El sol de la tarde lamía la piel, dorándola con su último aliento. Tomados de la mano, caminábamos por la orilla, dejando huellas efímeras en la arena mojada. La brisa marina nos susurraba secretos, y el murmullo de las olas era la única banda sonora de aquel momento. Habíamos buscado una **caleta escondida**, un rincón del mundo donde el tiempo se detuviera y solo existiéramos nosotros.
Ella se rió, una risa cristalina que se fundió con el sonido del mar, y sus dedos comenzaron a desatar el nudo de su bikini. Cada prenda que caía era una capa menos entre ella y la inmensidad del océano. Mi corazón latía con un ritmo inusual, una mezcla de **pura admiración** y una excitación que me recorría como una corriente eléctrica. Verla allí, tan libre y hermosa bajo el cielo abierto, era un privilegio que atesoraba con cada fibra de mi ser.
Pero entonces, un cosquilleo, un **dulce veneno**, se deslizó por mi mente. ¿Y si alguien...? La idea de una mirada ajena, un instante fugaz en el que alguien más pudiera atisbar tanta belleza, me encendía. No era celos, no exactamente. Era el morbo de lo prohibido, la adrenalina de saber que estábamos jugando al límite, bailando en la fina línea entre nuestra intimidad más profunda y la posibilidad de lo inesperado.
La observé de nuevo, su silueta dibujada contra el horizonte, y ese pensamiento se desvaneció tan rápido como vino. Porque lo que importaba, lo que realmente importaba, era el brillo en sus ojos, la sonrisa en sus labios, y la confianza que depositaba en mí al entregarse a ese instante de **pura libertad**. El mundo exterior podía esperar. En esa caleta, bajo el sol que se hundía, éramos solo ella, yo, y el delicioso secreto que compartíamos con el mar.




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Ella se rió, una risa cristalina que se fundió con el sonido del mar, y sus dedos comenzaron a desatar el nudo de su bikini. Cada prenda que caía era una capa menos entre ella y la inmensidad del océano. Mi corazón latía con un ritmo inusual, una mezcla de **pura admiración** y una excitación que me recorría como una corriente eléctrica. Verla allí, tan libre y hermosa bajo el cielo abierto, era un privilegio que atesoraba con cada fibra de mi ser.
Pero entonces, un cosquilleo, un **dulce veneno**, se deslizó por mi mente. ¿Y si alguien...? La idea de una mirada ajena, un instante fugaz en el que alguien más pudiera atisbar tanta belleza, me encendía. No era celos, no exactamente. Era el morbo de lo prohibido, la adrenalina de saber que estábamos jugando al límite, bailando en la fina línea entre nuestra intimidad más profunda y la posibilidad de lo inesperado.
La observé de nuevo, su silueta dibujada contra el horizonte, y ese pensamiento se desvaneció tan rápido como vino. Porque lo que importaba, lo que realmente importaba, era el brillo en sus ojos, la sonrisa en sus labios, y la confianza que depositaba en mí al entregarse a ese instante de **pura libertad**. El mundo exterior podía esperar. En esa caleta, bajo el sol que se hundía, éramos solo ella, yo, y el delicioso secreto que compartíamos con el mar.




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1 comentarios - El secreto de pareja