
No fue planeado. No fue romántico. Fue deseo. Urgente, salvaje, animal.
Estábamos con mis hijas y mi esposo en el supermercado. Yo solo pensaba en comprar cosas para la casa, en hacer las compras de siempre. Pero entonces lo vi. Fue ese hombre, bien vestido, seguro, que estaba allí mismo, entre los pasillos. Me miró. Y sin hablar, hizo apenas un leve movimiento de cabeza. Un gesto seco. Masculino.

Apenas toqué ese bulto en su pierna, reconocí el deseo. No sé por qué lo hice, pero necesitaba eso, necesitaba sentirlo, aunque solo fuera un instante. Me pasaba la mano por la espalda, esa mano áspera de macho que buscaba su presa. Recién casada, pero dominada por ese deseo de puta que ardía en mí.

Y yo, como hipnotizada, me seguí hasta salir. No lo pensé. Fui como inconsciente, arrastrada por algo más fuerte que yo.
Nos fuimos sin hablar mucho. A un lugar discreto, rápido, donde el mundo no importara. Ese baño público fue el escenario. Sucio, impersonal… pero suficiente. Ahí me convertí en la puta de otro hombre. Sin nombres, sin historia, sin culpa. Yo no sabía cómo se llamaba, y honestamente, no importaba. Fue un flash. Crudo, real. No hubo amor, ni ternura. Hubo ganas. Ganas locas de hacerlo, de poseernos, de sentirnos.
Cuando me apoyó contra la pared, su cuerpo contra el mío, lo supe: ya no había vuelta atrás.
Entró en mí con la dureza de un hombre que no pide permiso. Me abrió, me sostuvo, me llenó. Cada embestida era una afirmación: "Todavía estás viva". Su olor, su piel, su respiración en mi cuello. Yo jadeaba, me entregaba como una puta hambrienta, deseosa de verga, de que alguien me tome sin culpa, sin miramientos. Y él lo hizo. Me cogió como nadie lo había hecho en años.
Cuando acabó, lo sentí caliente dentro de mí. Su semen espeso me llenaba, resbalando lentamente mientras yo me estremecía. Y ahí, en ese instante, mi orgasmo estalló. No fue solo físico. Fue un grito ahogado, una explosión de todo lo que llevaba guardado. Me corrí como nunca. Como una mujer al borde del abismo, que por fin se lanza.

Fui al baño. Me limpié con las piernas aún temblando. Me miré al espejo. Ojeras, pelo revuelto, la piel enrojecida. Y una verdad en los ojos: sigo ardiendo. Todavía puedo encender a un hombre, todavía puedo hacer que uno me desee tanto que acabe dentro mío con furia, con ansias.
Él se vistió rápido. Sin palabras dulces. Sin despedidas. Solo la mirada de un tipo que vino a sacarse las ganas con una mujer que estaba buena… y dispuesta. No lo odié por eso. Al contrario. Le agradecí en silencio. Porque ese hombre me recordó que bajo la rutina, el cansancio, la costumbre… yo aún existo.
Volví a casa. Nadie notó nada. Pero yo sabía la verdad. Estaba limpia por fuera, pero por dentro… aún estaba llena de él.
Lo recuerdo en casa, me toco deseándolo. Sí, volví al súper claro, pero fue como un espejismo. No lo vi más. No tengo nada de él, solo su dulce líquido que me recorrió todo mi cuerpo.
Y más aún: llena de mí.
Después de ese encuentro, he tenido sexo con mi esposo. Pero no es lo mismo. Lo nuestro se siente rutinario, cómodo, sin la furia ni la urgencia que despertó aquel día en el baño del supermercado.
Deseo ser tomada por otros. Busco en cada amigo esa dureza, esa fuerza que sentí aquella vez. Ese deseo brutal de ser sucia, puta, de otro, que me domine y me haga perder el control.
Esa noche en el baño me abrió un abismo dentro, una necesidad que no puedo ignorar. No se trata solo de sexo, es el poder que siento cuando dejo que otro hombre tome todo, cuando me rindo sin miedo, sin vergüenza.

Mi cuerpo y mi mente arden con ese fuego. Y aunque mi vida siga con mi esposo y mis hijas, sé que hay una parte de mí que pertenece a ese deseo salvaje. Que necesita ser liberada, explorada, vivida.
No sé si algún día volveré a sentir algo así. Pero mientras tanto, la memoria de ese hombre, de su dureza, de ese instante de locura, me sigue consumiendo.
Y yo sigo queriendo ser esa mujer que arde, que se entrega, que es dominada… esa mujer que no olvida lo que es sentir el deseo en su forma más cruda.
Después de ese día, el recuerdo de su cuerpo contra el mío, de su mano áspera marcando mi piel, me persigue como un fuego que no se apaga.
Con mi esposo, el sexo es tibio, predecible, sin esa dureza que me sacudió por dentro. Yo quiero más. Quiero sentir de nuevo esa fuerza, esa urgencia que me desarmó y me reconstruyó.
Busco en cada amigo esa dominación, ese roce brutal, ese olor a hombre que me hizo gritar sin vergüenza, sin límites. Deseo ser esa puta sucia, esa presa entregada, rota y al mismo tiempo dueña de su deseo.
En la oscuridad, cierro los ojos y lo imagino. Siento sus manos duras recorriendo mi cuerpo, su aliento pesado, sus embestidas salvajes. Me dejo caer en esa tormenta de placer donde pierdo el control, donde el mundo se reduce a su dureza y a mi entrega.
Soy mujer, madre, esposa… pero también soy fuego. Soy la que arde, la que se entrega sin miedo, la que sabe que el deseo es su reino.
Y en ese reino, solo existe él, el hombre que me hizo sentir viva, sucia, amada de la forma más primitiva y pura.
Me he acostado con más de cien tipos siendo casada. He probado, buscado, entregado mi cuerpo a muchos. Pero ese día, en ese supermercado, no lo he vivido más.
Fue único, irrepetible. Un instante de locura y deseo que quedó grabado en mi piel y mi memoria para siempre.

Soy la puta de muchos, el deseo carnal de ese padre en la escuela, del profe, del conductor del bus, del adolescente vergón.
Y soy la madre que desea sentir algo más que solo deseo. Quiere ser poseída, ser tomada sin reservas, ser marcada por el fuego de otro hombre que la haga sentir viva en lo más profundo.
Y aunque siga buscando, aunque me entregue sin miedo, sé que ese encuentro no se repetirá.

Porque ese fuego, esa dureza, esa entrega… fue solo de ese día.

1 comentarios - Llena de Él: La Mujer Que Aún Arde