
Desde que tengo memoria, el deseo ha sido parte de mí. Un fuego silencioso que crecía con cada roce, cada mirada, cada emoción contenida. Antes de casarme, me conocí a solas, en la intimidad de mis pensamientos y caricias. Aprendí a reconocer lo que me hacía vibrar, lo que encendía mi cuerpo, lo que calmaba mi mente.
Me casé joven, enamorada, ilusionada. Y al principio fue pasión compartida: miradas que hablaban, pieles que se buscaban, cuerpos que se entregaban sin miedo. Pero el tiempo, la rutina, los hijos, fueron desplazando esa llama, convirtiéndola en un hilo fino de calor que a veces parecía apagado.
Hasta que conocí a Gabriela.

Ella no era solo la madre de una amiga de mi hija. Era esa mujer que me veía con otros ojos. En una reunión cualquiera, su mirada se detuvo más tiempo de lo normal. Me hablaba cerca, me rozaba los dedos al pasarme una taza. Y yo, sin quererlo, respondía.
Una tarde, el silencio entre nosotras fue más fuerte que las palabras.
—Confía en mí, Mariela —me dijo con voz suave, tomándome de la mano.
La dejé acercarse. La dejé besarme. La dejé recorrer mi piel con una delicadeza que no había sentido en años. No fue confusión. Fue deseo. Y placer.

Esa noche, sin que ella lo supiera, fui al cuarto donde dormía Miguel, su esposo. Él despertó al sentirme. Protestó al principio, sorprendido, pero no se resistió. Lo besé. Me posé sobre él. Fue una locura silenciosa, un impulso que no pude explicar. Quería sentirme viva, deseada, tomada.
Poco después, los tres compartimos algo más que un secreto. Gabriela me llevó a su cama, y Miguel, con una mirada intensa, nos siguió. Juntos, exploramos límites, juegos, ternura, fuego. Yo me entregaba sin temor. Me llamaban suya. Me decían cosas al oído que aún hoy me estremecen.
Fui parte de sus vidas durante diez años. No solo era su amiga. Era su cómplice. Su fuego compartido.
Hasta que se separaron. Miguel me buscó una última vez.
—Eres mi esposa en la sombra —me dijo, hundiendo su rostro en mi cuello—. Nadie me pertenece como tú.
Después de esa noche, quedé embarazada. Él nunca lo supo. Decidí que esa hija sería solo mío. No por culpa. Por fuerza.
Esa hija era mía. Mía en cuerpo y alma. Mía porque fue fruto de mi decisión, de mi deseo, de mi libertad.
Con ella en brazos, sentí que un nuevo ciclo comenzaba. Más tarde llegó otra niña, mi cuarta hija, fruto de mi esposo, de nuestro amor silencioso pero constante.
Mariela siempre fue una mujer que vivió en sus propios términos. Desde joven, su alma vibraba con un fuego interno que no podía ni quería apagar. En un pequeño pueblo donde las normas eran rígidas y la rutina una cárcel invisible, Mariela soñaba con romper cadenas.
Su vida cotidiana parecía tranquila, pero en su interior se gestaba una tormenta de deseos. Deseos que no entendían de prejuicios ni reglas. Pasión que ardía en su mirada cada vez que alguien lograba ver más allá de la superficie, más allá de las apariencias.
Conoció a Tomás una noche de verano, en una fiesta donde la música era libre y los cuerpos se movían al ritmo de sus latidos. Él fue quien despertó en ella algo aún más intenso: la sensación de ser dueña absoluta de su libertad. No buscaba ataduras, sino compartir un instante de verdad, de entrega sin miedo.
Cada encuentro con Tomás fue un descubrimiento, un acto de rebeldía contra todo lo impuesto. No había culpa, solo deseo. No había límites, solo pasión. Mariela se dejó llevar, aprendiendo a amarse sin condiciones, a explorar su cuerpo y su alma sin tabúes.
Pero la verdadera libertad llegó cuando decidió que no necesitaba a nadie para sentirse plena. Mariela entendió que el deseo más profundo era el de amarse a sí misma, sin máscaras ni concesiones. Su pasión no era solo por otros, sino por la vida misma.
Así, entre noches de fuego y días de reflexión, Mariela se convirtió en símbolo de libertad para quienes la conocían. Una mujer que no se definía por lo que el mundo esperaba, sino por lo que su corazón anhelaba.
Y en esa historia de deseo y pasión, Mariela encontró algo aún más valioso: la libertad de ser ella misma, sin miedo ni disculpas.

Hoy tengo 38 años. Y en este cuerpo marcado por experiencias y nacimientos, sigue latiendo una mujer deseada. Lo noto en las miradas jóvenes que se detienen. En los mensajes indirectos. En los juegos inocentes que esconden hambre.
A veces, en el silencio de la noche, mi mente viaja a esos momentos en los que veo más allá de lo permitido. Los amigos de mis hijas, tan jóvenes, tan llenos de energía y deseo, sin saber que sus miradas se cruzan con las mías, sin imaginar el fuego que despiertan en mí.
Los he visto a los amihos d emis hijas viendo me , a escondidas, atrapados en ese juego de descubrimiento, buscando alivio en sus propias manos, sintiendo el poder de crecer, de despertar a la vida. Y yo, desde mi lugar de madre, me siento dueña de ese secreto, de esa danza oculta entre juventud y experiencia.
Es un juego de poder, silencioso y profundo, donde me observo a mí misma, una mujer que sabe lo que quiere, que controla su deseo sin dejar de sentirlo ardiente, una madre que también es dueña de su cuerpo y su placer.

Esa dualidad me llena, me sostiene. En esos momentos, me siento viva, completa, en equilibrio entre la ternura y la fuerza, entre la mirada protectora y el fuego que nunca se apaga.
Y sí, a veces yo también los deseo. No por rebeldía. Por vitalidad. Porque ellos despiertan esa parte de mí que no quiero que muera: la mujer ardiente, la que sabe lo que quiere, la que no pide permiso para sentirse viva.
Soy madre. Esposa. Amante. Mujer.
Y esta es mi historia. Una historia escrita con deseo, ternura y verdad.
FIN
1 comentarios - Mariela: historia de deseo, pasión y libertad