El lunes por la noche, Zara llegó tarde a casa. La puerta se abrió con el clic metálico de su llave, y lo, sentado en el sofá con el televisor encendido, pero sin mirarlo, levantó la vista. Eran casi las once.
Ella entró dejando caer la cartera sobre la mesa del recibidor. Ni siquiera lo miró. Fue directo a la cocina. Javier oyó el sonido de la botella de vino, la copa, el goteo del líquido. Últimamente le gustaba beberlo
—¿Cómo te fue? —preguntó él, esforzándose en que sonara casual, no necesitado.
Zara dio un sorbo largo antes de contestar, apoyada en la encimera.
—Bien. Cerramos dos ventas importantes. Adolfo está contento.
El nombre le dolió como un pinchazo, aunque no dijo nada.
Después, en la mesa del comedor, Javier lo soltó:
—¿Qué día es la fiesta de la empresa?
Zara levantó la vista del móvil.
—El próximo sábado.
—Podría pedir permiso para salir antes del turno.
—¿Para qué? —preguntó ella, seca.
—Para ir contigo.
Ella rió, pero fue una risa corta, hueca, sin calidez.
—No hace falta, Javier. Es una fiesta de trabajo.
—el año pasado querías que fuera
- Y no fuiste. No entiendo ese repentino interés
Soy tu marido, Zara. —La voz de él tembló, apenas.
—Precisamente. —Ella volvió la vista a la pantalla.
—¿Qué quieres decir con eso?
Zara soltó el móvil, suspiró, se frotó la sien como si le doliera la cabeza.
— Quiero decir que… el año pasado no sabía cómo era, pero ahora sé que es una noche para cerrar cosas con los clientes, para socializar y no quiero que estés ahí, callado en una esquina, vigilando.
—No vigilo —respondió él, herido—. Sólo quiero estar contigo.
—¿Contigo? —repitió ella, casi burlona—. ¿Para qué? ¿Para que te pongas a criticar lo que bailo, cómo bailo, con quién hablo?
Javier apretó los dientes. Sabía que si hablaba de Adolfo se hundiría más.
—Es una fiesta, Zara. Es normal que vaya contigo.
—No —dijo ella, firme—. No quiero.
Se hizo un silencio espeso. La nevera zumbaba. Afuera ladró un perro. Javier respiró hondo.
—Voy a ir.
Zara se echó hacia atrás en la silla, cruzó los brazos.
—Haz lo que quieras. Pero no me vas a arruinar la noche.
La discusión final
El sábado, por la tarde, mientras ella se maquillaba frente al espejo del dormitorio, él volvió a intentarlo.
—¿No podemos ir juntos?
Zara se retocaba los labios, concentrada en su reflejo.
—¿Otra vez con eso, Javier?
—Sí, porque somos pareja. —El tono de él era casi suplicante.
Ella dejó el lápiz de labios sobre la cómoda, lo miró a través del espejo.
—Tú eres el que no quiere entenderlo. Esta noche no quiero que estés.
—¿Porque te molesto? ¿O porque vas a bailar con Adolfo?
Ella giró el rostro, molesta.
—No empieces.
—Contéstame.
—No tengo que dar explicaciones a tus celos —dijo Zara, la voz como un cristal frío—. Estoy harta de que quieras colgarte de mí para sentirte menos miserable.
A Javier se le aflojaron las manos. Quiso responder, pero no encontró las palabras.
Zara vio su cara y por un instante quiso pedirle perdón, pero luego tomó su bolso, se roció perfume en el cuello y salió de la habitación. Antes de irse, lo miró desde el umbral, con una mezcla de lástima.
—Javi si quieres ir conmigo ve, pero no me sigas toda la noche como un perro faldero.
Y salió, dejando tras de sí un leve aroma floral, y un vacío brutal en el pecho de Javier.
Javier lleva casado con Zara desde hace cinco años. Cinco años que, para cualquiera que los viera desde afuera, habrían parecido razonablemente tranquilos. Un matrimonio joven, sin hijos aún, con la promesa de una vida cómoda y moderna. Él, ingeniero industrial con máster en organización aduanera, había puesto en pie una pequeña empresa de logística que, durante un tiempo, prosperó bien. Ella, promotora de bienes raíces, siempre pulida, impecable, ambiciosa.
Todo empezó hace poco más de un año, cuando la empresa de Javier quebró. Lo que inició con una caída en los contratos y la pandemia terminó devorando los ahorros, los ánimos y la confianza. Cuando cerraron la oficina y liquidaron lo poco que quedaba, Javier se tragó la vergüenza y empezó a buscar trabajo de lo que fuera. Terminó de jefe de almacén en un IKEA en las afueras de Tánger. Un puesto digno, sí, pero que para Zara era poco menos que un insulto. A menudo se lo recordaba: “Con lo que estudiaste, ¿para esto? No ganas ni la mitad de lo que valías.”
La distancia empezó ahí. Al principio, silenciosa. Después, con pequeñas heridas. Reproches velados en la cocina, discusiones cortas antes de dormir. Y luego, la indiferencia.
La fiesta
La fiesta anual de la empresa de Zara era un evento importante. A ella la habían ascendido a supervisora regional. Lo contaba con un orgullo seco, mirando de reojo a Javier como si midiera cada euro que él no traía a la casa.
Él insistió en acompañarla. No quería, pero se obligó: “Es mi esposa. No voy a dejarla sola.” Ella, sin embargo, le dejó claro con un vestido rojo que apenas le dedicó un giro de hombros frente al espejo, que no estaba interesada en compartir nada con él esa noche.
Al llegar, Javier se sintió invisible. Sostenía su copa de vino como quien se aferra a un ancla. Vio a Zara moverse entre colegas, risas, brindis, palmadas en la espalda. Nadie le preguntó a él a qué se dedicaba. Ni una vez.
A medianoche, la música se hizo más lenta y cargada. Entonces apareció Adolfo, el jefe de Zara. Traje gris claro, sonrisa arrogante, mirada que no parpadeaba. La invitó a bailar. Ella aceptó sin mirarlo a él.
Al principio, Javier se quedó quieto, contemplando la pista de baile. Fingió conversar con una secretaria que sólo hablaba del catering. Luego los vio: la mano de Adolfo en la cintura de Zara, ella lanzando la cabeza hacia atrás, riendo, como cuando era feliz con él, pero ahora para otro.
Cuando Adolfo bajó la mano más de la cuenta y la mano de ella descansó cómoda sobre la nuca del jefe, Javier se acercó. La tocó en el brazo, con un gesto torpe, casi implorante.
—Zara, por favor ven —dijo, intentando no alzar la voz.
Ella giró la cara, seca, con los ojos visiblemente vidriosos, efecto del alcohol.
—¿Qué quieres?
—¿No ves cómo bailas? —le susurró, consciente de las miradas.
Zara sonrió, ladeando la cabeza.
— Si no te gusta, te puedes ir.
Esto mientras Adolfo endosaba una sonriza burlona
Y eso hizo. A cuadros giró, cogió su chaqueta del guardarropa y salió al aire frío de la noche. Ni una palabra más. Ni un mensaje de ella. Caminó varias cuadras hasta que cansado se sentó en un banco donde miró a su alrededor. Allí vio a una pareja caminando, a una señora paseando a un perro, a un vendedor ambulante cruzando la calle y fue cuando lo entendió, la vida continuaba ajena a todo. Tras la reflexión llamó a un amigo para saber si podía pasar la noche allí.
El sofá del amigo
No volvió a casa, en su lugar fue donde Karim, un amigo de la universidad, que vivía solo en un pequeño piso cerca del puerto. Karim abrió la puerta en camiseta y pantalones cortos. Lo dejó pasar sin preguntas, con esa complicidad silenciosa que sólo tienen los amigos que alguna vez compartieron noches de estudio y sueños de grandeza.
Javier se sentó en el sofá, se quitó los zapatos y miró el techo, sin encontrar ninguna forma en la mancha de humedad.
Karim le trajo una manta y un vaso de agua.
—¿Te quedas aquí esta noche?
Javier asintió, sin mirarlo.
Karim no preguntó por Zara. No hacía falta.
Cuando apagaron las luces, Javier sintió por primera vez en mucho tiempo algo parecido a un alivio. Zara seguía bailando, seguramente riendo, seguramente bebiendo o incluso algo más. Sin percatarse de su ausencia. Y él, tirado en un sofá que no era suyo, se dio cuenta de que, tal vez, no volvería a casa. Colocó el móvil en modo avión.
El día siguiente
El sol se coló sin permiso por la rendija de la persiana del salón. Javier abrió los ojos sintiendo la espalda rígida por la noche mal dormida en el sofá de Karim. El cuerpo le dolía, pero la cabeza más: una punzada detrás de los ojos, como si la vergüenza hubiera dejado un nudo instalado en la nuca.
Karim ya estaba en la cocina, friendo huevos.
—¿Dormiste algo? —preguntó sin mirarlo, dejando la sartén chisporrotear.
Javier asintió, mudo. Se sentó a la mesa, aceptó el café cargado.
No miró el móvil. Lo había dejado en modo avión, tirado al fondo de su chaqueta. Parte de él esperaba —o temía— encontrar llamadas de Zara, algún mensaje, una frase, una pregunta: ¿Dónde estás? Pero también temía que no hubiera nada.
Desayunaron en silencio. Karim lo miraba de reojo, con esa cautela que tienen los amigos para no decir te lo dije.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, al fin.
Javier bebió el café de un trago.
—Cambiar, y empezaré por buscar trabajo. Cualquier cosa que sea mejor.
—¿Y Zara?
Javier se encogió de hombros.
—No sé.
Dejó la taza en el fregadero y salió a la calle sin rumbo fijo. Caminó hasta una zona industrial, golpeó puertas de almacenes, envió currículums por correo hasta la madrugada. Se sentó en un café y revisó ofertas desde el móvil prestado de Karim porque el suyo seguía apagado. Anotó números, miró sueldos. Había algo digno en la forma en que tragaba el orgullo, una especie de dignidad áspera que hacía tiempo no sentía.
El lunes Javier decidió volver al piso. Sabía que Zara estaría en la oficina hasta tarde. Ella misma se lo había dicho cientos de veces, con ese tono seco de quien recuerda que su mundo gira sin él. Empacaría algo de ropa, lo imprescindible. No quería verla. No quería discutir. No quería oír ese no es para tanto que siempre usaba para empequeñecer sus dolores.
Abrió la puerta del departamento con su llave. La casa estaba impoluta, fría, como una sala de espera. Fue directo al dormitorio, abrió el armario y empezó a meter camisas y pantalones en una mochila de viaje. Entre los cajones, encontró una foto vieja: Zara y él, sonrientes, en la playa de Algeciras, cuando todavía todo parecía posible. La volvió a meter sin mirarla demasiado.
El móvil, descargado, seguía en el bolsillo de su chaqueta. Lo conectó por costumbre, mientras buscaba una bolsa para sus zapatos. Cuando la pantalla se encendió, vibró de inmediato. Un torrente de notificaciones lo sacudió.
—14 mensajes de Zara—
Los abrió uno tras otro.
Domingo 3:55 am
“Dónde estás Javier, no hagas de esto un drama”
“Te comportas como un niño”
4;05 am
“Regresa a casa y pórtate como un hombre”
4:06 am
“Hablemos
4:08 am
“Por favor no puedes estar vagando por ahí”
5:01 am
“No contestas porque sabes que tengo razón”
El último
5:04 am “Discúlpame, hablemos y verás que no es para tanto...”
El último. Ese no es para tanto le encendió algo en la garganta. No rabia, exactamente. Algo más parecido a cansancio, decepción. tantos mensajes y ninguno decía “te amo”
Miró la habitación. La cama impecable. El perfume de ella todavía impregnado en las cortinas. Se vio a sí mismo, cargando una mochila raída, revisando cada rincón para no dejar calcetines sueltos.
Le respondió en su mente con un simple
“Adiós.”
Pero no dejó el juego de llaves. Luego bajó las escaleras sin mirar atrás.
En la calle, el aire olía a mar, a tráfico, a lunes. Por primera vez en mucho tiempo, cada paso le pesaba igual, pero era suyo. Se sintió en paz
2 semanas después
Javier no había vuelto a pisar el apartamento que compartía con Zara. Después de dejarlo, apagó su viejo número de teléfono y se compró uno nuevo, de prepago, que sólo conocían Karim y dos contactos más. Bloqueó sus redes sociales. Nada dramático, sólo silencio. Un borrón.
En esos días, Karim lo ayudó a conseguir un contacto para entrar en una empresa logística china que comenzaba a operar en la zona franca del puerto de Tánger. Javier había hecho años atrás un curso avanzado de mandarín, casi como un capricho inútil, cuando soñaba con expandir su vieja empresa. Ese capricho ahora se volvió una llave inesperada. El gerente chino lo escuchó balbucear frases, revisó su CV, y en dos semanas Javier estaba contratado como supervisor de operaciones de importación.
El sueldo era 4 veces mayor a lo que ganaba en IKEA. era una pequeña fortuna, que bastaba para alquilar un piso modesto en un edificio nuevo, cerca del mar, amueblarlo sin prisas, y llenar la nevera sin sentir la punzada de cada euro.
El intento de Zara
Zara se dio cuenta de que la ausencia no era sólo un berrinche cuando pasaron 3 días sin verlo, sin recibir un mensaje, sin oír el portazo de regreso. Intentó llamarlo al viejo número. Correo de voz. Intentó por WhatsApp. Doble tic gris, siempre gris. Una noche, casi en secreto, le escribió a Karim. “¿Dónde está Javier? Dime que está bien.”
Karim le respondió seco: “Está bien. Déjalo tranquilo ya le has hecho demasiado daño.”
Pero Zara no entendía de límites. Lo buscó en la IKEA. Un supervisor nuevo le explicó, sin mirarla, que Javier ya no trabajaba ahí. Lo llamó al trabajo antiguo, el que había quebrado: línea desconectada. Desesperada Trató de tirar de amigos en común, pero nadie quiso darle pistas. Sabían —o imaginaban— lo que había pasado en esa fiesta, y lo que pasó después.
El segundo viernes de su silencio, Zara apareció en el bar donde Karim solía ir a ver partidos de fútbol. Lo esperó sentada afuera, en la terraza, con un gin tonic intacto. Cuando Karim llegó, ella se puso de pie enseguida.
—Karim —dijo, casi dulce—. Te lo suplico Necesito hablar con él.
Karim ni se sentó. La miró de arriba abajo, cansado.
—Zara, suéltalo ya.
—te lo suplico es mi marido y lo amo. —Su voz tembló, por primera vez sonaba menos firme.
—No —respondió Karim—. Era tu marido y no lo amabas.
Ella tragó saliva.
—Sólo quiero decirle que… que me pasé, que las cosas se salieron de control. Que no es para…. Se cayó
Karim negó con la cabeza, lento, como si le hablara a una niña.
—Para ti nunca es para tanto. Pero esta vez lo perdiste
Zara quiso sentarse, pero Karim ya estaba entrando al bar, dándole la espalda.
Un Javier diferente
Mientras tanto, Javier salía cada mañana de su piso nuevo, planchaba su ropa con calma, repasaba vocabulario de mandarín en el bus rumbo al puerto. Le habían propuesto enviarle a Shanghái por tres meses a cerrar un contrato; lo estaba pensando. No imaginaba que allí conocería a su futura esposa. Decidió viajar mientras compraba una cafetera italiana, un par de camisas nuevas y un portátil de segunda mano. Nada de lujos, pero todo suyo.
Las noches las pasaba leyendo, escuchando podcasts en chino y, a veces, mirando el mar desde su balcón improvisado con una silla de camping.
El divorcio
Una tarde, mientras Karim le ayudaba a colgar una cortina, Javier soltó la frase como si se la hubiera sacado de la boca a golpes.
—Voy a meter los papeles.
Karim se detuvo, el taladro en la mano.
—¿El divorcio?
Javier asintió.
—Sí. No quiero que tenga nada que ver con mi vida
Karim sonrió, medio triste, medio orgulloso.
—¿Seguro?
—Más que nunca. —Javier respiró hondo. Su voz era tranquila, sin odio—. Ya no quiero que me explique nada. Ni ella ni nadie de su entorno. Esto por las llamadas de la madre a los amigos de él.
Y así fue. Contrató a una abogada recomendada, preparó la documentación, buscó todo lo que necesitaba. No le interesaba pelear bienes ni discutir cada mueble. Quería cerrar la puerta. Terminar de abrir la ventana.
Zara recibió la notificación una tarde de lunes. Llamó a Karim, casi gritando: “¡Dime que puedo hablar con él!”
Karim no respondió.
En cuanto a Zara, dos semanas después de la fiesta su jefe intentó volver a follarla en su oficina, pero ella con una sonora bofetada lo rechazó, plantándole la renuncia. Al llegar a casa vio que la ropa y las pocas cosas que habían de Javier se las había llevado. Entendió —muy tarde— que no hay disculpa que borre la danza de humillaciones cuando el otro ya decidió levantarse del suelo.
Después de 5 meses se encontraron en los juzgados, había bajado 10 kg y se le veía muy mejorado, vestía vaquero azul y camisa casual donde destacaban unos brazos fornidos. Y mientras firmaba se dejó ver el Rolex en su muñeca, regalo de su novia
Desesperada al ver que su marido estaba mejor sin ella, no esperó a que se levantara
- Javier por lo que más quieras dame solo 5 min, luego no te molestaré más
ni la miró —- tienes 5 y ni uno más
Fue cuando apareció una mujer de rasgos asiáticos que se le colgó del brazo como si estuviera protegiendo lo suyo. Era muy hermosa, su rostro parecía de porcelana que, sumado a sus ojos negros, la hacía de una belleza excepcional
- Javi por favor, a solas
-hablarás delante de ella y si no te gusta te puedes ir
Aquella expresión le recordó la noche de la fiesta, haciéndole caer las lágrimas
-está bien -no te voy a pedir que regreses, no lo merezco
Solo necesito tu perdón para poder vivir
- Antes dime algo y por favor esta vez sin mentiras. __ Asintió _ ¿Te acostaste con el?
Miró al suelo abochornada — te juro que solo fue una vez
- ¿El día de la fiesta?
en susurro apenas audible —- si —- se apresuró a decir —-bebí demasiado y estaba molesta por tu desidia, por no querer avanzar y te comparé en el, como alguien exitoso. Pero fui una estúpida, aquel que idolatraba resultó ser un pervertido que está siendo denunciado por varias compañeras por acoso. __ pero aunque no me creas, jamás dejé de amarte
Me cuesta creerte y no te puedo perdonar. De hecho, no sé si algún día podré
Adiós
Un año más tarde se casó con Mei yim , la hija preferida del dueño de la empresa y por amigos en común se enteró que Zara tuvo que hacer terapia para superarlo, al punto que los familiares la obligaron a quitar las fotos de cuando eran pareja. Aun está sola y veces la ven llorando, pero poco a poco está volviendo a salir
ZARA
Zara todavía recuerda la primera vez que vio a Javier. Fue en la facultad de ingeniería, aunque ella estudiaba otra cosa: Marketing empresarial. Se conocieron en una cafetería cualquiera, cuando él le cedió su mesa porque no había sillas libres y ella tenía que entregar un trabajo de última hora. Recuerda que él la miró como nadie la había mirado antes: con una mezcla de respeto y asombro, como si en ella hubiera visto una promesa.
Javier era brillante, y ella lo supo enseguida. Había algo en su voz —tranquila, segura— que la hacía sentir a salvo de todo. De su madre autoritaria, de su padre que nunca estuvo. De su miedo a ser una más, una chica bonita y poco más. Con Javier, Zara sintió que podía aspirar a más, soñar sin vergüenza.
No tardaron en enamorarse. Al principio, no tenían nada salvo un piso alquilado, muebles de segunda mano y proyectos que escribían en servilletas de bares. Pero tenían hambre. Hambre de mundo, de éxito, de demostrarse que juntos podían levantar un imperio.
Cuando Javier abrió su empresa de logística, Zara fue su primera inversionista silenciosa. Puso sus ahorros, se sacó una tarjeta de crédito nueva para cubrir algunos gastos cuando los pagos de clientes se retrasaban. Lo hizo sin miedo. “Estamos juntos en esto, Javi”, le decía, cuando él se desesperaba por los primeros retrasos.
Y así fue. Durante años, vivieron felices. Javier ganaba bien lo que les permitió viajar, comprar sus dos coches y soñar con un hijo que nunca llegó —quizá porque nunca había tiempo, quizá porque siempre había algo más urgente que pagar o sencillamente por aquello de que aún eran jóvenes.
Entonces llegó la tormenta.
Primero fue un cliente grande —el principal, en realidad— que quebró de golpe, dejándolos con facturas impagas. Luego vino la pandemia, como un martillazo final: contratos congelados, almacenes vacíos, deudas que se multiplicaban mientras Javier se cerraba en la oficina, incapaz de mirarla a los ojos.
Ella intentó aguantar. Sacaron un crédito. Javier vendió su coche. Usaron sus tarjetas. “Estamos juntos”, repetía ella, convencida de que con un empujón lo salvarían. Pero pronto no hubo qué empujar. Ni a quién.
El día que cerró la oficina, regresó a casa con una bolsa de papeles y la mirada perdida.
Zara lo abrazó. Sintió el olor agrio del fracaso pegado a su camisa. No dijo nada. Apretó los dientes cuando, semanas después, entendió que no sólo habían perdido la empresa: habían perdido la calma. La fe. La admiración.
Fue entonces cuando cambió.
Zara se volcó en su nuevo trabajo. Empezó a quedarse más horas, a decir que “tenía reuniones” aunque a veces sólo se sentaba en su coche a mirar el techo y respirar lejos de esa casa cada vez más pequeña. Escaló rápido. Tenía olfato para los clientes, aprendió a cerrar tratos sin pestañear. Pronto ganaba tres veces más que Javier, que aceptó trabajar en IKEA como jefe de almacén. Ella trató de apoyarlo al principio, de no hacerle sentir que la balanza se había roto. Pero cada vez que lo veía llegar a casa con olor a cartón y turno partido, no podía evitarlo: sentía rabia. Rabia de verlo vencido, de verlo tan lejos del hombre con el que se prometió conquistar el mundo.
Y la distancia se hizo costumbre.
Cada beso fue un trámite. Cada noche, una conversación aplazada. Cada risa, una mueca.
LA NOCHE QUE LO PERDIÓ
Zara nunca planeó acostarse con Adolfo. De hecho, al principio odiaba su arrogancia, hablaba de cifras como quien presume trofeos, se sentía dueño de todos. Pero una noche estaba harta. Harta de ver a Javier mirándola como un perro herido. Harta de sentir lástima. Harta de sí misma. Así que decidió ignorar a su marido al punto de veces odiarlo. Con el pasar de los días se fue acercando a su jefe, no fue consensuado solo surgió, un roce, una caricia y una semana antes de la fiesta, en su oficina, comenzaron los besos.
Ella quería evitarlo, pero se dejaba. En el fondo necesitaba sentirse deseada, así que dos días antes de la celebración el le susurró al oido — te tengo una suite reservada en el mismo hotel del evento y apenas nos de la media noche te llevaré al cielo. Zara no dijo que sí, pero tampoco se negó.
En la fiesta cuando Adolfo la invitó a bailar, dijo que sí porque necesitaba sentirlo, pero también quería darle una lección a Javier para que despertara de su letargo.
Aquella noche bebió de más y se dejó llevar, diciéndole todo aquello a su marido y sintiéndose culpable nada más irse, culpa que mezclada con una rabia tan antigua como su propia ambición la llevó a la cama de otro.
Cuando acabó la noche en la suite de Adolfo, sintió asco de sí misma, cuestionándose lo que había hecho. Al salir al pasillo se derrumbó a llorar en la alfombra, jurando que nadie lo sabría.
A las 3 am volvió a casa y se duchó hasta dejar la piel roja, luego se sentó en el suelo del baño a llorar. Quiso despertarlo, confesarle todo, decirle “que la perdonara, que lo amaba y no era esa horrible persona”. Pero él no estaba.
Lo amaba a morir y lo sabía.
Dios, cómo lo amaba. Pero era demasiado tarde para decirlo. Porque sabía que Javier, aun roto, no era como ella: él no sabía fingir. Él no mentía bien y su cara al irse lo definía todo. No fue de rabia, ni de dolor, tampoco de decepción, aquella cara decía “adiós para siempre”.
A la mañana siguiente lo llamó hasta el cansancio, pero no respondió.
DESPUÉS
Durante días Zara repitió su mantra: no es para tanto, regresará y lo amaré con todas mis fuerzas.
Se convenció de que volvería. Siempre volvía. Le dejaría un plato de cena, un beso, un mensaje, una promesa. Pero esta vez no hubo platos, ni promesas. Sólo un eco que retumbaba en la cama cada vez más fría.
Se arrepintió. Claro que se arrepintió. Renunció a Adolfo cuando entendió que aquel ídolo era falso, mentira que abrió una grieta por donde se le escapó lo poco que quedaba de Javier. Buscó su perdón en cada bar, en cada mensaje que nunca respondió. Lloró hasta la náusea cuando Karim le cerró la puerta con una sola frase: “Ya le hiciste suficiente daño.”
Meses después firmó el divorcio, y le bastó una mirada para ver qué Javier estaba mejor sin ella— que no había marcha atrás. Ni súplicas, ni lágrimas.
Cuando vio a Mei Yim a su lado, tan joven, tan hermosa, tan elegante, comprendió que era su lugar ahora: al lado de alguien que sí creía en él. La mujer que lo curó y lo hizo volar como el ave fénix, renaciendo de las cenizas que ella dejó
“Si yo lo hubiera apoyado, si lo hubiera amado”
Zara volvió a casa y se sentó en el sofá donde tantas veces lo vio encorvado, revisando cuentas imposibles. Colgó todas sus fotos. No por rabia, sino porque cada sonrisa le era una ilusión que no quería perder y que le recordaba su amor, uno que en sus primeros años la hizo la mujer más feliz del planeta.
A VECES…
Aún después de meses en terapia y de que sus familiares se llevaran todas sus fotos, veces cree verlo a lo lejos en la calle. Un hombre alto, con paso decidido. Cuando pasa se convence de que va a volver, que abrirá la puerta y le dirá “te amo”. Pero se repite, casi en un rezo, que no volverá.
Lo único que le queda como contacto es aquel correo de la antigua empresa de Javier, que para su sorpresa sigue activo y que conociéndolo como ella sabe, piensa que no lo ha borrado por ella. Allí le escribe cada fin de semana dándole los pormenores de su vida como si él la escuchara, veces melancólica, veces intentando hacerlo reír, veces hundida en la desesperación al punto de decirle que ya no puede seguir viviendo y va a terminar su sufrimiento.
- Hola mi vida hoy lavé una ropa que dejaste sucia en el cesto, no lo había hecho antes porque tenía tu olor, pero desapareció. Lo que daría por tener algo que me recuerde tu aroma.
Otro mensaje:
- Hoy caminé por el parque donde me pediste matrimonio, sé ve tan triste
Otro:
- Sabes me topé con la gordita que estudiaba contigo, creo que se llamaba Ana, te mandó saludos, piensa que aún estamos juntos. Qué triste, veces quiero morirme al recordar nuestros 7 años, 5 de casados y 2 de novios.
Siempre escribía: sé que fue para tanto, pero te amo.
Y así la noche, de la fiesta, se convirtió en la grieta por la que se le escapó la única persona que amó y con la que podía ser feliz
Dos años después del divorcio
Hoy se cumplen dos años que por estúpida terminé nuestro matrimonio y en este correo me despido, jurando que daría todo por volver atrás para amarte y respetarte con toda mi alma. Espíritu que nunca se cansará de pedirte perdón y donde vaya, te recordará.
Por siempre Zara
Lo envió en el momento justo que la foto de perfil era cambiada. Antes tenía el logo de su antigua empresa, ahora un árbol.
Fin.
Las personas más bellas son aquellas que tras la derrota, el sufrimiento, la lucha y la pérdida han encontrado la forma de salir de las profundidades.
Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que los llena de compasión, humildad y una profunda inquietud amorosa. La gente bella en lo material y físico no surge de nada.
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Ella entró dejando caer la cartera sobre la mesa del recibidor. Ni siquiera lo miró. Fue directo a la cocina. Javier oyó el sonido de la botella de vino, la copa, el goteo del líquido. Últimamente le gustaba beberlo
—¿Cómo te fue? —preguntó él, esforzándose en que sonara casual, no necesitado.
Zara dio un sorbo largo antes de contestar, apoyada en la encimera.
—Bien. Cerramos dos ventas importantes. Adolfo está contento.
El nombre le dolió como un pinchazo, aunque no dijo nada.
Después, en la mesa del comedor, Javier lo soltó:
—¿Qué día es la fiesta de la empresa?
Zara levantó la vista del móvil.
—El próximo sábado.
—Podría pedir permiso para salir antes del turno.
—¿Para qué? —preguntó ella, seca.
—Para ir contigo.
Ella rió, pero fue una risa corta, hueca, sin calidez.
—No hace falta, Javier. Es una fiesta de trabajo.
—el año pasado querías que fuera
- Y no fuiste. No entiendo ese repentino interés
Soy tu marido, Zara. —La voz de él tembló, apenas.
—Precisamente. —Ella volvió la vista a la pantalla.
—¿Qué quieres decir con eso?
Zara soltó el móvil, suspiró, se frotó la sien como si le doliera la cabeza.
— Quiero decir que… el año pasado no sabía cómo era, pero ahora sé que es una noche para cerrar cosas con los clientes, para socializar y no quiero que estés ahí, callado en una esquina, vigilando.
—No vigilo —respondió él, herido—. Sólo quiero estar contigo.
—¿Contigo? —repitió ella, casi burlona—. ¿Para qué? ¿Para que te pongas a criticar lo que bailo, cómo bailo, con quién hablo?
Javier apretó los dientes. Sabía que si hablaba de Adolfo se hundiría más.
—Es una fiesta, Zara. Es normal que vaya contigo.
—No —dijo ella, firme—. No quiero.
Se hizo un silencio espeso. La nevera zumbaba. Afuera ladró un perro. Javier respiró hondo.
—Voy a ir.
Zara se echó hacia atrás en la silla, cruzó los brazos.
—Haz lo que quieras. Pero no me vas a arruinar la noche.
La discusión final
El sábado, por la tarde, mientras ella se maquillaba frente al espejo del dormitorio, él volvió a intentarlo.
—¿No podemos ir juntos?
Zara se retocaba los labios, concentrada en su reflejo.
—¿Otra vez con eso, Javier?
—Sí, porque somos pareja. —El tono de él era casi suplicante.
Ella dejó el lápiz de labios sobre la cómoda, lo miró a través del espejo.
—Tú eres el que no quiere entenderlo. Esta noche no quiero que estés.
—¿Porque te molesto? ¿O porque vas a bailar con Adolfo?
Ella giró el rostro, molesta.
—No empieces.
—Contéstame.
—No tengo que dar explicaciones a tus celos —dijo Zara, la voz como un cristal frío—. Estoy harta de que quieras colgarte de mí para sentirte menos miserable.
A Javier se le aflojaron las manos. Quiso responder, pero no encontró las palabras.
Zara vio su cara y por un instante quiso pedirle perdón, pero luego tomó su bolso, se roció perfume en el cuello y salió de la habitación. Antes de irse, lo miró desde el umbral, con una mezcla de lástima.
—Javi si quieres ir conmigo ve, pero no me sigas toda la noche como un perro faldero.
Y salió, dejando tras de sí un leve aroma floral, y un vacío brutal en el pecho de Javier.
Javier lleva casado con Zara desde hace cinco años. Cinco años que, para cualquiera que los viera desde afuera, habrían parecido razonablemente tranquilos. Un matrimonio joven, sin hijos aún, con la promesa de una vida cómoda y moderna. Él, ingeniero industrial con máster en organización aduanera, había puesto en pie una pequeña empresa de logística que, durante un tiempo, prosperó bien. Ella, promotora de bienes raíces, siempre pulida, impecable, ambiciosa.
Todo empezó hace poco más de un año, cuando la empresa de Javier quebró. Lo que inició con una caída en los contratos y la pandemia terminó devorando los ahorros, los ánimos y la confianza. Cuando cerraron la oficina y liquidaron lo poco que quedaba, Javier se tragó la vergüenza y empezó a buscar trabajo de lo que fuera. Terminó de jefe de almacén en un IKEA en las afueras de Tánger. Un puesto digno, sí, pero que para Zara era poco menos que un insulto. A menudo se lo recordaba: “Con lo que estudiaste, ¿para esto? No ganas ni la mitad de lo que valías.”
La distancia empezó ahí. Al principio, silenciosa. Después, con pequeñas heridas. Reproches velados en la cocina, discusiones cortas antes de dormir. Y luego, la indiferencia.
La fiesta
La fiesta anual de la empresa de Zara era un evento importante. A ella la habían ascendido a supervisora regional. Lo contaba con un orgullo seco, mirando de reojo a Javier como si midiera cada euro que él no traía a la casa.
Él insistió en acompañarla. No quería, pero se obligó: “Es mi esposa. No voy a dejarla sola.” Ella, sin embargo, le dejó claro con un vestido rojo que apenas le dedicó un giro de hombros frente al espejo, que no estaba interesada en compartir nada con él esa noche.
Al llegar, Javier se sintió invisible. Sostenía su copa de vino como quien se aferra a un ancla. Vio a Zara moverse entre colegas, risas, brindis, palmadas en la espalda. Nadie le preguntó a él a qué se dedicaba. Ni una vez.
A medianoche, la música se hizo más lenta y cargada. Entonces apareció Adolfo, el jefe de Zara. Traje gris claro, sonrisa arrogante, mirada que no parpadeaba. La invitó a bailar. Ella aceptó sin mirarlo a él.
Al principio, Javier se quedó quieto, contemplando la pista de baile. Fingió conversar con una secretaria que sólo hablaba del catering. Luego los vio: la mano de Adolfo en la cintura de Zara, ella lanzando la cabeza hacia atrás, riendo, como cuando era feliz con él, pero ahora para otro.
Cuando Adolfo bajó la mano más de la cuenta y la mano de ella descansó cómoda sobre la nuca del jefe, Javier se acercó. La tocó en el brazo, con un gesto torpe, casi implorante.
—Zara, por favor ven —dijo, intentando no alzar la voz.
Ella giró la cara, seca, con los ojos visiblemente vidriosos, efecto del alcohol.
—¿Qué quieres?
—¿No ves cómo bailas? —le susurró, consciente de las miradas.
Zara sonrió, ladeando la cabeza.
— Si no te gusta, te puedes ir.
Esto mientras Adolfo endosaba una sonriza burlona
Y eso hizo. A cuadros giró, cogió su chaqueta del guardarropa y salió al aire frío de la noche. Ni una palabra más. Ni un mensaje de ella. Caminó varias cuadras hasta que cansado se sentó en un banco donde miró a su alrededor. Allí vio a una pareja caminando, a una señora paseando a un perro, a un vendedor ambulante cruzando la calle y fue cuando lo entendió, la vida continuaba ajena a todo. Tras la reflexión llamó a un amigo para saber si podía pasar la noche allí.
El sofá del amigo
No volvió a casa, en su lugar fue donde Karim, un amigo de la universidad, que vivía solo en un pequeño piso cerca del puerto. Karim abrió la puerta en camiseta y pantalones cortos. Lo dejó pasar sin preguntas, con esa complicidad silenciosa que sólo tienen los amigos que alguna vez compartieron noches de estudio y sueños de grandeza.
Javier se sentó en el sofá, se quitó los zapatos y miró el techo, sin encontrar ninguna forma en la mancha de humedad.
Karim le trajo una manta y un vaso de agua.
—¿Te quedas aquí esta noche?
Javier asintió, sin mirarlo.
Karim no preguntó por Zara. No hacía falta.
Cuando apagaron las luces, Javier sintió por primera vez en mucho tiempo algo parecido a un alivio. Zara seguía bailando, seguramente riendo, seguramente bebiendo o incluso algo más. Sin percatarse de su ausencia. Y él, tirado en un sofá que no era suyo, se dio cuenta de que, tal vez, no volvería a casa. Colocó el móvil en modo avión.
El día siguiente
El sol se coló sin permiso por la rendija de la persiana del salón. Javier abrió los ojos sintiendo la espalda rígida por la noche mal dormida en el sofá de Karim. El cuerpo le dolía, pero la cabeza más: una punzada detrás de los ojos, como si la vergüenza hubiera dejado un nudo instalado en la nuca.
Karim ya estaba en la cocina, friendo huevos.
—¿Dormiste algo? —preguntó sin mirarlo, dejando la sartén chisporrotear.
Javier asintió, mudo. Se sentó a la mesa, aceptó el café cargado.
No miró el móvil. Lo había dejado en modo avión, tirado al fondo de su chaqueta. Parte de él esperaba —o temía— encontrar llamadas de Zara, algún mensaje, una frase, una pregunta: ¿Dónde estás? Pero también temía que no hubiera nada.
Desayunaron en silencio. Karim lo miraba de reojo, con esa cautela que tienen los amigos para no decir te lo dije.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó, al fin.
Javier bebió el café de un trago.
—Cambiar, y empezaré por buscar trabajo. Cualquier cosa que sea mejor.
—¿Y Zara?
Javier se encogió de hombros.
—No sé.
Dejó la taza en el fregadero y salió a la calle sin rumbo fijo. Caminó hasta una zona industrial, golpeó puertas de almacenes, envió currículums por correo hasta la madrugada. Se sentó en un café y revisó ofertas desde el móvil prestado de Karim porque el suyo seguía apagado. Anotó números, miró sueldos. Había algo digno en la forma en que tragaba el orgullo, una especie de dignidad áspera que hacía tiempo no sentía.
El lunes Javier decidió volver al piso. Sabía que Zara estaría en la oficina hasta tarde. Ella misma se lo había dicho cientos de veces, con ese tono seco de quien recuerda que su mundo gira sin él. Empacaría algo de ropa, lo imprescindible. No quería verla. No quería discutir. No quería oír ese no es para tanto que siempre usaba para empequeñecer sus dolores.
Abrió la puerta del departamento con su llave. La casa estaba impoluta, fría, como una sala de espera. Fue directo al dormitorio, abrió el armario y empezó a meter camisas y pantalones en una mochila de viaje. Entre los cajones, encontró una foto vieja: Zara y él, sonrientes, en la playa de Algeciras, cuando todavía todo parecía posible. La volvió a meter sin mirarla demasiado.
El móvil, descargado, seguía en el bolsillo de su chaqueta. Lo conectó por costumbre, mientras buscaba una bolsa para sus zapatos. Cuando la pantalla se encendió, vibró de inmediato. Un torrente de notificaciones lo sacudió.
—14 mensajes de Zara—
Los abrió uno tras otro.
Domingo 3:55 am
“Dónde estás Javier, no hagas de esto un drama”
“Te comportas como un niño”
4;05 am
“Regresa a casa y pórtate como un hombre”
4:06 am
“Hablemos
4:08 am
“Por favor no puedes estar vagando por ahí”
5:01 am
“No contestas porque sabes que tengo razón”
El último
5:04 am “Discúlpame, hablemos y verás que no es para tanto...”
El último. Ese no es para tanto le encendió algo en la garganta. No rabia, exactamente. Algo más parecido a cansancio, decepción. tantos mensajes y ninguno decía “te amo”
Miró la habitación. La cama impecable. El perfume de ella todavía impregnado en las cortinas. Se vio a sí mismo, cargando una mochila raída, revisando cada rincón para no dejar calcetines sueltos.
Le respondió en su mente con un simple
“Adiós.”
Pero no dejó el juego de llaves. Luego bajó las escaleras sin mirar atrás.
En la calle, el aire olía a mar, a tráfico, a lunes. Por primera vez en mucho tiempo, cada paso le pesaba igual, pero era suyo. Se sintió en paz
2 semanas después
Javier no había vuelto a pisar el apartamento que compartía con Zara. Después de dejarlo, apagó su viejo número de teléfono y se compró uno nuevo, de prepago, que sólo conocían Karim y dos contactos más. Bloqueó sus redes sociales. Nada dramático, sólo silencio. Un borrón.
En esos días, Karim lo ayudó a conseguir un contacto para entrar en una empresa logística china que comenzaba a operar en la zona franca del puerto de Tánger. Javier había hecho años atrás un curso avanzado de mandarín, casi como un capricho inútil, cuando soñaba con expandir su vieja empresa. Ese capricho ahora se volvió una llave inesperada. El gerente chino lo escuchó balbucear frases, revisó su CV, y en dos semanas Javier estaba contratado como supervisor de operaciones de importación.
El sueldo era 4 veces mayor a lo que ganaba en IKEA. era una pequeña fortuna, que bastaba para alquilar un piso modesto en un edificio nuevo, cerca del mar, amueblarlo sin prisas, y llenar la nevera sin sentir la punzada de cada euro.
El intento de Zara
Zara se dio cuenta de que la ausencia no era sólo un berrinche cuando pasaron 3 días sin verlo, sin recibir un mensaje, sin oír el portazo de regreso. Intentó llamarlo al viejo número. Correo de voz. Intentó por WhatsApp. Doble tic gris, siempre gris. Una noche, casi en secreto, le escribió a Karim. “¿Dónde está Javier? Dime que está bien.”
Karim le respondió seco: “Está bien. Déjalo tranquilo ya le has hecho demasiado daño.”
Pero Zara no entendía de límites. Lo buscó en la IKEA. Un supervisor nuevo le explicó, sin mirarla, que Javier ya no trabajaba ahí. Lo llamó al trabajo antiguo, el que había quebrado: línea desconectada. Desesperada Trató de tirar de amigos en común, pero nadie quiso darle pistas. Sabían —o imaginaban— lo que había pasado en esa fiesta, y lo que pasó después.
El segundo viernes de su silencio, Zara apareció en el bar donde Karim solía ir a ver partidos de fútbol. Lo esperó sentada afuera, en la terraza, con un gin tonic intacto. Cuando Karim llegó, ella se puso de pie enseguida.
—Karim —dijo, casi dulce—. Te lo suplico Necesito hablar con él.
Karim ni se sentó. La miró de arriba abajo, cansado.
—Zara, suéltalo ya.
—te lo suplico es mi marido y lo amo. —Su voz tembló, por primera vez sonaba menos firme.
—No —respondió Karim—. Era tu marido y no lo amabas.
Ella tragó saliva.
—Sólo quiero decirle que… que me pasé, que las cosas se salieron de control. Que no es para…. Se cayó
Karim negó con la cabeza, lento, como si le hablara a una niña.
—Para ti nunca es para tanto. Pero esta vez lo perdiste
Zara quiso sentarse, pero Karim ya estaba entrando al bar, dándole la espalda.
Un Javier diferente
Mientras tanto, Javier salía cada mañana de su piso nuevo, planchaba su ropa con calma, repasaba vocabulario de mandarín en el bus rumbo al puerto. Le habían propuesto enviarle a Shanghái por tres meses a cerrar un contrato; lo estaba pensando. No imaginaba que allí conocería a su futura esposa. Decidió viajar mientras compraba una cafetera italiana, un par de camisas nuevas y un portátil de segunda mano. Nada de lujos, pero todo suyo.
Las noches las pasaba leyendo, escuchando podcasts en chino y, a veces, mirando el mar desde su balcón improvisado con una silla de camping.
El divorcio
Una tarde, mientras Karim le ayudaba a colgar una cortina, Javier soltó la frase como si se la hubiera sacado de la boca a golpes.
—Voy a meter los papeles.
Karim se detuvo, el taladro en la mano.
—¿El divorcio?
Javier asintió.
—Sí. No quiero que tenga nada que ver con mi vida
Karim sonrió, medio triste, medio orgulloso.
—¿Seguro?
—Más que nunca. —Javier respiró hondo. Su voz era tranquila, sin odio—. Ya no quiero que me explique nada. Ni ella ni nadie de su entorno. Esto por las llamadas de la madre a los amigos de él.
Y así fue. Contrató a una abogada recomendada, preparó la documentación, buscó todo lo que necesitaba. No le interesaba pelear bienes ni discutir cada mueble. Quería cerrar la puerta. Terminar de abrir la ventana.
Zara recibió la notificación una tarde de lunes. Llamó a Karim, casi gritando: “¡Dime que puedo hablar con él!”
Karim no respondió.
En cuanto a Zara, dos semanas después de la fiesta su jefe intentó volver a follarla en su oficina, pero ella con una sonora bofetada lo rechazó, plantándole la renuncia. Al llegar a casa vio que la ropa y las pocas cosas que habían de Javier se las había llevado. Entendió —muy tarde— que no hay disculpa que borre la danza de humillaciones cuando el otro ya decidió levantarse del suelo.
Después de 5 meses se encontraron en los juzgados, había bajado 10 kg y se le veía muy mejorado, vestía vaquero azul y camisa casual donde destacaban unos brazos fornidos. Y mientras firmaba se dejó ver el Rolex en su muñeca, regalo de su novia
Desesperada al ver que su marido estaba mejor sin ella, no esperó a que se levantara
- Javier por lo que más quieras dame solo 5 min, luego no te molestaré más
ni la miró —- tienes 5 y ni uno más
Fue cuando apareció una mujer de rasgos asiáticos que se le colgó del brazo como si estuviera protegiendo lo suyo. Era muy hermosa, su rostro parecía de porcelana que, sumado a sus ojos negros, la hacía de una belleza excepcional
- Javi por favor, a solas
-hablarás delante de ella y si no te gusta te puedes ir
Aquella expresión le recordó la noche de la fiesta, haciéndole caer las lágrimas
-está bien -no te voy a pedir que regreses, no lo merezco
Solo necesito tu perdón para poder vivir
- Antes dime algo y por favor esta vez sin mentiras. __ Asintió _ ¿Te acostaste con el?
Miró al suelo abochornada — te juro que solo fue una vez
- ¿El día de la fiesta?
en susurro apenas audible —- si —- se apresuró a decir —-bebí demasiado y estaba molesta por tu desidia, por no querer avanzar y te comparé en el, como alguien exitoso. Pero fui una estúpida, aquel que idolatraba resultó ser un pervertido que está siendo denunciado por varias compañeras por acoso. __ pero aunque no me creas, jamás dejé de amarte
Me cuesta creerte y no te puedo perdonar. De hecho, no sé si algún día podré
Adiós
Un año más tarde se casó con Mei yim , la hija preferida del dueño de la empresa y por amigos en común se enteró que Zara tuvo que hacer terapia para superarlo, al punto que los familiares la obligaron a quitar las fotos de cuando eran pareja. Aun está sola y veces la ven llorando, pero poco a poco está volviendo a salir
ZARA
Zara todavía recuerda la primera vez que vio a Javier. Fue en la facultad de ingeniería, aunque ella estudiaba otra cosa: Marketing empresarial. Se conocieron en una cafetería cualquiera, cuando él le cedió su mesa porque no había sillas libres y ella tenía que entregar un trabajo de última hora. Recuerda que él la miró como nadie la había mirado antes: con una mezcla de respeto y asombro, como si en ella hubiera visto una promesa.
Javier era brillante, y ella lo supo enseguida. Había algo en su voz —tranquila, segura— que la hacía sentir a salvo de todo. De su madre autoritaria, de su padre que nunca estuvo. De su miedo a ser una más, una chica bonita y poco más. Con Javier, Zara sintió que podía aspirar a más, soñar sin vergüenza.
No tardaron en enamorarse. Al principio, no tenían nada salvo un piso alquilado, muebles de segunda mano y proyectos que escribían en servilletas de bares. Pero tenían hambre. Hambre de mundo, de éxito, de demostrarse que juntos podían levantar un imperio.
Cuando Javier abrió su empresa de logística, Zara fue su primera inversionista silenciosa. Puso sus ahorros, se sacó una tarjeta de crédito nueva para cubrir algunos gastos cuando los pagos de clientes se retrasaban. Lo hizo sin miedo. “Estamos juntos en esto, Javi”, le decía, cuando él se desesperaba por los primeros retrasos.
Y así fue. Durante años, vivieron felices. Javier ganaba bien lo que les permitió viajar, comprar sus dos coches y soñar con un hijo que nunca llegó —quizá porque nunca había tiempo, quizá porque siempre había algo más urgente que pagar o sencillamente por aquello de que aún eran jóvenes.
Entonces llegó la tormenta.
Primero fue un cliente grande —el principal, en realidad— que quebró de golpe, dejándolos con facturas impagas. Luego vino la pandemia, como un martillazo final: contratos congelados, almacenes vacíos, deudas que se multiplicaban mientras Javier se cerraba en la oficina, incapaz de mirarla a los ojos.
Ella intentó aguantar. Sacaron un crédito. Javier vendió su coche. Usaron sus tarjetas. “Estamos juntos”, repetía ella, convencida de que con un empujón lo salvarían. Pero pronto no hubo qué empujar. Ni a quién.
El día que cerró la oficina, regresó a casa con una bolsa de papeles y la mirada perdida.
Zara lo abrazó. Sintió el olor agrio del fracaso pegado a su camisa. No dijo nada. Apretó los dientes cuando, semanas después, entendió que no sólo habían perdido la empresa: habían perdido la calma. La fe. La admiración.
Fue entonces cuando cambió.
Zara se volcó en su nuevo trabajo. Empezó a quedarse más horas, a decir que “tenía reuniones” aunque a veces sólo se sentaba en su coche a mirar el techo y respirar lejos de esa casa cada vez más pequeña. Escaló rápido. Tenía olfato para los clientes, aprendió a cerrar tratos sin pestañear. Pronto ganaba tres veces más que Javier, que aceptó trabajar en IKEA como jefe de almacén. Ella trató de apoyarlo al principio, de no hacerle sentir que la balanza se había roto. Pero cada vez que lo veía llegar a casa con olor a cartón y turno partido, no podía evitarlo: sentía rabia. Rabia de verlo vencido, de verlo tan lejos del hombre con el que se prometió conquistar el mundo.
Y la distancia se hizo costumbre.
Cada beso fue un trámite. Cada noche, una conversación aplazada. Cada risa, una mueca.
LA NOCHE QUE LO PERDIÓ
Zara nunca planeó acostarse con Adolfo. De hecho, al principio odiaba su arrogancia, hablaba de cifras como quien presume trofeos, se sentía dueño de todos. Pero una noche estaba harta. Harta de ver a Javier mirándola como un perro herido. Harta de sentir lástima. Harta de sí misma. Así que decidió ignorar a su marido al punto de veces odiarlo. Con el pasar de los días se fue acercando a su jefe, no fue consensuado solo surgió, un roce, una caricia y una semana antes de la fiesta, en su oficina, comenzaron los besos.
Ella quería evitarlo, pero se dejaba. En el fondo necesitaba sentirse deseada, así que dos días antes de la celebración el le susurró al oido — te tengo una suite reservada en el mismo hotel del evento y apenas nos de la media noche te llevaré al cielo. Zara no dijo que sí, pero tampoco se negó.
En la fiesta cuando Adolfo la invitó a bailar, dijo que sí porque necesitaba sentirlo, pero también quería darle una lección a Javier para que despertara de su letargo.
Aquella noche bebió de más y se dejó llevar, diciéndole todo aquello a su marido y sintiéndose culpable nada más irse, culpa que mezclada con una rabia tan antigua como su propia ambición la llevó a la cama de otro.
Cuando acabó la noche en la suite de Adolfo, sintió asco de sí misma, cuestionándose lo que había hecho. Al salir al pasillo se derrumbó a llorar en la alfombra, jurando que nadie lo sabría.
A las 3 am volvió a casa y se duchó hasta dejar la piel roja, luego se sentó en el suelo del baño a llorar. Quiso despertarlo, confesarle todo, decirle “que la perdonara, que lo amaba y no era esa horrible persona”. Pero él no estaba.
Lo amaba a morir y lo sabía.
Dios, cómo lo amaba. Pero era demasiado tarde para decirlo. Porque sabía que Javier, aun roto, no era como ella: él no sabía fingir. Él no mentía bien y su cara al irse lo definía todo. No fue de rabia, ni de dolor, tampoco de decepción, aquella cara decía “adiós para siempre”.
A la mañana siguiente lo llamó hasta el cansancio, pero no respondió.
DESPUÉS
Durante días Zara repitió su mantra: no es para tanto, regresará y lo amaré con todas mis fuerzas.
Se convenció de que volvería. Siempre volvía. Le dejaría un plato de cena, un beso, un mensaje, una promesa. Pero esta vez no hubo platos, ni promesas. Sólo un eco que retumbaba en la cama cada vez más fría.
Se arrepintió. Claro que se arrepintió. Renunció a Adolfo cuando entendió que aquel ídolo era falso, mentira que abrió una grieta por donde se le escapó lo poco que quedaba de Javier. Buscó su perdón en cada bar, en cada mensaje que nunca respondió. Lloró hasta la náusea cuando Karim le cerró la puerta con una sola frase: “Ya le hiciste suficiente daño.”
Meses después firmó el divorcio, y le bastó una mirada para ver qué Javier estaba mejor sin ella— que no había marcha atrás. Ni súplicas, ni lágrimas.
Cuando vio a Mei Yim a su lado, tan joven, tan hermosa, tan elegante, comprendió que era su lugar ahora: al lado de alguien que sí creía en él. La mujer que lo curó y lo hizo volar como el ave fénix, renaciendo de las cenizas que ella dejó
“Si yo lo hubiera apoyado, si lo hubiera amado”
Zara volvió a casa y se sentó en el sofá donde tantas veces lo vio encorvado, revisando cuentas imposibles. Colgó todas sus fotos. No por rabia, sino porque cada sonrisa le era una ilusión que no quería perder y que le recordaba su amor, uno que en sus primeros años la hizo la mujer más feliz del planeta.
A VECES…
Aún después de meses en terapia y de que sus familiares se llevaran todas sus fotos, veces cree verlo a lo lejos en la calle. Un hombre alto, con paso decidido. Cuando pasa se convence de que va a volver, que abrirá la puerta y le dirá “te amo”. Pero se repite, casi en un rezo, que no volverá.
Lo único que le queda como contacto es aquel correo de la antigua empresa de Javier, que para su sorpresa sigue activo y que conociéndolo como ella sabe, piensa que no lo ha borrado por ella. Allí le escribe cada fin de semana dándole los pormenores de su vida como si él la escuchara, veces melancólica, veces intentando hacerlo reír, veces hundida en la desesperación al punto de decirle que ya no puede seguir viviendo y va a terminar su sufrimiento.
- Hola mi vida hoy lavé una ropa que dejaste sucia en el cesto, no lo había hecho antes porque tenía tu olor, pero desapareció. Lo que daría por tener algo que me recuerde tu aroma.
Otro mensaje:
- Hoy caminé por el parque donde me pediste matrimonio, sé ve tan triste
Otro:
- Sabes me topé con la gordita que estudiaba contigo, creo que se llamaba Ana, te mandó saludos, piensa que aún estamos juntos. Qué triste, veces quiero morirme al recordar nuestros 7 años, 5 de casados y 2 de novios.
Siempre escribía: sé que fue para tanto, pero te amo.
Y así la noche, de la fiesta, se convirtió en la grieta por la que se le escapó la única persona que amó y con la que podía ser feliz
Dos años después del divorcio
Hoy se cumplen dos años que por estúpida terminé nuestro matrimonio y en este correo me despido, jurando que daría todo por volver atrás para amarte y respetarte con toda mi alma. Espíritu que nunca se cansará de pedirte perdón y donde vaya, te recordará.
Por siempre Zara
Lo envió en el momento justo que la foto de perfil era cambiada. Antes tenía el logo de su antigua empresa, ahora un árbol.
Fin.
Las personas más bellas son aquellas que tras la derrota, el sufrimiento, la lucha y la pérdida han encontrado la forma de salir de las profundidades.
Estas personas tienen una apreciación, una sensibilidad y una comprensión de la vida que los llena de compasión, humildad y una profunda inquietud amorosa. La gente bella en lo material y físico no surge de nada.
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