Ese día no habíamos planeado nada especial.
Habíamos comido cualquier cosa, nos habíamos reído viendo videos tontos, y justo cuando pensé que el día se iría sin historia… ella apareció con esa mirada. Esa que no pregunta. Esa que ya decidió por mí.
—Pruébate esto —me dijo, y me lanzó algo enrollado.
Lo atrapé al vuelo. Era un bóxer negro, delgadito, de tela suave, con costuras mínimas.
Me reí. Pensé que era una broma.
Pero ella no se rió. Solo me miró, con ese silencio que no permite resistencias.
—Ándale —dijo—. Quiero verte con eso.
No discutí. Me fui al baño, me lo puse. Me ajustaba bien, pero el corte era distinto. La tela se metía entre las nalgas sin permiso, y me rozaba como no esperaba.
Sentí una mezcla entre incomodidad… y algo más.
Algo que me hizo volver al cuarto caminando más lento.
Ella ya estaba sentada en la cama, con las piernas abiertas, mirándome como si fuera un postre.
No dijo nada. Se acercó, y sin pedirme permiso, me metió la mano por detrás y ajustó la tela.
Deslizó los dedos con precisión. Me lo acomodó como si fuera una tanga. Como si ya supiera cómo debía ir.
Y cuando lo hizo…
Me estremecí.
No fue solo físico. Fue algo más.
Fue como si alguien abriera una puerta que yo no sabía que tenía.
—Así —dijo—. Te ves rico así.
Yo no dije nada. Tenía las mejillas calientes. El corazón me latía en el cuello.
Ella me pasó la lengua por la clavícula.
Yo respiraba como si hubiera corrido.
Me tocó por delante. Estaba duro. Muy.
Y sin dejar de acariciarme, me susurró:
—¿Te gusta sentirte así?
—Sí —respondí, bajito, casi sin aire.
—Te pones bien putita… y eso me calienta tanto.
Esa palabra, en su boca, me partió en dos.
No fue insulto. Fue corona.
Y entonces ya no pensé. Me dejé.
Me dejó en cuatro, me mordió las nalgas, me jaló del bóxer como si fuera la cinta de un regalo.
Yo no era suyo. Yo era de ese momento.
Y lo disfruté. Con cada roce, cada empuje, cada palabra suya.
Gocé sin defenderme, sin disimular.
Después me abrazó por la espalda, con una mano en mi pecho, otra en mi cadera.
—Te voy a comprar más de esos —dijo—. Y te los voy a poner yo solita.
Yo solo asentí, aún temblando.
Esa noche dormí con el bóxer puesto.
Y al día siguiente, desperté deseando que lo hiciera de nuevo.
Habíamos comido cualquier cosa, nos habíamos reído viendo videos tontos, y justo cuando pensé que el día se iría sin historia… ella apareció con esa mirada. Esa que no pregunta. Esa que ya decidió por mí.
—Pruébate esto —me dijo, y me lanzó algo enrollado.
Lo atrapé al vuelo. Era un bóxer negro, delgadito, de tela suave, con costuras mínimas.
Me reí. Pensé que era una broma.
Pero ella no se rió. Solo me miró, con ese silencio que no permite resistencias.
—Ándale —dijo—. Quiero verte con eso.
No discutí. Me fui al baño, me lo puse. Me ajustaba bien, pero el corte era distinto. La tela se metía entre las nalgas sin permiso, y me rozaba como no esperaba.
Sentí una mezcla entre incomodidad… y algo más.
Algo que me hizo volver al cuarto caminando más lento.
Ella ya estaba sentada en la cama, con las piernas abiertas, mirándome como si fuera un postre.
No dijo nada. Se acercó, y sin pedirme permiso, me metió la mano por detrás y ajustó la tela.
Deslizó los dedos con precisión. Me lo acomodó como si fuera una tanga. Como si ya supiera cómo debía ir.
Y cuando lo hizo…
Me estremecí.
No fue solo físico. Fue algo más.
Fue como si alguien abriera una puerta que yo no sabía que tenía.
—Así —dijo—. Te ves rico así.
Yo no dije nada. Tenía las mejillas calientes. El corazón me latía en el cuello.
Ella me pasó la lengua por la clavícula.
Yo respiraba como si hubiera corrido.
Me tocó por delante. Estaba duro. Muy.
Y sin dejar de acariciarme, me susurró:
—¿Te gusta sentirte así?
—Sí —respondí, bajito, casi sin aire.
—Te pones bien putita… y eso me calienta tanto.
Esa palabra, en su boca, me partió en dos.
No fue insulto. Fue corona.
Y entonces ya no pensé. Me dejé.
Me dejó en cuatro, me mordió las nalgas, me jaló del bóxer como si fuera la cinta de un regalo.
Yo no era suyo. Yo era de ese momento.
Y lo disfruté. Con cada roce, cada empuje, cada palabra suya.
Gocé sin defenderme, sin disimular.
Después me abrazó por la espalda, con una mano en mi pecho, otra en mi cadera.
—Te voy a comprar más de esos —dijo—. Y te los voy a poner yo solita.
Yo solo asentí, aún temblando.
Esa noche dormí con el bóxer puesto.
Y al día siguiente, desperté deseando que lo hiciera de nuevo.
0 comentarios - Te pones bien Putita… y eso me calienta tanto.