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Hasta Que Me Temblaron las Rodillas

Lucía no era de las que jugaban con fuego. Siempre había sido fiel, centrada, y leal a su pareja, Andrés. Cinco años juntos. Muchos planes, muchos “nosotros”. Pero esa noche, algo cambió.

El reencuentro fue casual. Una reunión de excompañeros de universidad, muchas risas, copas de vino, y luego él: Samuel. Su ex amor de juventud. El que nunca llegó a nada, pero que siempre la había mirado como si supiera cosas sobre ella que ni ella sabía.

—No has cambiado nada —dijo Samuel, acercándose con esa sonrisa ladeada que le conocía bien—. Aunque te ves más… peligrosa.

—¿Eso es un cumplido o una advertencia? —respondió Lucía, fingiendo desinterés.

—Las dos.

La conversación fluyó con una química que no pedía permiso. Risas, miradas prolongadas. Cada frase era un paso más cerca del borde. Lucía notaba cómo su cuerpo reaccionaba con pequeñas traiciones: la piel erizada, la boca seca, el corazón acelerado sin razón.

Horas después, la fiesta se diluyó. Algunos se fueron, otros siguieron la noche en otro lado. Samuel propuso llevarla a casa. Ella dudó. Él insistió.

—No voy a hacer nada que tú no quieras —susurró él, ya en el auto, mientras el silencio se hacía espeso.

Al llegar al departamento, ella dijo “gracias” sin bajarse. Él la miró.

—¿Quieres que me vaya?

Lucía lo miró de frente. No respondió. En cambio, bajó la vista y abrió la puerta.

Subieron en silencio. Al entrar, ella fue a la cocina por agua. Él se quedó parado junto a la puerta.

—Sigues oliendo igual —dijo él de pronto—. A ganas contenidas.

Lucía se giró, el vaso temblando un poco entre sus dedos.

—Tengo pareja, Samuel…

—Lo sé —se acercó lento, sin tocarla—. Pero no estás feliz. Tus ojos lo dicen.

Ella quiso contestar, poner un límite, hablar de fidelidad… pero cuando él rozó su mejilla con los labios, como si la besara sin hacerlo, se quedó quieta. No lo detuvo.

Sus manos fueron a su cintura. Despacio. Con pausa. Como si leyera cada una de sus dudas, y las desarmara con caricias. Lucía suspiró, cerró los ojos, y por un segundo pensó en Andrés. Pero no por amor… sino por culpa.

—Esto no debería estar pasando —murmuró ella.

—Entonces dime que pare —dijo Samuel, susurrándole en el oído.

Pero no lo dijo.

Lo siguiente fue una mezcla de jadeos, roces, y ropa cayendo como promesas rotas. Samuel la cargó hasta el sillón y la besó como si el mundo fuera a acabarse esa noche. No hubo palabras dulces, solo respiraciones entrecortadas y cuerpos que se buscaban como si tuvieran cuentas pendientes.

Lucía se arqueó al sentirlo explorar su cuerpo, su piel sensible al más mínimo roce. Se rindió. No al amor, sino al deseo. A ese impulso salvaje que había evitado durante años.

—¿Te arrepientes? —le preguntó él, mientras la tenía contra la pared, su aliento cálido en su cuello.

—Todavía no —susurró ella, clavándole las uñas en la espalda.

El final no fue un clímax cualquiera. Fue un temblor largo, profundo, casi animal. Cuando todo terminó, ella se quedó en silencio, mirándolo, aún con las piernas temblando.

Samuel sonrió, acariciándole el rostro.

—Te dije que no haría nada que no quisieras.

Lucía no contestó. Solo asintió, con los labios aún húmedos y el alma hecha un nudo.

Y aunque sabía que en la mañana llegarían las dudas, esa noche, se dejó llevar por el deseo… y le gustó más de lo que estaba dispuesta a admitir.

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