Les dejo la parte I por si no la leyeron aun. Descubriendo mi yo Femenino - Poringa!
Capítulo 5: El viaje hacia mí misma
Después de aquella noche ardiente con Mario, una de esas donde los cuerpos hablan más fuerte que las palabras, algo cambió entre nosotros. Seguimos viéndonos a escondidas, claro, porque las circunstancias aún no nos dejaban mostrarnos del todo. Pero cada vez que estábamos a solas, él me trataba como su mujer.
No había dudas. Me miraba con esos ojos cargados de deseo y ternura, me regalaba ropa hermosa que elegía con tanto amor, y cada caricia suya era una declaración silenciosa: ya no éramos solo amantes… éramos novios.
Yo aún tenía muchos miedos. Salir a la calle de mujer era un paso enorme, una barrera que me parecía imposible de cruzar. Pero Mario, con su paciencia y su fuerza, siempre sabía cuándo darme una mano. Un día, me propuso lo impensado:
—“¿Y si nos vamos de vacaciones a un lugar donde nadie nos conozca? Solo vos y yo… donde puedas ser vos misma, libre, sin que te importe nada ni nadie.”
Acepté. El corazón me latía con fuerza mientras subía a su auto. Me puse un conjunto simple, pero femenino. No muy jugado, apenas una blusita y un pantaloncito corto. Pero ya era algo. En el asiento del acompañante, mientras él manejaba con esa tranquilidad que me enamoraba, tomé mi cartucherita y me animé a maquillarme.
Me miraba en el espejo del parasol, delineando mis ojos con nerviosismo, hasta que sentí su mano fuerte acariciándome el muslo.
—“Estás hermosa, mi amor. No sabés lo orgulloso que estoy de vos.”
Sonreía. Me miraba cada tanto, y sus ojos decían todo. Me sentía plena. Por primera vez no solo era yo... era nosotros. Una pareja, una historia real, un sueño hecho carne. Yo podía presumir al pedazo de hombre que me había hecho suya.
Las vacaciones fueron un antes y un después. Me animé a todo. Usaba vestidos para salir a cenar, tacones que resonaban en la vereda como un grito de libertad. Durante el día, caminaba por la playa en bikini, sintiéndome deseada, hermosa y viva. Me sacábamos fotos, nos reíamos, hacíamos el amor sin culpa.

Una noche, bajo la luna, me llevó a la playa. El cielo estaba despejado y el mar susurraba complicidad. Me besó como si el mundo se fuera a acabar, y ahí mismo, en la arena, con las olas de fondo, Me sacó el pareo que tenía puesto, me bajo la tanga, y me empezo a coger tan duro pero tan rico a la vez, que me olvide por completo de todo, aunque cada ruido q escuchaba miraba a ver si alguien nos estaba viendo. Nada de eso pasó, en un momento empezo a cogerme mas fuerte hasta que una vez mas me lleno la cola de su semen, jadeando y lleno de arena, gritó al viento:
—“¡Te amo, Antonella!”
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Era real. Él me amaba… así como yo era.
Al volver de esas vacaciones, algo dentro de él se quebró. Ya no quería seguir ocultando nada. Al llegar a casa, se detuvo frente a mí, con esa seriedad tan suya, y me lo dijo:
—“No quiero volver a lo de antes. Quiero que vivamos juntos. Quiero que seas libre. Que dejes de fingir ser lo que no sos.”
Yo asentí. Sabía que tenía razón. Me había sentido tan bien, tan yo, que no podía volver atrás. Así que, sin pensarlo, fuimos directamente a casa de mis padres. Tal cual, vestida como estaba, con el maquillaje corrido y el corazón en la boca.
Les contamos todo.
Y para mi sorpresa, no se horrorizaron. Mi mamá lloró un poco, pero más de emoción que de angustia. Mi papá solo dijo:
—“Ya lo sabíamos, hija. Siempre lo supimos. Y está bien. Te amamos igual.”
Ese día fue otro renacer. Nos mudamos juntos a una casita que Mario había estado preparando en secreto. En el barrio, todos comenzaron a conocerme como Antonella, la mujer de Mario. Y no me importaba lo que murmuraran. Porque estaba feliz. Porque por primera vez, tenía todo lo que había soñado.
Pasaron dos años de amor, de lucha, de descubrimientos. Y yo quería más. Sentía que aún me faltaba algo. Sabía que a Mario le encantaban los pechos grandes, y que yo también los deseaba. Así que una noche, mientras cenábamos en casa, le tomé la mano y se lo dije:
—“Quiero operarme. Quiero ponerme unas tetas grandes, para vos… y para mí.”
Él sonrió, me besó en la frente, y me dijo:
—“Vamos a hacerlo. Vas a ser la diosa que merecés ser.”
Y así fue. Me operé. Me puse unas tetotas gigantes, redondas, firmes, preciosas. Cuando me miré en el espejo por primera vez después de la cirugía, no pude evitar llorar. Me sentía poderosa. Me sentía sexy. Me sentía completa.
Pero no terminó ahí.
Un año después, con Mario siempre a mi lado, tomé la decisión más importante de mi vida: quitar todo rasgo masculino de mi rostro, y finalmente, realizar la cirugía de reasignación de sexo. Era el último paso. El más difícil. El más profundo. Y el más liberador.
Mario estuvo conmigo en cada consulta, cada análisis, cada preparación. Me abrazaba en las noches donde el miedo me carcomía, y me recordaba quién era: su mujer, su amor, su reina.
Capítulo 6: Renacer en su abrazo
La decisión estaba tomada. Ya no había marcha atrás. Después de tanto tiempo luchando contra un cuerpo que no me representaba, finalmente iba a cerrar el círculo. Iba a dejar atrás ese resto de piel y carne que jamás me perteneció… y abrirme a la vida como la mujer que siempre fui.
La cirugía de reasignación no era solo un procedimiento médico. Era mi renacimiento. Cada cita previa, cada firma, cada análisis, cada noche en la que me acostaba abrazada a Mario con lágrimas en los ojos… todo formaba parte del camino.
Mario fue un sostén en todo momento. Nunca vaciló. Me acompañó a cada consulta, me mimó, me cuidó, y sobre todo, me hizo sentir amada, deseada, y completamente válida.
La mañana de la operación me temblaban las manos. Me internaron muy temprano. Cuando me pusieron la bata y me llevaron a pre quirófano, Mario estaba ahí. Me apretó fuerte la mano y me dijo bajito, al oído:
—“Te amo, Anto. Y cuando despiertes, vas a ver lo hermosa y poderosa que sos.”
Cerré los ojos con una mezcla de miedo, ansiedad y esperanza. Y cuando los volví a abrir, ya no era la misma. Había dolor, sí. Un ardor profundo, una presión interna difícil de explicar. Pero también había paz. Una paz que jamás había sentido.
Los primeros días fueron duros. No podía moverme mucho, estaba conectada a sondas, me sentía vulnerable… pero cada vez que abría los ojos y veía a Mario ahí, sentado al lado de la cama, leyéndome, dándome de comer, cambiándome el vendaje, susurrándome que era hermosa, me sentía contenida.
Pasaron semanas. La recuperación fue lenta, pero progresiva. Cada paso, cada y cada punto que caía, era un avance. Me miraba al espejo y me costaba creerlo: mi reflejo finalmente coincidía con mi alma. No era perfecta. Tenía cicatrices, moretones, sensibilidad… pero era yo. Y eso lo cambiaba todo.
El deseo volvió de a poco. Al principio sentía miedo. No sabía si iba a disfrutar. No sabía si Mario me seguiría deseando con la misma pasión… si él sentiría lo mismo.
Hasta que una noche, ya en casa, todo cambió.
Habíamos cenado liviano, y me puse una bata de satén suave que me acariciaba la piel recién recuperada. Estábamos viendo una película, pero él no dejaba de mirarme. Sus ojos iban de mis labios a mis piernas, de mi pecho a mi cintura.
Me acarició la cara con ternura, y me dijo bajito:
—“¿Estás lista?”
Yo asentí. Me temblaba todo el cuerpo.
Subimos al dormitorio. Él me desvistió despacio, como si cada centímetro de mi piel fuera un tesoro. Me besó el cuello, los pechos, el vientre. Me miraba con tanta devoción que me quebré.
—“Tengo miedo…” —susurré.
Él me besó la frente y respondió:
—“No hay nada que temer. Sos mía. Siempre lo fuiste.”
Se puso encima mío con cuidado. Sus dedos recorrieron mi nueva vagina con paciencia, con respeto, con deseo. Me estremecí. Sentía sensaciones nuevas, mezcladas con viejas. Todo era distinto… pero todo era maravilloso.
Y cuando finalmente me penetró, suave, despacio, sintiendo cada milímetro como una bendición, lloré. Lloré como nunca antes. De emoción, de alivio, de entrega absoluta. Era la primera vez que hacía el amor siendo plenamente yo.
Y Mario también lloró. Me lo confesó después, cuando nos abrazamos empapados en sudor y lágrimas.
—“Sentirte así… tan completa, tan viva… me hace sentir el hombre más afortunado del mundo.”
Esa noche hicimos el amor como nunca antes. Ya no había secretos, ni dudas, ni inseguridades. Yo lo recibía con mi nuevo cuerpo, con mi nueva alma, con todo lo que era. Y él me tomaba con fuerza, con pasión, como siempre… pero ahora con algo más: con reverencia.
Desde entonces, el sexo con Mario fue diferente. Más profundo, más real, más eléctrico. Mi cuerpo respondía distinto. Aprendí a redescubrir mis zonas erógenas, mis reacciones, mis orgasmos… y él estuvo ahí en cada paso, guiándome, abrazándome, poseyéndome con ese fuego tan suyo.
No solo había cambiado mi cuerpo.
Había cambiado nuestra forma de amarnos.
Y una vez mas... ya no había vuelta atrás.
Les dejo la parte III. http://www.poringa.net/posts/trans/6021477/Descubriendo-mi-yo-Femenino-Parte-III.html
Capítulo 5: El viaje hacia mí misma
Después de aquella noche ardiente con Mario, una de esas donde los cuerpos hablan más fuerte que las palabras, algo cambió entre nosotros. Seguimos viéndonos a escondidas, claro, porque las circunstancias aún no nos dejaban mostrarnos del todo. Pero cada vez que estábamos a solas, él me trataba como su mujer.
No había dudas. Me miraba con esos ojos cargados de deseo y ternura, me regalaba ropa hermosa que elegía con tanto amor, y cada caricia suya era una declaración silenciosa: ya no éramos solo amantes… éramos novios.
Yo aún tenía muchos miedos. Salir a la calle de mujer era un paso enorme, una barrera que me parecía imposible de cruzar. Pero Mario, con su paciencia y su fuerza, siempre sabía cuándo darme una mano. Un día, me propuso lo impensado:
—“¿Y si nos vamos de vacaciones a un lugar donde nadie nos conozca? Solo vos y yo… donde puedas ser vos misma, libre, sin que te importe nada ni nadie.”
Acepté. El corazón me latía con fuerza mientras subía a su auto. Me puse un conjunto simple, pero femenino. No muy jugado, apenas una blusita y un pantaloncito corto. Pero ya era algo. En el asiento del acompañante, mientras él manejaba con esa tranquilidad que me enamoraba, tomé mi cartucherita y me animé a maquillarme.
Me miraba en el espejo del parasol, delineando mis ojos con nerviosismo, hasta que sentí su mano fuerte acariciándome el muslo.
—“Estás hermosa, mi amor. No sabés lo orgulloso que estoy de vos.”
Sonreía. Me miraba cada tanto, y sus ojos decían todo. Me sentía plena. Por primera vez no solo era yo... era nosotros. Una pareja, una historia real, un sueño hecho carne. Yo podía presumir al pedazo de hombre que me había hecho suya.
Las vacaciones fueron un antes y un después. Me animé a todo. Usaba vestidos para salir a cenar, tacones que resonaban en la vereda como un grito de libertad. Durante el día, caminaba por la playa en bikini, sintiéndome deseada, hermosa y viva. Me sacábamos fotos, nos reíamos, hacíamos el amor sin culpa.

Una noche, bajo la luna, me llevó a la playa. El cielo estaba despejado y el mar susurraba complicidad. Me besó como si el mundo se fuera a acabar, y ahí mismo, en la arena, con las olas de fondo, Me sacó el pareo que tenía puesto, me bajo la tanga, y me empezo a coger tan duro pero tan rico a la vez, que me olvide por completo de todo, aunque cada ruido q escuchaba miraba a ver si alguien nos estaba viendo. Nada de eso pasó, en un momento empezo a cogerme mas fuerte hasta que una vez mas me lleno la cola de su semen, jadeando y lleno de arena, gritó al viento:
—“¡Te amo, Antonella!”
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Era real. Él me amaba… así como yo era.
Al volver de esas vacaciones, algo dentro de él se quebró. Ya no quería seguir ocultando nada. Al llegar a casa, se detuvo frente a mí, con esa seriedad tan suya, y me lo dijo:
—“No quiero volver a lo de antes. Quiero que vivamos juntos. Quiero que seas libre. Que dejes de fingir ser lo que no sos.”
Yo asentí. Sabía que tenía razón. Me había sentido tan bien, tan yo, que no podía volver atrás. Así que, sin pensarlo, fuimos directamente a casa de mis padres. Tal cual, vestida como estaba, con el maquillaje corrido y el corazón en la boca.
Les contamos todo.
Y para mi sorpresa, no se horrorizaron. Mi mamá lloró un poco, pero más de emoción que de angustia. Mi papá solo dijo:
—“Ya lo sabíamos, hija. Siempre lo supimos. Y está bien. Te amamos igual.”
Ese día fue otro renacer. Nos mudamos juntos a una casita que Mario había estado preparando en secreto. En el barrio, todos comenzaron a conocerme como Antonella, la mujer de Mario. Y no me importaba lo que murmuraran. Porque estaba feliz. Porque por primera vez, tenía todo lo que había soñado.
Pasaron dos años de amor, de lucha, de descubrimientos. Y yo quería más. Sentía que aún me faltaba algo. Sabía que a Mario le encantaban los pechos grandes, y que yo también los deseaba. Así que una noche, mientras cenábamos en casa, le tomé la mano y se lo dije:
—“Quiero operarme. Quiero ponerme unas tetas grandes, para vos… y para mí.”
Él sonrió, me besó en la frente, y me dijo:
—“Vamos a hacerlo. Vas a ser la diosa que merecés ser.”
Y así fue. Me operé. Me puse unas tetotas gigantes, redondas, firmes, preciosas. Cuando me miré en el espejo por primera vez después de la cirugía, no pude evitar llorar. Me sentía poderosa. Me sentía sexy. Me sentía completa.
Pero no terminó ahí.
Un año después, con Mario siempre a mi lado, tomé la decisión más importante de mi vida: quitar todo rasgo masculino de mi rostro, y finalmente, realizar la cirugía de reasignación de sexo. Era el último paso. El más difícil. El más profundo. Y el más liberador.
Mario estuvo conmigo en cada consulta, cada análisis, cada preparación. Me abrazaba en las noches donde el miedo me carcomía, y me recordaba quién era: su mujer, su amor, su reina.
Capítulo 6: Renacer en su abrazo
La decisión estaba tomada. Ya no había marcha atrás. Después de tanto tiempo luchando contra un cuerpo que no me representaba, finalmente iba a cerrar el círculo. Iba a dejar atrás ese resto de piel y carne que jamás me perteneció… y abrirme a la vida como la mujer que siempre fui.
La cirugía de reasignación no era solo un procedimiento médico. Era mi renacimiento. Cada cita previa, cada firma, cada análisis, cada noche en la que me acostaba abrazada a Mario con lágrimas en los ojos… todo formaba parte del camino.
Mario fue un sostén en todo momento. Nunca vaciló. Me acompañó a cada consulta, me mimó, me cuidó, y sobre todo, me hizo sentir amada, deseada, y completamente válida.
La mañana de la operación me temblaban las manos. Me internaron muy temprano. Cuando me pusieron la bata y me llevaron a pre quirófano, Mario estaba ahí. Me apretó fuerte la mano y me dijo bajito, al oído:
—“Te amo, Anto. Y cuando despiertes, vas a ver lo hermosa y poderosa que sos.”
Cerré los ojos con una mezcla de miedo, ansiedad y esperanza. Y cuando los volví a abrir, ya no era la misma. Había dolor, sí. Un ardor profundo, una presión interna difícil de explicar. Pero también había paz. Una paz que jamás había sentido.
Los primeros días fueron duros. No podía moverme mucho, estaba conectada a sondas, me sentía vulnerable… pero cada vez que abría los ojos y veía a Mario ahí, sentado al lado de la cama, leyéndome, dándome de comer, cambiándome el vendaje, susurrándome que era hermosa, me sentía contenida.
Pasaron semanas. La recuperación fue lenta, pero progresiva. Cada paso, cada y cada punto que caía, era un avance. Me miraba al espejo y me costaba creerlo: mi reflejo finalmente coincidía con mi alma. No era perfecta. Tenía cicatrices, moretones, sensibilidad… pero era yo. Y eso lo cambiaba todo.
El deseo volvió de a poco. Al principio sentía miedo. No sabía si iba a disfrutar. No sabía si Mario me seguiría deseando con la misma pasión… si él sentiría lo mismo.
Hasta que una noche, ya en casa, todo cambió.
Habíamos cenado liviano, y me puse una bata de satén suave que me acariciaba la piel recién recuperada. Estábamos viendo una película, pero él no dejaba de mirarme. Sus ojos iban de mis labios a mis piernas, de mi pecho a mi cintura.
Me acarició la cara con ternura, y me dijo bajito:
—“¿Estás lista?”
Yo asentí. Me temblaba todo el cuerpo.
Subimos al dormitorio. Él me desvistió despacio, como si cada centímetro de mi piel fuera un tesoro. Me besó el cuello, los pechos, el vientre. Me miraba con tanta devoción que me quebré.
—“Tengo miedo…” —susurré.
Él me besó la frente y respondió:
—“No hay nada que temer. Sos mía. Siempre lo fuiste.”
Se puso encima mío con cuidado. Sus dedos recorrieron mi nueva vagina con paciencia, con respeto, con deseo. Me estremecí. Sentía sensaciones nuevas, mezcladas con viejas. Todo era distinto… pero todo era maravilloso.
Y cuando finalmente me penetró, suave, despacio, sintiendo cada milímetro como una bendición, lloré. Lloré como nunca antes. De emoción, de alivio, de entrega absoluta. Era la primera vez que hacía el amor siendo plenamente yo.
Y Mario también lloró. Me lo confesó después, cuando nos abrazamos empapados en sudor y lágrimas.
—“Sentirte así… tan completa, tan viva… me hace sentir el hombre más afortunado del mundo.”
Esa noche hicimos el amor como nunca antes. Ya no había secretos, ni dudas, ni inseguridades. Yo lo recibía con mi nuevo cuerpo, con mi nueva alma, con todo lo que era. Y él me tomaba con fuerza, con pasión, como siempre… pero ahora con algo más: con reverencia.
Desde entonces, el sexo con Mario fue diferente. Más profundo, más real, más eléctrico. Mi cuerpo respondía distinto. Aprendí a redescubrir mis zonas erógenas, mis reacciones, mis orgasmos… y él estuvo ahí en cada paso, guiándome, abrazándome, poseyéndome con ese fuego tan suyo.
No solo había cambiado mi cuerpo.
Había cambiado nuestra forma de amarnos.
Y una vez mas... ya no había vuelta atrás.
Les dejo la parte III. http://www.poringa.net/posts/trans/6021477/Descubriendo-mi-yo-Femenino-Parte-III.html

0 comentarios - Descubriendo mi yo Femenino (Parte II)