
No. No lo es.
Y no porque no sienta el deseo… sino porque a veces, incluso a mí misma, me cuesta admitirlo.
Desde afuera, parezco lo que esperan: una mujer decente, correcta, con su alianza en la mano izquierda, que va al supermercado, que lleva a las chicas a la escuela, que cocina, que sonríe en las reuniones familiares. Nadie imagina —o tal vez sí, y eso lo vuelve aún más excitante— que dentro de esa misma mujer habita una puta. Una que no se esconde, que se moja con los mensajes, que se excita con miradas desconocidas, que guarda en su mente recuerdos de cuerpos ajenos que la hicieron vibrar más allá del deber.

La primera vez que lo sentí fue una mezcla de miedo y fuego. Estaba casada, mi hija tenía apenas meses, y un hombre —no mi marido— me miró de una forma distinta. Me sentí mujer otra vez. No madre, no esposa. Mujer. Deseada. Real. En ese momento no hice nada, pero esa mirada encendió algo en mí. Después vinieron los mensajes, las fantasías, las charlas que empezaban inocentes y terminaban con mi mano entre las piernas, en silencio, con el corazón latiéndome como si tuviera veinte años.
La segunda vez fue más directa. Salí con un hombre. No buscaba amor, ni compañía, ni nada más que eso: que me deseara. Que me usara. Que me hiciera suya. Y lo hizo. Me cogió en un hotel barato, contra la pared, sin sacarme del todo la ropa. Yo gemía con miedo y placer a la vez. Miedo por lo que significaba, placer por lo que me estaba devolviendo: la sensación de estar viva, ardiente, llena.

Y desde entonces fui más lejos. No solo me dejé coger, sino que me animé a mostrarme. A excitarme sabiendo que había otros hombres deseándome desde sus teléfonos. Morboseé en redes, en X, en Poringa, lugares donde nadie imagina encontrar a una madre de familia. Subí fotos mías desnuda, mostrando todo, con la cara visible, sin miedo. Porque esa era yo también. Y si algún hombre me hablaba por WhatsApp, no tardaba en mandarle una foto mía, mojada, abierta, entregada. No buscaba que me respetaran, buscaba que me calentaran. Que me hicieran sentir puta, sin culpa.

Porque sí, amo a mis hijas, y a mi esposo le tengo cariño y respeto. Pero la puta que hay en mí necesita otras cosas. Necesita ser deseada por ojos nuevos. Necesita manos que no sepan por dónde empezar. Necesita lenguas que no tengan historia conmigo, pero que me quieran saborear entera.
Ser puta no es fácil cuando sos madre, porque la culpa siempre está cerca. Te susurra cosas horribles. Te hace pensar que sos mala madre, mala esposa, mala mujer. Pero cuando te animás a callarla, aunque sea por un rato, y te entregás al deseo… todo cobra sentido. Volvés a vos misma. Te redescubrís. Y entendés que no hay contradicción en darlo todo por tus hijas… y también darlo todo en una habitación a oscuras, con otro hombre dentro tuyo, susurrándote cosas que te hacen olvidar el mundo.
Hoy no me escondo. No lo grito, pero tampoco me niego. Me miro al espejo y me gusto. Me toco y me enciendo. Y cuando alguien me desea, y yo también lo deseo, no huyo. Me entrego. No por venganza, no por vacío. Lo hago por mí. Por la puta que me habita. Por la mujer que no se conforma. Por la madre que, después de dar tanto, también merece gozar.

Y ¿sabés qué? Algún día, cuando mis hijas crezcan, quiero que también sean libres. Que sepan que su cuerpo es suyo. Que pueden amar, criar, ser esposas… y al mismo tiempo, si lo sienten, ser mujeres ardientes, deseadas, vivas. No les enseñaré a reprimir su fuego. Les enseñaré a elegir cómo y cuándo arder.
9 comentarios - Es fácil ser puta cuando estás casada
Saludos