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El Regalo de Cumpleaños

El Regalo de Cumpleaños


—Hoy es tu día, hijo… y no cualquiera —dijo el padre con una sonrisa pícara mientras conducía por una carretera polvorienta al anochecer.

Bruno cumplía 18 años. Nunca había estado con una mujer, aunque había fantaseado miles de veces. Era alto, algo tímido, de mirada intensa y labios carnosos que muchas chicas habrían querido probar… si él se atreviera.

—¿Adónde vamos? —preguntó, inquieto.

—A un lugar donde los hombres se hacen hombres —respondió su padre, dándole una palmada en la pierna—. Te lo mereces.

El auto se detuvo frente a una gran casona colonial, con faroles tenues, un portón de hierro forjado y un letrero que decía: La Rosa Negra.


La puerta se abrió y una mujer madura, voluptuosa, de pelo rojo encendido y escote generoso, los recibió con una sonrisa peligrosa.

—¿Es este el cumpleañero? —preguntó mirándolo de pies a cabeza—. Está para comérselo. Pasa, mi amor. Hoy vas a saber lo que es el paraíso.

Dentro, el ambiente era cálido, perfumado a jazmín y cuero, con música suave y risas femeninas al fondo. Chicas de todas las edades y estilos se paseaban con lencería mínima, copas de vino y tacones que marcaban su andar como una promesa.

El padre le dio un billete dorado a la mujer pelirroja.

—Trátalo como a un rey.

Ella lo tomó del brazo y lo condujo por un pasillo iluminado con velas. Su mano, firme y cálida, se posó sobre el pecho del chico.

—¿Primera vez? —preguntó con voz suave y húmeda.

Bruno asintió.

—Entonces no lo olvidarás.

Entraron a una habitación decorada con cortinas de terciopelo rojo, una cama enorme y espejos en las paredes. Allí, esperaban dos mujeres. Una morena, con cuerpo de reloj de arena y ojos salvajes. La otra, rubia, de piel blanca como leche, labios gruesos y pezones duros bajo una blusa transparente.

—Este es Bruno —anunció la pelirroja—. Está virgen.

Las chicas se relamieron. La rubia se acercó y le desabrochó lentamente la camisa.

—Vamos a hacer que ames tu cumpleaños —susurró.

La morena se arrodilló frente a él y le bajó el cierre de su pantalón con los dientes. Bruno temblaba. Sentía el calor subirle por el cuerpo, el corazón golpearle el pecho como un tambor.

—Relájate —le dijo la pelirroja, comenzando a acariciarle el cuello y luego los pezones—. Aquí no hay vergüenza, solo placer.

En segundos, Bruno estaba completamente desnudo, rodeado por las tres mujeres. La rubia lo besaba, su lengua saboreando cada rincón de su boca. La morena se había tragado su erección de golpe, profunda y húmedamente, haciéndolo gemir como nunca antes.

—No aguanto… —jadeó.

—Tranquilo… no te vas a venir hasta que yo te lo diga —le dijo la pelirroja, acostandolo en la cama y montándolo con una sensualidad agresiva. Su concha caliente y mojada recibió su duro pene por completo, comenzando un vaivén lento, delicioso.

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Las otras dos no paraban: una besándole los pezones, la otra jugando con sus bolas, acariciándole el cuerpo como si fuera una joya.

Bruno se sentía en trance. Por primera vez, era el centro del universo. El calor, los olores, los gemidos, las uñas, los labios… todo era un torbellino de estímulos.

—Ahora sí, mi rey… lléname —le gritó la pelirroja mientras cabalgaba más rápido.

Bruno estalló dentro de ella con un gemido brutal. Las piernas le temblaban, los ojos se le pusieron en blanco.

Cayó rendido sobre las sábanas de satén, jadeando, con el cuerpo aún vibrando.

—Feliz cumpleaños, mi amor —le susurró la rubia al oído—. Esto fue solo el comienzo.

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Bruno yacía sobre las sábanas rojas, jadeando, con el pecho subiendo y bajando como si acabara de correr un maratón. Tenía la mirada perdida en el techo de espejos, donde se reflejaban los cuerpos desnudos de las tres mujeres que acababan de darle su primera vez.

La pelirroja aún lo montaba, clavada sobre él, con los muslos temblando por el orgasmo que acababa de sentir. Se mordía el labio mientras lo observaba.

—¿Todo bien, bebé? —preguntó, acariciándole el pelo.

Bruno asintió, sin poder hablar. La rubia le pasó un vaso de agua y se lo llevó a los labios.

—Respira… —le dijo la morena, que ahora lamía lentamente su abdomen—. El cuerpo se prepara para más… cuando es joven, siempre hay más.

Él bebió, tragó, y cerró los ojos un momento. Pero entonces ocurrió algo inesperado. Como un golpe desde dentro.

Su pija, mojada aún, comenzó a endurecerse de nuevo. Más grueso, más rígido, como si una ola de fuego le recorriese la espina dorsal. Bruno abrió los ojos. Ahora su mirada ya no era inocente. Había una sombra de deseo más oscuro. Hambre.

La pelirroja lo notó de inmediato.

—Ah… ya viene la calentura.

—¿ La qué? —murmuró él, con la voz ronca.

La morena se relamió.

—Después del primer orgasmo, muchos se duermen… pero los mejores… los que están hechos para esto… entran en otro estado.


Bruno se incorporó. Se sentía distinto. Su cuerpo ardía, pero no de cansancio, sino de necesidad. Sus manos fueron directo al culo de la morena, que se sorprendió y sonrió.

—¡Mmm! Así me gusta —dijo ella—. Tómame como quieras, cumpleañero.

Él la empujó suavemente hacia la cama, la volteó y la puso en cuatro. Su culo era redondo, suave, con un lunar perfecto en la nalga izquierda. Bruno lo admiró un segundo y luego lo tomó con fuerza.

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La penetró en su concha de una embestida, profunda, salvaje. Ella gritó de placer, aferrándose a las sábanas.

—¡Sí! ¡Duro, como un hombre!

La rubia se montó sobre su espalda, besándole el cuello, susurrándole al oído.

—Rómpela. Hazla tuya.

Bruno gruñía. Cada estocada era más violenta que la anterior. La habitación se llenó de gemidos, jadeos, golpes de carne, palabras sucias.

—¡Dame más! —gritaba la morena.

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Y Bruno se lo daba. Agarraba su pelo, la embestía como si fuera su última noche en la tierra. Era el mismo chico tímido, pero ahora, su energía sexual lo transformaba. Sentía el poder de su juventud, de su deseo desatado.

La pelirroja se masturbaba viéndolos, con los dedos dentro de su vagina, los ojos fijos en él.

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—Eres una bestia, Bruno… —murmuró—. Qué rico te estás volviendo.

Cuando la morena se vino, Bruno salió de ella, aún con la pija erecta, cubierto de jugos, jadeando como un animal.

La rubia lo empujó hacia la cama, se abrió de piernas y le dijo:

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—Ahora quiero que me cojas a mí… pero mirándome a los ojos mientras me haces tu puta.

Bruno se lanzó sobre ella, devorándola. Su boca, su cuello, sus tetas, sus pezones. La penetró en la concha mientras la besaba con furia, y ella se aferró a su espalda, arañándolo con desesperación.

Sus cuerpos chocaban como olas. Él no paraba de embestir su concha. No podía parar.

Y cuando se vino por segunda vez, fue aún más intenso. Gritó, se sacudió, se perdió entre las piernas de la rubia.

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Y entonces cayó de espaldas, agotado, empapado en sudor y sexo, con el corazón galopando.

Las tres mujeres lo rodearon, besándolo, acariciándolo, susurrándole cosas dulces.

—Eres uno de los nuestros —dijo la pelirroja—. Lo llevas en la sangre.
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Bruno sonrió por primera vez. Su cuerpo dolía… pero su alma ardía.

El cielo ya clareaba cuando Bruno salió por las puertas dobles de La Rosa Negra, con la camisa desabotonada, el pelo revuelto y una sonrisa dibujada en la cara que no se le borraba ni aunque lo intentara.

Sus piernas temblaban ligeramente, pero caminaba con la seguridad de alguien que había cruzado un umbral invisible. Era el mismo de antes, sí… pero distinto. Algo dentro de él se había encendido, y no volvería a apagarse.

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En la entrada, su padre lo esperaba, recostado contra el coche, con los brazos cruzados y una media sonrisa.

—¿Y bien? —preguntó, levantando una ceja—. ¿Sobreviviste?

Bruno se le quedó mirando unos segundos, luego soltó una carcajada suave, ronca, masculina. Caminó hacia él, lo abrazó con fuerza y le dijo al oído:

—Gracias, papá. Fue el mejor regalo de cumpleaños que pude tener.

El hombre lo palmoteó en la espalda, conteniendo el orgullo que le llenaba el pecho.

—Sabía que te iba a gustar.

—No… no me gustó —corrigió Bruno, mirando hacia la casa con deseo—. Me cambió. No sé cómo explicarlo… pero allá adentro… aprendí cosas que no están en ningún libro.

El padre rió.

—Esa casa es una escuela. Pero no todos están listos para entrar.

—Yo sí lo estaba —dijo Bruno, con la mirada encendida—. Y creo que quiero volver.

El padre asintió, mientras encendía el motor.

—Podrás, cuando quieras. Aunque te advierto algo: en La Rosa Negra, nunca se termina de aprender. Siempre hay una nueva lección… o una nueva mujer dispuesta a enseñarte cosas que ni imaginás.

Bruno miró por la ventanilla cómo el edificio se alejaba, y sonrió. En su cuerpo aún vibraban los ecos del placer. En su mente, los gemidos, los cuerpos, los labios, los ojos… y esa promesa no dicha que flotaba en el aire.

Sabía que volvería. 

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