
Soy la mujer del campo.
No me lo contaron: lo fui, lo soy.
Con las manos agrietadas, con las tetas llenas de leche,
con las piernas fuertes de tanto abrirlas para parir
y también para calmar los deseos que me corren como fuego entre las piernas.
Me criaron para ser útil. Para servir.
Para parir hijas que trabajen la tierra,
y para criar mujeres que abran las piernas sin chistar.
Para entregar cuerpos a los hombres como si fueran parte del salario.
Y por años, lo hice. Porque no sabía que se podía otra cosa.
Cocinaba con el sudor resbalándome por la espalda,
y cuando mi marido llegaba del campo,
yo ya estaba lista.
A veces con el delantal, otras sin nada debajo.
No por placer —al principio— sino por mandato.
Pero después... después algo se despertó.
Fue cuando noté cómo me miraba el peón más joven.
Cuando vi cómo se quedaba con la vista en mis caderas,
cuando yo me agachaba a cargar los cajones,
y sentía ese calor subirme por los muslos,
como si la tierra me hablara desde adentro.
Fue una tarde larga, cuando el sol quemaba parejo,
que lo dejé entrar a la cocina.
Él venía a buscar agua.
Pero encontró mi cuerpo apoyado contra la mesa de madera,
el vestido recogido,
y mis ganas abiertas como surco recién labrado.
No hablamos.
Yo le tomé la mano y la guié entre mis piernas,
ahí donde nunca nadie se había atrevido a tocarme con deseo.
Donde yo misma me había negado el placer.
Y gemí. Como una mujer que vuelve a nacer,
no para criar ni servir,
sino para sentirse viva, deseada, puta.
Desde entonces, cada vez que él pasa,
me mira con hambre.
Y yo lo dejo.
Porque ya no soy solo la mujer del campo que trabaja y se reproduce.
Soy la que gime contra los fardos de pasto,
la que se masturba detrás del gallinero,
la que recibe placer entre las zanjas y los establos.
Y también soy madre, también esposa. Pero ahora soy yo.
Porque no te lo voy a negar:
soy la puta del patrón.
Esa que él llama a escondidas,
mientras su señora toma té en la casa grande.
Soy la que se arrodilla entre las botas llenas de barro
y le hace olvidar por un rato su apellido y su poder.
Pero también soy la esposa de los campesinos,
la que les calienta la sangre con solo pasar,
la que habita en sus fantasías cuando se acuestan solos en la noche,
la que se les mete en la cabeza y les hace apretar los dientes de puro deseo.
Y aún así, sigo criando.
Sigo cocinando, sigo atendiendo.
Pero ahora con la certeza de que cada orgasmo que me arranco
es una victoria contra todo lo que me quisieron imponer.
Ahora sé que puedo formar mujeres que gocen por decisión, no por deber,
que aprendan a decir “sí” cuando ardan por dentro
y también a decir “no” cuando las quieran usar.
Soy mujer.
Y aunque la tierra me haya hecho dura,
mi cuerpo sigue siendo un campo fértil de placer,
de libertad,
de fuego.
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