Relato 2
Me masturbo pensando en mi sobrino
Volví al dormitorio con Fabricio después de un rato. Me sequé rápido y me puse de nuevo el camisón de seda. Todavía tenía el pelo húmedo. Me acosté al lado de él, que ya estaba medio dormido.
—¿Y todo bien? —me preguntó con los ojos entrecerrados.
—Sí. Estaba Enzo en la pileta —le dije.
—¿Enzo? Bueno, puede usarla cuando quiera, Delfi.
—Sí, ya lo sé. Supongo que me voy a tener que acostumbrar a que puede hacer lo que quiera en la casa.
—Solo son dos meses —repitió él, como si fueran una especie de mantra.
—Ya lo sé, ya lo sé… —dije, rodando los ojos.
Estuve a punto de decirle que Enzo estaba desnudo, que yo lo había visto. Era lo más lógico, porque si no lo hacía yo, el propio Enzo podía hacerlo. Pero decidí guardármelo, como un pequeño castigo hacia Fabricio por su ingenuidad, o por no haberse dado cuenta de cómo me incomodaba toda esta situación.
—¿Y conversaron? —me preguntó.
—Un poco —contesté, dándole la espalda—. Después… se fue.
—Ah —dijo.
Me dormí con una sensación extraña, algo entre incomodidad y excitación. Teníamos un secreto, Enzo y yo. No era solo que lo había visto desnudo: era que él lo sabía, y que me había dejado atrapada en esa mirada verde que parecía embrujarme.
El domingo amaneció tranquilo. Ninguno de los dos tenía nada especial que hacer. Fabricio, como siempre, se dedicó a preparar el material para sus talleres literarios. Ahora tenía cuatro grupos estables, todos con más de diez personas. Vivía de eso, de corregir textos y de enseñar a otros cómo contar historias. A mí me había levantado así, siendo mi profesor. Cuando terminó el taller me escribió. Me confesó que le gustaba mucho, pero que no quiso decírmelo mientras fuera su alumna. Con esa honestidad fue que empezó a enamorarme.
En el desayuno, la presencia de Enzo se impuso. Era como si su cuerpo llenara todos los espacios, como si necesitara menos de un segundo para robarme el aire. Era enorme y yo, al lado suyo, me sentía diminuta. No pude evitar recordar su desnudez en la pileta, la manera en que esa verga colgaba con una naturalidad insultante. Me descubrí pensando que era hermosa. Sí, hermosa. Siempre creí que había algo fascinante en la anatomía masculina. Y también siempre me fascinaron las pijas grandes. Y no, no es algo que a las mujeres en general les atraiga. De hecho, contrario a lo que se cree —principalmente impuesto por la industria porno—, a la mayoría de las chicas no les atrae las pijas grandes. Pero digamos que, en ese aspecto, pertenezco a la minoría.
Obvio, eso no significa que necesite sí o sí un miembro superdotado para gozar. Hay muchas maneras de hacer que una mujer llegue al clímax. Y si se coge bien, por más que el pene sea de tamaño “normal”, la mina lo va a disfrutar.
Ahí me di cuenta de que había metido la pata al no decirle nada a Fabricio. Si Enzo llegaba a hacer algún chiste al respecto, yo iba a quedar expuesta. Pero por suerte captó mi mirada de alarma cuando se sentó frente a mí y no dijo ni una palabra. Era como si ahora compartiéramos un secreto erótico, obsceno, y esa complicidad me ponía nerviosa.
Pasaron un par de días, y aunque intentaba seguir con mi vida normal, su presencia se sentía en cada rincón. Yo trabajaba desde casa, en diseño gráfico y marketing digital para varias marcas. Eso me obligaba a pasar muchas horas frente a la computadora, pero cada vez que Enzo pasaba por el pasillo o se asomaba en la cocina para servirse algo, me distraía. No ayudaba que siempre anduviera con el torso desnudo o en shorts, con ese cuerpo que lo hacía parecer a un Tarzán del conurbano.
Un martes, por ejemplo, estaba concentrada en un proyecto para una tienda de ropa. Tenía la tablet en una mano y el café en la otra, cuando lo escuché cantando algo en la cocina. Su voz era grave, desprolija, pero tenía algo atractivo. Lo vi apoyado en la mesada, comiendo directamente de la sartén, sin plato. ¿Qué clase de chico se manda a comer de una sartén en casa ajena? Pero ahí estaba él, con el cabello húmedo y desordenado, los ojos brillantes.
—¿Querés? —me dijo, ofreciéndome con un tenedor lo que parecía un huevo revuelto con jamón.
—No, gracias. Pero… ¿no sabés usar un plato?
—Dale, no seas tan cheta, tía —me respondió con una carcajada.
En mi vida lidié con toda clase de tipos. Pero los últimos años de vida rutinaria y calmada me acostumbraron a tratar principalmente con Fabri, y con algún que otro tipo cheto y progre. Así que los modales de mi sobrino me resultaban chocantes, aunque también me fascinaban. Pero, más allá de eso, su presencia era muy abrumadora, y empezaba a incomodarme.
Además, yo tengo mi rutina. Casi todos los días voy al gimnasio o hago yoga en el living. Pero desde que Enzo está en casa, siento sus ojos en mi espalda cada vez que me estiro o me pongo en posición de perro boca abajo. Una mañana, mientras hacía mis saludos al sol, lo sentí entrando al living. Ni siquiera me molesté en disimular, seguí con mis movimientos, aunque sentía cómo su mirada me recorría como una lengua caliente.
—¿Eso te deja así de flexible? —me preguntó desde atrás, con un tono entre curioso y atrevido.
—No lo hago para que me mires —le dije, sin girar la cabeza.
—Tranqui, no digo nada… pero te queda bien —agregó.
Me mordí el labio, más por rabia que por otra cosa.
Lo peor era la noche. A veces escuchaba sus pasos en el pasillo o la música que ponía en su cuarto. Enzo era ruido, presencia, energía. Llenaba la casa de una forma que me hacía sentir que nada volvía a ser mío.
Un jueves, mientras estaba revisando unos bocetos, lo escuché desde la ventana del patio. Había invitado a un amigo, un tal "Chino", y hablaban en ese tono de barrio, riéndose de cualquier cosa. “Eh, mirá lo que es esta pileta, pa’, nos hacemos un asadito acá y no salimos más, boludo.” Sentí una punzada rara, una mezcla de molestia y celos absurdos.
Me di cuenta de que empezaba a estar demasiado pendiente de él. Cada vez que iba al supermercado, me preguntaba si él estaría en casa. Cada vez que me ponía ropa deportiva ajustada para el gym, me cruzaba la idea de si él me miraría el culo. Era como una obsesión naciendo, y me daba miedo.
El viernes tenía planeado ir a la exposición de cuadros de mi amiga Sabrina. Ella es de esas mujeres que parecen haber nacido para el arte. Pintora, cantante amateur, alma bohemia. Aunque la pintura siempre fue su gran amor, hasta hace poco no había podido vivir de eso. Finalmente, logró exponer su obra en una galería de Recoleta.
Recuerdo que cuando me lo contó, agregó, con su habitual desparpajo, que había tenido que cogerse a un tipo influyente para que eso sucediera. Se rio al decirlo, sabiendo que no la iba a juzgar por algo como eso. “Al menos la pasé bien”, bromeó.
Sabrina me conocía demasiado bien; ella fue testigo de mis años más salvajes. Yo misma me había acostado con tipos por razones bastante más ridículas, así que solo la escuché y levanté mi copa.
El plan era ir con Fabricio, como siempre. Pero ahora, con Enzo rondando la casa, surgió la pregunta inevitable: ¿qué hacer con él?
—¿Por qué no te lo llevás a tomar algo mientras yo voy al evento? —le dije a Fabricio mientras me maquillaba en el espejo.
—¿Y por qué no aprovechamos y lo llevamos? —propuso él.
Lo miré en silencio, con cara de “¿vos estás escuchando lo que decís?”.
—Dale, no seas mala —insistió—. Desde que llegó, lo único que hicimos fue llevarlo a comer afuera y a comprarle ropa. Además, acá en Villa Ortuzar no tiene tantas cosas para hacer. ¿No te parece que estaría bueno que conozca un poco más de la ciudad? De los barrios más copados, como Palermo.
Solo de imaginarme a Enzo, con su actitud de pibe del conurbano, en una galería de Recoleta me dieron escalofríos. Era como meter un perro callejero en una tienda de cristal.
—No sé… —murmuré.
—No lo prejuzgues —dijo Fabricio, sonriendo—. Capaz te sorprende.
Y, como de costumbre, terminé tragándome mis objeciones.
En el cuarto, me probaba un vestidito negro ajustado. Era corto, pero no vulgar. Con un par de tacos altos quedaba elegante y sexy a la vez. Me recogí el pelo en un rodete prolijo, con algo de gel para darle ese efecto tirante que deja la cara despejada.
—¿No estoy demasiado puta para una exposición de arte? —le pregunté a Fabricio, arqueando una ceja.
—Una puta fina —respondió él, riendo—. Los aros grandes te dan un toque elegante.
Reí con él, aunque en el fondo sabía que la intención era justamente esa: robar miradas.
Cuando salimos del cuarto, me encontré con una sorpresa: Enzo.
Parecía otro. Se había cortado el pelo, prolijo, y se había afeitado. Llevaba una camisa blanca impecable, de esas que marcan el pecho y los hombros, y un pantalón de jean azul oscuro que se le ajustaba justo donde tenía que ajustarse. El conjunto dejaba ver ese cuerpo trabajado, pero de una forma más elegante, menos salvaje. Y lo más raro: estaba callado, serio, sin gestos de sobrador.
Me masturbo pensando en mi sobrino
Volví al dormitorio con Fabricio después de un rato. Me sequé rápido y me puse de nuevo el camisón de seda. Todavía tenía el pelo húmedo. Me acosté al lado de él, que ya estaba medio dormido.
—¿Y todo bien? —me preguntó con los ojos entrecerrados.
—Sí. Estaba Enzo en la pileta —le dije.
—¿Enzo? Bueno, puede usarla cuando quiera, Delfi.
—Sí, ya lo sé. Supongo que me voy a tener que acostumbrar a que puede hacer lo que quiera en la casa.
—Solo son dos meses —repitió él, como si fueran una especie de mantra.
—Ya lo sé, ya lo sé… —dije, rodando los ojos.
Estuve a punto de decirle que Enzo estaba desnudo, que yo lo había visto. Era lo más lógico, porque si no lo hacía yo, el propio Enzo podía hacerlo. Pero decidí guardármelo, como un pequeño castigo hacia Fabricio por su ingenuidad, o por no haberse dado cuenta de cómo me incomodaba toda esta situación.
—¿Y conversaron? —me preguntó.
—Un poco —contesté, dándole la espalda—. Después… se fue.
—Ah —dijo.
Me dormí con una sensación extraña, algo entre incomodidad y excitación. Teníamos un secreto, Enzo y yo. No era solo que lo había visto desnudo: era que él lo sabía, y que me había dejado atrapada en esa mirada verde que parecía embrujarme.
El domingo amaneció tranquilo. Ninguno de los dos tenía nada especial que hacer. Fabricio, como siempre, se dedicó a preparar el material para sus talleres literarios. Ahora tenía cuatro grupos estables, todos con más de diez personas. Vivía de eso, de corregir textos y de enseñar a otros cómo contar historias. A mí me había levantado así, siendo mi profesor. Cuando terminó el taller me escribió. Me confesó que le gustaba mucho, pero que no quiso decírmelo mientras fuera su alumna. Con esa honestidad fue que empezó a enamorarme.
En el desayuno, la presencia de Enzo se impuso. Era como si su cuerpo llenara todos los espacios, como si necesitara menos de un segundo para robarme el aire. Era enorme y yo, al lado suyo, me sentía diminuta. No pude evitar recordar su desnudez en la pileta, la manera en que esa verga colgaba con una naturalidad insultante. Me descubrí pensando que era hermosa. Sí, hermosa. Siempre creí que había algo fascinante en la anatomía masculina. Y también siempre me fascinaron las pijas grandes. Y no, no es algo que a las mujeres en general les atraiga. De hecho, contrario a lo que se cree —principalmente impuesto por la industria porno—, a la mayoría de las chicas no les atrae las pijas grandes. Pero digamos que, en ese aspecto, pertenezco a la minoría.
Obvio, eso no significa que necesite sí o sí un miembro superdotado para gozar. Hay muchas maneras de hacer que una mujer llegue al clímax. Y si se coge bien, por más que el pene sea de tamaño “normal”, la mina lo va a disfrutar.
Ahí me di cuenta de que había metido la pata al no decirle nada a Fabricio. Si Enzo llegaba a hacer algún chiste al respecto, yo iba a quedar expuesta. Pero por suerte captó mi mirada de alarma cuando se sentó frente a mí y no dijo ni una palabra. Era como si ahora compartiéramos un secreto erótico, obsceno, y esa complicidad me ponía nerviosa.
Pasaron un par de días, y aunque intentaba seguir con mi vida normal, su presencia se sentía en cada rincón. Yo trabajaba desde casa, en diseño gráfico y marketing digital para varias marcas. Eso me obligaba a pasar muchas horas frente a la computadora, pero cada vez que Enzo pasaba por el pasillo o se asomaba en la cocina para servirse algo, me distraía. No ayudaba que siempre anduviera con el torso desnudo o en shorts, con ese cuerpo que lo hacía parecer a un Tarzán del conurbano.
Un martes, por ejemplo, estaba concentrada en un proyecto para una tienda de ropa. Tenía la tablet en una mano y el café en la otra, cuando lo escuché cantando algo en la cocina. Su voz era grave, desprolija, pero tenía algo atractivo. Lo vi apoyado en la mesada, comiendo directamente de la sartén, sin plato. ¿Qué clase de chico se manda a comer de una sartén en casa ajena? Pero ahí estaba él, con el cabello húmedo y desordenado, los ojos brillantes.
—¿Querés? —me dijo, ofreciéndome con un tenedor lo que parecía un huevo revuelto con jamón.
—No, gracias. Pero… ¿no sabés usar un plato?
—Dale, no seas tan cheta, tía —me respondió con una carcajada.
En mi vida lidié con toda clase de tipos. Pero los últimos años de vida rutinaria y calmada me acostumbraron a tratar principalmente con Fabri, y con algún que otro tipo cheto y progre. Así que los modales de mi sobrino me resultaban chocantes, aunque también me fascinaban. Pero, más allá de eso, su presencia era muy abrumadora, y empezaba a incomodarme.
Además, yo tengo mi rutina. Casi todos los días voy al gimnasio o hago yoga en el living. Pero desde que Enzo está en casa, siento sus ojos en mi espalda cada vez que me estiro o me pongo en posición de perro boca abajo. Una mañana, mientras hacía mis saludos al sol, lo sentí entrando al living. Ni siquiera me molesté en disimular, seguí con mis movimientos, aunque sentía cómo su mirada me recorría como una lengua caliente.
—¿Eso te deja así de flexible? —me preguntó desde atrás, con un tono entre curioso y atrevido.
—No lo hago para que me mires —le dije, sin girar la cabeza.
—Tranqui, no digo nada… pero te queda bien —agregó.
Me mordí el labio, más por rabia que por otra cosa.
Lo peor era la noche. A veces escuchaba sus pasos en el pasillo o la música que ponía en su cuarto. Enzo era ruido, presencia, energía. Llenaba la casa de una forma que me hacía sentir que nada volvía a ser mío.
Un jueves, mientras estaba revisando unos bocetos, lo escuché desde la ventana del patio. Había invitado a un amigo, un tal "Chino", y hablaban en ese tono de barrio, riéndose de cualquier cosa. “Eh, mirá lo que es esta pileta, pa’, nos hacemos un asadito acá y no salimos más, boludo.” Sentí una punzada rara, una mezcla de molestia y celos absurdos.
Me di cuenta de que empezaba a estar demasiado pendiente de él. Cada vez que iba al supermercado, me preguntaba si él estaría en casa. Cada vez que me ponía ropa deportiva ajustada para el gym, me cruzaba la idea de si él me miraría el culo. Era como una obsesión naciendo, y me daba miedo.
El viernes tenía planeado ir a la exposición de cuadros de mi amiga Sabrina. Ella es de esas mujeres que parecen haber nacido para el arte. Pintora, cantante amateur, alma bohemia. Aunque la pintura siempre fue su gran amor, hasta hace poco no había podido vivir de eso. Finalmente, logró exponer su obra en una galería de Recoleta.
Recuerdo que cuando me lo contó, agregó, con su habitual desparpajo, que había tenido que cogerse a un tipo influyente para que eso sucediera. Se rio al decirlo, sabiendo que no la iba a juzgar por algo como eso. “Al menos la pasé bien”, bromeó.
Sabrina me conocía demasiado bien; ella fue testigo de mis años más salvajes. Yo misma me había acostado con tipos por razones bastante más ridículas, así que solo la escuché y levanté mi copa.
El plan era ir con Fabricio, como siempre. Pero ahora, con Enzo rondando la casa, surgió la pregunta inevitable: ¿qué hacer con él?
—¿Por qué no te lo llevás a tomar algo mientras yo voy al evento? —le dije a Fabricio mientras me maquillaba en el espejo.
—¿Y por qué no aprovechamos y lo llevamos? —propuso él.
Lo miré en silencio, con cara de “¿vos estás escuchando lo que decís?”.
—Dale, no seas mala —insistió—. Desde que llegó, lo único que hicimos fue llevarlo a comer afuera y a comprarle ropa. Además, acá en Villa Ortuzar no tiene tantas cosas para hacer. ¿No te parece que estaría bueno que conozca un poco más de la ciudad? De los barrios más copados, como Palermo.
Solo de imaginarme a Enzo, con su actitud de pibe del conurbano, en una galería de Recoleta me dieron escalofríos. Era como meter un perro callejero en una tienda de cristal.
—No sé… —murmuré.
—No lo prejuzgues —dijo Fabricio, sonriendo—. Capaz te sorprende.
Y, como de costumbre, terminé tragándome mis objeciones.
En el cuarto, me probaba un vestidito negro ajustado. Era corto, pero no vulgar. Con un par de tacos altos quedaba elegante y sexy a la vez. Me recogí el pelo en un rodete prolijo, con algo de gel para darle ese efecto tirante que deja la cara despejada.
—¿No estoy demasiado puta para una exposición de arte? —le pregunté a Fabricio, arqueando una ceja.
—Una puta fina —respondió él, riendo—. Los aros grandes te dan un toque elegante.
Reí con él, aunque en el fondo sabía que la intención era justamente esa: robar miradas.
Cuando salimos del cuarto, me encontré con una sorpresa: Enzo.
Parecía otro. Se había cortado el pelo, prolijo, y se había afeitado. Llevaba una camisa blanca impecable, de esas que marcan el pecho y los hombros, y un pantalón de jean azul oscuro que se le ajustaba justo donde tenía que ajustarse. El conjunto dejaba ver ese cuerpo trabajado, pero de una forma más elegante, menos salvaje. Y lo más raro: estaba callado, serio, sin gestos de sobrador.
2 comentarios - Me masturbo pensando en mi sobrino 1
Ya pueden leer la segunda parte ahora mismo. En realidad es un mismo relato, pero la página no me permite subir todo en un solo post.