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Con el Amigo de Mi Papá. Por Fin

1:00 p.m. La puerta sonó.Era él.

Yo sabía que vendría. Lo había escuché hablar con mi papá el día anterior, acordando que pasaría a dejar unos papeles. El no estaba, pero yo sí, sola totalmente.

Me levanté del sofá. Yo llevaba puesta una blusa blanca , delgada, sin brasier. Y un short gris. Algo casual y normal para una chica joven de 19 años como yo.

Abrí la puerta.

Ahí estaba Carlos, amigo de mi papá. El que había visto tantas veces en reuniones, cumpleaños. Llevaba camisa abierta en el pecho, jeans y la verdad nunca lo había visto tan guapo como esa vez.

—Hola— me saludó, con su voz grave y  tan varonil.

—Hola… —le sonreí—. ¿Vienes a dejarle algo a mi papá?

—Sí. ¿Está?

—No. Salió hace un rato. Pero si quieres, puedes esperar un poco adentro.

—Bueno. Solo un momento —aceptó, pasando al interior.

Lo dejé entrar. Lo guié a la sala y caminé delante de él, sabiendo muy bien lo que le estaba mostrando.

—¿Te doy algo de tomar?  —ofrecí, girándome hacia él con la cabeza inclinada y una sonrisa 

—Sí, gracias. Hace calor.

Fui a la cocina, abrí la nevera y tomé una jarra con agua. Me incliné para sacar un vaso de la repisa baja, y sabía que desde su posición, podía ver perfectamente cómo la camiseta se ajustaba sobre mis tetas.

Volví con un vaso en la mano. Se lo ofrecí y, al entregárselo, nuestras manos se rozaron. Solo un segundo. 

—¿Tú siempre estás así de cómoda en casa? —preguntó.

—¿Así cómo?

—Ya sabes. Con esa ropa tan llamativa.

Me reí suave, mirándolo a los ojos.

—Estoy en mi casa. Tú eres el que vino sin avisar.

-Avisé ayer.

—Y aún así no sabías que estarías a solas conmigo.

Sus ojos bajaron por mi cuerpo, solo un momento, como si luchara con sí mismo. Y volvió a subir la mirada.

—¿Qué estabas haciendo antes de que llegara?

—Leyendo. Escuchando música. Pensando.

—¿Pensando en qué?

Me mordí el labio, suave.

—En cosas que tal vez no debería.

Se quedó callado. Dio un sorbo al agua. Me senté frente a él, recostada en el sofá. Subí una pierna, doblándola junto a mí. Sabía que esa posición levantaba un poco más la camiseta, dejando a la vista parte de mi abdomen. Lo sentía observarme.

—¿Sabes que a veces me miras como si no quisieras hacerlo? —le dije, después de un rato.

—Y tú  te mueves como si supieras que te estoy mirando.

Me miró directo. Ya no evitaba nada.

—¿Y te molesta?

—Me preocupa.

—¿Por qué?

—Porque tú no sabes cuánto me cuesta no hacer nada.

El silencio fue largo.

—¿Y si te dijera que no tienes que resistirte?- le dije

—Te diría que no juegues conmigo.

—No estoy jugando.

Y me acerqué. Me senté junto a él. Su espalda estaba apoyada, sus piernas abiertas, las manos firmes sobre los muslos.

—No deberías… —murmuró.
Con el Amigo de Mi Papá. Por Fin


—¿Y tú? ¿Deberías mirarme así?

Me incliné. Nuestros labios estaban a centímetros. Su respiración golpeaba la mía.

Y entonces…me besó.

Al principio suave. Como si aún dudara. Pero mi cuerpo respondió tan rápido, tan natural, que el beso se intensificó. Su mano me sostuvo de la cintura, su boca buscó la mía con más fuerza. Me aferré a su cuello, lo sentí gruñir bajo, contenerse… y luego rendirse del todo.

—Esto es un error —dijo.

—Entonces dime que pare —respondí.

-No puedo.

Su boca era firme, segura. Sus labios se movían sobre los míos como si quisieran memorizarme, y su lengua entraba,  provocándome a entregarme más, sin pensar.

Sus manos subieron a mi cintura, me atrajeron más a él. Sentí su cuerpo contra el mío: firme, ancho, duro. Su pecho latía fuerte, su respiración era grave.

—Carlos...vamos a mi habitación —dije, con voz baja, casi temblando.

Él no dijo nada, pero asintió. Y su mano se deslizó por mi espalda mientras lo guiaba escaleras arriba. Sentí cómo me observaba desde atrás: mis piernas, el movimiento suave de mis caderas bajo el short, la camiseta pegada a mi espalda por el calor.

Entramos a mi cuarto, pequeño, con las cortinas cerradas y la luz apenas filtrándose. Cerré la puerta, y cuando me di vuelta, él ya estaba ahí, mirándome con esa intensidad que parecía derretirme desde adentro.

Se acercó lento. Levantó una mano y me acarició el rostro con suavidad .

—Estás preciosa —dijo, y volvió a besarme.

Esta vez más lento. Más íntimo. Sus labios jugaban con los míos, sin apuro. Como si saborearme fuera un placer en sí mismo. Sus manos se apoyaron en mis caderas y luego subieron, colándose bajo la tela de mi camiseta. Rozaron la piel caliente de mi abdomen, mis costillas... hasta que, sin decir palabra, la levantó.

Yo levanté los brazos para dejármela quitar. Y ahí me tuvo, frente a él, desnuda de cintura para arriba. Me miró con un hambre animal que hace que una se sienta deseada de verdad.

—Mierda... —murmuró, mientras sus manos se posaban con ternura en mis pechos—. Eres perfecta.

Sus dedos jugaron suavemente con mis pezones , duros por el deseo. Inclinó la cabeza y su boca descendió, hasta atraparlos con esos labios cálidos y esa lengua húmeda que lamía despacio, saboreando cada reacción mía.

—Dios... —gemí, agarrando su nuca, sintiendo cómo mi cuerpo se arqueaba contra él.

Me empujó con suavidad hacia la cama. Me dejé caer, jadeando, mientras él se arrodillaba frente a mí. Tiró de mi short con delicadeza, bajándolo por mis piernas, besando el interior de mis muslos mientras lo hacía.

Yo ya estaba empapada. Lo sabía. Lo sentía.

—Estás tan mojada... —susurró, con una sonrisa ladeada mientras me abría las piernas.

Me miraba como si tuviera enfrente un manjar. Se inclinó y dejó un beso justo sobre mi intimidad, aún cubierta por la tela fina de mi tanga rosada. Sentí su aliento caliente contra mí. Y luego su lengua, lenta, arrastrándose sobre la humedad que ya no podía ocultar.

—Por favor… —susurré, con la voz cortada.

No esperó más. Me bajó la ropa interior con una lentitud tortuosa, y cuando ya estaba completamente expuesta, apoyó su boca entre mis piernas. Fue como una explosión.

Su lengua se movía con una precisión increíble, alternando entre movimientos circulares y lentos, y otros más rápidos y profundos. Lamía con hambre, con deseo, con esa entrega que no se finge. Su lengua bajaba, exploraba, luego subía de nuevo al centro exacto, justo donde yo más lo necesitaba.

—Carlos… Dios… así… que rico—jadeaba, sintiendo que me perdía.

Sus manos me sostenían firme por las caderas, mientras me devoraba sin descanso. Lo hacía por mí. Para mí. Como si ese placer fuera su propósito.

Mi cuerpo temblaba, la espalda arqueada, los muslos temblando. Su lengua no se detenía, no pude resistir más.

Me corrí en su boca. Con fuerza. Con un gemido que no pude controlar, que salió de lo más hondo de mí.

—Eso era lo que quería para ti —dijo, con esa voz grave que me hizo estremecer otra vez.

Y sin darme respiro, se incorporó y comenzó a desabrochar su camisa.

Vi su pecho: ancho, fuerte, con vello oscuro. Su abdomen era duro, marcado, con una ligera línea que descendía hasta el borde de su pantalón. Me mordí el labio, deseando sentirlo encima de mí, dentro de mí.

—Ahora me toca a mí —le dije, incorporándome de rodillas sobre la cama, lista para complacerlo como se merecía.

Me arrodillé sobre la cama, todavía temblando por dentro. Carlos se desabrochaba el último botón de su camisa, sin quitarme los ojos de encima. Su torso era todo lo que imaginaba: amplio, firme, con líneas marcadas.

Me acerqué, lo tomé por la cintura y bajé la mirada hasta el botón de su pantalón.

Él no dijo nada. Solo se quedó ahí, respirando más fuerte, dejándome hacer.

Desabroché su cinturón despacio, jugueteando con el borde de su pantalón. Bajé el cierre lentamente, sintiendo cómo su abdomen se tensaba debajo de mis dedos. Era delicioso sentir el poder que tenía en ese momento. Su excitación era evidente: la tela del bóxer apenas contenía la erección dura, palpitante, que ya buscaba salir.

Lo miré desde abajo, mordiéndome el labio.

Entonces, sin apuro, le bajé el pantalón junto con el bóxer. Y lo vi.

Grande, grueso, caliente. Su erección se alzó con fuerza entre nosotros, y no pude evitar sonreír, deseando probarlo.

Lo tomé con suavidad, sintiendo su dureza en mi mano. Él cerró los ojos un instante, exhalando hondo. Moví la mano con calma al principio, solo explorando, saboreando el peso y la forma.

—¿Así te gusta? —susurré.

—Muchísimo —contestó con voz áspera—. Tu mano… tu voz… todo.

Entonces bajé la cabeza.

Le di un beso suave en la punta, sintiendo cómo se estremecía. Luego otro. Y luego dejé que mi lengua jugara con él, rodeándolo con movimientos circulares lentos, mojados, sin prisa. Lo escuché gemir, grave, contenido, y eso me encendió más.
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Lo tomé más profundo en mi boca, despacio, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba a cada movimiento. Su mano fue a mi cabello, no para guiarme, sino como si necesitara apoyarse, sostenerse en algo.

—Joder… estás… jodidamente increíble —murmuró, mientras lo tomaba hasta el fondo.

Subía y bajaba, usando la lengua, la saliva, las ganas. Lo hacía gemir. Lo hacía respirar más fuerte. Sus muslos se tensaban, y sus gemidos me llenaban de fuego por dentro.

Cuando sentí que su cuerpo se ponía más tenso, me detuve.

Él me miró, jadeando, con la frente perlada de sudor.

—¿Por qué paraste?

—Porque te quiero dentro de mí —le dije con una sonrisa pícara, lamiendo lentamente una última vez antes de incorporarme.

Me recosté sobre la cama, abriendo las piernas para él. Estaba lista. Más que lista. Lo necesitaba.

—Ven —susurré—. Follame.

Carlos se arrastró sobre mí, con ese cuerpo grande y cálido que me envolvía, que me hacía sentir pequeña, deseada, segura. Me besó otra vez, profundo, mientras una mano bajaba por mi muslo y lo levantaba con suavidad, alineándose conmigo.

—Voy a ir lento —me dijo—. Quiero sentir cada parte de ti.

Y lo hizo.

Me llenó poco a poco, con una presión deliciosa que me arrancó un gemido largo. Era grande. Y se tomaba su tiempo. Me miraba mientras entraba, me acariciaba el rostro, me besaba el cuello, como si cada centímetro fuera sagrado.

—Estás tan apretada… tan caliente… —susurró contra mi oído—. No sabes cuánto soñé con esto, desde que eras más pequeña.

Cuando estuvo dentro por completo, se detuvo. Nos quedamos así unos segundos, conectados, respirando juntos, sintiéndonos.

Y entonces empezó a moverse.

Despacito. Cadencioso. Haciendo que lo sintiera todo. Cada embestida era profunda, exacta, como si conociera mi cuerpo desde antes. Me tomaba de la cintura con firmeza, y su boca recorría mi cuello, mis hombros, mis tetas.

Yo lo envolvía con mis piernas, lo rasguñaba suavemente por la espalda, le pedía más, le decía lo bien que lo hacía sentirme. Era como si nuestros cuerpos hubieran sido hechos para encontrarse en ese momento exacto.

—Joder… no sabes lo bien que te sientes —jadeaba él—. No quiero salir nunca de ti.

—Entonces quédate, umm, así, así,  asi- le decia 

El ritmo aumentó. Nuestros cuerpos sudaban, se buscaban con urgencia, con deseo puro. Me llevó cerca del borde una vez más, y esta vez me hizo llegar gritando su nombre, temblando, sintiendo su cuerpo contra el mío en un estallido de placer.

Él no tardó en seguirme. Se tensó sobre mí, jadeando fuerte, enterrándose hasta el fondo.

Y entonces todo quedó en silencio. Solo los dos, respirando entrelazados, aún dentro, aún conectados, su polla dentro de mi.

Todavía estábamos ahí, sus cuerpos sobre el mío, mi pecho subiendo y bajando al mismo ritmo que el suyo. La habitación estaba impregnada del calor de lo que acabábamos de hacer, de los gemidos que todavía flotaban en el aire como ecos de algo demasiado bueno para terminar tan rápido.

Sentí su respiración en mi cuello, su pecho aún agitado contra mis senos. Su cuerpo duro, cálido, seguía dentro de mí, y con el más leve movimiento, noté que todavía estaba duro. Muy duro.

Sonreí.

Él levantó la cabeza, con una mirada intensa, como si acabara de despertar de un sueño.

—No he terminado contigo,—murmuró con una sonrisa oscura—. Apenas estoy empezando.

Antes de que pudiera responder, me tomó por las caderas con fuerza y me dio la vuelta, haciéndome quedar sobre las rodillas, apoyada en la cama, con el cuerpo inclinado hacia adelante. Sentí sus manos recorrer mi espalda, mi cintura, bajando por mis nalgas hasta separarlas con las palmas abiertas.

—Mírate —dijo, con esa voz grave que me hacía vibrar por dentro—. Tan húmeda todavía… tan lista.

Lo sentí de nuevo rozándome, despacio, rozando mi entrada mientras su mano me sujetaba con firmeza por la cintura. Y entonces entró de nuevo. De un solo movimiento, profundo y brutal, haciéndome gemir fuerte, con la frente contra las sábanas.

—¡Ah… Carlos! —grité, arqueando la espalda.

—Eso… así me gusta —gruñó, embistiéndome una y otra vez—. Que no te aguantes. Quiero escucharte.

Sus movimientos eran rítmicos, intensos, más salvajes. Me tomaba con fuerza, con hambre, como si ya no pudiera contenerse. Su cuerpo chocaba contra el mío con cada estocada, y el sonido húmedo, el vaivén de nuestras respiraciones y mis gemidos creaban una sinfonía indecente que me volvía loca.

Una de sus manos se deslizó hacia adelante y encontró mi clítoris. Comenzó a frotarlo con los dedos mientras seguía dentro de mí, profundo, sin parar.

—Vas a correrte otra vez para mí. Y no vas a contenerte. ¿Entendido?

Yo solo pude gemir fuerte. Mi cuerpo ardía, explotaba, suplicaba más.

Y entonces me corrí de nuevo, con una fuerza que me hizo gritar su nombre contra la almohada, mientras mi cuerpo se estremecía y se sacudía sin control.

Pero él no paró.

Me sostuvo con fuerza y siguió empujando, más rápido, más rudo, buscando su propio clímax. Mi cuerpo seguía temblando, más sensible que nunca, y aún así, me encantaba sentirlo así, dentro de mí, dueño de cada rincón.

Finalmente, lo escuché gemir, ronco, profundo, con una maldición rota entre dientes. Se enterró hasta el fondo y se dejó ir, su cuerpo tensándose detrás de mí mientras se venía con fuerza.

Nos dejamos caer los dos, jadeando, riendo bajito, nuestros cuerpos enredados en las sábanas revueltas.

Él se quedó sobre mí unos segundos, jadeando, sus caderas aún empujando despacio, como si no quisiera salir todavía. Sentía su respiración en mi cuello, pesada, profunda, y su mano aferrada a mi muñeca con la fuerza justa para que supiera que seguía dominándome.

Mi cuerpo temblaba. No sabía si podía moverme. Pero no quería moverme. Quería que me siguiera usando.

Se incorporó un poco, me acosto boca arriba, mirándome desde arriba. Su rostro tenía una mezcla perfecta de lujuria satisfecha y un nuevo deseo naciendo detrás de sus ojos.

—Pensaste que ya había terminado contigo… —murmuró—. Qué tierna.

—Quiero más. Que me hagas acabar otra vez…

—Eres deliciosa. Te quiero ver perdiendo el control una y otra vez. 
Te vas a poner encima de mí. Quiero que me cabalgues como nunca lo has hecho.

 Me acomodé sobre él, sintiéndolo duro otra vez. Lo tomé con la mano, lo guie, y bajé lento, gimiendo mientras volvía a entrar.

—Eso es… —jadeó—. Ahora sé mi puta.

Lo cabalgué como si nada más importara. Como si todo mi mundo fuera ese hombre que un día fue solo el amigo de mi papá… y ahora era el dueño absoluto de mi cuerpo.

Estaba encima de él, cabalgándolo con movimientos lentos y profundos, sintiéndome tan suya que ya no sabía dónde empezaba yo y dónde terminaba él. Su cuerpo seguía duro, caliente, como si no se cansara nunca de tenerme.

Mis manos estaban apoyadas en su pecho fuerte, lleno de vello, marcado por los años y el trabajo. Era un cuerpo de hombre, de esos que han vivido. Y bajo mí, me sostenía con una firmeza que me hacía sentir deseada de una forma distinta, más completa. No era un polvo más. Era esto. Una rendición mutua.

—¿Te gusta así? —murmuró, mirándome con los ojos oscuros, medio cerrados por el placer.

—Me encanta —jadeé—. Me haces sentir como una zorra.

Sonrió, con esa mezcla de ternura y malicia. Levantó el torso sin salirse de mí y me abrazó por la cintura, sus labios besando mis senos, mordiéndolos con suavidad

—Así me gusta, que seas una zorrita 
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Me tumbó con un movimiento repentino, dejándome boca arriba otra vez, y empezó a moverse lento, profundo.

Cada estocada era más íntima. No era brutalidad. Era deseo contenido. Una ternura agresiva. El tipo de sexo que te deja con los ojos húmedos y el pecho apretado.

Me miró fijamente mientras entraba y salía de mí.

—Eres hermosa… jodidamente hermosa. No sé cómo voy a olvidarme de esto. De ti.

—No lo hagas —susurré.

El ritmo aumentó, y yo me abracé a él, aferrada, dejándolo entrar más profundo. Lo sentía en mi vientre. En mi garganta. En la mente. Todo él estaba metido dentro de mí, no solo su cuerpo.

Cuando me corrí por última vez, fue distinto. No fue grito. Fue gemido bajo, largo, con los ojos cerrados y la piel erizada. Me quedé temblando, sintiéndolo venirse poco después, con un gemido ahogado en mi cuello, su cuerpo desplomado sobre el mío.

Permanecimos así… fundidos. Sin hablar. Sin movernos.

Pasaron minutos. Quizá más.

Hasta que él habló.

—Esto no debió pasar —murmuró, sin moverse.

—Pero pasó —respondí, acariciando su espalda—. Y no me arrepiento.

Levantó la cabeza. Me miró. Sus ojos no tenían culpa, sino una especie de calma dolorosa. Como si entendiera que acabábamos de cruzar una línea que no se puede deshacer.

—¿Y ahora qué? —preguntó, con la voz ronca.

Lo miré a los labios, que aún tenían rastros de mí. Lo besé lento.

—Ahora te vas… —dije—. Pero te quedas aquí —y tomé su mano, poniéndola sobre mi pecho.

Se quedó en silencio. Me abrazó fuerte, y me besó la frente, el cuello, el hombro.

 Se vistió, salió. La puerta se cerró.

El silencio se hizo en mi habitación.

Pero el olor a él, a sexo, a cuerpo, a encuentro prohibido quedó en mis sábanas. Y en mi piel.

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3 comentarios - Con el Amigo de Mi Papá. Por Fin

Samantha_col9 +1
Muy buen relato, escribes muy bien
Nic_271
Gracias, sigo practicando para mejorar 😉