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Fines de semana

Inicio:

Me llamo Claudia, tengo 26 años y trabajo como diseñadora gráfica en una agencia de publicidad en Madrid. Siempre he sido una chica con un apetito sexual… intenso. Lo admito: soy ninfómana. No es que me avergüence, pero es algo que trato de ocultar en el trabajo. Hasta que conocí a *Daniel*.

Daniel era el nuevo programador de la empresa. Alto, ojos verdes, una sonrisa pícara y ese aire de seguridad que me volvía loca. Nos cruzamos varias veces en la cocina, intercambiando sonrisas y miradas que duraban un segundo más de lo normal. Hasta que un viernes, mientras tomaba un café, se acercó y me dijo:

—¿Qué haces este fin de semana? Podríamos salir a cenar.

El corazón me latió con fuerza. No era solo su voz grave, sino la manera en que me miraba, como si ya supiera lo que yo quería.

—Sí —respondí, mordiendo mi labio inferior—. Me encantaría.

Desarrollo:

El sábado por la noche me preparé con esmero: vestido negro ajustado, medias de red, tacones altos y un perfume que sabía embriagador. Cuando llegué al restaurante, Daniel ya estaba allí, esperándome con una copa de vino. La cena fue una delicia, pero no por la comida.

Mientras charlábamos, noté cómo su mirada bajaba a mis piernas cruzadas. Jugueteé con la punta de mi zapato, rozando su pantalón. Él no apartó la vista de mí, pero su respiración se hizo más lenta, más controlada.

—Eres una provocadora —murmuró, bebiendo un sorbo de vino.

Sonreí y, bajo la mesa, deslicé mi pie por su pierna hasta llegar a su entrepierna. Él estaba duro. Muy duro. Con los dedos de los pies, acaricié su bulto a través del pantalón, sintiendo cómo se tensaba.

—Claudia… —gruñó en advertencia, pero no me detuve.

El restaurante estaba medio vacío, y nuestra mesa, en un rincón discreto. Con movimientos lentos, me quité el zapato y presioné mi pie desnudo contra su erección, masajeándolo con firmeza. Sus ojos se oscurecieron de deseo.

—Vámonos —dijo abruptamente, tirando el dinero sobre la mesa.

Salimos del lugar, y apenas entramos en su coche, me agarró y me besó con hambre. Sus manos me sujetaron la nuca mientras su lengua exploraba mi boca. Yo gemí, sintiendo el calor entre mis piernas.

—No aguanté toda la cena —confesó—. Tenía que tenerte.

Clímax:

Fuimos a su apartamento. Nada más cerrar la puerta, me arrodillé frente a él y, sin perder tiempo, desabroché su pantalón. Su polla saltó libre, gruesa y palpitante. La tomé con mis manos y luego la lamí desde la base hasta la punta, saboreando su sabor.

—Joder, Claudia… —gruñó, hundiendo sus dedos en mi pelo.

La chupé con devoción, profundizando cada vez más, hasta que sentí su cabeza golpear mi garganta. Jugué con mis labios alrededor del frenillo, y luego bajé a lamer sus bolas, haciéndolo gemir.

—Quiero follarte —rugió, levantándome y llevándome al sofá.

Me tumbó y me quitó las bragas de un tirón. Su boca se cerró sobre mi clítoris, chupando y mordiendo suavemente mientras sus dedos me penetraban. Grité, arqueándome, sintiendo el orgasmo acercarse.

—Dámelo —supliqué—. Ahora.

Se colocó entre mis piernas y, con un empujón, me llenó por completo. Era grande, y cada embestida me hacía ver estrellas. Me folló contra el sofá, luego contra la pared, y finalmente en la cama, donde acabé montándolo, sintiendo cómo su polla me estiraba deliciosamente.

Cuando los dos llegamos al clímax, grité su nombre, sintiendo cómo me llenaba.

Final:

Desde esa noche, todos los fines de semana fueron nuestros. A veces íbamos a cenar, otras directamente a su casa o a la mía. Pero siempre terminábamos igual: con sus manos en mi cuerpo, su polla dentro de mí y mis gemidos ahogados contra su piel.

Daniel no solo satisfizo mi adicción al sexo… se convirtió en ella.

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