La oscuridad de la habitación era un cómplice perfecto, rota solo por el resplandor cómplice de la pantalla. Mi dedo se detuvo sobre la imagen, el corazón latiéndome en las sienes. Era ella, sí, mi chica, pero en esa foto... ese bikini verde de una sola pieza se aferraba a sus curvas con una audacia que me cortaba el aliento. No era un desnudo, claro, pero el modo en que el tejido abrazaba su figura, revelando y ocultando a la vez, desató una corriente eléctrica de miedo y morbo en mi interior. El miedo a ser descubierto, el morbo de la transgresión. Una adicción que me empujaba al límite.
Con la boca seca, apreté "enviar" al chat clandestino.

Las notificaciones estallaron casi al instante. El teléfono vibraba sin parar, cada zumbido una descarga directa a mi torrente sanguíneo. Los comentarios llovían, una marea de palabras sucias, emoticonos cargados de deseo. "¡Menuda diosa!", "Esa figura...", "Quiero ver más de ese verde". Sus voces se mezclaban en un coro lascivo, desnudándola con cada sílaba. Yo me recreaba en la imaginación, visualizando sus ojos clavados en ella, sus mentes retorciendo cada curva, despojándola capa a capa con sus pensamientos más bajos. Era un espectáculo privado para ellos, y yo, el anfitrión, sentía un poder perverso al saber que mis secretos más íntimos desataban su propia lujuria.

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La adrenalina se había instalado, exigiendo más. El bikini verde fue solo el aperitivo. Ahora, el dedo se movía con más determinación. Abrí la galería y ahí estaba, la siguiente. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, distinto, más profundo. Era ella de nuevo, pero esta vez, con lencería negra: una tanguita lisa que apenas cubría, y un bra de encaje en la parte de arriba que insinuaba más que lo que mostraba. El encaje era una promesa, un velo que invitaba a la fantasía, a deslizar la imaginación más allá de lo visible.
Mi pulgar rozó la pantalla, y la imagen voló. El miedo era un compañero constante, un nudo frío en el estómago que me recordaba la delgada línea sobre la que bailaba. Pero el morbo, ese veneno dulce, era más fuerte. La excitación de saber que ojos extraños ahora se detendrían en cada hilo de encaje, imaginando lo que había debajo, era casi insoportable.

Las respuestas no se hicieron esperar. Más crudas, más directas. "¡Uf, el encaje!", "Me la comería", "Quiero esa negra en mis manos". Cada palabra, cada fantasía ajena, alimentaba mi propio fuego, mi lujuria se desbordaba. Me imaginaba las sonrisas en sus rostros, el sudor en sus palmas, la forma en que sus mentes la despedazaban con un hambre voraz. Podía casi escuchar sus jadeos, sus murmullos sobre cómo la tocarían, cómo la poseerían con sus ojos, con sus fantasías más depravadas. Era un control perverso, un poder sutil sobre el deseo de otros, una confirmación de que lo mío era tan arrollador que incluso en la pantalla, podía encender la llama. Y mientras el miedo a ser descubierto se mezclaba con la embriaguez del momento, me hundía más y más en esa peligrosa espiral de lo prohibido.
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La adrenalina se había instalado, exigiendo más. El bikini verde fue solo el aperitivo. Ahora, el dedo se movía con más determinación. Abrí la galería y ahí estaba, la siguiente. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, distinto, más profundo. Era ella de nuevo, pero esta vez, con lencería negra: una tanguita lisa que apenas cubría, y un bra de encaje en la parte de arriba que insinuaba más que lo que mostraba. El encaje era una promesa, un velo que invitaba a la fantasía, a deslizar la imaginación más allá de lo visible.
Mi pulgar rozó la pantalla, y la imagen voló. El miedo era un compañero constante, un nudo frío en el estómago que me recordaba la delgada línea sobre la que bailaba. Pero el morbo, ese veneno dulce, era más fuerte. La excitación de saber que ojos extraños ahora se detendrían en cada hilo de encaje, imaginando lo que había debajo, era casi insoportable.

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1 comentarios - La oscuridad de la habitación