Las hojas del lunes surgieron por el hartazgo de los trabajadores de prensa de principios del siglo veinte por el excesivo trabajo. Unas protestas que se centraban en reivindicar el descanso dominical. Claro que si no se escribía el domingo no se publicaba el lunes. Así que durante más de cincuenta años los periódicos, en el primer día de la semana, se limitaban a divulgar una simple hoja con escueta información, normalmente deportiva. Se suponía que no se perdería mucho con ello, al fin y al cabo, a nadie le gustan los lunes.
La mitad de todas las veces que un empleado llega tarde a trabajar lo hace un lunes, e incluso cuando son puntuales se sabe que el trabajo productivo en ese día suele oscilar, solamente, entre tres y cuatro horas. Probablemente se deba a que la noche del domingo suele ser en la que menos se duerme, debido principalmente a los cambios en los patrones del sueño. El riesgo de ataques al corazón, o el de suicidios, también se incrementan ese día maldito respecto a cualquier otro de la semana. Claudia lo sabía porque había escrito sobre ello esa misma mañana.
La bella mujer de cabellos rubios solo tenía unas pocas horas al día tras el trabajo para ella misma. Para ver la tele mientras planchaba o cosía algún desperfecto en la ropa, para escuchar un poco de música mientras limpiaba el suelo o las cortinas. O simplemente para pensar. Y la valenciana sabía que mentiría si negaba que la mayor parte del tiempo pensaba sobre Ignacio.
Claudia llevaba casi una semana sin verlo. Seis días sin poder concentrarse en lo que hacía sin que la invadieran los recuerdos de ese momento. Ya no se concentraba como antes. Había recreado tanto a ese hombre en su mente que ya no tenía claro si era un desconocido. Su vecino tampoco había hecho ninguna muestra para cambiar eso. Ella lo prefería, sin duda, pero se preguntaba por qué.
La exótica periodista puso el plato de carne con arroz y ensalada sobre la mesa del comedor. Eran las dos y ya estaba muerta de hambre. Llevaba puesto unos pantalones de color marrón y una blusa blanca de cuello alto. Se había quitado la chaqueta y tenía puesta una pulsera de plata, un collar del mismo metal con un crucifijo de Cristo, y la virgen María, también en plata, acoplada en el mismo collar. Llevaba el peinado muy alisado y sujeto con una diadema blanca. El flequillo caía solo por un lado de la frente formando una curva perfecta y sin fisuras. En la cabeza el cabello ganaba volumen al elevarse un poco hacia arriba gracias a una traba que mantenía a raya a la gravedad y permitía que el resto cayera libre.
Justo cuando la valenciana iba a sentarse se dio cuenta que se había olvidado el pan y el vino, así que volvió a la cocina con paso rápido. Sujetó la botella de vino y el pan, y entonces escuchó a alguien llamando a la puerta. Fueron unos golpes fuertes y decididos, y su mente la traicionó de la forma más vil al pensar que era Ignacio. Seguramente fuera cualquier otro vecino, pero el corazón de Claudia comenzó a bombear con fuerza. Fue hasta la mesa para dejar la bebida y para conseguir algo de tiempo con el que relajarse, pero justo al llegar volvieron a tocar a la puerta. Esta vez con más insistencia.
La periodista valenciana comenzó finalmente a ir hasta la entrada con pasos dubitativos, pero a medio recorrido se repuso y sus pasos fueron más seguros. Sujetó el picaporte y antes de que abriera ya volvían a tocar con empecinamiento. Pero, esta vez, al tercer toque Claudia abrió la puerta. Ignacio, tan atractivo como lo recordaba, le esperaba al otro lado. Los muslos de ella se endurecieron de inmediato y su seguridad volvió a desmoronarse.
—Señor… Ramírez —tartamudeó ella.
—Puedes llamarme Ignacio, Claudia. Ya lo sabes —saludó él con una espléndida sonrisa, para acto seguido añadir —. Puedo pasar, por favor.
El hombre de sofisticada elegancia no esperó una respuesta y entró al tener amplio hueco por el que hacerlo. Claudia abrió los ojos como platos, y se puso muy tensa por el atrevimiento. Curiosamente cerró la puerta casi de forma inconsciente. Se sentía muy incómoda al pensar que los estaban observando de algún modo, y le asustaba la idea de que pasara alguien y viera a Ignacio dentro de la casa. Pero, desde el punto de vista de ella, que hubiera cerrado la puerta no quería decir que lo hubiera invitado.
Ignacio vestía unos vaqueros grises, con una camisa amarilla de cuadros. También llevaba un buen reloj y unos zapatos negros elegantes. Su pelo estaba muy peinado hacia atrás, con la raya por un lado. Muy de actor de Hollywood de los sesenta, algo que a Claudia le encantaba. Sin embargo, los nervios le impedían apreciar del todo la belleza de su huésped.
—Creo que no es apropiado —susurró ella respirando entrecortadamente.
El hombre asintió con consideración, y su aprecio pareció sincero.
—Solo he venido porque te prometí que revisaría tu sistema eléctrico. Por lo de los ruidos de los cables, ¿recuerdas?
Claudia tragó saliva e hizo memoria. Ciertamente habían hablado sobre ello, pero eso fue antes de mantener relaciones sexuales extramatrimoniales.
—No es necesario.
—No es molestia —insistió él con una sonrisa cautivadora que mantuvo con mirada fija. Finalmente, la valenciana no pudo reprimir la suya, igual de genuina.
—Está bien, pero mi marido y mis hijos estarán aquí a las cinco y media.
Él asintió conforme, justo antes de que volvieran a tocar a la puerta, solo que esta vez no era en la casa de Claudia, sino en la de Ignacio. Sin embargo, el hombre ignoró ese hecho y adelantó el paso hacia el interior del piso.
—¿Dónde está el cuadro eléctrico? —susurró inusualmente bajo.
La valenciana señaló hacia el cuarto donde guardaban los productos de limpieza, de apenas metro y medio de ancho y dos metros de alto, a unos cuatro metros cerca de la entrada al dormitorio. Luego le acompañó manteniendo siempre una distancia de tres pasos entre ambos. Una vez más volvieron a tocar en el apartamento de Ignacio con más insistencia.
—Creo que tocan en tu casa —dijo ella, por si no lo había oído.
—No te preocupes —volvió a decir en tono bajo —. Será algún vendedor. No espero a nadie.
Claudia asintió por consideración, pero no entendía por qué hablaba tan bajo si pensaba que era un simple vendedor. También se fijó en que Ignacio no tenía herramientas de ningún tipo. Ni siquiera un simple destornillador. Y las que tenía Pedro estaban en su coche.
—¿Podrás arreglarlo sin herramientas? —preguntó ella —. Yo no tengo.
El apuesto hombre miró a la periodista con un esbozo de sonrisa que revelaba un atractivo hoyuelo en su mejilla.
—No, pero podré identificar el problema. Es el paso más importante.
El ingeniero abrió el cuarto y el ruido se pudo empezar a escuchar ligeramente. La pequeña estancia tenía muchos productos de limpieza en la repisa baja, así como la fregona, la escoba, y otros utensilios de la misma índole por un lado. El cuadro eléctrico estaba visible en frente, pero tuvo que apartar el cubo de la fregona a un lado para poder estar cómodo. Ignacio, una vez dentro del estrecho cuarto, comenzó a abrir el cuadro eléctrico y tan pronto lo hizo asintió dando por satisfechas sus sospechas. Lo cierto es que se escuchaba un ruido bastante bajo, pero era ahora fácilmente reconocible. Claudia lo había escuchado otras veces, pero pensó que era algo normal y no molestaba porque con la puerta cerrada no se escuchaba nada.
Por tercera vez tocaron la puerta de la casa de Ignacio. Parecía que la aporreaban más que llamar, y un vendedor ambulante no hubiera insistido tanto. Aun así, el ingeniero lo ignoró y Claudia por tanto también. Instantes después se escucharon unos pasos de alguien alejarse por el pasillo. A la periodista le dio la impresión de que a su vecino eso le serenó, pero curiosamente ella, en ese momento, empezó a estar preocupada por su instalación eléctrica.
—¿Es grave?
—Cuando el ruido es anormal como ahora puede deberse a componentes defectuosos o rotos, como interruptores, fusibles o cables dañados. Eso no solo puede hacer que el rendimiento de los aparatos eléctricos sea deficiente, sino que puede representar un riesgo de cortocircuito o incendio, sobre todo con tanto producto químico cerca.
Claudia exclamó de repente mientras se tapaba con la mano la boca por el miedo a que ocurriera algo semejante. De improviso comenzó a retirar los productos de limpieza uno tras otro. Ignacio se rió de forma alegre al verla tan apurada. La periodista se metió dentro del cuarto para sujetar un bote de lejía que estaba en una repisa cerca de su vecino, justo cuando este se giraba, por lo que el cuerpo de ambos se encontró. Los muslos de ella rozaron los de él, y el fuerte brazo de Ignacio sujetó la cintura de Claudia, tras un gesto de desconcierto por la proximidad. Los ojos de ambos se miraron y se mantuvieron fijos durante unos instantes. Ella señaló con la cabeza a la repisa.
—Me alcanzas el bote de lejía —susurró.
El ingeniero lo hizo y ella se apartó hacia atrás. Claudia sintió frío. No porque hubieran bajado las temperaturas, sino porque estando tan cerca de él su cuerpo se había encendido de pasión por un momento, y ahora que se había vuelto a alejar esa pasión se enfriaba. Aun así, ella continuó retirando los productos de limpieza. Él volvió a girarse mientras continuaba inspeccionando y juntaba más la oreja al cuadro eléctrico.
—No se escucha ningún chasquido, así que no es tan grave —comentó él tras unos segundos —. Solo percibo un zumbido. Probablemente por los componentes internos, como los transformadores, los relés o los disyuntores. Estos suelen vibrar debido al flujo de la corriente eléctrica, aunque en este caso es excesivo.
Claudia resopló abrumada por el diagnóstico, pero luego se fijó en el cuerpo de su huésped. Miró de soslayo su fuerte espalda y su curtido trasero, y volvió a recordar cuando lo palpó seis días atrás. Se recreó en su memoria, apoyada en el pecho de su vecino mientras lo agarraba como una lapa desde los hombros y las caderas, al tiempo que era penetrada. Y su cuerpo tembló por el atisbo de éxtasis. Acto seguido se reprendió por ello y se preguntó qué clase de esposa tenía esos pensamientos impúdicos en su propia casa. Al mismo tiempo el ingeniero apagaba algunas de las clavijas del cuadro eléctrico y luego las volvía a encender para observar el resultado. Eso asustó un poco a Claudia.
—¿Saldrá muy caro? —preguntó ella nerviosa, que sabía que los problemas eléctricos solían ser muy costosos.
—Ya te he dicho que no te voy a cobrar nada —le aseguró él tras negar con la cabeza, para seguidamente ofrecer su mano —. Aunque puede que tengas que aumentar la potencia. Acércate.
La periodista no dudó ni un instante. Alcanzó su mano casi sin darse cuenta y se adentró en el cuarto con paso lento. Él la sujetó nuevamente por la cintura, y ella se arrimó más a él hasta que su hombro tomó contacto con el suyo. Finalmente apoyó su brazo, desde el codo hasta la mano, en la espalda de Ignacio.
—Sí que se escucha con claridad —susurró finalmente ella mientras tragaba saliva. Él asintió con su rostro muy cerca al de ella.
—Creo que el cuadro eléctrico puede estar un poco sobrecargado. Sin duda está algo obsoleto, no por viejo sino por sistemas antiguos que han utilizado en la construcción, y tiene más dispositivos de los que puede manejar, así que probablemente el zumbido se intensifique por el esfuerzo excesivo —le explicó en un tono suave y sedoso —. Estoy convencido de que el ruido que se escuchaba desde mi apartamento por las noches ocurre cuando conectas una estufa en tu dormitorio.
Ella asintió mientras movía su mano desde debajo del hombro de él y lo llevaba suavemente hasta debajo de la nuca. Sus muslos se tocaban, así como todo el lado del cuerpo de ambos.
—Es cierto —confirmó ella, pausadamente, mientras le miraba a los labios.
Él también hizo lo mismo y su tono de voz sonaba bajo y sosegado.
—Si quieres te puedo actualizar el cuadro eléctrico por uno más moderno, con las cargas mejor distribuidas. Reemplazo las piezas desgastadas y te ayudo a pedir una ampliación de potencia.
—”Actualízamelo” —aceptó ella con voz aterciopelada, mientras suspiraba sonoramente.
Ambos acercaron sus rostros hasta poder echarse el aliento y juntaron sus labios en un apasionado beso que se fue intensificando por momentos. Claudia sentía como su cuerpo respondía por sí solo, y le parecía tan natural que, a diferencia de la vez anterior, se sintió muy cómoda. Juntó su pubis con el de él y pudo percibir el bulto en la entrepierna de Ignacio. Eso la excitó muchísimo. El sonido de los lametones amortiguó el ruido del cuadro eléctrico, y un chasquido final separó las bocas de ambos mientras se miraban con deseo.
—Me moría de ganas por esto —confesó él.
—¿Y por qué no viniste antes?
Ignacio la miró sorprendido, y se mordió el labio mientras le apretujaba el culo estirando la tela del pantalón.
—Porque soy un idiota.
La periodista se abalanzó sobre él en el cuartito atenazando con sus piernas su cintura, como si él fuera su presa, o lo fuera ella.
—Llévame a la cama.
El ingeniero no esperó a que se lo repitiera y la lamió en el cuello mientras la apretujaba para sí. Marchándose a ciegas y dando tumbos como un rinoceronte en dirección al dormitorio. La valenciana restregaba sus manos en los hombros y la espalda de él, al tiempo que jadeaba en silencio por la excitación del momento. Se había querido engañar durante varios días, pero en el fondo llevaba esperando ese momento desde entonces.
La puerta del dormitorio se abrió con brusquedad e Ignacio lanzó a la mujer en la cama como si de un saco de cebollas se tratara. Claudia dio un rebote, y antes de que volviera a caer él ya la había sujetado por las piernas. La valenciana comenzó a agitarlas mientras se desabrochaba los pantalones, como si el contacto de estos le quemara la piel. El ingeniero se los arrebató fácilmente gracias a la ayuda, así como la botas, y Claudia se quedó solo con unas bragas azules de cintura para abajo. Se abrió de piernas y levantó el pubis como si quisiera invitarlo a penetrarla. Él se lanzó hacia ella y cayó a plomo sobre su cuerpo, aunque amortiguó la caída con sus extremidades para no hacer daño. La periodista se rió, pero él la acalló con un nuevo beso, al tiempo que le retiró la diadema de la cabeza y dejaba su pelo más suelto.
El peso del ingeniero era sedante, y Claudia agarró su culo para presionar y sentir mejor su pene sobre su entrepierna. Le metió las manos dentro de los pantalones para agarrar las nalgas prietas y rígidas. Notaba el anillo de casada cuando restregaba sus dedos, pero no quería perderlo entre las sábanas si se lo quitaba. Además, su culpabilidad estaba enclaustrada en una esquina oscura y recóndita en ese momento. Y entonces lo hizo girar en la cama con una fuerza inusitada para ponerse ella encima.
La periodista jadeaba de excitación mientras se mantenía sentada sobre Ignacio. Comenzó a mover las caderas como si cabalgara sobre un caballo solo para sentir el bulto de su amante. Sus bragas estaban mojadas a la altura de la vagina, y rápidamente se alejó hacia atrás mientras le retiraba los pantalones vaqueros a su amante. Se los quitó del todo, junto con los zapatos, y luego retomó su camino hacia adelante avanzando con la cabeza entre las piernas de él hasta que llegó hasta ese bulto que tanto la había hecho mojarse. Los calzoncillos de Ignacio eran blancos como una montaña nevada. Puso allí su cara y la aplastó para sentir el tacto y el olor del pene a través de los calzoncillos. Los olió hondamente y luego intentó succionar con su boca toda la entrepierna como si fuera un pez besugo.
Tenía hambre. Claudia tenía mucha hambre, y el olor a pene le estaba haciendo rugir las tripas. Retiró los calzoncillos y vio como el falo era liberado de su prisión. La valenciana salivó mientras veía los huevos colgando y el cabezón de la enorme polla coronando el miembro. Le resultó curioso por un instante. Siempre le había dado un poco de asco meterse el pene de su marido en la boca, y muy rara vez lo había hecho durante el matrimonio. Pero ahora una gruesa gota de saliva cayó desde sus labios al edredón de la cama solo por pensarlo, y se dio cuenta de que se moría por comerse el pollón. Como si de una cerda a la que se le fuera a dar de comer se tratara se abalanzó hacia delante y comenzó a devorar el pene con apetito. Metió el cabezón dentro de su boca, al tiempo que degustaba cada gramo de su sabor. Lamió el largo y grueso falo de arriba abajo con intensidad, y succionó los huevos con ahínco. Primero uno y luego el otro.
Entonces algo brilló por el reflejo de la luz de la habitación. Era el crucifijo y la virgen de plata de su collar que se había roto en algún momento, probablemente cuando fue lanzada a la cama. Claudia lo miró y estiró el brazo para alcanzarlo mientras seguía con el pene de Ignacio en su boca, abultando tanto su mejilla que esta quedó estirada al menos ocho centímetros hacia afuera. Justo cuando sus dedos rozaban la falda de plata de la virgen el collar cayó de la cama hacia el suelo, y ella ignoró ese hecho con los ojos cerrados mientras saboreaba el sabor del gran pene que tenía en la boca.
Claudia se dio cuenta de que no había almorzado. Su arroz con carne y ensalada seguía en la mesa del comedor, y no había tomado bocado. No sabía si era por eso su voracidad de miembro viril, pero lo cierto es que jamás había disfrutado tanto por comerse una polla. Esta estaba tan babada y chupada que Ignacio fue incapaz de resistir tanta fricción sin correrse, y un torrente de leche espesa inundó la boca de Claudia. Ella no era capaz de apreciar si se había sorprendido o no por la corrida, pero sí que sabía que en cuanto sintió el líquido caliente en su boca absorbió cada gota del semen como si fuera leche condensada. Se lo tragó todo y cuando terminó quiso más.
Claudia nunca se había tragado el semen de su marido. Había llegado a alojarlo en su boca para complacerlo, pero siempre era escupido como si se tratara de desechos inútiles. En esta ocasión, sin embargo, lo había tragado casi por instinto. Con apetito. Quería devorarle la polla si con eso conseguía más que mascar entre sus dientes. El ingeniero se revolvió y puso su mano sobre la cabeza de ella para tratar de decirle que parara. Aunque la valenciana era intratable.
—Quiero más —susurró ella —. Dame más leche.
Él la miró con una sonrisa en la boca.
Las bonitas bragas azules de Claudia colgaban del picaporte del cabezal de la cama. Ya no le hacían falta para cubrir sus partes pudendas pues el miembro de Ignacio las estaba sacudiendo bien. El pene penetraba hasta el fondo de ella haciendo que sus hormonas brillaran por el goce. Un miembro desconocido y ajeno que la vagina de Claudia recibía con los brazos abiertos. Su coño entero babeaba y se acoplaba a la perfección con este invasor extranjero.
La periodista estaba boca arriba con sus piernas colgando sobre los hombros de él mientras sus nalgas amortiguaban las embestidas. El pelo liso y rubio de la valenciana se estiraba hasta la altura del cabecero de la cama como una alfombra dorada. Y sus senos bailaban de un lado a otro con sus pezones rígidos, apuntándole a él.
Las sábanas y el edredón estaban removidos y parcialmente habían caído de la cama. La virgen María de los Desamparados miraba hacia abajo, colgada en el cuadro como siempre hacía, pero esta vez parecía con motivos para ello. El ingeniero llevaba media hora follando a su vecina sin parar. Se la había metido desde atrás, de lado y de diferentes posturas, casi todas desconocidas hasta ese momento para Claudia. Aunque ella había tenido ya su propio orgasmo y quería ir a por otro como loca, también quería más leche que tragar. Una vez le había sabido a muy poco y su amante le había asegurado que cuando fuera a correrse nuevamente lo haría dentro de su boca. Ella todavía paladeaba el sabor a semen entre sus dientes y quería sentir otro torrente impactar en su lengua.
El pene estaba tan lubricado por los líquidos vaginales que entraba y salía de la vagina deslizándose como una morsa en un tobogán. Ignacio sujetaba a su vecina por los muslos al tiempo que embestía de frente, desplazándola unos centímetros para retomar la posición a continuación con la inercia del movimiento. Los abdominales de él estaban abultados y curtidos, así como sus pectorales y fuertes brazos. El ingeniero vio muy apetitosos los pechos de Claudia, moviéndose de un lado para otro como un flan cuando es mecido. Abrió las piernas de ella y bajó su propio tronco para poder alcanzarlas. Se metió en la boca uno de los suaves senos mientras lamía el endurecido pezón y lo succionaba. Claudia dejó escapar un gemido ahogado.
La valenciana se preocupaba porque el coito fuera desenfrenado, pero también silencioso. No quería que ningún vecino escuchara nada, pero sus suspiros y jadeos mudos eran tan apasionados como el grito ardiente de la prostituta más barriobajera. No se sentía inhibida o sucia, como Claudia siempre pensó que se sentirían las mujeres adúlteras mientras eran infieles. Al contrario, se sentía a gusto. Enajenada. En una burbuja de placer y éxtasis, como cuando se masturbó por primera vez siendo adolescente.
Un fogonazo de ruido la sacó de sus febriles deseos. El teléfono había empezado a sonar justo al lado, en la mesa de noche. Claudia se sobresaltó, pero el ruido era tan molesto y la costumbre tan arraigada que lo cogió al segundo tono.
—Sí, ¿quién es? —dijo en tono cansado.
—Soy yo, cariño.
—¿Pedro? —preguntó alarmada y sorprendida a partes iguales. Por un instante la periodista se sintió pillada con las manos en la masa, y necesitaría escuchar la voz tranquila y despreocupada de su marido otra vez para darse cuenta de que no era así.
Ignacio había visto a su amante tener la pésima idea de aceptar la llamada, sobre todo porque había resultado ser su marido. Sin embargo, la sorpresa hizo que Claudia apretara su vagina de tal forma que mejoró la fricción hasta niveles insospechados. Y él comenzó a meterla con más ahínco si cabía. La valenciana abrió la boca por las nuevas embestidas, como si quisiera alertarle que parara porque se trataba de su marido, aunque eso él ya lo sabía. El ingeniero sintió como ya no podría aguantar mucho más sin correrse.
—Te llamo del trabajo porque me han pedido que haga un turno extra. Así que no podré ir a recoger a los niños al colegio. ¿Puedes ir tú?
—¿Qué? ¿Por qué? Yo ahora estoy ocupada —dijo ella intentando que no se notara demasiado su voz cansada.
—¿Y lo estarás después?
—No lo sé —le dijo ella mientras se puso la mano en la boca para aguantar un gemido. Ignacio la estaba follando con más velocidad. Finalmente hizo acopio de voluntad para seguir hablando sin que se notara nada raro —. ¿Quién ha sido? Julián… ¿verdad?
Ignacio levantó la cabeza hacia atrás tratando de contener lo incontenible. Estaba a punto de correrse y Claudia pudo vérselo en los ojos. Después de haber esperado tanto por la corrida al final iba a resultar que se desperdiciaría.
—Sí, Julián —confirmó su marido al otro lado —. Su madre está enferma y la han ingresado. Así que tiene que salir antes. Si no fuera importante no le habría dicho que sí. Además, él también me ha hecho el mismo favor otras veces. ¿O ya has olvidado lo del día antes de noche buena?
La periodista escuchaba a su marido de fondo, pero ella solo podía concentrarse en el pubis de Ignacio al moverse de adelante hacia atrás mientras se la metía. El ingeniero infló sus mejillas con esfuerzo, y sacó la polla con la esperanza de no correrse todavía, aunque ya era tarde para eso. Claudia chasqueó con los labios para atraer su atención e indicarle que quería la leche en su boca. Le enseñó su larga lengua y la movió de un lado a otro como un perro para que así se diera cuenta. Ignacio dudó unos instantes, pero se acercó mientras el orgasmo paralizaba su falo. Las primeras gotas cayeron en la barbilla de ella, pero el resto de la corrida se adentró en su boca y se acomodó junto a la lengua. La valenciana notó como el semen amargo le llegaba hasta la garganta.
—¿Qué has dicho? He escuchado como un chasquido —preguntó su marido al otro lado —. ¿Qué haces? ¿Se ha cortado?
Esta vez Claudia paladeó el sabor del semen. Le resultó asqueroso, pero al mismo tiempo morboso. Era mucho menos abundante que la última vez, pero sí lo suficiente como para tener su sabor en la boca. Era como si su pudor hubiera sido inmovilizado con una camisa de fuerza. Tras tragarse toda la leche se acercó de nuevo el teléfono.
—De acuerdo, cariño. Yo me encargo de los niños.
—Ah, ¿estás ahí? ¿Qué ocurre? ¿Qué estás haciendo?
—Nada. Es que estoy con la comida al fuego y se me estaba derramando el agua de la olla. Tuve que limpiarlo todo.
—Ah, vale. Se te nota cansada.
—Eso es porque no paro de trabajar, ya lo sabes —le recriminó ella —. Y encima ahora me interrumpes con lo que estaba haciendo por ir a buscar a los niños.
Claudia estiraba un poco la piel del pene de Ignacio al tiempo que lamía las gotas de semen que seguían saliendo del cabezón.
—Vale, pues eso —respondió el marido, que no quería entrar al trapo y discutir —. Estaré sobre las siete y media en casa. Te quiero.
—Hasta después. Te quiero.
Claudia colocó de nuevo el mango del teléfono en su sitio. Miró el reloj de la mesita de noche para calcular cuanto le quedaba para tener que irse al colegio, y finalmente suspiró relajada. Ignacio jadeaba extasiado por el esfuerzo, así que se tumbó al lado de ella con el pene flácido y babeado.
—Has mantenido la calma muy bien.
—Puede que, por fuera, pero por dentro estaba cagada de miedo —aseguró ella mientras se ponía de lado para cruzar con su pierna la de su amante y rozar su clítoris con la cadera de él. Seguidamente le sonrió complacida —. Igual que tú hace un rato. ¿De verdad quieres hacerme creer que quién te tocó era un simple vendedor?
Ignacio giró la cabeza para mirar a Claudia a los ojos, mientras se quedó mudo un instante al no esperarse esa acusación.
—No sé quién era. No fui a recibirle.
—Mentira —le susurró ella tras una risita traviesa —. ¿Era tu novia?
Él se rió abiertamente, pero no negó con una respuesta.
—Me ha encantado. Eres muy apasionada.
La periodista miró a su amante a los ojos con deseo, al fin y al cabo, ella solo se había corrido una vez y él dos.
—Lo dices como si hubiera terminado. ¿Nos vamos a la ducha? —preguntó ella para luego sentir rugir su estómago de nuevo —. Aunque antes, si no tienes más leche para mí, iré a comer el almuerzo rápidamente.
Ignacio se rió una vez más mientras la veía levantarse de la cama y dirigirse desnuda hacia la puerta del dormitorio. Su culo estaba suave y liso como el de un bebé mientras se movía inquieto y desvergonzado en su erótico andar.
—¡¿Qué baje la voz?! ¡Me pides que la baje! —exclamó Pedro, muy cabreado con su mujer en esos momentos —. ¿Cómo quieres que esté después de que te olvidaras de recoger a los niños?
Claudia miraba hacia el comedor desde la cocina, evitando mirar, de esa manera, a su marido. Apretaba los labios para intentar no ponerse al mismo nivel y alimentar al fuego con más leña.
Al final Ignacio se quedó más tiempo y lo hicieron dos veces más, una en la ducha y otra en la cama. Ella había tenido en mente en todo momento ir a recoger a sus hijos al colegio, pero tras el último coito se durmió en la cama. Acabó exhausta y muy relajada tras el sexo, y acostumbrada a no perdonar la siesta acabó sucumbiendo a ella en el peor momento. Para cuando se dio cuenta ya era tarde y el colegio había llamado a Pedro al trabajo.
—Ya te he dicho que me dormí sin querer —repitió en tono diplomático.
—¿A las cinco? ¿Pero si tú duermes siempre después de comer?
—Pero hoy no ha sido así, ¿vale? —inquirió perdiendo un poco los papeles —. Me mato a trabajar todos los días y estoy cansada. Vengo del periódico y tengo que hacer las cosas de la casa y me quedo agotada. Se me cerraron los ojos, joder.
Claudia posó sus manos en el pollo de la cocina y agachó la cabeza con el rostro afligido. Haciendo sinceros esfuerzos por no llorar. Eso provocó que su marido no la continuara atosigando con el mismo tono.
Eran las seis y media de la tarde y a la valenciana le había dado tiempo de poner las sábanas y su ropa a lavar. Se había cambiado de prendas y ahora vestía una falda larga con un jersey oscuro. Pedro, sin embargo, vino con el mono de trabajo azul lleno de aceite y líquidos de motor. Era mecánico por cuenta ajena y normalmente hacía una jornada de ocho a diez horas en el trabajo.
—Solo digo que los niños estuvieron casi una hora tirados porque no contestabas. Y yo tuve que dejar tirada a la empresa porque me había comprometido a sustituir a Julián. Y no sé cómo se lo tomará el jefe mañana.
—¿Crees que no me duele que los niños hayan tenido que quedarse esperando a que los recogieran?
—Pues es más fácil cuando no tienes que gozarte la cara de la tutora de Eric. Ya sabes cómo se pone cuando la hacen esperar —le recordó él.
—Qué le den a esa estúpida. Es su puñetero trabajo —escupió Claudia.
Pedro suspiró hondamente como si le estuviera cansando demasiado discutir con su mujer. Tanto Emma como Eric estaban en sus respectivos cuartos, jugando con sus juguetes de reyes.
—Cariño, si tan cansada estás… ¿Por qué no dejas el periódico? —le sugirió él en tono serio.
—¿Qué? —cuestionó Claudia sin creerse lo que oía.
Pedro se lamió los labios, nervioso, pues sabía que era un tema muy controvertido para su mujer.
—Ha estado bien durante estos años. Y me alegra que te guste, pero no podemos seguir así.
—¿Qué no podemos seguir así? —cuestionó ella encendiéndose de furia en un instante. Su mentón volvió a alzarse y miró a su marido con ojos inyectados en sangre —. ¿Lo crees tú o lo cree tu madre?
Pedro negó con la cabeza evitando el último comentario, pues ya sabía dónde acabaría eso.
—Oye… tú misma lo has dicho. Estás muy cansada. ¿Qué pasará cuando tengamos otro hijo?
Claudia frunció el ceño y mostró cierta debilidad emocional por ese tema.
—Ya hemos hablado de eso.
—No, tú siempre evitas hablar sobre ello —matizó él tras alzar el dedo índice.
—Ya tenemos dos hijos —protestó ella.
—Acordamos que tendríamos una familia numerosa. ¡Tú lo querías incluso más que yo!
—Eso era antes de trabajar para el periódico —confesó tajante, como si fuera una realidad demasiado evidente ya para ella —. Sabes muy bien que si me quedo embarazada me reemplazarán por otra becaria. Además, si ya tengo poco tiempo me sería imposible…
Claudia estranguló sus propias palabras al no querer sincerarse completamente sobre ello, pues ciertamente no lo habían hablado claramente.
—¿Acaso nuestra familia no es más importante? —cuestionó Pedro con vehemencia —. Eso de tener un trabajo parcial estaba bien antes, pero ya tienes treinta y dos años. Eres una madre de familia.
—¡Pues deja tú tu trabajo y cuida de los niños! —gritó ella fuera de sí de nuevo.
El bramido fue tan grande que un silencio igual de intenso se formó a continuación, que sirvió a Claudia para contar hasta tres y a Pedro a contener su propio tono.
—¿Y con qué viviríamos? ¿Con tu sueldo a media jornada de periodista?
—No pienso dejar mis sueños —añadió más sosegada, pero igual de firme.
—Si, lo que pasa es que siempre me dijiste que tu sueño era tener una gran familia —le reprochó.
Finalmente, Claudia dejó escapar una lágrima, muy consciente de sus promesas, y miró a su marido sin querer esconderse de él.
—Porque pensé que jamás podría ser periodista. Sabes bien lo que me apasiona escribir. Hay mucha gente que mataría por estar en mi lugar. ¿Y tú quieres que desperdicie eso? —tras terminar su marido se dio la vuelta y se dirigió a la salida de la cocina, pero la valenciana no quería que se marchara así —. ¡Pedro! Tu siempre me has apoyado.
Él se giró de nuevo y observó apenado a su mujer.
—Y te apoyo. Pero es solo que…
—Es solo tu madre y la metemierda de tu hermana —escupió Claudia tras tragarse su lágrima.
—No hables así de ellas.
—¿Crees que no las escuché cuchichear sobre mí en Nochevieja? —inquirió ella mientras señalaba al vacío como si las estuviera señalando a ellas.
—Se preocupan por nosotros —indicó Pedro.
—Tienen envidia de mí. Porque soy algo que ellas nunca se han atrevido a ser.
Pedro resopló muy fatigado y se masajeó la frente con los dedos de su mano.
—Dejemos la discusión aquí, Claudia. Lo mejor será que vaya a darme una ducha y lo deje pasar, como siempre —indicó mientras volvía a girarse y marcharse.
—Y yo a preparar la cena para todos vosotros, como siempre.
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La mitad de todas las veces que un empleado llega tarde a trabajar lo hace un lunes, e incluso cuando son puntuales se sabe que el trabajo productivo en ese día suele oscilar, solamente, entre tres y cuatro horas. Probablemente se deba a que la noche del domingo suele ser en la que menos se duerme, debido principalmente a los cambios en los patrones del sueño. El riesgo de ataques al corazón, o el de suicidios, también se incrementan ese día maldito respecto a cualquier otro de la semana. Claudia lo sabía porque había escrito sobre ello esa misma mañana.
La bella mujer de cabellos rubios solo tenía unas pocas horas al día tras el trabajo para ella misma. Para ver la tele mientras planchaba o cosía algún desperfecto en la ropa, para escuchar un poco de música mientras limpiaba el suelo o las cortinas. O simplemente para pensar. Y la valenciana sabía que mentiría si negaba que la mayor parte del tiempo pensaba sobre Ignacio.
Claudia llevaba casi una semana sin verlo. Seis días sin poder concentrarse en lo que hacía sin que la invadieran los recuerdos de ese momento. Ya no se concentraba como antes. Había recreado tanto a ese hombre en su mente que ya no tenía claro si era un desconocido. Su vecino tampoco había hecho ninguna muestra para cambiar eso. Ella lo prefería, sin duda, pero se preguntaba por qué.
La exótica periodista puso el plato de carne con arroz y ensalada sobre la mesa del comedor. Eran las dos y ya estaba muerta de hambre. Llevaba puesto unos pantalones de color marrón y una blusa blanca de cuello alto. Se había quitado la chaqueta y tenía puesta una pulsera de plata, un collar del mismo metal con un crucifijo de Cristo, y la virgen María, también en plata, acoplada en el mismo collar. Llevaba el peinado muy alisado y sujeto con una diadema blanca. El flequillo caía solo por un lado de la frente formando una curva perfecta y sin fisuras. En la cabeza el cabello ganaba volumen al elevarse un poco hacia arriba gracias a una traba que mantenía a raya a la gravedad y permitía que el resto cayera libre.
Justo cuando la valenciana iba a sentarse se dio cuenta que se había olvidado el pan y el vino, así que volvió a la cocina con paso rápido. Sujetó la botella de vino y el pan, y entonces escuchó a alguien llamando a la puerta. Fueron unos golpes fuertes y decididos, y su mente la traicionó de la forma más vil al pensar que era Ignacio. Seguramente fuera cualquier otro vecino, pero el corazón de Claudia comenzó a bombear con fuerza. Fue hasta la mesa para dejar la bebida y para conseguir algo de tiempo con el que relajarse, pero justo al llegar volvieron a tocar a la puerta. Esta vez con más insistencia.
La periodista valenciana comenzó finalmente a ir hasta la entrada con pasos dubitativos, pero a medio recorrido se repuso y sus pasos fueron más seguros. Sujetó el picaporte y antes de que abriera ya volvían a tocar con empecinamiento. Pero, esta vez, al tercer toque Claudia abrió la puerta. Ignacio, tan atractivo como lo recordaba, le esperaba al otro lado. Los muslos de ella se endurecieron de inmediato y su seguridad volvió a desmoronarse.
—Señor… Ramírez —tartamudeó ella.
—Puedes llamarme Ignacio, Claudia. Ya lo sabes —saludó él con una espléndida sonrisa, para acto seguido añadir —. Puedo pasar, por favor.
El hombre de sofisticada elegancia no esperó una respuesta y entró al tener amplio hueco por el que hacerlo. Claudia abrió los ojos como platos, y se puso muy tensa por el atrevimiento. Curiosamente cerró la puerta casi de forma inconsciente. Se sentía muy incómoda al pensar que los estaban observando de algún modo, y le asustaba la idea de que pasara alguien y viera a Ignacio dentro de la casa. Pero, desde el punto de vista de ella, que hubiera cerrado la puerta no quería decir que lo hubiera invitado.
Ignacio vestía unos vaqueros grises, con una camisa amarilla de cuadros. También llevaba un buen reloj y unos zapatos negros elegantes. Su pelo estaba muy peinado hacia atrás, con la raya por un lado. Muy de actor de Hollywood de los sesenta, algo que a Claudia le encantaba. Sin embargo, los nervios le impedían apreciar del todo la belleza de su huésped.
—Creo que no es apropiado —susurró ella respirando entrecortadamente.
El hombre asintió con consideración, y su aprecio pareció sincero.
—Solo he venido porque te prometí que revisaría tu sistema eléctrico. Por lo de los ruidos de los cables, ¿recuerdas?
Claudia tragó saliva e hizo memoria. Ciertamente habían hablado sobre ello, pero eso fue antes de mantener relaciones sexuales extramatrimoniales.
—No es necesario.
—No es molestia —insistió él con una sonrisa cautivadora que mantuvo con mirada fija. Finalmente, la valenciana no pudo reprimir la suya, igual de genuina.
—Está bien, pero mi marido y mis hijos estarán aquí a las cinco y media.
Él asintió conforme, justo antes de que volvieran a tocar a la puerta, solo que esta vez no era en la casa de Claudia, sino en la de Ignacio. Sin embargo, el hombre ignoró ese hecho y adelantó el paso hacia el interior del piso.
—¿Dónde está el cuadro eléctrico? —susurró inusualmente bajo.
La valenciana señaló hacia el cuarto donde guardaban los productos de limpieza, de apenas metro y medio de ancho y dos metros de alto, a unos cuatro metros cerca de la entrada al dormitorio. Luego le acompañó manteniendo siempre una distancia de tres pasos entre ambos. Una vez más volvieron a tocar en el apartamento de Ignacio con más insistencia.
—Creo que tocan en tu casa —dijo ella, por si no lo había oído.
—No te preocupes —volvió a decir en tono bajo —. Será algún vendedor. No espero a nadie.
Claudia asintió por consideración, pero no entendía por qué hablaba tan bajo si pensaba que era un simple vendedor. También se fijó en que Ignacio no tenía herramientas de ningún tipo. Ni siquiera un simple destornillador. Y las que tenía Pedro estaban en su coche.
—¿Podrás arreglarlo sin herramientas? —preguntó ella —. Yo no tengo.
El apuesto hombre miró a la periodista con un esbozo de sonrisa que revelaba un atractivo hoyuelo en su mejilla.
—No, pero podré identificar el problema. Es el paso más importante.
El ingeniero abrió el cuarto y el ruido se pudo empezar a escuchar ligeramente. La pequeña estancia tenía muchos productos de limpieza en la repisa baja, así como la fregona, la escoba, y otros utensilios de la misma índole por un lado. El cuadro eléctrico estaba visible en frente, pero tuvo que apartar el cubo de la fregona a un lado para poder estar cómodo. Ignacio, una vez dentro del estrecho cuarto, comenzó a abrir el cuadro eléctrico y tan pronto lo hizo asintió dando por satisfechas sus sospechas. Lo cierto es que se escuchaba un ruido bastante bajo, pero era ahora fácilmente reconocible. Claudia lo había escuchado otras veces, pero pensó que era algo normal y no molestaba porque con la puerta cerrada no se escuchaba nada.
Por tercera vez tocaron la puerta de la casa de Ignacio. Parecía que la aporreaban más que llamar, y un vendedor ambulante no hubiera insistido tanto. Aun así, el ingeniero lo ignoró y Claudia por tanto también. Instantes después se escucharon unos pasos de alguien alejarse por el pasillo. A la periodista le dio la impresión de que a su vecino eso le serenó, pero curiosamente ella, en ese momento, empezó a estar preocupada por su instalación eléctrica.
—¿Es grave?
—Cuando el ruido es anormal como ahora puede deberse a componentes defectuosos o rotos, como interruptores, fusibles o cables dañados. Eso no solo puede hacer que el rendimiento de los aparatos eléctricos sea deficiente, sino que puede representar un riesgo de cortocircuito o incendio, sobre todo con tanto producto químico cerca.
Claudia exclamó de repente mientras se tapaba con la mano la boca por el miedo a que ocurriera algo semejante. De improviso comenzó a retirar los productos de limpieza uno tras otro. Ignacio se rió de forma alegre al verla tan apurada. La periodista se metió dentro del cuarto para sujetar un bote de lejía que estaba en una repisa cerca de su vecino, justo cuando este se giraba, por lo que el cuerpo de ambos se encontró. Los muslos de ella rozaron los de él, y el fuerte brazo de Ignacio sujetó la cintura de Claudia, tras un gesto de desconcierto por la proximidad. Los ojos de ambos se miraron y se mantuvieron fijos durante unos instantes. Ella señaló con la cabeza a la repisa.
—Me alcanzas el bote de lejía —susurró.
El ingeniero lo hizo y ella se apartó hacia atrás. Claudia sintió frío. No porque hubieran bajado las temperaturas, sino porque estando tan cerca de él su cuerpo se había encendido de pasión por un momento, y ahora que se había vuelto a alejar esa pasión se enfriaba. Aun así, ella continuó retirando los productos de limpieza. Él volvió a girarse mientras continuaba inspeccionando y juntaba más la oreja al cuadro eléctrico.
—No se escucha ningún chasquido, así que no es tan grave —comentó él tras unos segundos —. Solo percibo un zumbido. Probablemente por los componentes internos, como los transformadores, los relés o los disyuntores. Estos suelen vibrar debido al flujo de la corriente eléctrica, aunque en este caso es excesivo.
Claudia resopló abrumada por el diagnóstico, pero luego se fijó en el cuerpo de su huésped. Miró de soslayo su fuerte espalda y su curtido trasero, y volvió a recordar cuando lo palpó seis días atrás. Se recreó en su memoria, apoyada en el pecho de su vecino mientras lo agarraba como una lapa desde los hombros y las caderas, al tiempo que era penetrada. Y su cuerpo tembló por el atisbo de éxtasis. Acto seguido se reprendió por ello y se preguntó qué clase de esposa tenía esos pensamientos impúdicos en su propia casa. Al mismo tiempo el ingeniero apagaba algunas de las clavijas del cuadro eléctrico y luego las volvía a encender para observar el resultado. Eso asustó un poco a Claudia.
—¿Saldrá muy caro? —preguntó ella nerviosa, que sabía que los problemas eléctricos solían ser muy costosos.
—Ya te he dicho que no te voy a cobrar nada —le aseguró él tras negar con la cabeza, para seguidamente ofrecer su mano —. Aunque puede que tengas que aumentar la potencia. Acércate.
La periodista no dudó ni un instante. Alcanzó su mano casi sin darse cuenta y se adentró en el cuarto con paso lento. Él la sujetó nuevamente por la cintura, y ella se arrimó más a él hasta que su hombro tomó contacto con el suyo. Finalmente apoyó su brazo, desde el codo hasta la mano, en la espalda de Ignacio.
—Sí que se escucha con claridad —susurró finalmente ella mientras tragaba saliva. Él asintió con su rostro muy cerca al de ella.
—Creo que el cuadro eléctrico puede estar un poco sobrecargado. Sin duda está algo obsoleto, no por viejo sino por sistemas antiguos que han utilizado en la construcción, y tiene más dispositivos de los que puede manejar, así que probablemente el zumbido se intensifique por el esfuerzo excesivo —le explicó en un tono suave y sedoso —. Estoy convencido de que el ruido que se escuchaba desde mi apartamento por las noches ocurre cuando conectas una estufa en tu dormitorio.
Ella asintió mientras movía su mano desde debajo del hombro de él y lo llevaba suavemente hasta debajo de la nuca. Sus muslos se tocaban, así como todo el lado del cuerpo de ambos.
—Es cierto —confirmó ella, pausadamente, mientras le miraba a los labios.
Él también hizo lo mismo y su tono de voz sonaba bajo y sosegado.
—Si quieres te puedo actualizar el cuadro eléctrico por uno más moderno, con las cargas mejor distribuidas. Reemplazo las piezas desgastadas y te ayudo a pedir una ampliación de potencia.
—”Actualízamelo” —aceptó ella con voz aterciopelada, mientras suspiraba sonoramente.
Ambos acercaron sus rostros hasta poder echarse el aliento y juntaron sus labios en un apasionado beso que se fue intensificando por momentos. Claudia sentía como su cuerpo respondía por sí solo, y le parecía tan natural que, a diferencia de la vez anterior, se sintió muy cómoda. Juntó su pubis con el de él y pudo percibir el bulto en la entrepierna de Ignacio. Eso la excitó muchísimo. El sonido de los lametones amortiguó el ruido del cuadro eléctrico, y un chasquido final separó las bocas de ambos mientras se miraban con deseo.
—Me moría de ganas por esto —confesó él.
—¿Y por qué no viniste antes?
Ignacio la miró sorprendido, y se mordió el labio mientras le apretujaba el culo estirando la tela del pantalón.
—Porque soy un idiota.
La periodista se abalanzó sobre él en el cuartito atenazando con sus piernas su cintura, como si él fuera su presa, o lo fuera ella.
—Llévame a la cama.
El ingeniero no esperó a que se lo repitiera y la lamió en el cuello mientras la apretujaba para sí. Marchándose a ciegas y dando tumbos como un rinoceronte en dirección al dormitorio. La valenciana restregaba sus manos en los hombros y la espalda de él, al tiempo que jadeaba en silencio por la excitación del momento. Se había querido engañar durante varios días, pero en el fondo llevaba esperando ese momento desde entonces.
La puerta del dormitorio se abrió con brusquedad e Ignacio lanzó a la mujer en la cama como si de un saco de cebollas se tratara. Claudia dio un rebote, y antes de que volviera a caer él ya la había sujetado por las piernas. La valenciana comenzó a agitarlas mientras se desabrochaba los pantalones, como si el contacto de estos le quemara la piel. El ingeniero se los arrebató fácilmente gracias a la ayuda, así como la botas, y Claudia se quedó solo con unas bragas azules de cintura para abajo. Se abrió de piernas y levantó el pubis como si quisiera invitarlo a penetrarla. Él se lanzó hacia ella y cayó a plomo sobre su cuerpo, aunque amortiguó la caída con sus extremidades para no hacer daño. La periodista se rió, pero él la acalló con un nuevo beso, al tiempo que le retiró la diadema de la cabeza y dejaba su pelo más suelto.
El peso del ingeniero era sedante, y Claudia agarró su culo para presionar y sentir mejor su pene sobre su entrepierna. Le metió las manos dentro de los pantalones para agarrar las nalgas prietas y rígidas. Notaba el anillo de casada cuando restregaba sus dedos, pero no quería perderlo entre las sábanas si se lo quitaba. Además, su culpabilidad estaba enclaustrada en una esquina oscura y recóndita en ese momento. Y entonces lo hizo girar en la cama con una fuerza inusitada para ponerse ella encima.
La periodista jadeaba de excitación mientras se mantenía sentada sobre Ignacio. Comenzó a mover las caderas como si cabalgara sobre un caballo solo para sentir el bulto de su amante. Sus bragas estaban mojadas a la altura de la vagina, y rápidamente se alejó hacia atrás mientras le retiraba los pantalones vaqueros a su amante. Se los quitó del todo, junto con los zapatos, y luego retomó su camino hacia adelante avanzando con la cabeza entre las piernas de él hasta que llegó hasta ese bulto que tanto la había hecho mojarse. Los calzoncillos de Ignacio eran blancos como una montaña nevada. Puso allí su cara y la aplastó para sentir el tacto y el olor del pene a través de los calzoncillos. Los olió hondamente y luego intentó succionar con su boca toda la entrepierna como si fuera un pez besugo.
Tenía hambre. Claudia tenía mucha hambre, y el olor a pene le estaba haciendo rugir las tripas. Retiró los calzoncillos y vio como el falo era liberado de su prisión. La valenciana salivó mientras veía los huevos colgando y el cabezón de la enorme polla coronando el miembro. Le resultó curioso por un instante. Siempre le había dado un poco de asco meterse el pene de su marido en la boca, y muy rara vez lo había hecho durante el matrimonio. Pero ahora una gruesa gota de saliva cayó desde sus labios al edredón de la cama solo por pensarlo, y se dio cuenta de que se moría por comerse el pollón. Como si de una cerda a la que se le fuera a dar de comer se tratara se abalanzó hacia delante y comenzó a devorar el pene con apetito. Metió el cabezón dentro de su boca, al tiempo que degustaba cada gramo de su sabor. Lamió el largo y grueso falo de arriba abajo con intensidad, y succionó los huevos con ahínco. Primero uno y luego el otro.
Entonces algo brilló por el reflejo de la luz de la habitación. Era el crucifijo y la virgen de plata de su collar que se había roto en algún momento, probablemente cuando fue lanzada a la cama. Claudia lo miró y estiró el brazo para alcanzarlo mientras seguía con el pene de Ignacio en su boca, abultando tanto su mejilla que esta quedó estirada al menos ocho centímetros hacia afuera. Justo cuando sus dedos rozaban la falda de plata de la virgen el collar cayó de la cama hacia el suelo, y ella ignoró ese hecho con los ojos cerrados mientras saboreaba el sabor del gran pene que tenía en la boca.
Claudia se dio cuenta de que no había almorzado. Su arroz con carne y ensalada seguía en la mesa del comedor, y no había tomado bocado. No sabía si era por eso su voracidad de miembro viril, pero lo cierto es que jamás había disfrutado tanto por comerse una polla. Esta estaba tan babada y chupada que Ignacio fue incapaz de resistir tanta fricción sin correrse, y un torrente de leche espesa inundó la boca de Claudia. Ella no era capaz de apreciar si se había sorprendido o no por la corrida, pero sí que sabía que en cuanto sintió el líquido caliente en su boca absorbió cada gota del semen como si fuera leche condensada. Se lo tragó todo y cuando terminó quiso más.
Claudia nunca se había tragado el semen de su marido. Había llegado a alojarlo en su boca para complacerlo, pero siempre era escupido como si se tratara de desechos inútiles. En esta ocasión, sin embargo, lo había tragado casi por instinto. Con apetito. Quería devorarle la polla si con eso conseguía más que mascar entre sus dientes. El ingeniero se revolvió y puso su mano sobre la cabeza de ella para tratar de decirle que parara. Aunque la valenciana era intratable.
—Quiero más —susurró ella —. Dame más leche.
Él la miró con una sonrisa en la boca.
Las bonitas bragas azules de Claudia colgaban del picaporte del cabezal de la cama. Ya no le hacían falta para cubrir sus partes pudendas pues el miembro de Ignacio las estaba sacudiendo bien. El pene penetraba hasta el fondo de ella haciendo que sus hormonas brillaran por el goce. Un miembro desconocido y ajeno que la vagina de Claudia recibía con los brazos abiertos. Su coño entero babeaba y se acoplaba a la perfección con este invasor extranjero.
La periodista estaba boca arriba con sus piernas colgando sobre los hombros de él mientras sus nalgas amortiguaban las embestidas. El pelo liso y rubio de la valenciana se estiraba hasta la altura del cabecero de la cama como una alfombra dorada. Y sus senos bailaban de un lado a otro con sus pezones rígidos, apuntándole a él.
Las sábanas y el edredón estaban removidos y parcialmente habían caído de la cama. La virgen María de los Desamparados miraba hacia abajo, colgada en el cuadro como siempre hacía, pero esta vez parecía con motivos para ello. El ingeniero llevaba media hora follando a su vecina sin parar. Se la había metido desde atrás, de lado y de diferentes posturas, casi todas desconocidas hasta ese momento para Claudia. Aunque ella había tenido ya su propio orgasmo y quería ir a por otro como loca, también quería más leche que tragar. Una vez le había sabido a muy poco y su amante le había asegurado que cuando fuera a correrse nuevamente lo haría dentro de su boca. Ella todavía paladeaba el sabor a semen entre sus dientes y quería sentir otro torrente impactar en su lengua.
El pene estaba tan lubricado por los líquidos vaginales que entraba y salía de la vagina deslizándose como una morsa en un tobogán. Ignacio sujetaba a su vecina por los muslos al tiempo que embestía de frente, desplazándola unos centímetros para retomar la posición a continuación con la inercia del movimiento. Los abdominales de él estaban abultados y curtidos, así como sus pectorales y fuertes brazos. El ingeniero vio muy apetitosos los pechos de Claudia, moviéndose de un lado para otro como un flan cuando es mecido. Abrió las piernas de ella y bajó su propio tronco para poder alcanzarlas. Se metió en la boca uno de los suaves senos mientras lamía el endurecido pezón y lo succionaba. Claudia dejó escapar un gemido ahogado.
La valenciana se preocupaba porque el coito fuera desenfrenado, pero también silencioso. No quería que ningún vecino escuchara nada, pero sus suspiros y jadeos mudos eran tan apasionados como el grito ardiente de la prostituta más barriobajera. No se sentía inhibida o sucia, como Claudia siempre pensó que se sentirían las mujeres adúlteras mientras eran infieles. Al contrario, se sentía a gusto. Enajenada. En una burbuja de placer y éxtasis, como cuando se masturbó por primera vez siendo adolescente.
Un fogonazo de ruido la sacó de sus febriles deseos. El teléfono había empezado a sonar justo al lado, en la mesa de noche. Claudia se sobresaltó, pero el ruido era tan molesto y la costumbre tan arraigada que lo cogió al segundo tono.
—Sí, ¿quién es? —dijo en tono cansado.
—Soy yo, cariño.
—¿Pedro? —preguntó alarmada y sorprendida a partes iguales. Por un instante la periodista se sintió pillada con las manos en la masa, y necesitaría escuchar la voz tranquila y despreocupada de su marido otra vez para darse cuenta de que no era así.
Ignacio había visto a su amante tener la pésima idea de aceptar la llamada, sobre todo porque había resultado ser su marido. Sin embargo, la sorpresa hizo que Claudia apretara su vagina de tal forma que mejoró la fricción hasta niveles insospechados. Y él comenzó a meterla con más ahínco si cabía. La valenciana abrió la boca por las nuevas embestidas, como si quisiera alertarle que parara porque se trataba de su marido, aunque eso él ya lo sabía. El ingeniero sintió como ya no podría aguantar mucho más sin correrse.
—Te llamo del trabajo porque me han pedido que haga un turno extra. Así que no podré ir a recoger a los niños al colegio. ¿Puedes ir tú?
—¿Qué? ¿Por qué? Yo ahora estoy ocupada —dijo ella intentando que no se notara demasiado su voz cansada.
—¿Y lo estarás después?
—No lo sé —le dijo ella mientras se puso la mano en la boca para aguantar un gemido. Ignacio la estaba follando con más velocidad. Finalmente hizo acopio de voluntad para seguir hablando sin que se notara nada raro —. ¿Quién ha sido? Julián… ¿verdad?
Ignacio levantó la cabeza hacia atrás tratando de contener lo incontenible. Estaba a punto de correrse y Claudia pudo vérselo en los ojos. Después de haber esperado tanto por la corrida al final iba a resultar que se desperdiciaría.
—Sí, Julián —confirmó su marido al otro lado —. Su madre está enferma y la han ingresado. Así que tiene que salir antes. Si no fuera importante no le habría dicho que sí. Además, él también me ha hecho el mismo favor otras veces. ¿O ya has olvidado lo del día antes de noche buena?
La periodista escuchaba a su marido de fondo, pero ella solo podía concentrarse en el pubis de Ignacio al moverse de adelante hacia atrás mientras se la metía. El ingeniero infló sus mejillas con esfuerzo, y sacó la polla con la esperanza de no correrse todavía, aunque ya era tarde para eso. Claudia chasqueó con los labios para atraer su atención e indicarle que quería la leche en su boca. Le enseñó su larga lengua y la movió de un lado a otro como un perro para que así se diera cuenta. Ignacio dudó unos instantes, pero se acercó mientras el orgasmo paralizaba su falo. Las primeras gotas cayeron en la barbilla de ella, pero el resto de la corrida se adentró en su boca y se acomodó junto a la lengua. La valenciana notó como el semen amargo le llegaba hasta la garganta.
—¿Qué has dicho? He escuchado como un chasquido —preguntó su marido al otro lado —. ¿Qué haces? ¿Se ha cortado?
Esta vez Claudia paladeó el sabor del semen. Le resultó asqueroso, pero al mismo tiempo morboso. Era mucho menos abundante que la última vez, pero sí lo suficiente como para tener su sabor en la boca. Era como si su pudor hubiera sido inmovilizado con una camisa de fuerza. Tras tragarse toda la leche se acercó de nuevo el teléfono.
—De acuerdo, cariño. Yo me encargo de los niños.
—Ah, ¿estás ahí? ¿Qué ocurre? ¿Qué estás haciendo?
—Nada. Es que estoy con la comida al fuego y se me estaba derramando el agua de la olla. Tuve que limpiarlo todo.
—Ah, vale. Se te nota cansada.
—Eso es porque no paro de trabajar, ya lo sabes —le recriminó ella —. Y encima ahora me interrumpes con lo que estaba haciendo por ir a buscar a los niños.
Claudia estiraba un poco la piel del pene de Ignacio al tiempo que lamía las gotas de semen que seguían saliendo del cabezón.
—Vale, pues eso —respondió el marido, que no quería entrar al trapo y discutir —. Estaré sobre las siete y media en casa. Te quiero.
—Hasta después. Te quiero.
Claudia colocó de nuevo el mango del teléfono en su sitio. Miró el reloj de la mesita de noche para calcular cuanto le quedaba para tener que irse al colegio, y finalmente suspiró relajada. Ignacio jadeaba extasiado por el esfuerzo, así que se tumbó al lado de ella con el pene flácido y babeado.
—Has mantenido la calma muy bien.
—Puede que, por fuera, pero por dentro estaba cagada de miedo —aseguró ella mientras se ponía de lado para cruzar con su pierna la de su amante y rozar su clítoris con la cadera de él. Seguidamente le sonrió complacida —. Igual que tú hace un rato. ¿De verdad quieres hacerme creer que quién te tocó era un simple vendedor?
Ignacio giró la cabeza para mirar a Claudia a los ojos, mientras se quedó mudo un instante al no esperarse esa acusación.
—No sé quién era. No fui a recibirle.
—Mentira —le susurró ella tras una risita traviesa —. ¿Era tu novia?
Él se rió abiertamente, pero no negó con una respuesta.
—Me ha encantado. Eres muy apasionada.
La periodista miró a su amante a los ojos con deseo, al fin y al cabo, ella solo se había corrido una vez y él dos.
—Lo dices como si hubiera terminado. ¿Nos vamos a la ducha? —preguntó ella para luego sentir rugir su estómago de nuevo —. Aunque antes, si no tienes más leche para mí, iré a comer el almuerzo rápidamente.
Ignacio se rió una vez más mientras la veía levantarse de la cama y dirigirse desnuda hacia la puerta del dormitorio. Su culo estaba suave y liso como el de un bebé mientras se movía inquieto y desvergonzado en su erótico andar.
—¡¿Qué baje la voz?! ¡Me pides que la baje! —exclamó Pedro, muy cabreado con su mujer en esos momentos —. ¿Cómo quieres que esté después de que te olvidaras de recoger a los niños?
Claudia miraba hacia el comedor desde la cocina, evitando mirar, de esa manera, a su marido. Apretaba los labios para intentar no ponerse al mismo nivel y alimentar al fuego con más leña.
Al final Ignacio se quedó más tiempo y lo hicieron dos veces más, una en la ducha y otra en la cama. Ella había tenido en mente en todo momento ir a recoger a sus hijos al colegio, pero tras el último coito se durmió en la cama. Acabó exhausta y muy relajada tras el sexo, y acostumbrada a no perdonar la siesta acabó sucumbiendo a ella en el peor momento. Para cuando se dio cuenta ya era tarde y el colegio había llamado a Pedro al trabajo.
—Ya te he dicho que me dormí sin querer —repitió en tono diplomático.
—¿A las cinco? ¿Pero si tú duermes siempre después de comer?
—Pero hoy no ha sido así, ¿vale? —inquirió perdiendo un poco los papeles —. Me mato a trabajar todos los días y estoy cansada. Vengo del periódico y tengo que hacer las cosas de la casa y me quedo agotada. Se me cerraron los ojos, joder.
Claudia posó sus manos en el pollo de la cocina y agachó la cabeza con el rostro afligido. Haciendo sinceros esfuerzos por no llorar. Eso provocó que su marido no la continuara atosigando con el mismo tono.
Eran las seis y media de la tarde y a la valenciana le había dado tiempo de poner las sábanas y su ropa a lavar. Se había cambiado de prendas y ahora vestía una falda larga con un jersey oscuro. Pedro, sin embargo, vino con el mono de trabajo azul lleno de aceite y líquidos de motor. Era mecánico por cuenta ajena y normalmente hacía una jornada de ocho a diez horas en el trabajo.
—Solo digo que los niños estuvieron casi una hora tirados porque no contestabas. Y yo tuve que dejar tirada a la empresa porque me había comprometido a sustituir a Julián. Y no sé cómo se lo tomará el jefe mañana.
—¿Crees que no me duele que los niños hayan tenido que quedarse esperando a que los recogieran?
—Pues es más fácil cuando no tienes que gozarte la cara de la tutora de Eric. Ya sabes cómo se pone cuando la hacen esperar —le recordó él.
—Qué le den a esa estúpida. Es su puñetero trabajo —escupió Claudia.
Pedro suspiró hondamente como si le estuviera cansando demasiado discutir con su mujer. Tanto Emma como Eric estaban en sus respectivos cuartos, jugando con sus juguetes de reyes.
—Cariño, si tan cansada estás… ¿Por qué no dejas el periódico? —le sugirió él en tono serio.
—¿Qué? —cuestionó Claudia sin creerse lo que oía.
Pedro se lamió los labios, nervioso, pues sabía que era un tema muy controvertido para su mujer.
—Ha estado bien durante estos años. Y me alegra que te guste, pero no podemos seguir así.
—¿Qué no podemos seguir así? —cuestionó ella encendiéndose de furia en un instante. Su mentón volvió a alzarse y miró a su marido con ojos inyectados en sangre —. ¿Lo crees tú o lo cree tu madre?
Pedro negó con la cabeza evitando el último comentario, pues ya sabía dónde acabaría eso.
—Oye… tú misma lo has dicho. Estás muy cansada. ¿Qué pasará cuando tengamos otro hijo?
Claudia frunció el ceño y mostró cierta debilidad emocional por ese tema.
—Ya hemos hablado de eso.
—No, tú siempre evitas hablar sobre ello —matizó él tras alzar el dedo índice.
—Ya tenemos dos hijos —protestó ella.
—Acordamos que tendríamos una familia numerosa. ¡Tú lo querías incluso más que yo!
—Eso era antes de trabajar para el periódico —confesó tajante, como si fuera una realidad demasiado evidente ya para ella —. Sabes muy bien que si me quedo embarazada me reemplazarán por otra becaria. Además, si ya tengo poco tiempo me sería imposible…
Claudia estranguló sus propias palabras al no querer sincerarse completamente sobre ello, pues ciertamente no lo habían hablado claramente.
—¿Acaso nuestra familia no es más importante? —cuestionó Pedro con vehemencia —. Eso de tener un trabajo parcial estaba bien antes, pero ya tienes treinta y dos años. Eres una madre de familia.
—¡Pues deja tú tu trabajo y cuida de los niños! —gritó ella fuera de sí de nuevo.
El bramido fue tan grande que un silencio igual de intenso se formó a continuación, que sirvió a Claudia para contar hasta tres y a Pedro a contener su propio tono.
—¿Y con qué viviríamos? ¿Con tu sueldo a media jornada de periodista?
—No pienso dejar mis sueños —añadió más sosegada, pero igual de firme.
—Si, lo que pasa es que siempre me dijiste que tu sueño era tener una gran familia —le reprochó.
Finalmente, Claudia dejó escapar una lágrima, muy consciente de sus promesas, y miró a su marido sin querer esconderse de él.
—Porque pensé que jamás podría ser periodista. Sabes bien lo que me apasiona escribir. Hay mucha gente que mataría por estar en mi lugar. ¿Y tú quieres que desperdicie eso? —tras terminar su marido se dio la vuelta y se dirigió a la salida de la cocina, pero la valenciana no quería que se marchara así —. ¡Pedro! Tu siempre me has apoyado.
Él se giró de nuevo y observó apenado a su mujer.
—Y te apoyo. Pero es solo que…
—Es solo tu madre y la metemierda de tu hermana —escupió Claudia tras tragarse su lágrima.
—No hables así de ellas.
—¿Crees que no las escuché cuchichear sobre mí en Nochevieja? —inquirió ella mientras señalaba al vacío como si las estuviera señalando a ellas.
—Se preocupan por nosotros —indicó Pedro.
—Tienen envidia de mí. Porque soy algo que ellas nunca se han atrevido a ser.
Pedro resopló muy fatigado y se masajeó la frente con los dedos de su mano.
—Dejemos la discusión aquí, Claudia. Lo mejor será que vaya a darme una ducha y lo deje pasar, como siempre —indicó mientras volvía a girarse y marcharse.
—Y yo a preparar la cena para todos vosotros, como siempre.
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