibe un divino. Me cogió bien cogida, y como ya venía caliente por el oral que me había hecho, acabé enseguida. Y cuando él iba a acabar, me ofrecí a tomarme toda su lechita, pero él muy guacho, sin avisar, me tiró todo en las tetas. Encima después me giró, y me hizo ensuciar todas las sábanas con el semen. Me empezó a chupar toda, sobre todo el culo, obvio, y enseguida ya la tenía dura de nuevo. Me dejó desmayada de placer, boluda. Hacia rato que no me pasaba eso con un chongo.
El audio se detuvo, pero la mano que tenía en mi concha seguía moviéndose. Era la primera vez que recordara que me masturbaba con mi novio al lado. Y lo estaba haciendo pensando en ese pendejo, en ese intruso, que había aparecido en mi vida para dar vueltas todo, y para hacerme pensar en cosas que hacia mucho no pensaba. Para hacerme recordar con nostalgia a la Delfina de antes, esa que no hubiera dudado en gozar con él, por más que se tratara del sobrino de mi novio.
3 comentarios - Me masturbo pensando en mi sobrino 2
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