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La apuesta perdida.

La apuesta perdida.



La Deuda Siniestra

Daniel se ahogaba en una espiral de deudas. Las apuestas, esa adrenalina que una vez le pareció inofensiva, lo habían arrastrado al abismo. Su oficina, antes un refugio, ahora era una jaula de cristal donde los ojos de su jefe, el Sr. Vargas, lo seguían con una mezcla de desdén y una curiosidad inquietante. Vargas, un depredador de traje caro, había cultivado un aire de poder que lo hacía temible y, para Daniel, inescapable. La última mano de póker había sido la definitiva: una suma impagable que lo dejaba a la merced de Vargas.

"Hay una salida, Daniel", la voz de Vargas era como la seda, pero el filo era de acero. "Una última apuesta. Doble o nada." Daniel tragó saliva, el aliento le quemaba en la garganta. "Y si pierdes...", Vargas se inclinó sobre el escritorio, sus ojos fijos no en Daniel, sino en la fotografía enmarcada que Daniel siempre mantenía allí. Era una foto de Sofía en la playa, riendo, con el cabello castaño revuelto por la brisa, sus curvas suaves delineándose bajo un bikini empapado. La redondez de sus senos se insinuaba provocadora, la línea de su cintura se curvaba con gracia hacia unas caderas prometedoras. La sonrisa de Vargas se amplió, una visión lúbrica que hizo que Daniel sintiera náuseas. "Si pierdes, Daniel... tu hermosa Sofía será mía por una noche."


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Un escalofrío helado recorrió a Daniel. La fantasía que, hasta ahora, había sido un secreto vergonzoso en las profundidades de su mente, una excitación culposa al imaginar a Sofía con otro, ahora se alzaba, grotesca y real. El pánico lo asfixiaba, pero bajo el terror, una chispa perversa, casi imperceptible, prendió. La idea era tan depravada que su propia mente se resistía a procesarla, pero la imagen de Vargas y Sofía… el morbo era un veneno que ya corría por sus venas.

La Noche Sellada

La derrota de Daniel fue tan inevitable como la salida del sol. Vargas había ganado. La orden del jefe fue concisa y carente de piedad. Sofía sería entregada al anochecer. No había espacio para la negociación, ni para la clemencia. El destino de Sofía ya estaba sellado por la debilidad de Daniel.

Con el corazón martilleando como un tambor de guerra, Daniel se acercó a Sofía, su sonrisa una máscara temblorosa. "Mi amor, te tengo una sorpresa," le dijo, su voz tensa por el esfuerzo. "Una noche para reavivar la chispa, una experiencia sensorial, solo tú y yo." Sofía, vibrante en un vestido veraniego de lino blanco, sus hombros descubiertos y la tela acariciando sus piernas esbeltas, sonrió con curiosidad. "¡Qué misterioso eres hoy, Dani!", bromeó, acercándose para un beso.

Mientras Daniel le vendaba los ojos con un pañuelo de seda, argumentando que así "sus otros sentidos se agudizarían para el placer", sus manos temblaban. La tela suave cubrió los ojos de Sofía, sumiéndola en una oscuridad que la hacía aún más vulnerable. Daniel la guio, paso a paso, hasta la habitación que había preparado siguiendo las precisas instrucciones de Vargas. El aire estaba impregnado de un incienso dulce y pesado, la luz de las velas parpadeaba, proyectando sombras danzarinas. De fondo, una melodía suave y sensual apenas ocultaba el latido frenético del corazón de Daniel.

"Te amo, Sofía", susurró Daniel, su voz ronca de desesperación y la verdad a medias de esa última confesión. La dejó sola en la cama, su figura tendida sobre las sábanas de seda, indefensa y confiada. Cada paso que Daniel daba hacia la puerta era una traición, cada clic del pestillo, un martillazo en su alma.

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La Consumación Ciega y el Morbo Desatado

El silencio se cernió sobre Sofía, roto solo por la música y el suave crujido del colchón. Sintió una presencia, un calor que no era el de Daniel. Una mano, grande y fuerte, rozó su tobillo, luego ascendió por su pierna. No era la caricia familiar de Daniel; esta era más firme, más... exploratoria. Un escalofrío le recorrió la piel, pero lo atribuyó a la "novedad" de la noche.


"¿Daniel?", susurró, una mezcla de confusión y excitación en su voz. No hubo respuesta verbal, solo un aliento cálido en su cuello y un beso que la tomó por sorpresa. Sus labios eran más gruesos, su lengua más audaz. Sofía sintió cómo el vestido de lino era elevado con una prisa impaciente, revelando sus muslos, la tela suave deslizándose por su piel. Las manos del hombre exploraron el nacimiento de sus caderas, el contorno de su trasero firme, hasta llegar a sus senos.

No eran las manos de Daniel. Estas eran más grandes, más dominantes. Sintió cómo desabrochaba su brasiere. Sus pechos, redondos y turgentes, fueron expuestos al aire. Un gemido escapó de Sofía cuando los dedos rodearon su pezón, duro y erecto, y luego una boca ávida lo tomó, succionando con una fuerza que la dejó sin aliento. "Mmm... Daniel... estás tan... tan atrevido esta noche", jadeó, arqueando la espalda, el placer nublando su juicio. Cada beso, cada succión, cada toque era una revelación, una promesa de una pasión que nunca antes había experimentado.
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Sintió cómo la ropa era apartada por completo. El roce de una tela gruesa y áspera contra su piel desnuda antes de ser deslizada, revelando su intimidad. Vargas, al lado de la cama, la miraba con ojos codiciosos, la imagen perfecta de la foto de Daniel hecha realidad. Su verga, gruesa y pulsante, se alzaba, dura y lista. El jefe no perdió el tiempo en preludios suaves. La encontró con una determinación que no dejaba dudas.

Sofía sintió la presión, la penetración inicial. Era más grande, más llena, más... invasiva que Daniel. Un gemido ahogado se le escapó. "¡Oh, Daniel! ¡Más! ¡Así! Me encanta cómo me... ¡ah!", sus palabras se convirtieron en un jadeo de placer mezclado con sorpresa. Él la tomaba con una voracidad que la sacudía hasta el alma. Su cuerpo, en su ceguera, respondía con una libertad salvaje. Las caderas de Sofía se levantaban, encontrando el ritmo de su atacante desconocido.

"Eres tan bueno, mi amor... has... has cambiado tanto", jadeaba, las uñas clavándose en la espalda del hombre que creía su novio. La voz de Vargas, si bien contenida, era un gruñido gutural de placer y triunfo. Él la devoraba, la poseía con una ferocidad que ella, en su engaño, interpretaba como una nueva y emocionante faceta de Daniel. Cada embestida era más profunda, más intensa, más suya.

Afuera, Daniel, pegado a la puerta, escuchaba. Los gemidos de Sofía, sus palabras de adoración a un hombre que no era él, cada "Daniel" que escapaba de sus labios. El sonido de los cuerpos chocando, la respiración agitada. La humillación era un veneno que le corroía las entrañas, pero el morbo... ese morbo oscuro y perverso que había alimentado en su interior, ahora lo quemaba desde adentro, un fuego helado que lo consumía mientras su fantasía se volvía una pesadilla exquisita.

La Ventana al Infierno

El corazón de Daniel era un puño helado en su pecho mientras sus dedos temblaban al deslizar la puerta apenas unos milímetros. Suficiente. Suficiente para que una rendija de oscuridad se abriera, revelando la escena que se estaba desarrollando al otro lado. El suave gemido de Sofía, que había estado torturándolo desde el pasillo, ahora era una melodía clara, casi musical en su tormento.




La luz tenue de las velas proyectaba sombras danzarinas, haciendo que la habitación pareciera un retablo perverso. Sofía estaba ahí, tendida, su cuerpo desnudo un lienzo de carne bajo la posesión. Su cabeza se movía de un lado a otro en la almohada, los ojos aún vendados, su rostro contraído en una mueca de placer que Daniel nunca había visto. Y encima de ella, el Sr. Vargas, un coloso oscuro, sus músculos tensos y brillando con el sudor.

La mirada de Daniel se fijó en la visión más desgarradora y excitante de su vida. La vergota de su jefe, gruesa y robusta como nunca la había imaginado, entraba y salía de la conchita de Sofía con una fuerza rítmica, implacable. Cada embestida era un martillazo directo al alma de Daniel. Podía ver cómo la piel de Sofía se estiraba, cómo su pubis se arqueaba para recibir la embestida profunda, cómo su vulva hinchada se abría y cerraba alrededor de la masa palpitante de carne de Vargas. Los vellos oscuros de Sofía se empapaban con la humedad que el movimiento generaba, pegándose a su piel.

Las caderas de Sofía se levantaban instintivamente para encontrarse con cada embate, sus muslos se tensaban y sus pies se aferraban a las sábanas. "¡Oh, sí! ¡Más! ¡Así, Daniel, así!", jadeaba Sofía, sus palabras, equivocadas en su destinatario, eran puñales para Daniel, atravesándolo con cada sílaba de placer que le entregaba a otro hombre. Vargas, sin emitir un sonido, solo un gruñido bajo que Daniel apenas pudo discernir, se inclinaba sobre ella, sus ojos fijos en el rostro extasiado de Sofía, un depredador disfrutando de su presa cegada.

La vista de la verga de Vargas entrando y saliendo, untada con los fluidos de Sofía, era una imagen que quedaría grabada a fuego en la retina de Daniel. Podía ver el glande, oscuro y húmedo, brillando al retirarse, y luego el cuerpo grueso del pene desapareciendo por completo dentro de la profundidad rosada y palpitante de su novia. Era repulsivo, era humillante, y al mismo tiempo, una oleada de excitación vergonzosa le recorrió el cuerpo. Su fantasía más oscura, ahora una realidad brutal, lo estaba destrozando y encendiendo a la vez.

El ritmo se aceleró, los jadeos de Sofía se hicieron más urgentes, más agudos. Daniel sintió el temblor en el aire, el preámbulo inconfundible. Vargas gruñó, un sonido gutural de liberación, y Daniel vio con una claridad aterradora cómo su jefe se arqueaba una última vez, su cuerpo convulsionando. La vergota de Vargas se contrajo y una oleada de semen blanquecino y espeso brotó, llenando la conchita de Sofía hasta rebosar. Un chorro final se deslizó por su muslo, un hilo brillante que atestiguaba la consumación de la traición.

Sofía soltó un gemido prolongado y satisfecho, su cuerpo se relajó sobre las sábanas. "Dios mío, Daniel... ha sido... ¡increíble!", susurró, la voz aún ronca por el placer. Daniel retrocedió lentamente, la puerta chirriando apenas. La imagen grabada en su mente era una combinación tóxica de la humillación más profunda y el cumplimiento de su fantasía más perversa. El olor del sexo llenaba sus fosas nasales, una prueba irrefutable de lo que había presenciado.

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