El Parque del Buen Retiro es uno de los lugares más icónicos de la capital de España. Ciento dieciocho hectáreas de bellos jardines y fuentes, puertas emblemáticas, artísticos monumentos y caprichos, o históricas estructuras. Los laberínticos paseos lograban que pudieras llegar a olvidarte de la ruidosa y caótica urbe de altos edificios. Por eso era el lugar más valorado por cualquier madrileño. También para Claudia y Pedro.
La familia de cuatro miembros estaba junto al monumental Palacio de Cristal. Un embriagador templo griego de vidrio y hierro, pensado inicialmente para albergar exóticas especies vegetales de las islas Filipinas, pero que con el paso de los años acabó convirtiéndose en una de las principales atracciones turísticas del Parque del Retiro.
Recubierta totalmente de planchas de cristal, tanto en sus paredes como en su techo con forma de cúpula, está sostenida por columnas jónicas de hierro y una estructura del mismo metal. Las tres naves de las que está compuesta le dan una considerable amplitud, y la convierten en un palacio mágico sacado de un cuento de hadas. Tanto Eric como Emma ya corrían para adentrarse a toda velocidad en su interior.
—Despacio, niños —les ordenó su madre, sin demasiado éxito.
Claudia miraba a sus hijos, sobre todo a Eric, que llevaba entre sus brazos un balón de fútbol. No quería ni pensar en el problema en que se meterían solo porque dejara caer al suelo el balón para jugar con él dentro del palacio.
La bella periodista se había puesto una larga y lisa falda verde, con algunos bordados amarillos de flores. Le llegaba casi hasta el tobillo por lo que apenas se veían sus medias blancas de un grosor equivalente al de un calcetín de invierno. También llevaba un robusto suéter blanco de cuello alto y mangas largas, y un cabello liso y muy repeinado a lo Marilyn Monroe que le daba un aire distinguido, aunque al mismo tiempo tradicional.
—¿No me crees lo que te he dicho? —preguntó Pedro en voz baja a su mujer.
—Al contrario, pero seguro que lo estás exagerando mucho.
Pedro bufó mientras negaba con la cabeza insistentemente. El hombre de treinta y tres años se había peinado con la raya en medio y perfumado a conciencia. Se había puesto un suéter verde a juego con la falda de su mujer, y unos pantalones marrones. Ropa más delicada que solo usaba los fines de semana, cuando no trabajaba en el taller.
—Si lo hubieras escuchado sabrías a qué me refiero. No puede describirse con palabras lo obsceno e inmoral que fue. Solo cuando lo vives puedes hacerte una idea — añadió el padre de familia a su mujer —. Y fue así toda la tarde desde que te fuiste, y no volvió a repetirse desde que llegaste después.
Claudia tragó saliva y fingió desinterés.
—Es normal, de todos modos. Está en su casa.
—No lo dirás en serio. ¿Y qué pasa con Emma y con Eric? Eso no es algo que tengan que escuchar por la tarde dos niños de su edad.
—Claro que no. El problema son esas paredes tan finas con las que construyeron los apartamentos.
—No. El problema es el poco decoro de ese tipo y de la fulana con la que se acuesta.
La valenciana dio un respingo por la forma de hablar de su marido. Una señora de al menos sesenta años giró la cabeza con rostro alarmado por el tono, para desviarlo de nuevo una vez dejó clara su censura.
—Pedro… —lo corrigió Claudia.
—Ni Pedro, ni nada —contestó a su vez, pero en un tono mucho más bajo y comedido —. Por lo menos la furcia esa no se puso a gemir en alto. Porque si no habría tenido que llamar a la policía.
—¿Por qué es una furcia? ¿Por qué es una mujer? Cuando tú y yo hacemos el amor me convierto en una furcia.
—Tú y yo no armamos ese escándalo. Y estamos casados.
—¿Cómo sabes que el vecino no está casado con esa mujer?
—Porque creo que dijo que era su novia, y además no lleva alianza en el dedo, ¿o no te has dado cuenta?
—Yo no me fijo en esos detalles.
Los niños miraban boquiabiertos la cúpula del Palacio de Cristal cuando sus padres los alcanzaron. Había bastante gente, incluso para ser sábado, y Claudia no quería que sus hijos se extraviaran. Entonces su marido le dio un ligero codazo.
—Hablando del rey de Roma —comentó él en un susurro mientras señalaba con el mentón a su izquierda.
Claudia giró la cabeza y reconoció a Ignacio rápidamente. El galante ingeniero llevaba puesto un sombrero, pero se le reconocía fácilmente. Unos vaqueros, junto con una chaqueta negra terminaban de engalanar al apuesto hombretón. Este levantó la mirada, cruzándola con la de Claudia, y acto seguido volvió a desviarla al suelo y se fue, por un lado. Era evidente que quería que lo siguiera, pero la valenciana trató de disimular.
—Pues sí. Parece que es él.
—Y está solo. No te parece raro que no se haya traído a su pareja. ¿La deja tirada en casa un fin de semana?
—Ni idea, cariño. Quizás está por aquí cerca, pero no la podemos reconocer porque nunca la hemos visto —añadió Claudia con voz ausente. Las palabras sonaron huecas pues su mirada estaba fija en un vacío infinito, mientras maldecía a su vecino por no haber respetado lo que le dijo de mantener las distancias.
Lo cierto es que Claudia solo tenía que ignorarlo, pero era incapaz de hacer tal cosa. Su mente no pensaba en nada más, y pronto se descubrió tratando de encontrar una excusa que le permitiera ir a verle. Los siguientes minutos le pasaron lentos y no paraba de mirar el lugar por el que se había ido su vecino.
—Seguimos —dijo ella finalmente.
—¿Ya? Pero si es el sitio del Retiro que más te gusta. Siempre tengo que sacarte a rastras de aquí dentro —exageró con amplia sonrisa su marido.
—Lo sé. Pero no quiero que Eric dé problemas con ese balón. El de seguridad no deja de mirarlo.
—¿Ah sí? —preguntó perplejo Pedro —. Está bien. Sigamos.
Cuando salieron del Palacio de Cristal observaron el bello lago artificial frente al palacio con magníficos cipreses de los pantanos. Pero los ojos de Claudia divisaron, en su lugar, a Ignacio, que estaba apoyado en un árbol con su vista fija en su amante. Acto seguido el ingeniero volvió a retomar el camino y se dirigió al oeste. En dirección al laberinto de paseos que estaba antes del Bosque del Recuerdo.
La valenciana no sabía cómo lograr escabullirse de su familia, así que recurrió a lo menos convincente posible.
—¡Vaya! Creo que he visto a Paola, una nueva compañera del periódico —inventó con cierto nerviosismo —. Que suerte. Tenía que mencionarle algunas cosas de la reunión de ayer en las que he pensado.
—¿Quién? —preguntó Pedro, que no sabía muy bien a quien miraba su mujer.
Claudia alzó la mano mientras señalaba casi al azar y notó los sudores fríos en su frente. En la dirección de su dedo había una mujer a bastante distancia con una chaqueta gris y pantalones negros.
—Esa. La de pelo negro con chaqueta gris —indicó ganando seguridad a cada palabra —. Es urgente, mi amor. ¿Podéis ir empezando a comer tú y los niños? Llévalos al Palacio de Velázquez y os coméis allí el bocadillo en lo que yo llego.
—¿Y tú no comes?
—No tengo mucha hambre. De todos modos, os alcanzo rápido —le dijo ella muy sonriente mientras le daba un beso en la mejilla, para a continuación marcharse y no dejar demasiado margen a su marido para la protesta.
Pedro se encogió de hombros y cambió de dirección al norte, mientras que la valenciana aceleró el paso adentrándose en los senderos y perdiendo de vista rápidamente a su familia.
El camino estaba lleno de hojas secas del anterior otoño, cercado por una pequeña valla de apenas medio metro. Los árboles se apostaban a ambos lados del sendero muy separados entre sí, y frondosos arbustos llenaban los espacios vacíos entre ambos. En esa zona eran especialmente abundantes.
Claudia vio a unos cincuenta metros a Ignacio y apuró el paso para darle alcance, pero este no se detuvo ni frenó la marcha, y ella no quería llamarlo en voz alta ni ponerse a correr por el paseo. Estuvieron así unos minutos hasta que la mujer cedió y aceleró hasta parecer que trotaba.
Finalmente ella alcanzó a Ignacio y lo agarró por el brazo para que se detuviera. Este se dio la vuelta y la sujetó por los hombros para luego llevársela fuera del sendero. La valenciana se dejó arrastrar y ambos acabaron en el suelo entre frondosos arbustos tras una suave caída controlada por el ingeniero. Este le dio un beso y ella lo recibió sin oponerse, pero solo duró unos segundos.
—¡¿Qué haces?! —exclamó en voz baja ella —. ¿Estás loco?
Ignacio se quitó el sombrero mientras se reía con sincera alegría.
—Me moría por verte.
—Habíamos acordado que los fines de semana nada —susurró ella —. ¿No puedes esperar hasta el lunes, joder?
—¿Y por qué me has seguido? ¿Acaso no puedo dar un paseo por el Retiro? —inquirió él con las cejas levantadas y el semblante sonriente.
—Venga ya. Es evidente que querías que te siguiera —le acusó ella —. Y hablando de seguir. ¿Me llevas acechando desde que salí de casa?
—Claro que no. Te he buscado aquí una vez he llegado. Ayer mencionaste que venías, ¿recuerdas?
Claudia suspiró y se revolvió inquieta entre los arbustos. El suelo no estaba pedregoso, sino suave por la hierba verde. Sin embargo, miró consternada su vestido al verlo con motas de tierra y hojas.
—Joder. Siempre acabo toda pringada cuando te veo —comentó con una sonrisa al fin, para luego volver a ponerse seria —. ¿Qué quieres?
—Nada. Solo vine a dar un paseo —aseguró él mientras se encogía de hombros —. Aquí no llamamos la atención y había que aprovechar el camuflaje de esa falda verde que te queda tan bien.
Ignacio le levantó la falda y se cubrió las piernas con ella mientras se pegaba más a su amante.
—Eh, espera —se quejó ella —. ¿Qué insinúas? Aquí ni loca.
El ingeniero no dijo nada. Solo acercó su rostro al de ella y la besó con ternura haciendo que ambos quedaran de lado, uno frente al otro, mientras seguían acostados en el suelo. Ella no mostró oposición y sus labios se juntaron en un abrazo tierno. Los besos en medio del frío que hacía eran muy confortables, y Claudia se fundía de pasión como una bola de helado en un brownie caliente. Chupaba la lengua de su amante enroscándola a la suya, al tiempo que metía sus dedos en el cabello liso de él. A la valenciana le encantaba dejarse invadir por la lengua de su amante. Sentirla tocar las paredes del interior de su boca para luego relamerla y sacarle todo el jugo como si se tratara de un chupete. Pero, tras varios minutos, Ignacio posó sus manos en las piernas de ella, sobre sus medias, y subió hasta sobrepasar el comienzo de las ligas sujeta medias y masajear la ingle con suavidad.
La valenciana comenzó a encenderse y él no tardó en meter sus dedos calientes por debajo de sus bragas blancas. Claudia percibió un cosquilleo en sus nalgas tras el delicado roce de las yemas de los dedos de su amante, y su vagina comenzó a dar palmas, pero entonces una pareja pasó muy cerca del límite del sendero y estuvieron a un par de pasos de pillarlos. Ella se sobresaltó.
—Espera —susurró —. Esto es demasiado arriesgado. Tengo que volver con mi familia.
—Solo un momento más. Aquí nadie nos ve —le dijo él en voz muy baja, con sus labios pegados al cuello de ella, de manera que el aliento le calentó la oreja izquierda.
Un cosquilleo cruzó a la mujer de arriba a abajo. Metió sus propias manos dentro del suéter de él y le acarició la fuerte espalda. Claudia notó el calor en la palma de su mano y suspiró al tiempo que juntaba más su pubis a la cintura de él. Sabía que tenía que irse, pero no quería hacerlo todavía. Quería quedarse un minuto más, como cuando te sobresalta el despertador un lunes a primera hora de la mañana.
Entonces el ingeniero le bajó las bragas hasta los muslos y Claudia sintió su coño desprotegido de su lascivo amante. Suspiró al sentir como Ignacio le frotaba el clítoris.
—Espera… Detente —le pidió mientras volteaba la cabeza tratando de escuchar a la gente andar por el paseo. No los veía, y casi no escuchaba los pasos en concreto, pero podía percibirlos como se percibe a alguien en el cogote —. Qué vergüenza.
El ingeniero le retiró las bragas bajándolas por completo y las tiró a la base del arbusto más cercano. Claudia dio un respingo al ver su ropa interior caer en medio de la tierra y las hojas. Entonces él puso su pene erecto, que se había sacado tras bajarse los pantalones, en medio de los dos muslos de ella y justo debajo de la vagina. Comenzó a friccionar su miembro con el movimiento de sus caderas, como si se estuviera masturbando usando el cuerpo de ella en lugar de con sus manos. Y acto seguido él aprovechó para volver a besarla apasionadamente. En pocos segundos la pareja estaba absorbida por su lujuria y los lametones se escucharon tanto que sintieron a alguien acercarse.
A Claudia se le erizaron los pelos de la nuca y su cuerpo comenzó a temblar a medida que notaba la presencia cada vez más cerca. Entonces de entre el arbusto surgió un perro que comenzó a olisquear a la periodista. Ella dio un sobresalto y juntó su cuerpo al de Ignacio hasta el punto de parecer que iba a meterse bajo su piel. El ingeniero abrazó a su amante, al tiempo que con la pierna y el brazo derecho trataba de espantar al can.
—Ruffie —llamó el dueño del perro desde el paseo —. Ruffie, vuelve.
El señor comenzó a meterse entre los arbustos y Claudia volvió a entrar en un pánico mudo que provocó que clavara sus uñas en la espalda de Ignacio. El ingeniero espantó al perro de un manotazo y este se retiró hacia atrás. El can volvió sobre sus pasos y el dueño lo recibió con alegría, así que ambos retomaron la senda.
La valenciana suspiró al borde de un ataque de nervios. Tuvo que respirar hondamente para tranquilizarse, y mientras lo hacía observó como algunas hormigas comenzaban a inspeccionar sus bragas junto al arbusto al explorarlas. Acto seguido miró a su amante con miedo.
—Ha estado cerca. Deberíamos volver ya.
Ignacio acercó su rostro al de ella y le chupó el borde de la oreja antes de hablarle al oído.
—Quiero follarte ahora y aquí, a la luz del día, en medio de toda esta gente mientras pasean con sus familias. Como a una puta en un callejón.
Acto seguido el ingeniero le levantó la pierna de ella mientras la sujetaba por un lado y restregó su pene directamente sobre toda la vulva. El corazón de Claudia comenzó a acelerarse y sintió el bombeo de la sangre hasta en el cuello. Todo su cuerpo comenzó a temblarle sin poder evitarlo, y era tal su grado de nerviosismo que parecía a punto de mearse a chorros. Era una temeridad y una obscenidad sin paragón follar en medio de la gente con un hombre que no era su marido. Podría perder toda su reputación de un plumazo, pero el éxtasis que sentía solo la dejó reaccionar de una forma. E Ignacio metió su pene dentro de su vagina.
Claudia se arqueaba cada vez que era penetrada. El miembro de él no tardó en invadirla por completo, y notó como las paredes de su vagina se estiraban de placer. El grueso pene entraba una y otra vez en su cuerpo y la visión se volvía borrosa por la tensión del momento. Un pájaro bailaba en el aire, sobre sus cabezas, como un pervertido mirón. Y era así cómo se sentía la valenciana. Observada. Ella escuchaba a la gente hablar de sus cosas, tanto hombres como mujeres, tanto ancianos como niños. Y se moría de vergüenza al tiempo que era invadida por un placer bochornoso. Comenzó a jadear en silencio al tiempo que cerraba los ojos para solo concentrarse en el goce.
Las penetraciones se volvieron más fuertes y el ruido comenzó a ser evidente. Claudia intentaba frenar a su amante sujetándolo por las caderas, pero sus manos flaqueaban al sentir el anestesiante placer. Extrañamente la sensación de orinarse no se le iba, al contrario. Se intensificó a cada instante con más urgencia. Era extraño para ella, pues era un placer difícil de describir. Uno que nacía de la degradación y la congoja. Uno que la sacaba de su cuerpo, como si no fuera dueña de sus brazos ni piernas. Que la obligaba a quedarse paralizada y dejarse mecer. Y entonces una vorágine que multiplicaba por dos su orgasmo más profundo sacudió su cuerpo y un chorro de orina transparente surgió de su entrepierna.
El chorro de orina salió entre espasmos y baño las piernas de ambos con un líquido pegajoso. Ignacio, sin embargo, no dejó de meterla y sus propios espasmos lo contrajeron a él también. Retiró su miembro y eyaculó en el borde de la falda de su amante, esparciendo su semen que se pegó sobre la tela como un chicle.
—Joder —dijo ella extasiada y al borde del desmayo.
—No he podido evitar correrme al verte tan cachonda.
—Creo que me he meado —jadeó un poco asustada, mientras reclinaba un poco la cabeza para verse la falda. Los pelos rubios en su vulva estaban empapados.
—Eso ha sido una corrida vaginal. Lo he visto otras veces.
Ignacio se separó de Claudia y quedó boca arriba mirando el cielo. Ella lo imitó y observó las impresionantes nubes con formas vistosas. Eran las nubes de siempre, en realidad, pero le parecieron majestuosas.
—¿Qué voy a hacer? No tengo mudas con las que cambiarme —susurró con voz agotada.
—Ha merecido la pena haber salido del apartamento —dijo en voz baja Ignacio, a su vez, tras una risita.
Claudia también se rió mientras observaba una gran nube con forma de fresa, pero luego analizó su frase. No entendió por qué le daba tanto reparo haber salido de su piso.
—No sueles salir del apartamento, ¿verdad?
—No, si puedo evitarlo.
La valenciana giró de nuevo la cabeza hacia él, pero sin girar el tronco, extrañada por su respuesta.
—¿Te quedas toda la mañana en el piso, y también por las tardes? ¿Nunca sales? —insistió ella, que no necesitó que le repitiera la respuesta —. Y por eso has traído sombrero ahora… ¿Es por el tipo siniestro de ayer?
Ignacio aspiró mucho aire para luego exhalar lentamente mientras veía cómo se deformaba una nube que le recordaba a un coche.
—Así es. Necesito un poco de tiempo antes de decidir cómo afrontar la situación. Entre tanto, es mejor no llamar la atención.
—¿Debes dinero? —preguntó ella sin pretender parecer maleducada.
—No. Yo no debo dinero a nadie —aseguró en voz baja, en un tono triste —. Pero he hecho cosas reprochables para conseguirlo.
—¿Por eso te persiguen? ¿Quién es? —preguntó preocupada.
—Mientras menos sepas mejor —intentó zanjar él, agobiado.
Claudia no dijo nada, pero no pudo evitar preguntar más por la preocupación.
—Solo contéstame a una cosa… ¿temes por tu vida?
Ignacio la miró con ojos apenados, como si hubiera dado en el clavo, pero no respondió a esa pregunta. En su lugar señaló a una nube que parecía una especie de pájaro.
—Mira. ¿No te recuerda a una cigüeña?
Claudia miró con detenimiento mientras ladeaba la cabeza.
—Más bien me parece un colibrí.
—¿Un colibrí? ¿En serio?
—Sí. Tiene un ala más grande que la otra. Eso puede deberse a una ilusión óptica por el movimiento del aleteo.
El ingeniero no pudo evitar la risa, pero la amortiguó al recordar que buscaban discreción.
—Supongo que cada uno ve lo que quiere ver —añadió finalmente —. Tu marido es un hombre afortunado.
Claudia no lo miró, pero entristeció la mirada.
—Por favor, no hablemos de él…
—Lo digo en el buen sentido —corrigió el ingeniero —. Tiene una familia. A dos hijos maravillosos. Su esencia está impresa en ellos. Un hombre nunca muere si su legado se perpetúa en sus hijos —divagó con la vista fija en las nubes en movimiento —. Yo… no tengo ninguno… Y tampoco sé si los tendré alguna vez.
—Claro que sí. Tendrás tus propios hijos con la mujer adecuada. Eres un buen partido —le aseguró ella, convencida.
Ignacio giró la cabeza en esta ocasión para mirarla a la cara. Claudia también la giró para mirarlo con afecto.
—¿Tú tendrías hijos conmigo?
—Desde luego —le aseguró con dulzura —. Si estuviera soltera no lo dudaría. De hecho, no sé cómo te han dejado escapar —reafirmó, para luego arquear las cejas —. Claro que tendrías que aprender a mantener tu rabo entre las piernas. Porque a ninguna nos gustan los hombres mujeriegos.
—¿Parezco un mujeriego? —quiso saber el ingeniero. Claudia asintió con vehemencia y él rió con avidez —. Pues que sepas que me encantaría tener un hijo contigo.
Claudia se rió efusivamente, tratando de no elevar el tono en todo momento.
—Más quisieras —comentó para luego sujetar su antebrazo con sus delicados dedos —. Oye… si necesitas ayuda de algún tipo, dímelo.
—No te preocupes. Lo tengo todo bajo control —le aseguró para luego suspirar —. Deberías volver con tu marido antes de que piense que te han secuestrado y llame a la policía.
Claudia puso cara de alarma y se levantó como un resorte. Nada más hacerlo sintió sus piernas pegajosas. Sus medias estaban húmedas de un líquido que se había vuelto más pringoso una vez seco. Luego miró a sus bragas y las vio cubiertas de hormigas. Supuso que su falda no estaría muy distinta así que se ahorró el mirar, pero le dio asco volver a ponerse las bragas.
—Son las segundas que pierdo por tu culpa —le dijo mientras señalaba su ropa interior —. Y en solo dos días.
Ignacio se rió mientras agachaba la cabeza.
—Te compraré un buen puñado de ellas.
La valenciana se sacudió la falda y se trató de arreglar el peinado para no parecer que había follado en mitad del campo bajo unos arbustos.
—¿Qué tal estoy?
Ignacio la vio con el pelo lleno de hojas y las motas de tierra en la cara y resopló sin saber qué contestar.
—Espera, que te ayudo a limpiarte.
Claudia tuvo que llegar hasta el Monumento de Alfonso XII para encontrar a su familia. El bello monumento fue elaborado por más de cuarenta grandes artistas de la época, y forma un semicírculo frente al gran Estanque del Retiro. Se trataba de un hemiciclo de columnas jónicas rodeando a una gran estatua del monarca, bellamente elevada con otras estatuas que la embellecían.
La valenciana vio primero a sus hijos, quienes la reconocieron nada más verla, y corrieron en pos de ella.
—¡Mamá! ¿Dónde estabas? —preguntó Eric sorprendido.
—Te hemos estado buscando por todos lados —casi pareció gritar Emma.
—Bajad la voz —les recriminó su madre, avergonzada por las miradas que atraían los gritos.
El niño de diez años rápidamente se fijó en la falda de su madre.
—¿Te has mojado la falda en una fuente, mamá? —preguntó Eric.
—Así es —asintió ella rápidamente, conforme con esa apreciación.
La valenciana no vio a su hija, que la tenía a su espalda y se la inspeccionaba. Claudia se giró y vio como Emma tenía un pegote de semen en el dedo y se lo llevaba a la nariz mientras lo olía. Inmediatamente puso cara de asco. La madre se alarmó y abrió los ojos como platos. Se agachó y, agarrando su falda, le limpió los dedos a su hija.
—No toques lo primero que veas, Emma —la reprendió para acto seguido buscar el lugar donde se manchó —. ¿Dónde lo viste?
—Aquí —le señaló su hija levantando un poco su falda, y demostrando que el líquido estaba en la parte interna y no externa —. Que asco. Huele como a yogur caducado. ¿Qué es?
Claudia se restregó los restos de semen que se habían quedado pegados en la parte interna de la falda.
—Son babas de caracol. Así que no las toques porque pueden ser venenosas.
Según terminó de hablar llegó Pedro apresuradamente.
—Clau… ¿dónde estabas? Creí que te habías perdido.
—Perdona. Es que se alargó la conversación un poco, pero tampoco he tardado tanto, ¿no?
—Casi una hora, cariño. Me he llevado un buen susto porque no te encontraba en ningún lado.
—Papá… ¿Has visto las babas de caracol que tiene mamá en la falda? No sabía que las babas fueran tan espesas.
—¿Qué? —preguntó confuso el padre.
—No les hagas caso. ¿Podemos irnos ya a casa? —solicitó ella con mirada suplicante —. Me he caído y manchado con el agua de una de las fuentes, y necesito darme una ducha cuanto antes.
—Sí, yo también quiero irme. Después de haberme asustado al no encontrarte no me apetece pasar la tarde por aquí hoy.
Claudia sonrió agradecida a su marido al tiempo que tanto Eric como Emma lamentaban la decisión con efusivas quejas.
Espero que os haya gustado. Se trata de un capítulo de uno de mis libros, el cual puedes descargar completo y gratis en mi patreon: patreon.com/JTyCC
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La familia de cuatro miembros estaba junto al monumental Palacio de Cristal. Un embriagador templo griego de vidrio y hierro, pensado inicialmente para albergar exóticas especies vegetales de las islas Filipinas, pero que con el paso de los años acabó convirtiéndose en una de las principales atracciones turísticas del Parque del Retiro.
Recubierta totalmente de planchas de cristal, tanto en sus paredes como en su techo con forma de cúpula, está sostenida por columnas jónicas de hierro y una estructura del mismo metal. Las tres naves de las que está compuesta le dan una considerable amplitud, y la convierten en un palacio mágico sacado de un cuento de hadas. Tanto Eric como Emma ya corrían para adentrarse a toda velocidad en su interior.
—Despacio, niños —les ordenó su madre, sin demasiado éxito.
Claudia miraba a sus hijos, sobre todo a Eric, que llevaba entre sus brazos un balón de fútbol. No quería ni pensar en el problema en que se meterían solo porque dejara caer al suelo el balón para jugar con él dentro del palacio.
La bella periodista se había puesto una larga y lisa falda verde, con algunos bordados amarillos de flores. Le llegaba casi hasta el tobillo por lo que apenas se veían sus medias blancas de un grosor equivalente al de un calcetín de invierno. También llevaba un robusto suéter blanco de cuello alto y mangas largas, y un cabello liso y muy repeinado a lo Marilyn Monroe que le daba un aire distinguido, aunque al mismo tiempo tradicional.
—¿No me crees lo que te he dicho? —preguntó Pedro en voz baja a su mujer.
—Al contrario, pero seguro que lo estás exagerando mucho.
Pedro bufó mientras negaba con la cabeza insistentemente. El hombre de treinta y tres años se había peinado con la raya en medio y perfumado a conciencia. Se había puesto un suéter verde a juego con la falda de su mujer, y unos pantalones marrones. Ropa más delicada que solo usaba los fines de semana, cuando no trabajaba en el taller.
—Si lo hubieras escuchado sabrías a qué me refiero. No puede describirse con palabras lo obsceno e inmoral que fue. Solo cuando lo vives puedes hacerte una idea — añadió el padre de familia a su mujer —. Y fue así toda la tarde desde que te fuiste, y no volvió a repetirse desde que llegaste después.
Claudia tragó saliva y fingió desinterés.
—Es normal, de todos modos. Está en su casa.
—No lo dirás en serio. ¿Y qué pasa con Emma y con Eric? Eso no es algo que tengan que escuchar por la tarde dos niños de su edad.
—Claro que no. El problema son esas paredes tan finas con las que construyeron los apartamentos.
—No. El problema es el poco decoro de ese tipo y de la fulana con la que se acuesta.
La valenciana dio un respingo por la forma de hablar de su marido. Una señora de al menos sesenta años giró la cabeza con rostro alarmado por el tono, para desviarlo de nuevo una vez dejó clara su censura.
—Pedro… —lo corrigió Claudia.
—Ni Pedro, ni nada —contestó a su vez, pero en un tono mucho más bajo y comedido —. Por lo menos la furcia esa no se puso a gemir en alto. Porque si no habría tenido que llamar a la policía.
—¿Por qué es una furcia? ¿Por qué es una mujer? Cuando tú y yo hacemos el amor me convierto en una furcia.
—Tú y yo no armamos ese escándalo. Y estamos casados.
—¿Cómo sabes que el vecino no está casado con esa mujer?
—Porque creo que dijo que era su novia, y además no lleva alianza en el dedo, ¿o no te has dado cuenta?
—Yo no me fijo en esos detalles.
Los niños miraban boquiabiertos la cúpula del Palacio de Cristal cuando sus padres los alcanzaron. Había bastante gente, incluso para ser sábado, y Claudia no quería que sus hijos se extraviaran. Entonces su marido le dio un ligero codazo.
—Hablando del rey de Roma —comentó él en un susurro mientras señalaba con el mentón a su izquierda.
Claudia giró la cabeza y reconoció a Ignacio rápidamente. El galante ingeniero llevaba puesto un sombrero, pero se le reconocía fácilmente. Unos vaqueros, junto con una chaqueta negra terminaban de engalanar al apuesto hombretón. Este levantó la mirada, cruzándola con la de Claudia, y acto seguido volvió a desviarla al suelo y se fue, por un lado. Era evidente que quería que lo siguiera, pero la valenciana trató de disimular.
—Pues sí. Parece que es él.
—Y está solo. No te parece raro que no se haya traído a su pareja. ¿La deja tirada en casa un fin de semana?
—Ni idea, cariño. Quizás está por aquí cerca, pero no la podemos reconocer porque nunca la hemos visto —añadió Claudia con voz ausente. Las palabras sonaron huecas pues su mirada estaba fija en un vacío infinito, mientras maldecía a su vecino por no haber respetado lo que le dijo de mantener las distancias.
Lo cierto es que Claudia solo tenía que ignorarlo, pero era incapaz de hacer tal cosa. Su mente no pensaba en nada más, y pronto se descubrió tratando de encontrar una excusa que le permitiera ir a verle. Los siguientes minutos le pasaron lentos y no paraba de mirar el lugar por el que se había ido su vecino.
—Seguimos —dijo ella finalmente.
—¿Ya? Pero si es el sitio del Retiro que más te gusta. Siempre tengo que sacarte a rastras de aquí dentro —exageró con amplia sonrisa su marido.
—Lo sé. Pero no quiero que Eric dé problemas con ese balón. El de seguridad no deja de mirarlo.
—¿Ah sí? —preguntó perplejo Pedro —. Está bien. Sigamos.
Cuando salieron del Palacio de Cristal observaron el bello lago artificial frente al palacio con magníficos cipreses de los pantanos. Pero los ojos de Claudia divisaron, en su lugar, a Ignacio, que estaba apoyado en un árbol con su vista fija en su amante. Acto seguido el ingeniero volvió a retomar el camino y se dirigió al oeste. En dirección al laberinto de paseos que estaba antes del Bosque del Recuerdo.
La valenciana no sabía cómo lograr escabullirse de su familia, así que recurrió a lo menos convincente posible.
—¡Vaya! Creo que he visto a Paola, una nueva compañera del periódico —inventó con cierto nerviosismo —. Que suerte. Tenía que mencionarle algunas cosas de la reunión de ayer en las que he pensado.
—¿Quién? —preguntó Pedro, que no sabía muy bien a quien miraba su mujer.
Claudia alzó la mano mientras señalaba casi al azar y notó los sudores fríos en su frente. En la dirección de su dedo había una mujer a bastante distancia con una chaqueta gris y pantalones negros.
—Esa. La de pelo negro con chaqueta gris —indicó ganando seguridad a cada palabra —. Es urgente, mi amor. ¿Podéis ir empezando a comer tú y los niños? Llévalos al Palacio de Velázquez y os coméis allí el bocadillo en lo que yo llego.
—¿Y tú no comes?
—No tengo mucha hambre. De todos modos, os alcanzo rápido —le dijo ella muy sonriente mientras le daba un beso en la mejilla, para a continuación marcharse y no dejar demasiado margen a su marido para la protesta.
Pedro se encogió de hombros y cambió de dirección al norte, mientras que la valenciana aceleró el paso adentrándose en los senderos y perdiendo de vista rápidamente a su familia.
El camino estaba lleno de hojas secas del anterior otoño, cercado por una pequeña valla de apenas medio metro. Los árboles se apostaban a ambos lados del sendero muy separados entre sí, y frondosos arbustos llenaban los espacios vacíos entre ambos. En esa zona eran especialmente abundantes.
Claudia vio a unos cincuenta metros a Ignacio y apuró el paso para darle alcance, pero este no se detuvo ni frenó la marcha, y ella no quería llamarlo en voz alta ni ponerse a correr por el paseo. Estuvieron así unos minutos hasta que la mujer cedió y aceleró hasta parecer que trotaba.
Finalmente ella alcanzó a Ignacio y lo agarró por el brazo para que se detuviera. Este se dio la vuelta y la sujetó por los hombros para luego llevársela fuera del sendero. La valenciana se dejó arrastrar y ambos acabaron en el suelo entre frondosos arbustos tras una suave caída controlada por el ingeniero. Este le dio un beso y ella lo recibió sin oponerse, pero solo duró unos segundos.
—¡¿Qué haces?! —exclamó en voz baja ella —. ¿Estás loco?
Ignacio se quitó el sombrero mientras se reía con sincera alegría.
—Me moría por verte.
—Habíamos acordado que los fines de semana nada —susurró ella —. ¿No puedes esperar hasta el lunes, joder?
—¿Y por qué me has seguido? ¿Acaso no puedo dar un paseo por el Retiro? —inquirió él con las cejas levantadas y el semblante sonriente.
—Venga ya. Es evidente que querías que te siguiera —le acusó ella —. Y hablando de seguir. ¿Me llevas acechando desde que salí de casa?
—Claro que no. Te he buscado aquí una vez he llegado. Ayer mencionaste que venías, ¿recuerdas?
Claudia suspiró y se revolvió inquieta entre los arbustos. El suelo no estaba pedregoso, sino suave por la hierba verde. Sin embargo, miró consternada su vestido al verlo con motas de tierra y hojas.
—Joder. Siempre acabo toda pringada cuando te veo —comentó con una sonrisa al fin, para luego volver a ponerse seria —. ¿Qué quieres?
—Nada. Solo vine a dar un paseo —aseguró él mientras se encogía de hombros —. Aquí no llamamos la atención y había que aprovechar el camuflaje de esa falda verde que te queda tan bien.
Ignacio le levantó la falda y se cubrió las piernas con ella mientras se pegaba más a su amante.
—Eh, espera —se quejó ella —. ¿Qué insinúas? Aquí ni loca.
El ingeniero no dijo nada. Solo acercó su rostro al de ella y la besó con ternura haciendo que ambos quedaran de lado, uno frente al otro, mientras seguían acostados en el suelo. Ella no mostró oposición y sus labios se juntaron en un abrazo tierno. Los besos en medio del frío que hacía eran muy confortables, y Claudia se fundía de pasión como una bola de helado en un brownie caliente. Chupaba la lengua de su amante enroscándola a la suya, al tiempo que metía sus dedos en el cabello liso de él. A la valenciana le encantaba dejarse invadir por la lengua de su amante. Sentirla tocar las paredes del interior de su boca para luego relamerla y sacarle todo el jugo como si se tratara de un chupete. Pero, tras varios minutos, Ignacio posó sus manos en las piernas de ella, sobre sus medias, y subió hasta sobrepasar el comienzo de las ligas sujeta medias y masajear la ingle con suavidad.
La valenciana comenzó a encenderse y él no tardó en meter sus dedos calientes por debajo de sus bragas blancas. Claudia percibió un cosquilleo en sus nalgas tras el delicado roce de las yemas de los dedos de su amante, y su vagina comenzó a dar palmas, pero entonces una pareja pasó muy cerca del límite del sendero y estuvieron a un par de pasos de pillarlos. Ella se sobresaltó.
—Espera —susurró —. Esto es demasiado arriesgado. Tengo que volver con mi familia.
—Solo un momento más. Aquí nadie nos ve —le dijo él en voz muy baja, con sus labios pegados al cuello de ella, de manera que el aliento le calentó la oreja izquierda.
Un cosquilleo cruzó a la mujer de arriba a abajo. Metió sus propias manos dentro del suéter de él y le acarició la fuerte espalda. Claudia notó el calor en la palma de su mano y suspiró al tiempo que juntaba más su pubis a la cintura de él. Sabía que tenía que irse, pero no quería hacerlo todavía. Quería quedarse un minuto más, como cuando te sobresalta el despertador un lunes a primera hora de la mañana.
Entonces el ingeniero le bajó las bragas hasta los muslos y Claudia sintió su coño desprotegido de su lascivo amante. Suspiró al sentir como Ignacio le frotaba el clítoris.
—Espera… Detente —le pidió mientras volteaba la cabeza tratando de escuchar a la gente andar por el paseo. No los veía, y casi no escuchaba los pasos en concreto, pero podía percibirlos como se percibe a alguien en el cogote —. Qué vergüenza.
El ingeniero le retiró las bragas bajándolas por completo y las tiró a la base del arbusto más cercano. Claudia dio un respingo al ver su ropa interior caer en medio de la tierra y las hojas. Entonces él puso su pene erecto, que se había sacado tras bajarse los pantalones, en medio de los dos muslos de ella y justo debajo de la vagina. Comenzó a friccionar su miembro con el movimiento de sus caderas, como si se estuviera masturbando usando el cuerpo de ella en lugar de con sus manos. Y acto seguido él aprovechó para volver a besarla apasionadamente. En pocos segundos la pareja estaba absorbida por su lujuria y los lametones se escucharon tanto que sintieron a alguien acercarse.
A Claudia se le erizaron los pelos de la nuca y su cuerpo comenzó a temblar a medida que notaba la presencia cada vez más cerca. Entonces de entre el arbusto surgió un perro que comenzó a olisquear a la periodista. Ella dio un sobresalto y juntó su cuerpo al de Ignacio hasta el punto de parecer que iba a meterse bajo su piel. El ingeniero abrazó a su amante, al tiempo que con la pierna y el brazo derecho trataba de espantar al can.
—Ruffie —llamó el dueño del perro desde el paseo —. Ruffie, vuelve.
El señor comenzó a meterse entre los arbustos y Claudia volvió a entrar en un pánico mudo que provocó que clavara sus uñas en la espalda de Ignacio. El ingeniero espantó al perro de un manotazo y este se retiró hacia atrás. El can volvió sobre sus pasos y el dueño lo recibió con alegría, así que ambos retomaron la senda.
La valenciana suspiró al borde de un ataque de nervios. Tuvo que respirar hondamente para tranquilizarse, y mientras lo hacía observó como algunas hormigas comenzaban a inspeccionar sus bragas junto al arbusto al explorarlas. Acto seguido miró a su amante con miedo.
—Ha estado cerca. Deberíamos volver ya.
Ignacio acercó su rostro al de ella y le chupó el borde de la oreja antes de hablarle al oído.
—Quiero follarte ahora y aquí, a la luz del día, en medio de toda esta gente mientras pasean con sus familias. Como a una puta en un callejón.
Acto seguido el ingeniero le levantó la pierna de ella mientras la sujetaba por un lado y restregó su pene directamente sobre toda la vulva. El corazón de Claudia comenzó a acelerarse y sintió el bombeo de la sangre hasta en el cuello. Todo su cuerpo comenzó a temblarle sin poder evitarlo, y era tal su grado de nerviosismo que parecía a punto de mearse a chorros. Era una temeridad y una obscenidad sin paragón follar en medio de la gente con un hombre que no era su marido. Podría perder toda su reputación de un plumazo, pero el éxtasis que sentía solo la dejó reaccionar de una forma. E Ignacio metió su pene dentro de su vagina.
Claudia se arqueaba cada vez que era penetrada. El miembro de él no tardó en invadirla por completo, y notó como las paredes de su vagina se estiraban de placer. El grueso pene entraba una y otra vez en su cuerpo y la visión se volvía borrosa por la tensión del momento. Un pájaro bailaba en el aire, sobre sus cabezas, como un pervertido mirón. Y era así cómo se sentía la valenciana. Observada. Ella escuchaba a la gente hablar de sus cosas, tanto hombres como mujeres, tanto ancianos como niños. Y se moría de vergüenza al tiempo que era invadida por un placer bochornoso. Comenzó a jadear en silencio al tiempo que cerraba los ojos para solo concentrarse en el goce.
Las penetraciones se volvieron más fuertes y el ruido comenzó a ser evidente. Claudia intentaba frenar a su amante sujetándolo por las caderas, pero sus manos flaqueaban al sentir el anestesiante placer. Extrañamente la sensación de orinarse no se le iba, al contrario. Se intensificó a cada instante con más urgencia. Era extraño para ella, pues era un placer difícil de describir. Uno que nacía de la degradación y la congoja. Uno que la sacaba de su cuerpo, como si no fuera dueña de sus brazos ni piernas. Que la obligaba a quedarse paralizada y dejarse mecer. Y entonces una vorágine que multiplicaba por dos su orgasmo más profundo sacudió su cuerpo y un chorro de orina transparente surgió de su entrepierna.
El chorro de orina salió entre espasmos y baño las piernas de ambos con un líquido pegajoso. Ignacio, sin embargo, no dejó de meterla y sus propios espasmos lo contrajeron a él también. Retiró su miembro y eyaculó en el borde de la falda de su amante, esparciendo su semen que se pegó sobre la tela como un chicle.
—Joder —dijo ella extasiada y al borde del desmayo.
—No he podido evitar correrme al verte tan cachonda.
—Creo que me he meado —jadeó un poco asustada, mientras reclinaba un poco la cabeza para verse la falda. Los pelos rubios en su vulva estaban empapados.
—Eso ha sido una corrida vaginal. Lo he visto otras veces.
Ignacio se separó de Claudia y quedó boca arriba mirando el cielo. Ella lo imitó y observó las impresionantes nubes con formas vistosas. Eran las nubes de siempre, en realidad, pero le parecieron majestuosas.
—¿Qué voy a hacer? No tengo mudas con las que cambiarme —susurró con voz agotada.
—Ha merecido la pena haber salido del apartamento —dijo en voz baja Ignacio, a su vez, tras una risita.
Claudia también se rió mientras observaba una gran nube con forma de fresa, pero luego analizó su frase. No entendió por qué le daba tanto reparo haber salido de su piso.
—No sueles salir del apartamento, ¿verdad?
—No, si puedo evitarlo.
La valenciana giró de nuevo la cabeza hacia él, pero sin girar el tronco, extrañada por su respuesta.
—¿Te quedas toda la mañana en el piso, y también por las tardes? ¿Nunca sales? —insistió ella, que no necesitó que le repitiera la respuesta —. Y por eso has traído sombrero ahora… ¿Es por el tipo siniestro de ayer?
Ignacio aspiró mucho aire para luego exhalar lentamente mientras veía cómo se deformaba una nube que le recordaba a un coche.
—Así es. Necesito un poco de tiempo antes de decidir cómo afrontar la situación. Entre tanto, es mejor no llamar la atención.
—¿Debes dinero? —preguntó ella sin pretender parecer maleducada.
—No. Yo no debo dinero a nadie —aseguró en voz baja, en un tono triste —. Pero he hecho cosas reprochables para conseguirlo.
—¿Por eso te persiguen? ¿Quién es? —preguntó preocupada.
—Mientras menos sepas mejor —intentó zanjar él, agobiado.
Claudia no dijo nada, pero no pudo evitar preguntar más por la preocupación.
—Solo contéstame a una cosa… ¿temes por tu vida?
Ignacio la miró con ojos apenados, como si hubiera dado en el clavo, pero no respondió a esa pregunta. En su lugar señaló a una nube que parecía una especie de pájaro.
—Mira. ¿No te recuerda a una cigüeña?
Claudia miró con detenimiento mientras ladeaba la cabeza.
—Más bien me parece un colibrí.
—¿Un colibrí? ¿En serio?
—Sí. Tiene un ala más grande que la otra. Eso puede deberse a una ilusión óptica por el movimiento del aleteo.
El ingeniero no pudo evitar la risa, pero la amortiguó al recordar que buscaban discreción.
—Supongo que cada uno ve lo que quiere ver —añadió finalmente —. Tu marido es un hombre afortunado.
Claudia no lo miró, pero entristeció la mirada.
—Por favor, no hablemos de él…
—Lo digo en el buen sentido —corrigió el ingeniero —. Tiene una familia. A dos hijos maravillosos. Su esencia está impresa en ellos. Un hombre nunca muere si su legado se perpetúa en sus hijos —divagó con la vista fija en las nubes en movimiento —. Yo… no tengo ninguno… Y tampoco sé si los tendré alguna vez.
—Claro que sí. Tendrás tus propios hijos con la mujer adecuada. Eres un buen partido —le aseguró ella, convencida.
Ignacio giró la cabeza en esta ocasión para mirarla a la cara. Claudia también la giró para mirarlo con afecto.
—¿Tú tendrías hijos conmigo?
—Desde luego —le aseguró con dulzura —. Si estuviera soltera no lo dudaría. De hecho, no sé cómo te han dejado escapar —reafirmó, para luego arquear las cejas —. Claro que tendrías que aprender a mantener tu rabo entre las piernas. Porque a ninguna nos gustan los hombres mujeriegos.
—¿Parezco un mujeriego? —quiso saber el ingeniero. Claudia asintió con vehemencia y él rió con avidez —. Pues que sepas que me encantaría tener un hijo contigo.
Claudia se rió efusivamente, tratando de no elevar el tono en todo momento.
—Más quisieras —comentó para luego sujetar su antebrazo con sus delicados dedos —. Oye… si necesitas ayuda de algún tipo, dímelo.
—No te preocupes. Lo tengo todo bajo control —le aseguró para luego suspirar —. Deberías volver con tu marido antes de que piense que te han secuestrado y llame a la policía.
Claudia puso cara de alarma y se levantó como un resorte. Nada más hacerlo sintió sus piernas pegajosas. Sus medias estaban húmedas de un líquido que se había vuelto más pringoso una vez seco. Luego miró a sus bragas y las vio cubiertas de hormigas. Supuso que su falda no estaría muy distinta así que se ahorró el mirar, pero le dio asco volver a ponerse las bragas.
—Son las segundas que pierdo por tu culpa —le dijo mientras señalaba su ropa interior —. Y en solo dos días.
Ignacio se rió mientras agachaba la cabeza.
—Te compraré un buen puñado de ellas.
La valenciana se sacudió la falda y se trató de arreglar el peinado para no parecer que había follado en mitad del campo bajo unos arbustos.
—¿Qué tal estoy?
Ignacio la vio con el pelo lleno de hojas y las motas de tierra en la cara y resopló sin saber qué contestar.
—Espera, que te ayudo a limpiarte.
Claudia tuvo que llegar hasta el Monumento de Alfonso XII para encontrar a su familia. El bello monumento fue elaborado por más de cuarenta grandes artistas de la época, y forma un semicírculo frente al gran Estanque del Retiro. Se trataba de un hemiciclo de columnas jónicas rodeando a una gran estatua del monarca, bellamente elevada con otras estatuas que la embellecían.
La valenciana vio primero a sus hijos, quienes la reconocieron nada más verla, y corrieron en pos de ella.
—¡Mamá! ¿Dónde estabas? —preguntó Eric sorprendido.
—Te hemos estado buscando por todos lados —casi pareció gritar Emma.
—Bajad la voz —les recriminó su madre, avergonzada por las miradas que atraían los gritos.
El niño de diez años rápidamente se fijó en la falda de su madre.
—¿Te has mojado la falda en una fuente, mamá? —preguntó Eric.
—Así es —asintió ella rápidamente, conforme con esa apreciación.
La valenciana no vio a su hija, que la tenía a su espalda y se la inspeccionaba. Claudia se giró y vio como Emma tenía un pegote de semen en el dedo y se lo llevaba a la nariz mientras lo olía. Inmediatamente puso cara de asco. La madre se alarmó y abrió los ojos como platos. Se agachó y, agarrando su falda, le limpió los dedos a su hija.
—No toques lo primero que veas, Emma —la reprendió para acto seguido buscar el lugar donde se manchó —. ¿Dónde lo viste?
—Aquí —le señaló su hija levantando un poco su falda, y demostrando que el líquido estaba en la parte interna y no externa —. Que asco. Huele como a yogur caducado. ¿Qué es?
Claudia se restregó los restos de semen que se habían quedado pegados en la parte interna de la falda.
—Son babas de caracol. Así que no las toques porque pueden ser venenosas.
Según terminó de hablar llegó Pedro apresuradamente.
—Clau… ¿dónde estabas? Creí que te habías perdido.
—Perdona. Es que se alargó la conversación un poco, pero tampoco he tardado tanto, ¿no?
—Casi una hora, cariño. Me he llevado un buen susto porque no te encontraba en ningún lado.
—Papá… ¿Has visto las babas de caracol que tiene mamá en la falda? No sabía que las babas fueran tan espesas.
—¿Qué? —preguntó confuso el padre.
—No les hagas caso. ¿Podemos irnos ya a casa? —solicitó ella con mirada suplicante —. Me he caído y manchado con el agua de una de las fuentes, y necesito darme una ducha cuanto antes.
—Sí, yo también quiero irme. Después de haberme asustado al no encontrarte no me apetece pasar la tarde por aquí hoy.
Claudia sonrió agradecida a su marido al tiempo que tanto Eric como Emma lamentaban la decisión con efusivas quejas.
Espero que os haya gustado. Se trata de un capítulo de uno de mis libros, el cual puedes descargar completo y gratis en mi patreon: patreon.com/JTyCC
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