Capítulo 1 – “Pixel”
Nunca me han gustado los gimnasios. No es mi ambiente. Demasiado sudor, espejos y gente presumiendo cuerpos que parecen irreales. Pero María, mi esposa, siempre ha sido mi debilidad. No es que a ella le haga falta el ejercicio —es menuda, trigueña, con el cabello negro atado en coletas juguetonas, lentes que le dan un aire dulce y nerd, y un cuerpo que parece desafiar la gravedad, especialmente su trasero, esculpido con precisión quirúrgica—. Yo, en cambio, soy otro cuento. Gordito, bajito, con manos pequeñas y pies pequeños. María, diseñadora gráfica con un ojo obsesionado por los detalles, siempre ha bromeado con eso desde que nos conocimos en la universidad. Me bautizó como “Pixel” porque, según ella, todo en mí es chiquito: manos, pies… y bueno, ya saben. “Un pixel perfecto para mi diseño”, decía, riendo.
—Vamos, Pixel, que te quiero ver en licra —me dijo una mañana mientras me servía café, plantándome un beso juguetón en la mejilla.
Me reí, como siempre. María es así: bromista, chispeante, con un humor que desarma. Aunque a veces me pica el orgullo, su cariño siempre lo suaviza todo.
Ese día, cedí. No porque quisiera ponerme en forma, sino porque María tiene esa habilidad de convencerme con una sonrisa. Fue Sofía, su amiga de años, quien la metió en el gimnasio. Sofía, una rubia de risa fácil y lengua afilada, siempre ha tenido una energía que arrastra a María a sus locuras. A mí, Sofía siempre me ha parecido un poco intimidante, como si supiera más de lo que dice, pero María la adora. “Es mi cable a tierra”, dice siempre. Así terminé en ese templo de músculos y egos, sintiéndome como un pez fuera del agua.
El primer día en el gimnasio fue un choque. Hombres tallados en piedra y mujeres que los miraban como dioses. Yo, con mi panza y mi metro sesenta, me sentía invisible. María, en cambio, se movía como si hubiera nacido ahí. Hizo amigos rápido, charlaba con todos, reía, especialmente con Sofía, que parecía conocer a medio mundo. Y entonces apareció él: Marcos, el entrenador. Alto, moreno, con brazos como columnas y una sonrisa de tiburón. Entraba al lugar y todos lo notaban. La fama lo precedía: se decía que muchas mujeres, incluso casadas, habían caído bajo su encanto. “Manos expertas”, decían las malas lenguas.
Ese día, Marcos no interactuó directamente con nosotros. Solo nos dio un “bienvenidos” con esa voz grave que resonaba, pero sus ojos se detuvieron en María un segundo más de lo necesario, como midiendo cada curva de su cuerpo. Sentí un nudo en el estómago, aunque ella, ajena a todo, me guiñó un ojo y dijo:
—Vamos, Pixel, a darle duro a esas pesas.
Me reí, pero no pude evitar notar cómo Marcos la seguía con la mirada mientras ella se alejaba hacia las máquinas. Como si yo fuera un extra en su película, pensé, intentando reírme de mí mismo.
En casa, todo era diferente. María es un torbellino de alegría. Le encanta hablar de los libros que lee, de mundos paralelos, de teorías locas sobre el universo. Como diseñadora, sus proyectos creativos llenan la casa de bocetos y colores, y sus historias siempre tienen un toque apasionado, como si volcara su alma en cada palabra. Trabajamos juntos desde casa —ella en sus diseños, yo en mi escritorio de contabilidad—, y siempre terminamos el día viendo películas, abrazados en el sofá, con su cabeza en mi pecho y su pierna sobre la mía. Esas noches, mientras ella hablaba de sus ideas o doblaba mi ropa cantando, yo sentía que no necesitaba nada más.
—¿Sabes qué leí hoy? —me dijo una noche, con los ojos brillando—. Un libro sobre emociones que se convierten en energía. ¡Imagínate! Podríamos alimentar una ciudad con lo que siento por ti.
Y yo, como siempre, me derretí.
El segundo día en el gimnasio, la cosa cambió. María estaba entrenando con Sofía, quien, como siempre, lanzaba comentarios filosos entre risas. Marcos estaba ayudando a Sofía con unas sentadillas, sus manos guiándola con esa confianza que parecía gritar “yo mando aquí”. De pronto, María, que estaba ajustando una pesa en otra máquina, me llamó a gritos:
—¡Pixel, ven, ayúdame con esto!
Todas las cabezas se giraron. El apodo sonó como un disparo en ese lugar lleno de testosterona. Marcos levantó una ceja, con una sonrisa pícara que parecía saber algo que yo no. Se acercó a María, dejando a Sofía a medias.
—¿Pixel? —dijo, su voz cargada de diversión, mirando de mí a ella—. ¿Por qué le dices Pixel a este hombre?
María, con una chispa traviesa en los ojos y una sonrisa que no podía contener, respondió:
—Es por el tamaño.
Sofía soltó una carcajada, dando un paso hacia nosotros con un guiño.
—¿El tamaño? —preguntó, su tono lleno de picardía—. ¿De qué, exactamente?
María, sin perder la sonrisa, aclaró:
—¡Por lo chiquitico que es! Manos, pies… todo pequeño.
Marcos y Sofía estallaron en risas, sus miradas bajando descaradamente a mi entrepierna. Sentí el calor subiéndome a la cara, como si el gimnasio entero me estuviera midiendo. Un par de chicos cercanos también rieron, y yo quise que me tragara la tierra. ¿Qué soy, el chiste del día? Pensé, intentando mantener la compostura. María, notando mi incomodidad, se acercó rápido, me tomó del brazo y dijo, riendo pero con un toque nervioso:
—¡Ya, malos! Es por la estatura, ¿captaron? Mi Pixel es perfecto.
Me apretó el brazo, pero las risas de Marcos y Sofía, y las miradas de los demás, se quedaron grabadas en mi mente. Más tarde, ese mismo día, Marcos ayudó a María con las sentadillas. Se colocó detrás de ella, tan cerca que su bulto rozó su cuerpo al corregirla. “Baja más, María, así, perfecta”, dijo, su voz baja, casi íntima. Ese bulto no puede ser real, ¿son toallas dobladas o qué? Pensé, tratando de reírme de la situación mientras apretaba los puños. Un par de chicos en el gimnasio se giraron a mirar el espectáculo que era María en ese ejercicio.
Esa noche, en casa, María estaba como siempre: cariñosa, cantando mientras preparaba la cena, contándome sobre un diseño que estaba terminando para un cliente. Pero yo no podía sacarme de la cabeza a Marcos, su roce, las risas por el apodo “Pixel”. Me preguntaba si María había notado su cercanía, si le gustaba. Intenté hablarle, pero ella, con su sonrisa de siempre, me dio un beso y me dijo:
—Ay, Pixel, no te pongas serio. Vamos a ver una película.
Y como siempre, me dejé llevar.
El Secreto Digital
Días después, la curiosidad me carcomía. Usé su laptop para buscar unas fotos que María había tomado de nuestro último viaje. No tenía malas intenciones, pero mis ojos se toparon con una carpeta peculiar: “Notas privadas”. Un escalofrío me recorrió. ¿Qué secretos guardaría allí? La abrí. Había relatos. Varios.
El primero que leí estaba narrado en primera persona por una mujer casada, describiendo un encuentro con un hombre fuerte, moreno, en el vestuario de un gimnasio. No mencionaba nombres, pero el hombre era alto, con brazos como columnas y una sonrisa confiada, demasiado parecida a la de Marcos. Hablaba de un rincón con casilleros azules, exactamente como los de nuestro gimnasio. El lenguaje era sugerente, cargado de deseo, y un detalle me heló la sangre:
“Me levantó contra la pared, su cuerpo apretándose contra el mío. Mientras me besaba con avidez, sentí sus manos en mis caderas, y supe que mi esposo nos observaba desde la distancia, como una sombra. La idea me encendió aún más. No pensé en nada más. Solo en cómo me hacía sentir viva.”
Cerré la laptop con las manos temblando. ¿Era una fantasía sobre Marcos? María siempre escribía cosas así, pero los detalles… eran demasiado específicos. Me senté en el borde de la cama, mirando a María dormir, con su pierna sobre la mía como siempre. Entonces pensé en nuestra vida sexual. Siempre supe que María era más sexual que yo. En la universidad, ella era la que me arrastraba a aventuras, la que proponía cosas que yo nunca me atrevía a pedir. Me ató a la cama alguna vez, se disfrazó de enfermera, de policía, bromeando con “revisarme buscando un arma”. Cuando me agarró el miembro, soltó una carcajada y dijo: “Oh, ahora los criminales la hacen diminuta para ocultarla mejor, jaja”. Estar atado, bajo su control, me gustaba, me encendía, aunque nunca lo admití en voz alta. Yo, en cambio, siempre he sido pasivo, poco dominante. Una noche, hace años, me preguntó cuál era mi fantasía. Tartamudeé y dije algo sobre acabar en su cara o boca. Ella soltó una carcajada y dijo: “¡Guácala, Pixel, qué básico! Vamos a probar otra cosa”. Y aunque me reí con ella, nunca me atreví a insistir. Tal vez por eso escribe esos relatos. Tal vez necesita algo que yo no le doy. La idea de que estuviera fantaseando con Marcos me carcomía.
La Revelación Explícita
El tercer día en el gimnasio, Marcos fue más osado. María estaba haciendo un ejercicio en cuatro, con el trasero en alto, y noté que varios chicos en el lugar dejaron de entrenar para mirarla. Uno le susurró algo a otro, y ambos rieron, mirándome de reojo. Sentí que todos sabían algo que yo no. Marcos, por supuesto, se acercó a “ayudarla”. Sus manos se deslizaron por sus caderas, ajustándola, demorándose más de lo necesario. “Así, María, mantén la postura,” dijo, su tono cargado de algo que no era solo profesional. “Con esa cola levantada, ¿cómo se concentra tu Pixel?” Luego, en los abdominales, se puso entre sus piernas, sosteniendo sus pies, su cuerpo inclinado hacia ella, su sonrisa demasiado cerca. “Con esa energía, María, no sé cómo tu esposo se concentra en sus pesas”, dijo, guiñándole un ojo. Esto parece el inicio de una película para adultos en HD4K entre La Roca y mi esposa, pensé, intentando reírme para no dejarme hundir por los celos. María rio, nerviosa, y me miró rápido, como pidiéndome que no le diera importancia.
Esa noche, incapaz de sacarme el primer relato de la cabeza, volví a la laptop. Encontré otro en la carpeta “Notas privadas”. Este era más explícito, nombraba a un entrenador llamado Marcos, moreno, musculoso, que la tomaba en el vestuario:
“Y mientras Marcos me levantaba contra la pared, su bulto apretándose contra mí, no pensé en mi esposo. Pensé en cómo él me hacía sentir mujer de nuevo, sometida y deseosa. Me susurró al oído que lucía perfecta arrodillada, y me giró. Me tomó en esa posición, de perrito, en el suelo frío del vestuario, y sentí cómo su cuerpo se unía al mío con una fuerza que yo nunca había conocido. Y en ese instante, mi esposo nos observaba desde la sombra, su mano jugueteando con su diminuto miembro. La vergüenza y el deseo se mezclaron en un torbellino que me hizo gemir más fuerte. Salvaje. Sucia. VIVA.”
Era él. Marcos. La fantasía de María estaba clara, y los detalles del gimnasio, los casilleros azules, su actitud… todo encajaba. Mi corazón latía con fuerza. No era real, pero saber que María imaginaba esas cosas con él me dolía y, al mismo tiempo, me encendía. Me di cuenta entonces de que esa era la posición favorita de María, aunque rara vez la usábamos, ya que mi “Pixel” siempre tenía problemas para mantener una penetración constante debido a sus prominentes glúteos.
Otro día en el gimnasio, Marcos seguía rondando a María. Sus manos siempre encontraban excusas para tocarla: un roce en las caderas, un ajuste en los hombros. Yo lo veía todo, con los relatos quemándome la mente. Imaginaba a María con él, rendida, como en sus palabras. Y aunque me dolía, una parte de mí… lo deseaba. No entendía por qué. Dos chicos en una esquina susurraron algo mientras María hacía sentadillas, y uno me miró con una sonrisa que me hizo sentir aún más pequeño.
Esa noche, María dejó su WhatsApp Web abierto en la laptop. No pude resistirme. Entré. Había un chat de grupo con Sofía y Daniela, otra amiga del gimnasio. Daniela, una morena de ojos grandes, siempre parecía saber más de lo que decía, pero no la conocía tanto como a Sofía, la amiga inseparable de María desde hace años.
Sofía: Marcos está más bueno cada día. ¿Cómo te aguanta, María?
Daniela: Ese hombre es un pecado con proteína. Y ese tronco que tiene entre las piernas… uff, créeme, lo sé.
María: Jajaja, Daniela, ¡qué loca! Ya dejen el chisme…
Sofía: ¿Pero no te dan ganas de comértelo? Ese hombre es puro fuego.
María: Es que… es tentador, lo admito. Pero no, chicas, yo no juego así.
Daniela: Tú misma dijiste que tu esposo tiene un pixel.
María: Jajaja, no sean crueles. Es chiquitico, sí…
Sofía: Con una mano lo tapas y te sobra un dedo.
Daniela: ¿Y orgasmos? Porque con Marcos, amiga, te juro que tiemblas. Pregúntame cómo lo sé.
María: Ay, Daniela, para. Ninguno real con Luis, es cierto. But es tierno, amoroso. No quiero herirlo.
Sofía: Amiga, dale gusto al cuerpo o vas a explotar.
Daniela: Los relatos dicen otra cosa. Ese del vestuario con Marcos… ¿de dónde sacaste tanta inspiración?
María: Chismosas… Son solo fantasías, ¿ok? Pero sí, he oído los rumores de Marcos. Dicen que dejó a Patricia temblando en el vestuario después de cerrar.
Sofía: ¡Y a Daniela también, parece!
Daniela: Jajaja, no confirmo ni desmiento. Pero ese hombre sabe lo que hace.
María: Chicas, no. Yo quiero a mi Pixel. Pero… no voy a mentir, a veces pienso en cómo sería con alguien como Marcos.
Me quedé helado. Esto parece un capítulo de Sex and the City, pensé, intentando reírme mientras mi mundo se tambaleaba. María admitía que fantaseaba con Marcos, aunque insistía en que no quería ser infiel. Sus palabras dolían. “Ninguno real”. “Chiquitico”. Y Daniela, hablando de Marcos como si lo hubiera vivido en carne propia. Comparado con él, yo era… insuficiente. Y sin embargo, mientras leía, mi cuerpo reaccionaba. Mi piel se erizaba. Mi corazón latía. Mi “pixel” se endurecía. La humillación y el deseo se mezclaban, y no sabía qué hacer con eso.
Ese día, no fui al gimnasio. Dije que me sentía mal, que María fuera sola. Ella insistió en quedarse, pero la convencí de ir. Cuando se fue, me quedé solo con mis pensamientos. La noche anterior, después de leer el segundo relato, apenas había dormido, mirando a María dormir, imaginándola con Marcos, sus fantasías quemándome la mente. Ahora, con el chat fresco, abrí su laptop de nuevo. No quería fisgonear, pero revisé su historial de búsqueda por curiosidad. Entonces lo vi: búsquedas de “cuckolding”. María las había hecho. Busqué qué significaba. “Un fetiche donde alguien disfruta viendo a su pareja con otra persona”. ¿Es esto lo que María quiere? pensé, con la cabeza hecha un torbellino. Hice clic en un video: un hombre moreno, dotado, con una mujer menuda, sus gemidos resonando. Imaginé a María con Marcos, su bulto contra ella, sus manos en sus caderas. Mi mano se movió sola. La vergüenza, los celos, el deseo… todo se mezclaba.
De repente, la puerta se abrió. María estaba ahí, mirándome. Había decidido no ir al gimnasio, dijo que prefería quedarse a cuidarme. Sus ojos pasaron de mi cara a la pantalla, donde el video seguía corriendo. Por un segundo, creí ver una chispa de curiosidad en su mirada, pero luego su rostro se endureció, como si intentara entender qué estaba viendo.
—Luis… ¿qué es esto? —preguntó, su voz temblando entre sorpresa, confusión y algo más que no pude descifrar.
No respondí. No podía. Mi
mundo se derrumbaba, y ella era el centro de todo.
Nunca me han gustado los gimnasios. No es mi ambiente. Demasiado sudor, espejos y gente presumiendo cuerpos que parecen irreales. Pero María, mi esposa, siempre ha sido mi debilidad. No es que a ella le haga falta el ejercicio —es menuda, trigueña, con el cabello negro atado en coletas juguetonas, lentes que le dan un aire dulce y nerd, y un cuerpo que parece desafiar la gravedad, especialmente su trasero, esculpido con precisión quirúrgica—. Yo, en cambio, soy otro cuento. Gordito, bajito, con manos pequeñas y pies pequeños. María, diseñadora gráfica con un ojo obsesionado por los detalles, siempre ha bromeado con eso desde que nos conocimos en la universidad. Me bautizó como “Pixel” porque, según ella, todo en mí es chiquito: manos, pies… y bueno, ya saben. “Un pixel perfecto para mi diseño”, decía, riendo.
—Vamos, Pixel, que te quiero ver en licra —me dijo una mañana mientras me servía café, plantándome un beso juguetón en la mejilla.
Me reí, como siempre. María es así: bromista, chispeante, con un humor que desarma. Aunque a veces me pica el orgullo, su cariño siempre lo suaviza todo.
Ese día, cedí. No porque quisiera ponerme en forma, sino porque María tiene esa habilidad de convencerme con una sonrisa. Fue Sofía, su amiga de años, quien la metió en el gimnasio. Sofía, una rubia de risa fácil y lengua afilada, siempre ha tenido una energía que arrastra a María a sus locuras. A mí, Sofía siempre me ha parecido un poco intimidante, como si supiera más de lo que dice, pero María la adora. “Es mi cable a tierra”, dice siempre. Así terminé en ese templo de músculos y egos, sintiéndome como un pez fuera del agua.
El primer día en el gimnasio fue un choque. Hombres tallados en piedra y mujeres que los miraban como dioses. Yo, con mi panza y mi metro sesenta, me sentía invisible. María, en cambio, se movía como si hubiera nacido ahí. Hizo amigos rápido, charlaba con todos, reía, especialmente con Sofía, que parecía conocer a medio mundo. Y entonces apareció él: Marcos, el entrenador. Alto, moreno, con brazos como columnas y una sonrisa de tiburón. Entraba al lugar y todos lo notaban. La fama lo precedía: se decía que muchas mujeres, incluso casadas, habían caído bajo su encanto. “Manos expertas”, decían las malas lenguas.
Ese día, Marcos no interactuó directamente con nosotros. Solo nos dio un “bienvenidos” con esa voz grave que resonaba, pero sus ojos se detuvieron en María un segundo más de lo necesario, como midiendo cada curva de su cuerpo. Sentí un nudo en el estómago, aunque ella, ajena a todo, me guiñó un ojo y dijo:
—Vamos, Pixel, a darle duro a esas pesas.
Me reí, pero no pude evitar notar cómo Marcos la seguía con la mirada mientras ella se alejaba hacia las máquinas. Como si yo fuera un extra en su película, pensé, intentando reírme de mí mismo.
En casa, todo era diferente. María es un torbellino de alegría. Le encanta hablar de los libros que lee, de mundos paralelos, de teorías locas sobre el universo. Como diseñadora, sus proyectos creativos llenan la casa de bocetos y colores, y sus historias siempre tienen un toque apasionado, como si volcara su alma en cada palabra. Trabajamos juntos desde casa —ella en sus diseños, yo en mi escritorio de contabilidad—, y siempre terminamos el día viendo películas, abrazados en el sofá, con su cabeza en mi pecho y su pierna sobre la mía. Esas noches, mientras ella hablaba de sus ideas o doblaba mi ropa cantando, yo sentía que no necesitaba nada más.
—¿Sabes qué leí hoy? —me dijo una noche, con los ojos brillando—. Un libro sobre emociones que se convierten en energía. ¡Imagínate! Podríamos alimentar una ciudad con lo que siento por ti.
Y yo, como siempre, me derretí.
El segundo día en el gimnasio, la cosa cambió. María estaba entrenando con Sofía, quien, como siempre, lanzaba comentarios filosos entre risas. Marcos estaba ayudando a Sofía con unas sentadillas, sus manos guiándola con esa confianza que parecía gritar “yo mando aquí”. De pronto, María, que estaba ajustando una pesa en otra máquina, me llamó a gritos:
—¡Pixel, ven, ayúdame con esto!
Todas las cabezas se giraron. El apodo sonó como un disparo en ese lugar lleno de testosterona. Marcos levantó una ceja, con una sonrisa pícara que parecía saber algo que yo no. Se acercó a María, dejando a Sofía a medias.
—¿Pixel? —dijo, su voz cargada de diversión, mirando de mí a ella—. ¿Por qué le dices Pixel a este hombre?
María, con una chispa traviesa en los ojos y una sonrisa que no podía contener, respondió:
—Es por el tamaño.
Sofía soltó una carcajada, dando un paso hacia nosotros con un guiño.
—¿El tamaño? —preguntó, su tono lleno de picardía—. ¿De qué, exactamente?
María, sin perder la sonrisa, aclaró:
—¡Por lo chiquitico que es! Manos, pies… todo pequeño.
Marcos y Sofía estallaron en risas, sus miradas bajando descaradamente a mi entrepierna. Sentí el calor subiéndome a la cara, como si el gimnasio entero me estuviera midiendo. Un par de chicos cercanos también rieron, y yo quise que me tragara la tierra. ¿Qué soy, el chiste del día? Pensé, intentando mantener la compostura. María, notando mi incomodidad, se acercó rápido, me tomó del brazo y dijo, riendo pero con un toque nervioso:
—¡Ya, malos! Es por la estatura, ¿captaron? Mi Pixel es perfecto.
Me apretó el brazo, pero las risas de Marcos y Sofía, y las miradas de los demás, se quedaron grabadas en mi mente. Más tarde, ese mismo día, Marcos ayudó a María con las sentadillas. Se colocó detrás de ella, tan cerca que su bulto rozó su cuerpo al corregirla. “Baja más, María, así, perfecta”, dijo, su voz baja, casi íntima. Ese bulto no puede ser real, ¿son toallas dobladas o qué? Pensé, tratando de reírme de la situación mientras apretaba los puños. Un par de chicos en el gimnasio se giraron a mirar el espectáculo que era María en ese ejercicio.
Esa noche, en casa, María estaba como siempre: cariñosa, cantando mientras preparaba la cena, contándome sobre un diseño que estaba terminando para un cliente. Pero yo no podía sacarme de la cabeza a Marcos, su roce, las risas por el apodo “Pixel”. Me preguntaba si María había notado su cercanía, si le gustaba. Intenté hablarle, pero ella, con su sonrisa de siempre, me dio un beso y me dijo:
—Ay, Pixel, no te pongas serio. Vamos a ver una película.
Y como siempre, me dejé llevar.
El Secreto Digital
Días después, la curiosidad me carcomía. Usé su laptop para buscar unas fotos que María había tomado de nuestro último viaje. No tenía malas intenciones, pero mis ojos se toparon con una carpeta peculiar: “Notas privadas”. Un escalofrío me recorrió. ¿Qué secretos guardaría allí? La abrí. Había relatos. Varios.
El primero que leí estaba narrado en primera persona por una mujer casada, describiendo un encuentro con un hombre fuerte, moreno, en el vestuario de un gimnasio. No mencionaba nombres, pero el hombre era alto, con brazos como columnas y una sonrisa confiada, demasiado parecida a la de Marcos. Hablaba de un rincón con casilleros azules, exactamente como los de nuestro gimnasio. El lenguaje era sugerente, cargado de deseo, y un detalle me heló la sangre:
“Me levantó contra la pared, su cuerpo apretándose contra el mío. Mientras me besaba con avidez, sentí sus manos en mis caderas, y supe que mi esposo nos observaba desde la distancia, como una sombra. La idea me encendió aún más. No pensé en nada más. Solo en cómo me hacía sentir viva.”
Cerré la laptop con las manos temblando. ¿Era una fantasía sobre Marcos? María siempre escribía cosas así, pero los detalles… eran demasiado específicos. Me senté en el borde de la cama, mirando a María dormir, con su pierna sobre la mía como siempre. Entonces pensé en nuestra vida sexual. Siempre supe que María era más sexual que yo. En la universidad, ella era la que me arrastraba a aventuras, la que proponía cosas que yo nunca me atrevía a pedir. Me ató a la cama alguna vez, se disfrazó de enfermera, de policía, bromeando con “revisarme buscando un arma”. Cuando me agarró el miembro, soltó una carcajada y dijo: “Oh, ahora los criminales la hacen diminuta para ocultarla mejor, jaja”. Estar atado, bajo su control, me gustaba, me encendía, aunque nunca lo admití en voz alta. Yo, en cambio, siempre he sido pasivo, poco dominante. Una noche, hace años, me preguntó cuál era mi fantasía. Tartamudeé y dije algo sobre acabar en su cara o boca. Ella soltó una carcajada y dijo: “¡Guácala, Pixel, qué básico! Vamos a probar otra cosa”. Y aunque me reí con ella, nunca me atreví a insistir. Tal vez por eso escribe esos relatos. Tal vez necesita algo que yo no le doy. La idea de que estuviera fantaseando con Marcos me carcomía.
La Revelación Explícita
El tercer día en el gimnasio, Marcos fue más osado. María estaba haciendo un ejercicio en cuatro, con el trasero en alto, y noté que varios chicos en el lugar dejaron de entrenar para mirarla. Uno le susurró algo a otro, y ambos rieron, mirándome de reojo. Sentí que todos sabían algo que yo no. Marcos, por supuesto, se acercó a “ayudarla”. Sus manos se deslizaron por sus caderas, ajustándola, demorándose más de lo necesario. “Así, María, mantén la postura,” dijo, su tono cargado de algo que no era solo profesional. “Con esa cola levantada, ¿cómo se concentra tu Pixel?” Luego, en los abdominales, se puso entre sus piernas, sosteniendo sus pies, su cuerpo inclinado hacia ella, su sonrisa demasiado cerca. “Con esa energía, María, no sé cómo tu esposo se concentra en sus pesas”, dijo, guiñándole un ojo. Esto parece el inicio de una película para adultos en HD4K entre La Roca y mi esposa, pensé, intentando reírme para no dejarme hundir por los celos. María rio, nerviosa, y me miró rápido, como pidiéndome que no le diera importancia.
Esa noche, incapaz de sacarme el primer relato de la cabeza, volví a la laptop. Encontré otro en la carpeta “Notas privadas”. Este era más explícito, nombraba a un entrenador llamado Marcos, moreno, musculoso, que la tomaba en el vestuario:
“Y mientras Marcos me levantaba contra la pared, su bulto apretándose contra mí, no pensé en mi esposo. Pensé en cómo él me hacía sentir mujer de nuevo, sometida y deseosa. Me susurró al oído que lucía perfecta arrodillada, y me giró. Me tomó en esa posición, de perrito, en el suelo frío del vestuario, y sentí cómo su cuerpo se unía al mío con una fuerza que yo nunca había conocido. Y en ese instante, mi esposo nos observaba desde la sombra, su mano jugueteando con su diminuto miembro. La vergüenza y el deseo se mezclaron en un torbellino que me hizo gemir más fuerte. Salvaje. Sucia. VIVA.”
Era él. Marcos. La fantasía de María estaba clara, y los detalles del gimnasio, los casilleros azules, su actitud… todo encajaba. Mi corazón latía con fuerza. No era real, pero saber que María imaginaba esas cosas con él me dolía y, al mismo tiempo, me encendía. Me di cuenta entonces de que esa era la posición favorita de María, aunque rara vez la usábamos, ya que mi “Pixel” siempre tenía problemas para mantener una penetración constante debido a sus prominentes glúteos.
Otro día en el gimnasio, Marcos seguía rondando a María. Sus manos siempre encontraban excusas para tocarla: un roce en las caderas, un ajuste en los hombros. Yo lo veía todo, con los relatos quemándome la mente. Imaginaba a María con él, rendida, como en sus palabras. Y aunque me dolía, una parte de mí… lo deseaba. No entendía por qué. Dos chicos en una esquina susurraron algo mientras María hacía sentadillas, y uno me miró con una sonrisa que me hizo sentir aún más pequeño.
Esa noche, María dejó su WhatsApp Web abierto en la laptop. No pude resistirme. Entré. Había un chat de grupo con Sofía y Daniela, otra amiga del gimnasio. Daniela, una morena de ojos grandes, siempre parecía saber más de lo que decía, pero no la conocía tanto como a Sofía, la amiga inseparable de María desde hace años.
Sofía: Marcos está más bueno cada día. ¿Cómo te aguanta, María?
Daniela: Ese hombre es un pecado con proteína. Y ese tronco que tiene entre las piernas… uff, créeme, lo sé.
María: Jajaja, Daniela, ¡qué loca! Ya dejen el chisme…
Sofía: ¿Pero no te dan ganas de comértelo? Ese hombre es puro fuego.
María: Es que… es tentador, lo admito. Pero no, chicas, yo no juego así.
Daniela: Tú misma dijiste que tu esposo tiene un pixel.
María: Jajaja, no sean crueles. Es chiquitico, sí…
Sofía: Con una mano lo tapas y te sobra un dedo.
Daniela: ¿Y orgasmos? Porque con Marcos, amiga, te juro que tiemblas. Pregúntame cómo lo sé.
María: Ay, Daniela, para. Ninguno real con Luis, es cierto. But es tierno, amoroso. No quiero herirlo.
Sofía: Amiga, dale gusto al cuerpo o vas a explotar.
Daniela: Los relatos dicen otra cosa. Ese del vestuario con Marcos… ¿de dónde sacaste tanta inspiración?
María: Chismosas… Son solo fantasías, ¿ok? Pero sí, he oído los rumores de Marcos. Dicen que dejó a Patricia temblando en el vestuario después de cerrar.
Sofía: ¡Y a Daniela también, parece!
Daniela: Jajaja, no confirmo ni desmiento. Pero ese hombre sabe lo que hace.
María: Chicas, no. Yo quiero a mi Pixel. Pero… no voy a mentir, a veces pienso en cómo sería con alguien como Marcos.
Me quedé helado. Esto parece un capítulo de Sex and the City, pensé, intentando reírme mientras mi mundo se tambaleaba. María admitía que fantaseaba con Marcos, aunque insistía en que no quería ser infiel. Sus palabras dolían. “Ninguno real”. “Chiquitico”. Y Daniela, hablando de Marcos como si lo hubiera vivido en carne propia. Comparado con él, yo era… insuficiente. Y sin embargo, mientras leía, mi cuerpo reaccionaba. Mi piel se erizaba. Mi corazón latía. Mi “pixel” se endurecía. La humillación y el deseo se mezclaban, y no sabía qué hacer con eso.
Ese día, no fui al gimnasio. Dije que me sentía mal, que María fuera sola. Ella insistió en quedarse, pero la convencí de ir. Cuando se fue, me quedé solo con mis pensamientos. La noche anterior, después de leer el segundo relato, apenas había dormido, mirando a María dormir, imaginándola con Marcos, sus fantasías quemándome la mente. Ahora, con el chat fresco, abrí su laptop de nuevo. No quería fisgonear, pero revisé su historial de búsqueda por curiosidad. Entonces lo vi: búsquedas de “cuckolding”. María las había hecho. Busqué qué significaba. “Un fetiche donde alguien disfruta viendo a su pareja con otra persona”. ¿Es esto lo que María quiere? pensé, con la cabeza hecha un torbellino. Hice clic en un video: un hombre moreno, dotado, con una mujer menuda, sus gemidos resonando. Imaginé a María con Marcos, su bulto contra ella, sus manos en sus caderas. Mi mano se movió sola. La vergüenza, los celos, el deseo… todo se mezclaba.
De repente, la puerta se abrió. María estaba ahí, mirándome. Había decidido no ir al gimnasio, dijo que prefería quedarse a cuidarme. Sus ojos pasaron de mi cara a la pantalla, donde el video seguía corriendo. Por un segundo, creí ver una chispa de curiosidad en su mirada, pero luego su rostro se endureció, como si intentara entender qué estaba viendo.
—Luis… ¿qué es esto? —preguntó, su voz temblando entre sorpresa, confusión y algo más que no pude descifrar.
No respondí. No podía. Mi
mundo se derrumbaba, y ella era el centro de todo.
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