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El Crimen del Colibrí 7

  La práctica hace al maestro, y del error nace el acierto. Pero en los años sesenta, incluso todavía en los ochenta, era usual casarse con la primera persona de la que uno se enamoraba. En la fase del enamoramiento todos los defectos pasan desapercibidos, sobre todo si hablamos del primer flechazo. Por lo que no era de extrañar encontrarse a muchas familias, al cabo de unos cuantos años, acabando por maldecir a cupido por errar el tiro. Claudia siempre había creído que no era su caso. Que ella había tenido suerte y había escogido bien a la primera. Pedro era un hombre honesto, comprensivo, sincero, trabajador y buen padre. Siempre había apoyado a su mujer en sus metas, y pese a que lo único que le había pedido desde el principio era tener una familia grande, había sido paciente y aplazado sus objetivos durante una década para que Claudia pudiera aventurarse con los suyos. Su marido era una de las pocas cosas de las que a la valenciana le gustaba vanagloriarse, y de las que nunca había dudado, hasta hoy. 
  Aunque Claudia quería a su marido había un chispazo en su vida del que no podía dejar de pensar. Su vecino había salido de un libro de fantasías, y ahora no podía sacárselo de su cabeza, ni de su piel, ni de su boca. Era capaz de darle una pasión que no había conocido hasta ahora, salvo en su trabajo. No se trataba de comprensión ni honestidad, sino todo lo contrario. Obstinación y deseo, deslealtad y lujuria. Y le gustaba.  
  No había sido fácil para ella llegar a comprender esa verdad. Habían transcurrido casi tres semanas desde la última vez que habló con Ignacio, y había pasado por diferentes fases. Desde aborrecerlo por sentirse traicionada y despechada, perdonarlo por ponerse en su lugar, hasta añorarlo por el recuerdo de sus caricias. Todo un proceso en el que le había resultado difícil comer los alimentos que ella misma cocinaba, cuidar de los hijos que tanto adoraba, e incluso trabajar en los artículos que tanto la apasionaban. No podía dejar de pensar en él, y cada vez le era más difícil aguantar.
  Cada día entre semana, después de llegar del trabajo, se colocaba cerca de la puerta de entrada de su casa intentando decidirse a salir y llamarlo. Tratando de reunir valor para aporrear en su puerta y exigirle una explicación de por qué no se había dignado a venir a hablar con ella. Como cada día, no se atrevía. Su posición era muy delicada, y no podía permitirse entablar una negociación con él con tanta desventaja. Ya que ella sabía que estaría dispuesta a cederle demasiado, e infantilmente seguía queriendo quedarse con todo. Quería tenerlo a él, a su marido, a su familia, y al mismo tiempo mantener su empleo. Pero no sabía cómo.
  Mientras estos pensamientos bailaban en su cabeza la puerta de la entrada de su vecino se abrió. Claudia se quedó paralizada sin creérselo en un primer momento. Nunca pasaba, pues él nunca salía de la casa. Comenzó a temblar, esperanzada de que su paciencia hubiera dado sus frutos, pero el ruido de los pasos le informó de que Ignacio pasó de largo su vivienda, y eso la molestó. Inmediatamente agarró fuertemente el picaporte de su casa y lo desplazó hacia dentro. La puerta se abrió bruscamente e Ignacio se giró sobresaltado.
  La valenciana se quedó observándole con gesto serio desde la entrada de su casa, y él se quedó eclipsado frente a ella. Estaba tan atractivo como siempre. Sus pectorales no eran disimulados por la camiseta blanca que se ajustaba a su cuerpo, y que seguían pudiéndose ver pese a la gruesa chaqueta gris. Esta última ocultaba los fuertes brazos del fortachón, pero sus grandes manos seguían siendo visibles. Su cabello claro y liso estaba bien peinado y, como siempre, llevaba un afeitado impecable que dejaba ver su masculina mandíbula. Para rematar la faena, los absorbentes ojos azules del ingeniero eran capaces de atraer al abismo a cualquiera, pero lo cierto es que Claudia mantuvo su mirada fría.
  —Entra —le dijo finalmente ella en tono seco.
  Ignacio no dudó ni un instante y se adentró en la casa tan pronto recibió la invitación. Claudia cerró la puerta lentamente una vez lo hubo hecho.
  —Clau, verás…
  La valenciana lo abofeteó interrumpiendo sus palabras, y no dejó de mirarle con ese enfado que no se disipaba.
  —¿Cómo te atreves a haberme ignorado durante tres semanas?
  —Lo siento. No pretendía ofenderte.
  Ella ni siquiera lo escuchó disculparse. Solo se desabrochó la falda y la dejó caer en el suelo. Se quedó en ropa interior de cintura para abajo, pero no tardó en deshacerse de ella en el siguiente movimiento. Una camisa blanca de manga larga y cuello alto, y unas medias gruesas del mismo color era todo cuanto llevaba puesto.
  —Hoy estoy ovulando —terminó diciéndole mientras se iba al dormitorio sin mirarle siquiera. 
  Ignacio observó las eróticas curvas de la mujer y se quedó prendado. El culo de Claudia siempre ha sido muy hermoso. Con esa separación innata entre ambos muslos que no podrían tocarse a la altura de la entrepierna ni aunque quisieran, y ese culo respingón que dejaba ver la vagina de espaldas a poco que se moviera.
  El ingeniero la acompañó hasta el dormitorio y comenzó a desvestirse. Para cuando volvió a fijarse en ella estaba solo en calzoncillos y camiseta. Y vio que mantenía el ceño fruncido de enfado. Él se apoyó en la cama y la miró con ternura.
  —No lo hagas si no quieres. Buscaré otro modo de tener un hijo.
  —¿Crees que no quiero tener un hijo contigo? —le cuestionó ella para luego entristecer su rostro mientras sus ojos se empañaban —. Es curioso. Pero mi marido no para de insistir en lo mismo. Y aunque yo le he dicho que no quiero por mi trabajo, lo cual es cierto, en realidad es sobre todo por egoísmo. No quiero verme sometida a unas terceras cadenas. No más obligaciones. Quiero ser libre, al menos de tener tres hijos en lugar de solo dos ya casi criados.
  —Lo puedo entender.
  —Pero contigo no es así —continuó ella sincerándose —. Me apetece unirme a ti en alma y ser, y no conozco mejor forma de conseguir algo así que con un hijo. Lo único que me retrae es mi empleo, pero todo lo demás queda despejado, porque se trata de ti.
  —¿Por qué no dejas a tu marido entonces?
  —Lo que he construido con él no podría tenerlo contigo, y por mucho que me atraigas jamás podrás superar al amor que le tengo a mi familia y al hogar que hemos creado —negó ella convencida —. Eso no quiere decir que no quiera seguir teniéndote. De hecho, eres lo que más deseo.
  Ignacio se quedó en silencio unos segundos, y luego comenzó a asentir ligeramente.
  —A mí eso me vale, si a ti también te vale.
  —Me vale… porque te quiero —se sinceró ella finalmente mientras abría las piernas y mostraba todo su coño frente a él —. Y quiero que me dejes embarazada.
  La vagina de Claudia se abría y cerraba con espasmos impacientes. E Ignacio estaba siendo atraído a ella como una polilla es atraída a una bombilla. Aun así, se contuvo y comenzó a deslizar sus grandes dedos por las piernas de ella, mientras retiraba las medias. La valenciana ya jadeaba ligeramente solo por las expectativas. 
  Tras retirar por completo las medias Ignacio se puso encima, pero solo para comenzar a quitarle también la camisa. Primero retiró los cabellos dorados que se posaban en su pecho, lisos y peinados con mesura. Luego comenzó a desabrochar los botones para dejar libre un firme y esbelto cuello, como el de un cisne blanco. Pronto vio el encaje del sujetador y, en lugar de seguir desabrochando los botones, dejó libres los senos de ella. Los acarició envolviéndolos con su gran mano y acariciando los duros pezones con la yema de sus dedos. 
  Claudia gimió al mínimo contacto, y acto seguido comenzó a bajarle los calzoncillos, primero ayudada por sus manos y luego por sus pies. Introdujo todo el brazo por dentro de la camisa y palpó su pecho y sus curtidos abdominales. La piel caliente de él la activaba como si fuera fuego y ella un virginal bosque de pinos. Finalmente se retiraron mutuamente sus respectivas camisas.
  Ignacio dejó bajar su pesado cuerpo sobre ella, y juntaron sus labios mientras él frotaba su pene en la vulva de la valenciana. Claudia sintió el erótico peso de su amante, y como su caliente miembro se restregaba por su pubis, estimulando su clítoris y haciéndola babear en su vagina. El corazón le iba a mil por hora, y no quería que parara. Sintió el aliento de él en su rostro, y disfrutó del abrazo de sus lenguas mojadas. Los lametones y besos resonaban en la habitación con avidez, como cuando un caballo bebe agua de un abrevadero. 
  El abrazo entre ambos fue muy apasionado y finalmente la valenciana sujetó el pene de él con su mano y lo llevó a su vagina. El miembro de él se sacudía por el éxtasis y estaba ansioso por entrar a pelo y sin reservas en el coño de ella. Ignacio quería poseerla con muchísima intensidad.
  —No sabes cuanto te he echado de menos —le confesó.
  —Quiero tu gran polla sacudiéndose de gusto entre mis piernas. Me pica desde hace días.
  El ingeniero notó como todo su deseo se desbocaba y metió su miembro. El cabezón vibraba y notó su cosquilleo nada más empezar. Fue entrando dentro de la vagina progresivamente, pero Claudia apuró moviendo su pubis hacia arriba. El pene comenzó a coger velocidad y antes de lo esperado ya sacudía la vagina de punta a punta. Ignacio tuvo que concentrarse para no correrse antes de empezar. Jamás se habría perdonado un traspiés como ese. Pero Claudia se lo ponía difícil. Se sacudía mientras gemía con un éxtasis anormal. Era evidente que ella también lo había echado mucho de menos.
  —¿No follas con tu marido?
  —La cosa de mi marido ya solo me hace cosquillas —le confesó ella fuera de sí nada más empezar —. Yo quiero la polla de un hombre entre mis piernas. Un pollón que me abra bien.
  Acto seguido la periodista desplazó a su amante con impetuosidad a un lado. Haciéndolo caer en la cama e intercambiar sus posiciones. Claudia puso sus manos en los pectorales de él y se sentó en su entrepierna para comenzar a cabalgar sin mesura.
  —Joder —se preocupó el ingeniero ante la intensidad de ella.
  —¡Dios! Cómo echaba de menos tu polla…
  Claudia comenzó a sacudirse de adelante hacia atrás ligeramente, devorando el pene como si quisiera desgastarlo con la succión. Sus gemidos fueron aumentando de volumen hasta desatarse por completo. Estaba irreconocible. Pocos minutos después se metía el miembro erecto de él de tal forma que directamente parecía que estaba saltando como si se tratara de una colchoneta elástica. Ignacio vio desde abajo las tetas de su amante bombear muy apetitosas. Se movían de arriba a abajo y de un lado para otro, pero no podía acceder a ellas porque la presión en su entrepierna era descomunal. Solo podía aguantar y no correrse demasiado rápido.
 El coito estaba siendo muy frenético. Los gemidos de Claudia eran salvajes, y se sucedían rítmicamente a modo de metralleta, como si estuviera siendo electrocutada por orgasmos ilimitados.
  El ingeniero la sujetó por la cintura para tratar de contenerla, pero estaba intratable. Finalmente la hizo voltear y volvió a colocarse encima.
  —Ahora verás.
  Claudia le sonrió con picardía al tiempo que abría los ojos ilusionada con la amenaza. Entonces, como si de un cubo de agua fría se tratase, sonó el teléfono. Ignacio miró con pesar, pues no quería ser interrumpido. La valenciana sabía que era probable que fuera su marido, o quizás llamaban del colegio por sus hijos. Pero no quería desperdiciar ese momento y lo ignoró. Acto seguido se mordió el labio inferior al tiempo que miraba a su amante a los ojos.
  —Rómpeme el coño, cabrón.
  Ignacio resopló excitado. Tiró la toalla y no quiso aguantarse más. Pensó que, si tenía que correrse pronto, se correría pronto. Quería disfrutar sin límites y descargar todo el semen que se había acumulado en sus huevos en los últimos días. Por lo que comenzó a embestir con todo su ímpetu dejándose llevar por su deseo. Las acometidas se sucedían y su pene estaba en la gloria, liberado para acabar dentro de ella. Y su amante no paraba de gemir a su oído de forma lasciva.
  Claudia ayudaba a los embates moviendo sus caderas, agarraba el culo de él y lo estrujaba mientras le daba nalgadas fuertes.
  —Ya viene —susurró él.
  —Échalo todo —le dijo ella con energía, al tiempo que agarraba los huevos de él y los presionaba sin apretar directamente. Eso llevó al séptimo cielo al ingeniero, que sintió como un fuerte orgasmo lo sacudía.
  —¡Me voy a correr! —exclamó, sin poder posponerlo más.
  —Lléname con tu leche —suspiró ella colmada de deseo —. Escúpela toda dentro de mi coño. ¡Préñame, joder!
  Ignacio llevó su pene hasta el fondo, tocando el útero con la punta del cabezón, y finalmente gimió mientras un torrente de semen salía a toda velocidad. Claudia sintió los espasmos de él y al pene pararse para expulsar toda la leche dentro de ella. El líquido viscoso cubrió todo el interior de su vagina, y percibió como esta se desbordó y una baba espesa salió del borde de sus labios inferiores para colarse hasta llegar a su ano. Fue como si un camión cisterna hubiera llenado un tanque hondo con hormigón armado. 
  El chocho de la valenciana estaba muy a gusto con el semen caliente, y esa sensación la hizo ponerse más cachonda si cabía. Y notó como su propio orgasmo quería aparecer, pero esperó paciente a que el pene de Ignacio se desahogara completamente.
  —Oh, dios… Siento haber terminado tan pronto —dijo él, extasiado.
  El ingeniero hizo amago de retirarse, pero Claudia lo sujetó.
  —Déjala dentro. No la saques —le susurró.
  —Llevaba semanas sin correrme. Creo que he echado demasiado.
  —Ha sido perfecto. Aunque confieso que me habría gustado saborearla en la boca —añadió sin pelos en la lengua —. Antes echábamos tantos polvos y tan seguidos que apenas te corrías nada.
  —Es verdad. Pero no deberíamos perder esa costumbre —comentó esbozando una sonrisa traviesa.
   Claudia se dejó mecer por el calor de su amante y comenzó a acariciarle los huevos con las yemas de sus dedos, para estimularlo y que se recuperara antes. Los minutos pasaron y la paz fue agradable. Tanto que los pensamientos comenzaron a aflorar sin mesura.
  —Hay una pregunta que siempre he querido hacerte… —comenzó diciendo ella —. ¿Recuerdas el día que nos conocimos?
  —Cómo olvidarlo —le indicó mientras la besaba en el cuello delicadamente.
  —¿Después de vernos te masturbaste en tu dormitorio?
  Ignacio levantó la cabeza y miró con una mueca lasciva a su amante. Y entonces asintió.
  Claudia comenzó a reírse como si lo hubiera pillado con las manos en la masa, y se escapó otro hilillo de semen de su vagina por el movimiento del abdomen.  
  —Me encantó el gemido que echaste cuando te metías los dedos —dijo él para devolvérsela —. Me corrí en toda la mano cuando te escuché.
  Claudia detuvo su risa de inmediato y se puso colorada. Aunque habían hecho cosas peores, como en ese mismo momento, extrañamente sintió vergüenza. Abrazó a su amante calurosamente y luego le preguntó en un tono más serio.
  —¿A dónde ibas ahora?
  Ignacio tardó unos segundos en responder, pero fue directo cuando lo hizo.
  —A reunirme con unos socios. Creo que se van a enfadar un poco cuando no me vean, pero esto merece la pena.
  Claudia sonrió porque así lo creyera. 
  —¿Pensaba que tú nunca salías de tu apartamento? Salvo para acecharme a mí, claro.
  —Esta reunión era importante, al menos para mí —confesó —. Aunque tendré que salir igualmente después. Ahora que quieres que te deje preñada tendré que sacarte una copia de mi llave. Para que me visites cuando quieras sin necesidad de llamar.
  Claudia esbozó un ruidito placentero, como si le gustara la idea.
  —Pero eso después. Hoy toca maratón de sexo.
  —No hace falta que me lo repitas dos veces —aseguró con una sonrisa en la boca.
  Se fundieron en un apasionado beso que duró largos minutos. Se devoraron los labios y tragaron las babas, como si fueran néctar de fresa. Finalmente, ella lo miró con ojos lascivos.
  —¿Ya te has repuesto?
  —Sí.
  —Pues vamos a por el segundo asalto —indicó con deseo —. Fóllame con toda tu leche dentro. Quiero escuchar el chapoteo mientras me corro.
  Ignacio sonrió y comenzó a mover las caderas. Rápidamente se pudo escuchar las salpicaduras del semen, como si estuviera batiendo claras de huevo. Una buena cantidad se desbordó y se desparramó en las sábanas y en el ano de ella. La valenciana se puso colorada por el morbo, y notó como esta vez sería ella la que se correría muy rápido. No le importó. Tendrían unas cuantas horas de sexo por delante hasta que llegase su familia. 





  Tras dos horas de sexo desenfrenado Claudia tenía la vagina escocida. Caminaba hacia la cocina con andares tambaleantes, seguida muy de cerca por Ignacio, que tenía la polla rota de tanto esfuerzo. Él pensaba que si estaba ovulando era casi seguro que la había dejado embarazada. Al menos así también lo pensaría cualquiera tras correrse cuatro veces dentro. En la amplia cocina todo estaba ordenado, pues Claudia no había cocinado nada todavía, y por ende no había almorzado.
  —He estado pensando en una cosa —dijo él de improviso —. Tienes que follar tanto con tu marido como conmigo si quieres hacerle creer que es suyo. Y cuanto antes mejor, para que los días coincidan luego.
  Claudia se giró mientras asentía de acuerdo. Solo llevaba puesto un vestido amarillo cómodo y sencillo de andar por casa. Había salido de la cama desnuda, pero se había puesto la prenda completa por el camino porque sintió algo de frío. Ignacio, sin embargo, estaba completamente desnudo, salvo por las sandalias de Pedro que había cogido prestadas. 
  —Pero mejor espero un par de días para que deje de ovular. Si tú fallas puede que me deje embarazada él, y no querrás eso, ¿verdad?  
  —Vamos, con todas las veces que te he regado hoy… —indicó mientras le levantaba el vestido que apenas le cubría el culo y un poco de las piernas. Claudia le siguió el juego e inclinó un poco el trasero para mostrarle claramente la vagina, y eso provocó que el ingeniero pudiera ver como el semen se le desparramaba lentamente —. Espera. Pon tus manos sobre el pollo. Se te está escapando toda mi leche.
  La valenciana se inclinó apoyándose sobre el rígido botellero de madera maciza, que le quedaba más cerca, y dejó toda su vagina abierta. Ignacio miró a su alrededor y, sin más ocurrencias, agarró una mandarina del cuenco de la fruta y tapó el agujero con eso. Claudia sintió la pieza de fruta en su entrepierna y esta encajó lo justo como para que dejara de salir el semen y la pieza atascada no se cayera. Ella giró la cabeza y estalló en carcajadas. Ignacio también rió y le dio una fuerte palmada en la nalga derecha. Y ni siquiera por esas la mandarina cayó de su sitio. Volvieron a reírse sin parar.
  El ingeniero resopló cachondo al verla en esa posición y le estrujó el culo. Claudia comenzó a menearlo y la mandarina seguía sin caerse.
  —Parece que el universo no quiere que me vuelvas a follar —ironizó, para luego mirarlo con morbo —. Métemela por el culo.
  Ignacio abrió los ojos como platos, sorprendido.
  —¿Seguro? Eso duele.
  —¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, extrañada.
  —Más de una se me ha quejado sobradamente por ello.
  La valenciana puso los labios en forma triste, como de “u” invertida, fingiendo desilusión. Pero acto seguido se encogió de hombros.
  —Pues yo quiero que me desvirgues el culo. Tengo curiosidad.
  Ignacio miró el ano rosadito de su amante y pasó la yema de su dedo pulgar por los bordes.
  —Como quieras. Cuando te duela mucho me avisas para darte más fuerte —comentó seguido de unas risas. Acto seguido agarró un paño de cocina bastante largo y añadió con voz suave —Sujétate en las varas más alejadas del botellero.
  —¿Para qué?
  —Tú hazme caso.
  Claudia obedeció y su cabeza y sus pechos quedaron sobre la parte superior del botellero, quedando su pubis mucho más cerca en la parte frontal. Ignacio llevó el paño a las manos de ella. Hizo un fuerte nudo y la dejó maniatada.
  —Eh… ¿Qué haces? —se preocupó sin abandonar del todo su sonrisa.
  —Si quieres tener esa experiencia es importante que me dejes a mí. Si no te echarás para atrás a la primera.
  —¿Y?
  —Pues que así no podrás comprobar si realmente te gusta o no. Hay que aguantar el dolor un poco al principio —le aseguró él.
  La valenciana no dijo nada, pero Ignacio tomó su silencio como un sí. Este recogió un poco de semen de los muslos de ella y comenzó a meterle un dedo en el ano. Nada más empezar Claudia sintió una sensación desagradable que la hizo doblar las piernas. 
  —Uy, uy. Creo que paso —confirmó ella. Ignacio, lejos de amedrentarse, comenzó a meter dos dedos, y mucho más profundo que antes, pero las molestias no mitigaron —. Espera, espera.
  Tal era la concentración que ninguno de los dos escuchó la puerta de la entrada abrirse. Todavía eran las cuatro de la tarde, por lo que era impensable que alguien llegara tan pronto. Para cuando la pareja se dio cuenta de que había alguien en casa ya se escucharon los primeros pasos en la sala. La puerta de la cocina estaba entreabierta, por lo que ocultaba la escena de momento. Entonces, Claudia recordó la llamada de teléfono de hacía dos horas. La había olvidado por completo, y bien podría tratarse de que hoy su marido llegaba antes de tiempo.
  Con una parálisis de terror la valenciana ni siquiera se movió cuando se percibieron los pasos ya cerca de la cocina. Ignacio reaccionó de inmediato y se apartó como pudo hacia la despensa, justo para cerrar la puerta cuando la de la cocina se abría. Emma estaba frente a la puerta, con su pelo recogido en dos trenzas, y su ropa de colegio de color azul oscuro. Se quedó inmóvil por un segundo. Su madre estaba sobre el botellero, con el culo desnudo en pompa, y con una mandarina metida en la vagina. Inmediatamente Emma señaló al culo de su madre y estalló en carcajadas.
  —¡Mira Eric! —exclamó casi sin entenderse por las estridentes risas —. Mamá tiene una mandarina en el chocho.
  El hermano fue corriendo a ver y cuando llegó a la cocina rompió a reír sin parar.
  —¡Basta! —exclamó su madre, que apenas era oída por sus hijos.
  —Pero… ¡qué haces mamá! —exclamó Eric sin parar de reír.
  —¡Venid aquí y desatadme las manos! —gritó la madre fuera de sí por el enfado. Sus movimientos eran tan bruscos que parecía que iba a romper el botellero, pero este no cedió.
  Sus hijos hicieron caso a su madre, pero no paraban de reír. Eric fue hasta las manos de ella para desatarla y Emma no pudo evitar quedarse plantada frente al culo de su madre.
  —¡Qué cochinada, mamá! —espetó ella entre risas.
  —¡Bájame la falda del vestido, Emma! —exclamó Claudia.
  —Espera, que te quito la mandarina —comunicó mientras metió los dedos en la superficie de la pieza de fruta, rozando los bordes de los labios del coño de su madre.
  Eric tenía problemas para desenroscar el nudo del paño, y Emma tenía la misma pericia para sacar la mandarina de la vagina de su madre.
  —¡Ya me la quito yo, Emma! —exclamó furiosa su madre —. ¡Tú baja la falda!
  —Espera, ya casi está —se quejó la niña, que clavó sus dedos y terminó sacándola. 
  La abertura de la vagina era inmensa debido a la mandarina y una piscina de semen era visible en su interior. Con los forcejeos de Claudia hicieron que se desparramara casi todo y cayera por sus muslos.
  —Puaj —manifestó Emma con asco —. Tienes un montón de babas de caracol en el chocho, mamá.
  Finalmente, entre Eric y los propios forcejeos de Claudia, el paño cedió y pudo liberarse. Tras hacerlo ella se puso erguida y se bajó la falda.
  —¡Maldita sea! —le gritó a su hija mientras contenía su mano para no abofetearla —. ¡Te dije que me taparas con el vestido!
  —¿Tienes caracoles en el chocho? —preguntó Emma con sincera confusión al ver el semen en el suelo.
  Claudia estaba nerviosa y aterrada a partes iguales. Miró de reojo a la despensa, y sabía que Ignacio seguía allí desnudo. Su ropa también estaba en el dormitorio, y ni siquiera le había dado tiempo de cambiar las sábanas manchadas de semen.
  —¿Dónde está vuestro padre? —preguntó ella con urgencia.
  —Aparcando.
  —¡Iros los dos a vuestro cuarto! —ordenó fuera de sí —. Y nada de ir contando a vuestro padre algo de esto.
  —¿Contarme el qué? —preguntó Pedro que acababa de llegar justo en ese momento y se plantaba frente a la cocina.
  —Que mamá tiene un nido de caracoles en el chocho —confirmó Emma, para seguidamente reír a carcajadas junto a su hermano.
  —¿Qué? —cuestionó Pedro.
  —¡Iros antes de que os dé un tortazo a cada uno! —exclamó Claudia con la mano alzada para que su amenaza fuera tomada en serio —. Estáis arrestados los dos.
  Los dos hijos se fueron malhumorados por la poca gratitud de su madre al haberla ayudado, pero pronto recordaron que habían quedado con los amigos. Y eso sí que los afectó pues ya los esperaban.
  —Pero… yo había quedado con las chicas en el parque porque hoy salimos antes —dijo Emma con los ojos llorosos.
  —Jo… —gruño Eric también.
  —Ya habéis oído a vuestra madre —reafirmó Pedro a su mujer en tono serio —. Estáis arrestados.
  —No, espera —interrumpió Claudia con el corazón a mil, tratando de pensar con claridad y comprendiendo que le interesaba que sus hijos se marcharan de casa —. Está bien. Iros ya al parque, pero no volváis muy tarde.
  Los dos hijos gritaron de júbilo y, tras soltar las maletas, fueron corriendo a la salida para ir al parque. Una vez solos Pedro observó a su mujer con mirada confusa.
  —Pero… ¿qué ha pasado?
  —Nada. Que se me derramó un poco de salsa —indicó mientras limpiaba con energía el semen del suelo después de haberse puesto de cuclillas frente a su marido y haberle obstaculizado así la visión.
  —Tienes el pelo muy despeinado y se te ve sudorosa —apreció él.
  —Llevo desde que llegué del trabajo limpiando a fondo la casa. No he parado de trabajar —comunicó ella con algo de reproche en la voz, para acto seguido cambiar de tema —. ¿Por qué habéis llegado tan temprano?
  —Me llamaron del colegio porque cerraban hoy un poco antes. Por una gripe que había infectado a varios profesores, creo.
  —Panda de vagos. Eso es lo que son —se quejó ella.
  —Te llamé, pero no contestaste —indicó él, ignorando el aspaviento de su mujer.
  —¿Ah sí? Estaría en la siesta, cariño.
  —Si, supongo —dijo él con gesto cansado —. Le he pedido el favor a Julián de sustituirme y me salté la hora del almuerzo para no dejar demasiado trabajo atrasado. Te importaría hacerme algo de comer. 
  Claudia asintió por inercia, pero tan pronto lo hizo vio cómo su marido se alejaba en dirección al dormitorio. Ella se alarmó porque los calzoncillos y el resto de la ropa de Ignacio estaban sobre la cama y el suelo. Así que inmediatamente la valenciana se adelantó y sujetó a su marido antes de que pudiera entrar.
  —Espera. Tengo una sorpresa para ti dentro de la habitación, pero como has llegado antes de tiempo no he podido prepararla del todo. Y es importante.
  —¿Ah, sí? —preguntó con curiosidad él, que no se esperaba algo semejante de su mujer —. ¿Y eso?
  —Te he dicho que es una sorpresa —insistió para luego acercar su rostro a su oreja —. Date un baño, y límpiate bien ahí abajo. Más nada te digo.
  Pedro abrió la boca, estupefacto, y luego arqueó una ceja.
  —Por eso has levantado el castigo a los niños… vaya, vaya. Me gustan tus sorpresas —dijo mientras se retiraba el reloj de la muñeca —. Pues pon mi reloj en su sitio. Yo iré a darme esa ducha.
  Claudia tocó el culo a su marido mientras se dirigía al baño, y esperó a que este entrase con la sonrisa inalterada en su rostro. Cuando se cerró fue rápidamente, pero sin armar ruido, al dormitorio. Recogió la ropa de Ignacio y fue como una exhalación a la cocina. Abrió la despensa y vio a su amante con cara de pasmo.
  —Vístete y lárgate, rápido —le susurró con gesto serio —. Tienes solo un minuto. 
  Claudia no tenía más tiempo que desperdiciar. Se dio cuenta de que tenía restos de semen en la parte interior de los muslos, y como el baño estaba ocupado no tenía más remedio que limpiarse allí mismo, en la cocina. Se aseó la piel con servilletas, al tiempo que miraba a su amante terminar de vestirse. Ambos sonrieron con miradas cómplices tras destensar los músculos agarrotados por los nervios. 
  —Ya estoy —indicó él en voz apenas audible tras ponerse los zapatos.
  La valenciana se detuvo y observó a Ignacio un momento, mientras se mordía el labio por lo atraída que se sentía por él. Seguía muy nerviosa, pero le había sabido a poco esas dos horas.
   —Luego nos vemos. Buscaré la manera de pasar la noche contigo —le propuso, poco convencida.    
  El ingeniero le sonrió muy complacido con la idea y se dirigió a la salida con cuidado de armar ruido. Claudia, a su vez, fue a toda prisa al dormitorio y sacó las sábanas manchadas de sudor, semen, y líquido vaginal. Lo juntó todo en una gran pelota y lo apartó en una esquina de la sala. No tenía tiempo de poner una lavadora en ese momento, pero tampoco lo quería en la habitación. Después de eso buscó unas sábanas nuevas en el armario. Unas de color púrpura y bordes plateados. Las más elegantes que tenían. 
  Mientras ella hacía la cama escuchó el grifo de la ducha cerrarse. Ya solo quedaban unos instantes para que su marido saliera, por lo que no tenía tiempo de ponerse algo sexi para él. El dormitorio estaba relativamente ordenado así que simplemente apagó la luz principal, y dejó únicamente el de la lámpara para darle un ambiente más íntimo. Se quitó el vestido de andar por casa y lo escondió donde pudo. Se puso en la cama colocando las sábanas de forma ingeniosa, de tal modo que irradiaría sensualidad, envolviéndola sólo parcialmente. Las sábanas cubrían las partes pudendas, pero mostraba toda su estilizada pierna derecha al completo, su erótica ingle, y parte del seno de ese lado salvo el pezón. Ni vestida con lencería habría atraído tanto a su marido. Y lo hizo justo cuando este abría la puerta.
  —Vaya, cariño. Estás en pelotas. Menuda sorpresa —indicó Pedro con una toalla cubriéndole el cuerpo desde las rodillas hasta el abdomen. Tenía el pelo estofado porque se lo había restregado con la toalla con brusquedad, como si fuera un animal peludo que se revuelve tras salir de un río.
  —Esta no es la sorpresa, Pedrito —le aseguró ella con mirada lasciva.
  —¿Ah, no?
  —No. Quítate esa toalla, porque hoy quiero que me dejes preñada.
  Pedro se quedó mudo por las palabras de su mujer. Parecía que había perdido el color del rostro. No era capaz de creerse que hubiera cedido tras dejarle de forma tan clara su negativa.
  —En… serio —tartamudeó.
  Claudia asintió.
  —Querías agrandar la familia, ¿no? Pues ponte manos a la obra, campeón.
  Pedro se quitó la toalla de un plumazo y se abalanzó hacia la cama. Pero como buen gourmet que sabe valorar su plato, frenó su apetito para poder saborearlo. Comenzó a retirar las sábanas lentamente, con cuidado y excitación, como quien desenvuelve un regalo de reyes del que tiene grandes expectativas. Se fue acomodando sobre su mujer, resoplando solo con pensar en dejarla embarazada. Entonces comenzó a degustarla besándola en los suaves senos. Pero Claudia, que prefería ir al grano, sujetó el pene ya erecto de su marido y lo llevó a su vagina.
  El miembro de Pedro entró con excesiva facilidad y la valenciana abrió los ojos como platos. Se había olvidado de vaciarse la vagina del semen de Ignacio. El pene de él entró como un dedo en mantequilla derretida.
  —Vaya… pues sí que estás mojada —evidenció Pedro.
  —Sí… —apuró a decir ella en tono nervioso mientras tragaba saliva —. Es que me excita mucho la situación.
  Las penetraciones de Pedro eran tan resbaladizas que apenas sentía nada, y él intentó remediarlo golpeando más fuerte y con más profundidad. Eso provocó que se escuchara un ruido gelatinoso. Pedro se puso colorado por el esfuerzo al tratar de ganar fricción. Estaba batiendo la leche de Ignacio y desplazándola por toda la vagina hasta el útero. Claudia giró la cara hacia un lado tratando de contener la risa. Su marido parecía impotente al tratar de acomodarse. Y ella percibía el semen desparramándose por todos lados, tanto dentro de ella como salpicando fuera, como si las corridas de su amante estuvieran ganándole la partida. Varios quejidos incómodos por parte de él provocaron finalmente que la valenciana lanzara una risa contenida, como cuando tratas de no reírte en un entierro y acaba saliéndote un resoplido hilarante aún más indecoroso.
  —¿De qué te ríes? —inquirió él sin comprenderlo.
  Ella se mordió la lengua mientras se tapaba la boca con la mano para aparentar normalidad y finalmente hizo girar a su marido para colocarse ella encima.
  —Es risa nerviosa. ¿De verdad quieres aventurarte a la locura de tener un tercer hijo?
  —Con los ojos cerrados —indicó él casi exaltado en su respuesta.
  El pene de Pedro estaba envuelto de una capa viscosa, y tras el giro la gravedad provocó que nuevas gotas de semen cayeran sobre el pubis de él y sus huevos. Claudia intentó reprimir otra risa llevándose las manos a la boca, y rápidamente se sentó sobre su marido para que no viera nada.
  —Déjame a mí —dijo finalmente ella entre risas jocosas.  
  Pedro arrugó la frente sin entender el regocijo de su mujer, pero pronto lo desechó de su cabeza. La valenciana comenzó a cabalgar con tanta intensidad que le provocó un gran gusto. La pareja solía mantener relaciones sexuales haciendo el misionero, pero a él le gustó el cambio, y ella había oído que en esa posición era más difícil quedarse embarazada.

  La lencería es un término genérico para la ropa interior femenina atractiva y sexi que no está ligada a un tipo de material ni de forma concreta. Claramente es aquella ropa interior que no está solamente hecha para cubrir las partes pudendas, sino que además busca atraer sexualmente. Por esa razón Claudia rara vez se ponía lencería, y por esa razón su marido estaba tan extrañado.
  —¿De verdad es necesario que te pongas ropa interior tan sexi para salir con tus amigas? Si nadie la va a ver.
  Claudia estaba frente al gran espejo de cuerpo completo de su dormitorio. Habían terminado el coito rápidamente y, después de que la valenciana preparara y llevara el almuerzo tardío a su marido a la cama, se puso frente al tocador, en el cual se había estado maquillando y peinando durante más de una hora. Continuaban solo con la luz de la lámpara, por lo que había mucha oscuridad en la habitación, pero si se veía lo suficiente como para que la atractiva mujer se preparara con ropa de noche. Se había colocado ya unas bragas de encaje negras muy sexis que se transparentaba en los bordes y las nalgas, permitiendo que se viera con claridad todo su culo. En ese momento se estaba colocando, lentamente, un sujetador a juego con las bragas, que transparentaba salvo en la zona del pezón. 
  —Cariño, quiero sentirme guapa también por dentro. ¿Para qué las quiero si no?
  —Pues podrías habértelas puesto para mí —le sugirió él.
  —¿No te ha gustado lo que viste al llegar?
  —Claro que sí —matizó él con una amplia sonrisa —. Pero es que nunca usas esa ropa interior. Siempre decías que te resultaba incómoda, y que te hacía sentir como una fulana.
  —Para ir a trabajar sí, claro. Pero para salir de fiesta no lo veo mal —reveló, a lo que su marido arqueó las cejas no demasiado de acuerdo, según su memoria.
  En ese momento la valenciana se agachó para subirse la parte superior del ligero, dejando todo su culo ofrecido y en pompa. Pedro no pudo evitar empalmarse de nuevo al verla tan sexi. Su suspiro se pudo escuchar en toda la habitación, al tiempo que retiraba la sábana que lo cubría.
  —Mira, cariño —señaló él.
  Claudia se dio la vuelta y vio el pene completamente erecto de su marido. Parecía que este quisiera saltar. Ella se rió y volvió a darse la vuelta para comenzar a ponerse las medias. Estiró primero su larga pierna derecha, esbelta y de piel suave, mientras se sentaba.
  —Mañana nos echamos otro. Cada día, si quieres, hasta que me quede embarazada —le ofreció de espaldas.
  Pedro no protestó, pues era una oferta muy generosa viniendo de su mujer, que normalmente no le hacía mucha gracia las relaciones sexuales tan seguidas. Sin duda era una gran mejora viniendo de hacerlo solo los viernes.
  La valenciana terminó de ponerse la primera media tras estirar la pierna y ponerla en alto. Solo cubría hasta el muslo, pero con las tiras del liguero comenzó a ajustarla. Pedro no estaba acostumbrado a ver a su mujer vistiendo tan sexi, sobre todo si no era para salir con él. 
  —Vale, pero vístete igual para mí mañana —le solicitó, todavía empalmado por ver a su mujer de esa manera —. Podrías ponerte las braguitas rojas de encaje que te compré en Reyes.
  Claudia se detuvo un momento al recordar que Ignacio se las había roto. 
  —Uy, ¿esas? Verás, cariño. Creo que las he perdido —se lamentó en tono decepcionado.
  —¿Perdido? —cuestionó él, sin poder creérselo todavía —. No me digas que están perdidas de verdad. Me costaron una pasta, mi amor.
  —Lo siento, cariño. Ya sabes que no me gusta ponerme ropa interior de tiendas sin haberlas lavado primero. Pero cuando ordenaba la ropa lavada no las vi —se justificó ella —. No sé si se la tragó la lavadora, si las tendí, pero se las llevó el viento, o si realmente nunca las subí. El caso es que no las encuentro. 
  Pedro bufó por la nefasta noticia. Habían sido caras y ni siquiera había podido ver a su mujer con ellas puestas. Entonces le vino a la mente las mismas bragas en el piso de Ignacio. Y pareció que se le iluminó la mente.
  —Ya sé lo que ha pasado…
  Claudia volvía a estirar una de sus piernas para colocarse las otras medias. Se las ponía lentamente, con un erotismo inusual en ella.
  —¿El qué? —preguntó finalmente.
  —El jodido vecino las ha robado de la tendedera.
  —¿Qué? —cuestionó ella.
  —¿Recuerdas cuando te dije que fui a cantarle las cuarenta? —preguntó él, que no tardó en ver el asentimiento de su mujer —. Pues resulta que vi unas iguales en el suelo. El muy cabrón seguro que las robó de la tendedera y se las regaló a su novia.
  —¿Cómo estás tan seguro? ¿Y si él también las compró en la tienda?
  —No. La dueña de la boutique me aseguró que eran artesanales y muy exclusivas. Sería mucha casualidad —espetó ahora con un gran enfado encima —. Será malnacido.
  —No puedes reprenderle algo tan grave sin pruebas, cariño —le comentó ella —. De todos modos, de ser cierto, y aunque te las devolviera, no pienso ponerme unas bragas usadas por otra. Incluso aunque las lavase.
  —Claro que no, tú eres una mujer decente —estuvo él de acuerdo —. Y menos si vienen de la guarra a la que se tira. Lo mismo coges algún tipo de enfermedad venérea. 
  —Habla más bajo…
  —Espera… —la interrumpió él, sin bajar la voz, y con el pulgar en alto por una nueva hipótesis —. Otra posibilidad es que ella las hubiera robado. Si no recuerdo mal, Ignacio me dijo que su novia aseguraba haberlas comprado en un centro comercial. 
  —Pedro… —le susurró ella con énfasis —. Podrían estar ahí al lado.
  —¡Pues que me escuchen! Me da igual.
  —No lo sabes —la acusó su mujer, más seria —. Quizá aparezcan. Tengo que buscarlas bien. No crees enemistades con los vecinos por un error.
  —Esperaré a que las busques bien, pero te aseguro que como no aparezcan pienso ir a que me devuelva lo que costaron —reprendió sin bajar el tono —. Vaya que sí.
  —Como quieras.
  Claudia se encogió de hombros ante la amenaza, y luego comenzó a atarse las tiras del liguero con las medias de la pierna izquierda. Tras terminar se levantó mostrando una vez más su bonito culo. Fue a colocarse las botas de tacón y eso provocó que a Pedro se le levantara otra vez, y él vio disuelto todo su enfado en un momento. Su pene volvió a crecer sin contención.
  —Vaya. Estás cañón, cariño. Ojalá pudieras quedarte esta noche con eso puesto.
  —A mí me gusta tan poco como a ti. Pero tengo que hacer vida social —confirmó al tiempo que se ponía un collar de plata que reservaba para ocasiones especiales.
  Pedro abrió los ojos, sorprendido por el cambio de opinión que tenía su mujer ahora. 
  —Antes no te importaba nada la vida social —añadió, tras suspirar —. Siempre rechazabas sus invitaciones, alegando que una mujer que sale de fiesta sin su marido es una fulana. Te acuerdas de… ¿Cómo se llamaba…? ¿Mariana?
  —Martina —le recordó ella mientras se colocaba los pendientes.
  —Ah, sí. Martina. Me tenías la oreja caliente con ella. La pusiste de furcia para arriba cuando te enteraste de que salía con sus amigas de fuera del trabajo, y sin su marido, casi todos los sábados —le recordó él —. Incluso la dejaste casi de hablar, y eso que erais muy amigas.
  —Yo no lo recuerdo exactamente así —se quejó ella mientras arrugaba la frente, algo incómoda.
  —¿Ah, no? —se sorprendió Pedro —. De todos modos, a mí no me parece mal. Solo digo que…
  —¿Qué, Pedro? ¿Qué es lo que quieres decir? —le preguntó ella en un tono seco —. ¿Que soy una guarra por ponerme lencería cuando salgo de fiesta? ¿Qué soy una ramera por salir sin mi marido?
  —No —negó él con énfasis, y algo incómodo porque no se le hubiera entendido —. Me refiero a que… no importa. A mí me parece bien, mi amor. En serio. Bueno… Lo de la lencería es un poco excesivo, pero no me disgusta que salgas para nada.
  —Pues vale —indicó ella mientras agarraba su vestido de noche y se lo ponía poco a poco. La tela parecía suave y fue deslizándose por su piel como si estuviera embadurnada en aceites aromáticos. Era de una sola pieza y resaltaba mucho su figura. La falda llegaba más abajo de las rodillas, y aunque tenía algo de escote, no era excesivo. Se giró hacia su marido y esbozó una bonita sonrisa —. ¿Qué te parece?
  —Impresionante —evaluó con cara embobada. Se había puesto realmente cachondo y como no tenía la sábana encima su mujer vio su pene erecto de nuevo. Él bajó la cabeza y puso una sonrisa socarrona —. Sería una pena no disfrutarte estando así, tan sexi. Cuando vuelvas podríamos echarnos otro, y valdría por el de mañana, ya que de hecho sería ya mañana, ¿no?  
  —Hazte una paja, Pedro. Además, llegaré muy tarde y cansada —dijo ella mientras se miraba en el espejo y se dejaba cautivar por su propia figura. Finalmente esbozó una ligera sonrisa lasciva, que por la escasa luz no pudo apreciar su marido —. Tengo la intención de bailar toda la noche.
  —Pero si a ti no te gusta bailar —añadió sorprendido él.
  —Porque tú no me sabes llevar bien, mi amor.
  Pedro se quedó mudo un instante. Él sabía muy bien que se le daba fatal, pero eso era algo que no le pesaba porque a su mujer tampoco le agradaba demasiado el baile.
  —Tampoco es que antes fuera importante para ti —le recordó él —. De todos modos… ¿qué pasa? ¿Piensas bailar con otros hombres?
  Claudia se rió mientras negaba con la cabeza. Al tiempo que se ponía unos guantes negros de bonita manufactura y una pulsera de plata. Los guantes transparentaban de lo fina que era la tela y tenían siluetas de flores. Sin duda, más decorativo que para amortiguar el frío. Se deslizaron por sus largos dedos con sensualidad.
  —Ya te he dicho que no vamos a eso. Solo es salir entre amigas. Hemos hecho todas buenas migas, sobre todo por las reuniones que hemos tenido estos días —le explicó ella —. Además, ya sabes que a mí no me gusta bailar con más de un hombre.
  Pedro respiró más tranquilo, pues estaba convencido de que se refería a él.
  —Vale. ¿Y cuándo habéis quedado?
  —Saldré ya. 
  —¿Ya? —se preocupó él, que inmediatamente se enderezó en la cama —. Pero… si sólo son las seis y media de la tarde. Y todavía no me he preparado.
  —No, nada de maridos. Iré en taxi —aseguró mientras se ponía un abrigo grueso que la cubrió hasta las rodillas.
  —¿No puedo llevarte?
  —No, qué vergüenza —dijo ella como si la idea fuera una locura. Acto seguido fue hasta él y le dio un pico en los labios —. Me voy ya. Y recuerda que los niños siguen fuera y tienen prohibido volver después del oscurecer. Así que vístete y sal a buscarlos. Si quieres pide unas pizzas para cenar.
  Pedro asintió con incredulidad. No podía creerse que a su mujer le avergonzara que la llevara su marido, cuando antes era justamente que no lo hiciera lo que le causaba desazón. Solo pudo verla alejarse con un andar cargado de erotismo. 
 
  Pedro volvió a despertarse sobresaltado. Y luego miró hacia la pared furioso. Los ruidos de sexo eran tan obscenos y frenéticos que fantaseó con llamar a la policía. El vecino y su novia estaban dando todo de sí. Llevaban toda la noche follando sin descanso. La cama chirriaba sin parar y el aguante de ambos no parecía tener fin. Se pasaban entre media hora y tres cuartos de hora dándose caña como perros en celo. Terminaban, y después de un descanso, que oscilaba en tiempo, volvían a la carga. Lo debían haber despertado ya tres o cuatro veces esa noche. Pedro pensó en que la novia de Ignacio no podría andar recta en una semana.
  El mecánico palpó el lado de la cama de su mujer y no la encontró allí. Miró el reloj y se fijó en que eran ya las cuatro y media de la madrugada. Suspiró ofuscado, pues era bastante tarde ya, y Claudia ni siquiera había llamado. La preocupación lo embriagó y comenzó a pensar en mil situaciones distintas. Pero le era difícil pensar con tanto ruido sexual al otro lado. De repente, comenzaron a embestir la pared tan fuerte que le dio la impresión de que iban a tumbarla. Entonces, Pedro supo que no iba a poder pegar ojo a partir de ese momento. Entre la preocupación y las acometidas del vecino lo veía imposible.
  Por lo que, hastiado, Pedro lanzó un sonoro suspiro y sujetó la manta y la almohada de la cama. Prefería esperar a su mujer en el sillón de la sala. Donde el ruido a sexo no le molestara tanto. Justo cuando cruzaba la puerta de su dormitorio escuchó la voz amortiguada de Ignacio al decir, “me corro, me corro”, y un ligero gemido femenino, que por un momento le resultó familiar, se manifestó con placer.


Espero que os haya gustado. Se trata de un capítulo de uno de mis libros, el cual puedes descargar completo y gratis en mi patreon: patreon.com/JTyCC


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