
En un tranquilo barrio donde todos se conocían, Mariela destacaba por ser una mujer llena de confianza y sensualidad. Madre de dos hijos adolescentes, vivía en una casa al final de la calle, una vivienda que siempre parecía envuelta en una atmósfera especial, casi magnética.
Mariela no era una mujer común. Su porte, su forma de caminar, y esa sonrisa pícara que siempre tenía, hacían que los padres de sus hijos y los vecinos la miraran con una mezcla de admiración y deseo. Sabía cómo usar su mirada para provocar sin decir una palabra, y con su presencia lograba que los hombres del barrio se distrajeran en más de una ocasión.
Cada mañana, mientras cuidaba el jardín o colgaba la ropa al sol, Mariela vestía prendas que dejaban ver su figura, sin llegar a ser obvias, pero lo suficiente para despertar la imaginación de quienes la veían. A veces se detenía a charlar con las madres del barrio, y aunque sus palabras eran amables, había un tono sugerente que hacía que las conversaciones parecieran cargar una tensión silenciosa.
Los padres que la conocían intentaban mantener la compostura, pero en secreto deseaban que Mariela les prestara atención, imaginando cómo sería ser el elegido para sus juegos secretos y prohibidos. Y ella, sin abrir completamente las cartas, disfrutaba de esa tensión, jugando con la línea entre la inocencia y el deseo.
Una tarde de verano, cuando el sol caía lento y el barrio parecía detenerse, Mariela salió a regar las plantas con un vestido ligero que dejaba al descubierto sus piernas largas y torneadas. Los vecinos, desde sus ventanas o al pasar, no podían evitar mirarla y sentir un cosquilleo que se mezclaba con la culpa y el anhelo.
Mariela era consciente del poder que tenía, y aunque respetaba las normas sociales, disfrutaba siendo ese misterio que todos querían descubrir, ese deseo oculto que incendiaba las calles sin que nadie se atreviera a hablarlo abiertamente.
La invitación silenciosa
Era una tarde calurosa y Mariela estaba sola en su casa. Sus hijos habían salido con su padre a una reunión familiar, y ella decidió aprovechar ese momento para sentirse libre y dueña de su propio juego.
Se puso una bata de seda, suave y ligera, que apenas cubría su cuerpo. La tela se movía con cada paso, insinuando las curvas que había debajo. Mariela se acercó a la ventana del salón, que estaba completamente abierta, dejando entrar la brisa que acariciaba su piel desnuda.
Consciente de que las casas vecinas quedaban a pocos metros, abrió aún más las cortinas, dejando que la luz del sol resaltara su figura. Se quedó allí, recostada contra el marco de la ventana, con la bata desabrochada en la parte superior, dejando entrever su escote y un poco más.
Los ojos curiosos y atentos no tardaron en aparecer. Algunos vecinos caminaban por la calle y no podían evitar alzar la mirada hacia Mariela, quien parecía disfrutar de cada mirada furtiva, de cada suspiro reprimido.
Se movía despacio, consciente de cada detalle, de cada gesto que podía provocar suspiros y pensamientos ocultos. A veces se apoyaba con suavidad en el marco, otras dejaba caer la bata hasta mostrar una pierna, como invitando sin palabras a que la observaran.
La tensión en el barrio creció esa tarde, y aunque nadie se atrevía a decirlo, todos sabían que Mariela estaba jugando un juego peligroso, un juego donde ella tenía el control absoluto.
Martín cruza la calle
No pasó mucho antes de que Martín, un vecino que llevaba tiempo admirándola en secreto, se animara a cruzar la calle y tocar su puerta.
El timbre sonó y Mariela, aún con la bata suelta y la ventana abierta, sonrió con picardía mientras caminaba hacia la puerta.
—Hola, Martín… no esperaba que te animaras tan rápido —dijo con voz suave y cómplice.
—No podía resistirme. Verte así, tan libre y provocadora… era imposible quedarme quieto —respondió Martín, con una sonrisa nerviosa pero decidida.
—Entonces entra… quiero que veas cada detalle —invitó Mariela, cerrando la puerta lentamente y dando un paso hacia él.
Martín entró, acercándose despacio, sin apartar la mirada de esa piel que parecía brillar bajo la luz del día.
—Quiero sentirte mía, aquí, ahora —susurró Martín con voz grave.
—Aquí estoy, Martín. Solo para ti —respondió Mariela, abriendo despacio la bata para mostrar más de su piel cálida y suave.
Sus dedos se encontraron y comenzaron a recorrerse con deseo, mientras la tensión crecía en el aire.
En la cama matrimonial
La luz del día entraba suavemente por las cortinas mientras Martín y Mariela se acomodaban en la cama matrimonial. La bata de seda había quedado atrás y su piel luminosa atrapaba la mirada de Martín como un imán.
Él la tomó con firmeza y ternura, como si fuera su mujer, como si aquel momento hubiera sido esperado durante mucho tiempo. Mariela se entregó sin reservas, disfrutando cada caricia, cada suspiro compartido.
—Mariela… te deseo tanto… —susurró Martín entre besos.
—Martín… más fuerte… no pares… —respondió ella jadeante.
Sus gemidos y susurros llenaron la habitación, mezclándose con el ritmo de sus cuerpos, que se unieron en una danza lenta pero ardiente.
—Quiero sentirte cerca, sentir cada suspiro —decía Martín, mientras ella gemía y pedía más.
El sol seguía entrando por las ventanas, iluminando esa escena de deseo profundo y complicidad que solo ellos compartían.
La llegada de Javier
Justo cuando la pasión aún llenaba la habitación, la puerta se abrió suavemente y Javier, otro vecino, entró. Su mirada se cruzó con la de Mariela, cargada de deseo y ternura.
—Mariela… cada instante contigo es un sueño del que no quiero despertar —susurró Javier mientras tomaba sus manos con delicadeza.
—Aquí no hay prisas, solo deseo y amor profundo —respondió ella, acercándose.
Los gemidos suaves comenzaron a mezclarse con sus susurros, llenando la habitación de una atmósfera de intimidad y entrega total.
Nuevamente en la cama
La luz suave del atardecer entraba por las ventanas mientras Mariela y Javier se acomodaban en la cama matrimonial. Sus cuerpos se movían al ritmo de un deseo creciente, cada roce encendía más la pasión entre ellos.
—Mariela… déjame escuchar cómo me quieres —susurró Javier.
—Javier… así… no pares… —respondió ella entre gemidos suaves.
Los suspiros y palabras entrecortadas crearon una melodía de pasión que llenaba la habitación, haciendo que el tiempo pareciera detenerse solo para ellos.
Final abierto
Martín y Javier se turnaban en la compañía de Mariela, compartiendo momentos de deseo y ternura, bajo la luz del sol que parecía bendecir cada instante.
Mariela, dueña de su juego, disfrutaba de esa libertad y poder, dejando una invitación silenciosa en el aire:
—¿Quién más se anima a cruzar la calle y venir a verme?
2 comentarios - Mariela, la vecina provocadora