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El Crimen del Colibrí 6

  En los edificios de apartamentos no era raro tender la ropa en la azotea. Había poco espacio en los pisos y pocos podían permitirse las modernas secadoras en sus casas. Con dos hijos y un marido, Claudia solía subir todos los días a la azotea, e Ignacio lo sabía. La valenciana movió su pubis, coqueta, mientras miraba con lujuria a su vecino en el cuarto de las lavadoras.
  —Eres incapaz de aguantar ni dos días, ¿verdad? —le acusó ella mientras tragaba saliva y suspiraba cachonda.
  Eran ya las seis de la tarde y Claudia se había duchado hacía horas. En ese momento llevaba unos simples vaqueros, pero Ignacio se los bajó de golpe, junto con las bragas, y dejó a la periodista con el chocho al aire. Claudia lanzó un suspiro y el ingeniero sujetó a la mujer por el culo, pero introduciendo sus manos por debajo de su entrepierna y acercando el pubis de ella a su cara. Inmediatamente después succionó el coño de la valenciana y comenzó a lamer toda la vulva.
  A Claudia rara vez le habían comido el coño, y todas las veces habían sido en la última semana y obra de Ignacio. Siempre sentía un cosquilleo que le daba un poco de incomodidad, pero al poco tiempo se acostumbraba y el gusto era embriagador. El ingeniero le metió la lengua en la vagina, y le estrujó el culo mientras lo hacía, como si fuera la pulpa de una naranja que quisiera exprimir.
  El cuarto de las lavadoras apenas disponía de unos diez metros de largo y doce de ancho, con una única puerta de entrada y una gran ventana para la ventilación. Las paredes estaban encaladas, pero no pintadas. Y, aparte de seis lavadoras, una mesa central, y un par de estanterías con jabones y trabas de la ropa, no había mucho mobiliario. 
  La valenciana estiró las piernas y se puso de puntillas por la excitación, al tiempo que se sujetaba en los fuertes hombros de él. Notó la inconfundible sensación de adormecimiento de su entrepierna, que lejos de insensibilizar expandía el placer. Suspiró entrecortadamente y comenzó a desabrocharse la camisa rosada de manga larga. Sentía a su clítoris sensible por los movimientos y cómo los labios de su coño respondían a los de su amante. Era tanto el éxtasis que a Claudia le temblaban los dedos y necesitaba varios intentos para desabrochar cada botón. Para cuando llegó a abajo su culo liso y pálido como el de un bebe ya estaba enrojecido por los apretamientos de las grandes manos de su amante.
  Tras desabrocharse los botones Claudia no se quitó la camisa, sino que se deshizo de su sujetador y dejó las tetas al aire. La camisa abierta dejó visible su vientre y sus pechos. La piel era muy blanca. No solo por genética, sino por su arraigada costumbre conservadora de llevar prendas que apenas enseñaban carne. Sus pezones tenían un color rosado oscuro, y estaban tan rígidos que le dolían al más mínimo roce de sus cabellos rubios. La valenciana los apartó y se ajustó la traba del pelo para que este se mantuviera sujeto a su espalda.   
  Ignacio apartó la boca mientras se relamía sus labios, y aprovechó la posición de sus manos en el culo de ella para elevarla sujetándola desde los muslos con sus antebrazos. Claudia quedó levantada del suelo casi un metro de golpe, y estuvo a punto de chocar con la cabeza en el techo del cuarto de las lavadoras. Su vagina se abrió de par en par en esa posición, quedando un agujero impúdico y mohoso coronado por un escueto mechón rubio de pelo de su pubis, que estaba mojado por las babas de su amante. La polla empalmada del ingeniero quedó erguida como una gran estaca de madera en los límites de un ejército de infantería del medievo. Y él la dejó caer suavemente hasta que la vagina de ella se acopló al miembro erecto. La valenciana lanzó un gemido tan erótico que estuvo a punto de hacer flaquear las fuerzas de él.
  Las penetraciones se sucedieron con intensidad y el ingeniero aprovechó la pared para apoyar parte del peso de ella. Eran fuertes y hondas dado que la gravedad así lo exigía, pero la valenciana no se quejaba pues ya estaba acostumbrada a las potentes embestidas de su amante tras una semana acudiendo a su cama. Las suaves tetas de Claudia bailaban por el movimiento frente a la cara de él, y sin poder remediarlo Ignacio metió una de ellas en su boca y la succionó con voracidad. Eran muy blandas y suaves, con pezones pequeños y rosados. 
  La periodista gemía con discreción, pero sin contención. El ruido de la lavadora al remover la ropa amortiguaba los gemidos lo suficiente como para no tener que ser tan comedida. Era muy atrayente para ella, pues siempre cuidaba el detalle del ruido. No solo con su amante, sino también con su marido pues tenía hijos en casa. Siempre le había resultado sencillo ser discreta, e incluso era buscado por ella, pero con Ignacio le costaba contenerse. Y no tener que hacerlo del todo le estaba poniendo muy cachonda. 
  —Estás desatada… —dijo el ingeniero al escucharla tan apasionada.
  Claudia miró a su amante con rostro lujurioso y le enseñó la lengua de forma obscena solo para sentirse más guarra. A él le pareció un gesto pueril, pero para ella, siendo siempre tan recatada y llevando el protocolo social a rajatabla, fue muy significativo.
  —Enciende otra —le dijo en tono lascivo.
  —¿Qué?
  —Otra lavadora. Enciéndela.
  Ignacio sonrió y la atrajo para sí cargándola y sujetándola desde la espalda. Ella lo atenazó con sus extremidades por la cintura y por los hombros y comenzó a chuparle el cuello y la oreja mientras él encendió la lavadora siguiente sin haberla cargado de ropa ni nada.
  —Ya está —dijo él mientras Claudia gemía a su oído sin freno. 
  —Enciéndelas todas —le susurró ella, en un tono de voz que indicaba que estaba desatada por la lujuria.
  El ingeniero colocó a su amante sobre la amplia mesa en medio del cuarto, que servía para acomodar las cestas de la ropa, y extrajo su pene viscoso como si hubiera estado metido en fango. Ella se quedó abierta de piernas tocándose el coño y una teta mientras miraba a Ignacio, completamente empalmado, hacer lo que le había pedido. Una a una las otras cuatro lavadoras fueron encendidas y se pusieron en marcha en pocos segundos. El ruido fue ensordecedor y Claudia sonrió con descaro.
  —Todas encendidas —le dijo él cuando llegó hasta ella.
  —Fóllame —dijo en voz alta —. ¡Fóllame como a una puta!
  Ignacio se puso tan cachondo que fue hasta ella con la impetuosidad de un toro y se golpeó en el muslo con la mesa, pero no le importó e ignoró el dolor. Le abrió las piernas a ella y le metió el pene en la vagina sin miramientos. Las embestidas arrancaron directamente a máxima potencia y Claudia comenzó a gemir como una posesa, sin freno ni medida. Mientras más gemía ella, más fuerte la metía él, y la mesa comenzó a tambalearse con tanto ahínco que por un momento pareció que fuera a romperse. Los bramidos de Claudia nacían de su diafragma, y estaban tan cargados de éxtasis e indecencia que le harían crecer la polla hasta a un eunuco.
  —¿Te gusta? —inquirió Ignacio con voz entrecortada mientras metía su miembro como una metralleta.
  —¡Sí! —exclamó Claudia alargando la vocal durante varios segundos —. Quiero a esa polla gorda y gruesa dentro de mi coño.
  —¿Quieres te folle tu chocho de casada como si fuera el de una vulgar ramera? —espetó él, manteniendo, a su vez, el ritmo pese a la intensidad y los chirridos de la mesa.
  —Pétame bien. ¡Soy tu fulana, tu ramera! —espetó ella mientras cerraba los ojos y jadeaba como una cerda —. ¡Soy tu puta!
  Claudia estaba desatada. Como si su parte racional estuviera escondida en un rincón oscuro, aprisionada con grilletes, y la más pasional hubiera tomado el control total de su cuerpo. Tal era su enajenación que no escuchó los primeros golpes en la puerta sonar. 
  El cuarto de lavadoras era muy cotizado los fines de semana, por lo que Claudia había cerrado la puerta con llave dejándola puesta, por si acaso. Pero que la puerta estuviera atrancada no impedía que la gente subiera, y esta era sacudida ante la necesidad de una vecina por lavar su ropa. Ella intentó abrir, pero como no podía siguió llamando. Se escuchó una voz tras la puerta, pero era imperceptible.
  Los gemidos de Claudia, a su vez, eran excitantes y cargados de una lujuria contenida durante años. La valenciana jamás había gemido de esa manera en toda su vida. Se había desatado durante un instante sin pensar en ninguna consecuencia, y el placer fue tan intenso que una sucesión de varios orgasmos cortos comenzó a sacudirla. El pene de Ignacio invadía cada centímetro cúbico de su interior. Ella sentía la presión en su entrepierna, y por un momento parecía que se fuera a romper, pero la valenciana no cedió ni se dejó amedrentar.
  —Soy una puta —dijo con voz muy entrecortada por los gemidos continuos de su garganta. Los orgasmos comenzaron, y subieron y bajaron en intensidad —. Una puta sucia y hedionda. ¡Dios!
  Tras la enorme descarga las fuerzas de Claudia se vieron menguadas, pero Ignacio seguía embistiendo con potencia y ahora las penetraciones le parecieron muy molestas por lo que detuvo a su amante con las manos. Este comenzó a frenar, con babas en los labios por el esfuerzo. Fue entonces cuando pudo escuchar, muy de fondo, la voz de una de sus vecinas tras la puerta.
  La valenciana se alarmó e irguió su tronco de improviso. Se zafó de Ignacio con empujones ayudados por sus pies y se movió en dirección a la puerta. A los dos pasos se tambaleó, pues la habían petado bien. Por sus mulos caía el líquido vaginal, ramificándose como ríos que serpentean un valle. Su traba del pelo estaba a punto de caerse y se sostenía endeblemente. El cabello dorado, por tanto, estaba casi suelto por completo. La mujer se fue aproximando hasta la puerta y acercó el oído todo lo que pudo. Rápidamente escucha una voz familiar. 
  —Hola… ¿quiere alguien abrir la puerta?
  Claudia estaba segura de haber escuchado la voz de Valentina pese al ruido de las lavadoras. La vecina tenía un tono inconfundible, y si entraba ataría cabos en un segundo. Inmediatamente revisó la llave de la cerradura y la vio que se había desplazado un centímetro, por lo que volvió a empujarla todo lo posible. No podía dejar que entrara nadie. 
  Entonces Ignacio la sujetó por la cintura y la llevó a la pared y empotró el culo de ella contra el sólido soporte. Le levantó la pierna derecha dejando su vagina de nuevo al descubierto.
  —Espera… ¿Qué haces?
  —Estoy a punto de correrme. No me dejes así.
  Claudia tragó saliva, y miró con picardía el cabezón de la polla de su amante, que se movía inquieto con hambre de chocho. No quería dejarlo a medias, pero tampoco quería quedarse junto a la puerta. Por lo que se zafó del agarre de su amante y se fue al otro extremo del cuarto. Acto seguido apoyó su espalda en la pared, abrió las piernas, y estiró su vulva para que su vagina quedara abierta del todo. Ignacio se abalanzó hasta ella, y dejó que este llevara su pene hasta el impúdico chocho. El miembro de él se introdujo con mucha facilidad dentro de ella, al tiempo que la vecina volvía a tocar la puerta.
  —¿Por qué esa bruja no se va de una vez? —inquirió la valenciana.
  El ingeniero comenzó a penetrarla de menor a mayor intensidad, y miró a los ojos a su amante. Juntaron sus rostros y comenzaron a besarse apasionadamente. Claudia lo rodeó con sus brazos por el cuello y cerró los ojos. Tenía la vagina escocida por las fuertes penetraciones de antes, pero no tardó demasiado en encontrarle el gusto. Pronto percibió como Ignacio comenzaba a aumentar el ritmo de forma frenética, mientras ponía esa mueca lasciva que siempre hacía antes de correrse. Sin embargo, a diferencia de otras veces, el ingeniero no retiraba su pene de dentro de ella. La intensidad aumentó, pero la polla no abandonó el confortable y cálido agujero que era la vagina de Claudia. Entonces ella comenzó a preocuparse y, justo cuando intuyó que vendrían los espasmos, empujó con todas sus fuerzas a su amante. 
  Ignacio trastabilló y cayó de culo hacia atrás. Antes de que tocara el suelo había empezado a correrse, quedando un hilo de semen en el aire que se desparramó en el piso, y luego, como si de una fuente se tratara, el resto de la leche salió en cortas sacudidas. Claudia, rápidamente, inspeccionó con sus dedos el interior de su vagina, y no vio, aparentemente, restos de semen.
  —¿Ibas a correrte dentro? —cuestionó ella con rostro preocupado. Su voz sonó amortiguada por el ruido de las lavadoras, pero se escuchó con claridad —. Habíamos acordado que lo hacíamos sin preservativo, pero solo si la sacabas antes de correrte —le recordó. Ignacio hizo amago de querer decir algo, pero las palabras no salieron de su boca. Claudia negó con la cabeza tratando de dar una explicación por él —. Ya sé que quieres terminar dentro, por eso había pensado en esas píldoras que están tan de moda ahora… Siempre me han parecido un timo, pero algunas en el periódico dicen que funciona…
  —Quiero un hijo, mi amor —la interrumpió Ignacio, con su voz grave y segura, alzándose por encima del ruido de las lavadoras.
  Claudia se quedó paralizada. Era la primera vez que la llamaba con el apelativo de “amor”, y eso la dejó indefensa por un instante.
  —¿Un hijo?
  —En el Retiro dijiste que lo tendrías.
  La valenciana negó de inmediato mientras se tapaba los pechos cerrando la camisa rosa.
  —No, no. Te dije que lo tendría, sin dudarlo, si no estuviera casada —indicó ella poniendo énfasis en la última palabra —. No puedo hacerle daño a mi familia de ese modo. No puedo hacerle eso a mis hijos, ni a mi marido. Qué dirían de mí… no.
  —Yo no te pido que dejes a tu marido —indicó Ignacio mientras se levantaba —. Al contrario. Si tengo un hijo quiero que esté con una familia como la que tú tienes. Con unos hermanos tan buenos como Emma y Eric, y con unos padres como tú y Pedro.
  —No te entiendo.
  —Todos podemos irnos de este mundo en cualquier momento. Y yo no he dejado legado alguno. Tengo treinta y ocho años y todavía no tengo hijos. ¿Y si no tengo tiempo…?
  —Pero… yo estoy casada.
  —Contigo sé que ese niño estaría a salvo, seguro y feliz. 
  Claudia miró a su amante sin comprender del todo una petición tan inusual. Pero mantuvo la mirada fija en él lo suficiente como para saber que hablaba en serio.
  —¿Quieres dejarme embarazada y que haga creer a mi marido que el hijo es suyo?
  —Sí. Quiero que tengas un hijo de mi sangre.
  Claudia se apartó hacia atrás, aunque la pared le impidió que se moviera del lugar. Se quitó el pelo de la cara y se puso la traba de forma que el cabello quedara recogido de nuevo.
  —Ignacio. Es una jodida locura. Ni siquiera quiero tener un hijo ahora. 
  —¿Por qué no?
  Claudia lanzó un quejido sarcástico.
  —Qué fácil es para vosotros, joder. Ya tengo a dos hijos casi criados, y me ha costado lo mío. No tengo tiempo de volver a pasar por todo eso. Quedarme casi inválida durante un año, para luego volver a cambiar pañales y no poder dormir por las noches —respondió con estrés —. Perdería mi trabajo si me quedo embarazada, estoy segura.
  —Por el dinero no te preocupes. Tengo de sobra para que no os falte de nada, y podría dártelo de manera que tu marido no supiera…
  Claudia interrumpió al ingeniero con un siseo tan alto y enérgico que superó el ruido de las lavadoras. La oferta la había abofeteado, y no era capaz de digerirla y responder con raciocinio al mismo tiempo. Solo podía pensar en que era una locura.
  —Mi respuesta es no —le aseguró en tono serio —. Y, sinceramente. Ahora que me has propuesto esto creo que si queremos seguir va a tener que ser con preservativo. Miraré lo de la píldora esa, pero hasta que me informe bien… tendrá que ser así.
  Ignacio recogió sus pantalones del suelo y comenzó ponérselos. Tenía los ojos llorosos y miraba a Claudia con sobrecogimiento.
  —Te comprendo. Pero creo que lo mejor, entonces, es que dejemos de vernos.
  La valenciana frunció el ceño, verdaderamente dolida por esas palabras. Durante unos segundos pareció estar en shock. Y entonces se encogió de hombros con fingida indiferencia, para luego señalar a la ventana. 
  —¿Puedes salir por ahí? Podrás caer sobre las escaleras del edificio si bajas por la repisa. Para que la vecina no nos vea bajar juntos.
  El ingeniero asintió en silencio con la vista puesta en el suelo. Los dos comenzaron a vestirse solo con el estruendo de las lavadoras de fondo. A Claudia ahora el ruido le parecía molesto, y creía que le iba a doler la cabeza. Hacía pocos minutos atrás le resultaba confortable, ya que ocultaba su pasión desenfrenada, pero ahora era fastidioso y desagradable.
  Ignacio terminó de vestirse y se dirigió a la ventana. Miró hacia abajo y vio que salir por ahí era factible, y no había nadie. Volteó la cabeza para mirar a los ojos a Claudia, y dibujó una ligera sonrisa triste. Ella no dejó que sus ojos sacaran ni una sola lágrima hasta que se fue.
  Habiéndose quedado sola, ya vestida, se dirigió a la puerta y la abrió. Frente a ella estaba Valentina, tal y como había pensado Claudia. La alta mujer llevaba su pelo castaño recogido y tenía un vestido ligero con suéter azul. La valenciana no pudo creerse que la muy arpía todavía siguiera allí. Pero la miró con rostro aterrorizado, ayudada por las lágrimas que ahora le salían solas por el vaho de tristeza que la cubría.
  —Qué vergüenza —empezó diciendo —. No sé cómo se han activado todas las lavadoras y no puedo apagarlas.
  Valentina la observó primero a ella, sin poder creerla, y luego miró al interior del cuarto. Viendo, efectivamente, que las lavadoras estaban todas encendidas.
  —¿Se te han activado todas? ¿Solas?
  —Si, es que estaba comprobando una cosa que me habían dicho y… lo siento tanto. Ahora tendrás que esperar a que terminen.
  Valentina suspiró evitando reprimir su enojo. Masculló algo por lo bajo y arqueó una ceja.
  —¿Por eso cerraste? ¿Por qué te avergonzabas del destrozo? —inquirió la vecina para finalmente encogerse de hombros —. Lo hecho, hecho está. Vendré más tarde.
  —Perdona —repitió la valenciana.
  Claudia se dio la vuelta y miró la ventana abierta. Se quedó unos segundos absorta y finalmente se marchó a su casa.

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