You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Un día de calor con mamá

Un día de calor con mamá
Era un día normal para la señora Marina, o al menos eso pensaba.
A sus 40 años, Marina se sentía atrapada en una rutina tan silenciosa como sofocante. Su esposo, Manuel, estaba siempre ausente. El negocio inmobiliario le exigía viajar de ciudad en ciudad, dejándola sola durante semanas enteras. Y en esa soledad, Marina había comenzado a descubrir un costado de sí misma que la incomodaba tanto como la excitaba: la urgencia de masturbarse. Un deseo sin destinatario, sin rostro, solo una necesidad ardiente que la obligaba a buscar consuelo en sus propios dedos o en los rincones ocultos de páginas porno fetichistas que jamás admitiría visitar.
Medía 1.62, tenía el cabello negro cortado al hombro, y su cuerpo algo llenito, generoso en curvas era una contradicción viviente: deseado pero ignorado. Un culo amplio, de curvas firmes, y unas tetas exuberantes, copa K, que ningún sostén común lograba domar. Pero todo eso, pensaba ella, de poco servía si no había quien lo viera… o peor, quien la manoseara o follara.
Aquel día de verano parecía no tener piedad. El termómetro marcaba 42 grados, y justo entonces, como una maldición irónica, el aire acondicionado decidió dejar de funcionar. Tampoco los ventiladores respondieron. La casa, una construcción de techos bajos y pasillos cerrados, se convirtió en un horno.
Lo peor era que no estaba sola.
Alex y Marcos, sus hijos, también se habían quedado en casa. Ambos universitarios, de veinte y veintiún años respectivamente. Alex era alto, moreno, de mirada tranquila y cuerpo firme, con el cabello negro cortado al ras. Marcos, un poco más bajo pero con una presencia igual de intimidante, tenía el cabello cuidadosamente peinado, siempre impecable incluso en el calor. Ella los veía cruzar la casa en camisetas sin mangas, a veces sin camiseta. El sudor pegado a la piel, las gotas bajando por sus cuellos, perdiéndose entre músculos jóvenes. Y por más que se decía a sí misma que no debía mirar... miraba.
Miraba, y ardía la lujuria en su coño. No solo por el calor, sino por algo mucho más profundo.
Ese día en particular, el calor era insoportable. Un calor pesado, húmedo, que parecía colarse por cada rendija del cuerpo, como si el aire mismo buscara adherirse a la piel. Ella había intentado refugiarse en su cuarto, masturbarse, dejar que el ventilador portátil hiciera lo suyo mientras permanecía recostada, con los ojos cerrados… pero no servía de nada. El sudor empapaba la tela de su short café, pegándolo a sus caderas, dibujando sin pudor cada curva de su enorme culo. Su blusa blanca, delgada como papel, se le adhería al torso, volviéndose casi transparente. Debajo, el sostén negro parecía destacar más con cada gota de humedad.
Se levantó con desgano y se dirigió hacia la sala, no sin antes detenerse frente a la puerta. Dudó. Sabía cómo se veía. Sentía la ropa aferrada a su piel, sabía que todo resaltaba de más, que no era un atuendo “decoroso”. Pero hacía tanto calor… ponerse algo encima sería un castigo. Y además, pensó sin querer evitarlo, tampoco era su culpa que su cuerpo reaccionara así.
Cruzó la puerta.
—Hola, chicos… ¿cómo sobrellevan este infierno?
Alex y Marcos estaban en el sofá, sin camiseta, solo en boxers blancos que se pegaban a sus muslos y dejaban muy poco a la imaginación. Jugaban absortos, riéndose entre sí, moviéndose como si el mundo se hubiera detenido en ese momento. El sudor les brillaba en la piel como una película fina de deseo inconsciente. La sala estaba impregnada de un olor masculino y cálido, mezcla de calor corporal y juventud desbordada.
Ella no pudo evitar que sus ojos se desviaran por un instante. Fue apenas un parpadeo, un reflejo: el bulto entre las piernas de uno de ellos se marcaba con una claridad que la dejó un segundo sin respiración. Sintió un leve cosquilleo recorrerle la nuca, una sensación tibia entre las piernas. No era escándalo lo que sintió. Fue algo más sutil… más visceral.
—¿Todo bien, mamá? —preguntó Marcos, mirándola con una media sonrisa. Tenía esa voz grave, recién cambiada, que no parecía del todo consciente del efecto que provocaba.
—Sí, sí… solo… buscando dónde no derretirme —respondió ella, mordiéndose la comisura del labio antes de darse cuenta.
Se sentó al borde del sofá. Demasiado cerca. La tela empapada de su short volvió a pegarse como una segunda piel, y ella cruzó las piernas con una lentitud casi ensayada. El roce de su muslo con el cojín soltó un suspiro leve que ninguno comentó, pero ambos escucharon.
Uno de los personajes en el juego soltó un gemido agudo. Ella levantó una ceja.
—Vaya… muy realista, ¿no?
Alex se rió.
—Sí, lo programaron con gemidos más… intensos esta vez. Hasta nos da pena jugarlo con alguien más presente.
—No se preocupen —respondió ella, bajando la voz como quien confiesa un secreto—. A mí edad ya no soy tan fácil de escandalizar.
Los tres sonrieron, pero nadie dijo nada más. El silencio que siguió no fue incómodo. Fue denso. Como si una corriente eléctrica pasara de uno a otro y los obligara a mantenerse quietos, atentos, sin saber si lo siguiente que se rompería sería la conversación… o algo más.
El aire en la sala era denso, más allá del calor. Era una humedad distinta, cargada, como si el ambiente respirara junto con ellos. Ella intentó mantener la compostura, pero sus muslos resbalaban suavemente uno contra otro, y la sensación de la tela empapada entre sus piernas le recordaba, con cada leve movimiento, que su cuerpo también respondía.
—¿Quieres jugar mamá? —preguntó Alex, ofreciéndole el control.
Ella lo tomó, aunque sus dedos temblaban ligeramente. Se inclinó hacia adelante y, al hacerlo, sintió la blusa adherirse aún más a sus tetas. El sostén, ya mojado, no ocultaba nada. Notó cómo los ojos de ambos bajaban apenas un instante. No fue descaro. Fue deseo contenido. Fue inevitable.
Jugó unos minutos, pero el calor no aflojaba. Se llevó una mano al cuello y bajó un poco la blusa, buscando aire. El escote se abrió lo suficiente para dejar ver el nacimiento de sus pechos. Ambos chicos estaban en silencio, pero no apartaban la mirada de la pantalla… aunque ya no estaban jugando. Observaban sus movimientos, la forma en que se acomodaba, cómo se cruzaba de piernas, cómo apretaba los labios cada vez que el sudor le bajaba por la espalda.
—¿Saben? —dijo ella de pronto, sin mirarlos—. Ustedes tampoco están muy vestidos que digamos.
Marcos rió.
—Con este calor… es lo justo.
—Mmm —murmuró ella, dejando el control a un lado—. Supongo que sí. Aunque así, como están, no me están ayudando a concentrarme.
Alex alzó las cejas.
—¿Te distraemos mamá?
—Un poco hijo.
Se giró lentamente hacia ellos. Las gotas de sudor le bajaban por el cuello, se perdían entre sus pechos, marcaban un rastro húmedo y tibio. Ella no lo ocultaba. Se inclinó hacia Marcos, apoyando una mano en el respaldo del sofá, lo suficiente para que su blusa colgara suelta, dejando entrever la redondez de su pecho, el encaje oscuro y brillante del sostén.
—¿Les pasa que… con tanto calor, todo el cuerpo se vuelve más… sensible?
Ninguno respondió. Pero los ojos hablaban. Fijos en ella. Ardientes. El silencio era ya una forma de tocarla. Un roce invisible entre los tres.
Entonces se volvió hacia Alex y, sin pensarlo mucho, deslizó dos dedos por su propio muslo, como si apartara el sudor, pero sabiendo perfectamente lo que hacía.
—Y hay zonas donde el calor no deja pensar bien, ¿no creen?
Su voz era un susurro. Una provocación envuelta en inocencia rota. El ambiente estaba a punto de estallar. Las palabras eran apenas necesarias. Lo que vendría después ya no se trataba de calor. Era otra cosa. Algo que los tres sabían que, una vez cruzado, no tendría marcha atrás.
El silencio volvió a instalarse, pero ya no era neutral. Era expectante. Como una respiración contenida.
Ella permanecía de pie frente a ellos, jugueteando con el borde del short, despegándolo apenas de sus muslos sudados con una lentitud distraída. Cada movimiento parecía accidental… pero no lo era. Sentía sus miradas, cómo se deslizaban por su cuerpo sin necesidad de tocarla.
—¿Saben qué me pasa con este tipo de calor? —dijo, mirando la ventana empañada por la condensación—. Que me dan ganas de quitarme todo. No por pudor… solo porque la ropa molesta. Aprieta. Se pega.
Nadie respondió, pero Alex tragó saliva. Marcos se removió en su lugar. Los boxers comenzaban a tensarse, pero ninguno intentaba cubrirse. Ella lo notó. No hizo comentario alguno. Solo sonrió.
Se dio la vuelta y se inclinó un poco hacia el ventilador portátil que apuntaba al sillón. Lo encendió, y la corriente de aire le levantó sutilmente la blusa, dejando a la vista parte de su espalda baja y el borde de la tela del sostén que ya no lograba contener mucho.
—Aunque lo peor no es la ropa —continuó—. Es que el calor hace que todo roce se sienta más… ¿cómo decirlo?… como si el cuerpo respondiera más de la cuenta. ¿A ustedes no les pasa?
Marcos asintió, con la voz un poco más áspera de lo normal:
—Sí… es como si el cuerpo no se pudiera apagar.
—Exacto —dijo ella, girándose hacia ellos otra vez—. Como si la piel hablara sola.
Caminó hasta la mesa de centro, inclinándose para tomar una botella de agua. Su enorme culo quedó elevado, marcado por el short mojado. Lo sabía. No hizo nada por corregirlo. Bebió un trago largo, dejando que el agua le resbalara por la comisura de los labios, bajando por su cuello, perdiéndose en su pecho.
—¿Ustedes qué hacen cuando no pueden apagar el cuerpo?
Alex la miró, con una mezcla de deseo y precaución.
—Depende quién esté cerca —dijo.
Ella se rió, con esa risa baja, entre sugerente y peligrosa.
—Buena respuesta.
Se acercó nuevamente al sofá. Esta vez no se sentó al borde. Esta vez se dejó caer en el centro, entre ellos dos, las piernas aún brillando de sudor, los muslos apenas separados, dejando ver una insinuación oscura bajo la tela. Se recostó un poco hacia atrás, estirando los brazos por encima de la cabeza, arqueando la espalda sin vergüenza. Sus pechos subieron con el gesto, el sostén tirante sobre la piel mojada.
—Deberíamos jugar algo más interesante, ¿no creen?
—¿Como qué? —preguntó Marcos, la voz baja, ronca.
Ella giró la cabeza hacia él, con una sonrisa que no buscaba inocencia.
—No lo sé… algo con apuestas. Algo que haga sudar… pero de otra manera.
La electricidad entre los tres ya era insoportable. No había sido necesario tocarse. Todo estaba dicho en las miradas, en las pausas, en la forma en que cada uno respiraba. Una línea apenas los separaba de lo inevitable.
Pero nadie se movía. Aún no. Era como si estiraran el momento a propósito, como si supieran que en ese suspenso exacto estaba lo más placentero.
—¿Una apuesta? —preguntó Alex, acomodándose en el sofá, el torso aún brillante por el sudor, el boxers tensándose con cada leve movimiento.
—Sí —respondió ella, sin moverse de su posición entre ambos—. Un juego simple… pero con consecuencias.
Marcos la miró de reojo, con una sonrisa ladeada.
—¿Qué clase de consecuencias?
Ella tomó un sorbo de agua, lo dejó caer adrede entre sus labios, dejando que una gota viajara entre sus tetas antes de responder.
—Consecuencias… interesantes.
Apoyó la botella sobre la mesa, se estiró una vez más como un felino marcando territorio y añadió:
—Vamos a turnarnos. Una pregunta para cada uno. Si no quieren responder, tienen que quitarse una prenda… o cumplir un reto. Algo que el que pregunta elija.
—¿Qué tan fuertes pueden ser esas preguntas? —inquirió Alex, ya con una sonrisa peligrosa en los labios.
—Tan fuertes como el calor lo justifique —dijo ella, bajando la voz—. Y ya sabes… el calor justifica muchas cosas.
Los tres se miraron. No era un juego común. No era un juego de adolescentes. Era algo que los ponía a todos al borde de algo más. Lo sabían, pero ninguno se echó atrás.
—Empiezo yo —dijo ella, girándose hacia Marcos—. ¿Alguna vez has pensado en alguien… mayor que tú… mientras te masturbas?
Marcos soltó el aire con un silbido, sorprendido por la pregunta directa. Se quedó unos segundos en silencio, sonriendo como si evaluara si valía la pena responder.
—Sí —dijo al fin—. Muchas veces.
—¿Alguien en particular?
—Eso ya es otra pregunta —replicó él, divertido.
Ella asintió, como si aceptara las reglas que ella misma había creado.
—Te toca.
—Alex —dijo Marcos, sin pensarlo demasiado—. ¿Te has excitado alguna vez al ver a alguien sin querer… cuando no sabías si estaba bien mirar?
Alex dudó. Los ojos se desviaron un instante hacia ella, y luego regresaron a Marcos.
—Sí.
—¿Cuándo?
Alex se mordió el labio inferior.
—No puedo decirlo sin que se vuelva… incómodo.
Ella rio suavemente.
—Entonces ya sabes qué opción queda…
Alex suspiró y se llevó las manos al borde del boxer. Lo bajó apenas un poco, solo lo suficiente para dejar a la vista el inicio de su pelvis, la piel más pálida, más íntima. No enseñó demasiado. Pero fue suficiente para que el ambiente ardiera aún más.
—Mi turno —dijo Alex, con una chispa nueva en los ojos. Miró a ella—. ¿Alguna vez has soñado con alguno de nosotros?
Ella no respondió de inmediato. Jugó con el borde de su short, cruzó una pierna sobre la otra, y su mirada se volvió casi felina.
—No era exactamente un sueño… fue más bien una fantasía. Despierta. Bastante... detallada.
Marcos carraspeó. El aire parecía más espeso de lo que la física podía explicar.
—¿Y qué pasaba en esa fantasía? —preguntó Alex, ya completamente metido en el juego.
—Ah, ah… eso es otra pregunta —dijo ella, con una sonrisa que encendía—. Pero si la quieres hacer… ya sabes qué puedes pedirme a cambio si no respondo.
El juego apenas comenzaba, pero las barreras que antes parecían firmes ya eran humo. Las miradas duraban demasiado. Los muslos se rozaban al mínimo movimiento. Y ninguno de los tres estaba dispuesto a detenerse.
—Entonces… —dijo Alex, con el calor trepándole a la voz— te haré otra pregunta, mamá. Pero si no respondes, tendrás que cumplir un reto. Uno físico.
Ella asintió, sin dudar.
—Pregúntame.
Alex se inclinó apenas hacia ella, su voz ya más baja, íntima, como un roce en la oreja.
—¿Alguna vez te has tocado… pensando en alguno de nosotros... tus hijos?
El silencio fue inmediato. Marina sintió que la pregunta se le instalaba en la garganta como un nudo caliente. No porque no tuviera respuesta… sino porque la tenía.
Sus dedos jugaron con la tela del short, el sudor ahora le parecía frío. Cerró los ojos un momento. Sabía que si hablaba, confesaba. Pero si se negaba… algo mucho más directo pasaría. Y ya no estaba segura de poder lidiar con eso.
—No responderé —dijo por fin, con voz firme.
Alex y Marcos se miraron un instante. Luego él se inclinó más cerca.
—Entonces, tu reto: déjame besarte… aquí mamá.
Y tocó, con el dorso de los dedos, la parte interna de su muslo. Apenas rozando la piel que el short ya no cubría por completo. Fue un gesto leve, casi casto… pero ella sintió que su cuerpo se arqueaba sin permiso.
No dijo que sí. No dijo que no. Simplemente dejó la pierna relajada.
Alex se acercó, su boca tibia, suave, dejando un beso lento sobre su piel húmeda. No hubo lengua. No hubo presión. Solo un roce lleno de una ternura maldita, peligrosa. Un acto cargado de deseo contenido.
Cuando se separó, Marina tenía los ojos abiertos. Pero no miraba a ninguno.
Se puso de pie de golpe. El aire la golpeó con una oleada de realidad. Como si su piel, al perder el contacto, hubiera recordado algo.
—Tengo que ir al baño —dijo, sin más, caminando rápido por el pasillo.
Se encerró tras la puerta y se apoyó en el lavabo, temblando. Su reflejo en el espejo no le decía nada que no supiera: su cabello mojado, sus labios hinchados, su pecho aún agitado. Se sentía desnuda, incluso vestida.
Se mojó el rostro, pero el agua no limpiaba lo que hervía dentro.
—¿Qué estás haciendo? —se preguntó en voz baja.
El rostro de su marido apareció en su mente. Su sonrisa torpe, los años compartidos, las promesas. La rutina. La distancia. El vacío. Todo se comprimió en un segundo de culpa y deseo mezclado con la lujuria de ella y sus hijos.
Cerró los ojos.
Y justo cuando pensó que debía detener todo… una voz suave, tras la puerta, la hizo estremecer.
—¿Estás bien, mamá?
Era su hijo Marcos. Delicado, casi dulce. No era el mismo que le había sonreído con picardía en el sofá. Ahora parecía otro.
—Sí —respondió ella, con un hilo de voz.
—No queríamos incomodarte… Fue solo un juego. Pero… si te hizo sentir deseada, no creo que eso sea algo malo.
Ella no supo qué responder. El deseo, la culpa, la memoria de ese beso en su muslo… todo se mezclaba.
—¿Puedo decirte algo? —dijo Alex, también tras la puerta.
—¿Qué?
—No hay nada más sexy que verte así. En control… incluso cuando estás por perderlo.
Marina tragó saliva. Cerró los ojos. El cuerpo aún la traicionaba con sus temblores. Pero ya no se sentía una víctima del momento.
Cuando volvió a salir, ellos estaban de pie, esperando. No la tocaron. No la rodearon.
Solo la miraron.
Y ella supo que, ahora, no era solo deseo. Era una elección.
Cuando Marina salió del baño, lo hizo sin decir palabra. El cabello aún húmedo, la blusa ligeramente más ajustada por el sudor que seguía aferrado a su piel, el short todavía pegado a su cuerpo como una segunda piel. Pero algo había cambiado. En su rostro ya no había confusión, ni culpa. Solo un silencio denso, pensativo.
Después de unos minutos ya no estaban jugando. Estaban sentados en el sofá, cada uno con una botella de agua entre las manos, sin hablar entre sí. Solo levantaron la mirada al verla.
Ella se sentó en el sillón individual, frente a ellos. Las piernas cruzadas. El pecho aún subiendo y bajando con lentitud.
—¿Por qué lo hicieron? —preguntó en voz baja.
Marcos fue el primero en hablar.
—¿Qué cosa?
—Seducirme. Provocarme. Jugar así…
Alex se encogió de hombros.
—No fue planeado. Fue el calor… y tú. Tú también jugaste, mamá.
Ella asintió. No para excusarse. Sino como quien acepta que el deseo es, a veces, un idioma compartido, hablado sin palabras.
—¿Y si me hubiera detenido antes? ¿Habrían seguido?
—No —dijo Marcos con sinceridad—. Pero no lo hiciste. Y nosotros… tampoco.
Marina se quedó en silencio unos segundos, la vista en sus rodillas, como si buscara una respuesta entre la humedad que aún brillaba en su piel.
—Hace mucho que no me siento así —confesó—. Vista. Deseada. No como un hábito, no como alguien que lleva años con alguien que apenas la mira… sino como una mujer. 
Sus ojos se levantaron hacia ellos. Ambos la escuchaban con la atención de quien espera algo sagrado.
—Y sí… pensé en él. En mi esposo. Su padre. Pero no para detenerme. Lo pensé porque me di cuenta de cuánto me he ido apagando por él.
Hubo un silencio largo.
Entonces fue Alex quien se levantó. Caminó hacia ella con pasos lentos, y se arrodilló frente a su sillón. No la tocó. Solo la miró, y luego habló con una voz suave, grave, como un roce.
—Entonces déjanos encenderte.
Ella no dijo nada. Pero tampoco lo rechazó.
Marcos se acercó por detrás. Puso una mano apenas sobre su hombro, con delicadeza. Marina cerró los ojos. El tacto era simple, pero la piel tembló al sentirlo. Luego fue la otra mano, que se deslizó por su brazo, lenta, sin apurarla.
Alex se incorporó un poco más y la besó, al principio apenas rozando los labios, tanteando el terreno. Marina respondió con un beso profundo, largo, cargado de todo lo que no había dicho. La lengua de él se encontró con la suya en una danza tibia, húmeda, dulce y perversa a la vez. Su mano subió por el muslo de ella, acariciando con los dedos abiertos el camino pegajoso que el sudor había delineado.
Marcos, detrás, deslizó la blusa hacia abajo, descubriendo el sostén negro. Lo bajó con cuidado, sin romper nada, y cuando los pechos quedaron al aire, besó uno con una reverencia callada. Marina soltó un gemido leve, apenas contenido.
Ya no era una mujer que se debatía. Era una mujer que elegía.
Alex se arrodilló entre sus piernas, besando su vientre, bajando lentamente el short empapado. Marcos la sostenía por la cintura, sus labios aún ocupados en los pezones que se endurecían bajo cada succión. Cuando Alex bajó la tela húmeda de su ropa interior, el aroma de ella llenó el espacio, cálido, dulzón, desesperado.
—Estás temblando —susurró Alex.
—Y ustedes también —respondió Marina, con una sonrisa que ya no tenía culpa.
Cuando la lengua de él la tocó, ella arqueó la espalda. Su clítoris estaba hinchado, caliente, palpitante. Alex lo lamió con la suavidad de quien entiende que la seducción no está en la prisa. Lo hizo lento, con ritmo, mientras Marcos no dejaba de besar su cuello, su espalda, murmurando palabras al oído que no eran obscenas… pero lo parecían por el tono.
—Eres tan hermosa así, mamá…
—Déjate llevar… deja que te cuidemos…
Ella ya no respondía. Sus caderas se movían solas, buscando más de esa lengua, de esos dedos que ya la penetraban con suavidad. Estaba abierta, entregada, caliente. Toda ella era una vibración húmeda, una nota aguda de placer.
Cuando no pudo más, gemió con fuerza, el orgasmo trepándole como una ola salvaje. Tembló en el sillón, con los labios abiertos, los muslos apretando la cabeza de Alex, mientras Marcos le sostenía el cuerpo como si fuera a quebrarse.
Pero no se detuvieron.
Alex se levantó. Su erección era visible, dura, tensa bajo el boxer empapado. Marcos también estaba así. Marina los miró, los dos de pie frente a ella, jadeando, sus cuerpos brillando con deseo.
Y ella, aún sentada, los miró a los ojos, y dijo:
—Quiero a los dos. Ahora.
Y lo que vino después fue puro fuego.
Marina se levantó del sillón lentamente. Su cuerpo aún temblaba del orgasmo reciente, pero su mirada ya no era la de una mujer confundida. Era una mujer encendida. Una mujer peligrosa. Deseosa. Despierta.
—Quiero a los dos. —repitió— Ahora.
Los boxers de ambos estaban completamente tensos. Las erecciones marcaban la tela como lanzas a punto de estallar. Ella se acercó primero a Marcos, que estaba justo frente a ella. Le quitó la prenda con las manos húmedas, y su pene emergió duro, grueso, brillante en la punta. No dijo nada. Solo lo miró con hambre.
Luego se volvió hacia Alex, que estaba a un paso. Lo desnudó igual, dejando caer la tela al suelo. Su miembro también estaba firme, palpitante. Más largo, quizás menos ancho, pero igual de provocativo.
Marina se arrodilló entre ambos. Su cabello, húmedo, pegado al rostro. Sus pechos… sus enormes senos copa K colgaban como promesas de locura, pesados, firmes, llenos de nervio, el sostén ya completamente suelto, caído. Cada movimiento hacía que esas montañas voluptuosas rebotaran, se sacudieran, rozaran el aire como si lo partieran.
—Nunca los habían visto de cerca, ¿verdad? —murmuró con una sonrisa sucia, tomando uno de sus senos con ambas manos—. Siempre disimulan, pero sé que no les cabe en la cabeza cómo los aguanto.
Los dos asintieron, boquiabiertos, como si verlos así de frente los hipnotizara.
—Están tan llenos… tan calientes…
Los apretó, los levantó, los dejó caer, haciendo que se balancearan con un peso delicioso. Alex se arrodilló frente a ella y los tomó con ambas manos, intentando abarcarlos, pero no podía. Le faltaban dedos. Le faltaba boca. Aún así, se lanzó sobre uno, succionando con fuerza, mordiendo apenas el pezón oscuro, grueso, turgente. El otro fue tomado por Marcos, que lo masajeaba con los pulgares, levantando la masa suave y firme como si fuera algo sagrado.
Marina gemía, arqueando la espalda, sintiendo cómo sus pezones se estiraban, se mojaban con sus bocas, cómo cada tirón le bajaba directo al clítoris.
—Chúpenlos… más fuerte —pidió—. No se detengan…
Y ellos obedecieron. Alex se centró en uno, chupándolo con hambre, dejando marcas, su lengua jugando con la areola enorme mientras le lamía como si fuera néctar. Marcos hacía lo mismo con el otro, apretándolo, cerrando la boca sobre el pezón como si quisiera vaciarlo.
—¡Ah… sí! —gritó ella—. ¡Mamá está muy llena!
Ambos la empujaron contra el sillón. Marina quedó recostada, con las piernas abiertas, el sexo húmedo, deseoso. Se le notaba la ansiedad entre los labios vaginales abiertos, palpitantes.
Marcos se colocó entre sus piernas, la punta rozando apenas su entrada. Alex, aún besándole los senos, se acercó por detrás.
—¿Estás segura? —le susurró al oído.
—Fóllenme —dijo ella, ronca—. Fóllenme los dos. Lo necesito. Me lo merezco.
Marcos la penetró de frente con una embestida firme. Ella gritó, no de dolor, sino de placer absoluto. Sus pechos rebotaron hacia arriba, agitados, salpicando sudor. Él la tomó de las caderas y empezó a moverse con fuerza, con ritmo. Cada golpe hacía chocar sus nalgas contra sus muslos, y los senos temblaban violentos, gloriosos.
Alex la sujetó desde atrás, y mientras Marcos la follaba, él se inclinó para tomar ambos senos entre sus brazos, apretándolos contra su rostro, lamiendo uno y otro, jadeando entre el canal profundo que se formaba entre ellos. Su rostro desaparecía entre carne suave, húmeda, caliente.
—¡Están tan grandes… tan suaves…! —gemía Alex—. No puedo parar…
Marcos aumentó el ritmo. Marina se sacudía entre ambos, su cuerpo reaccionando a cada estímulo. Tenía la boca abierta, los ojos en blanco, las piernas temblando.
—¡Más! ¡No se detengan! ¡Hagan que me olvide de todo!
Alex se colocó detrás. Escupió en su mano, lubricó su miembro y comenzó a empujar lentamente entre sus nalgas, apretando contra la entrada trasera con paciencia. Marina gimió con fuerza, pero no se detuvo. Apretó los dientes y lo aceptó, centímetro a centímetro, mientras Marcos no dejaba de moverse dentro de su coño empapado.
Ambos la tenían. Uno delante. Otro detrás. Y ella en medio, gritando, moviéndose, gimiendo con una intensidad que hacía vibrar el aire.
—¡Sí… sí! ¡Rómpanme! ¡Usen mis tetas, mi culo, todo!
Los tres llegaron al clímax casi al mismo tiempo. Marcos explotó dentro de ella, rugiendo entre jadeos. Alex empujó hasta el fondo y descargó con violencia. Marina convulsionó, con los pechos sacudiéndose salvajes mientras se corría gritando, desgarrada de placer.
Y luego… el silencio. Pesado. Hermoso. El cuerpo de ella hundido entre cojines, temblando. Los de ellos, sudados, pegados a su piel.
Marina se rió. Una risa ronca, sucia. Feliz.
—¿Quién quiere repetir?
El sudor aún no se había secado cuando Marina se incorporó, con el cuerpo tembloroso, los muslos húmedos, los pechos enormes cubiertos de saliva y marcas rojas. Se estiró como una pantera saciada, pero no satisfecha. Tenía esa sonrisa desbordada, descarada, la piel brillando, las piernas abiertas con total desvergüenza.
—No he terminado con ustedes —dijo, lamiéndose los labios.
Alex estaba tirado en el suelo, jadeando, aún con la erección empapada y palpitante. Marcos apenas podía respirar, pero su mirada la devoraba de nuevo.
Marina gateó hasta él, su pecho colgando con gravedad obscena, esas tetas gigantes moviéndose como dos fuerzas vivas con cada desplazamiento. Lo empujó al sillón y se sentó sobre él de frente, restregando sus senos contra su pecho, su sexo ya caliente, abierto, frotándose apenas contra el suyo.
—Esta vez, yo marco el ritmo —susurró—. No se corrán hasta que yo lo diga.
Marcos abrió la boca para decir algo, pero ella le metió uno de sus pezones en los labios. Él lo chupó con desesperación, enterrando la cara en la curva gigantesca de esa mama perfecta, succionando, lamiendo, babeando como un hombre en trance. El pezón estaba duro, grueso, oscuro de tanto juego. El otro seno lo masajeaba con su mano, levantándolo y azotándolo contra su mejilla con un plaf húmedo.
—¿Esto es lo que querías, eh? —le decía mientras lo montaba— ¿Esto es lo que te volvía loco cuando creías que no me daba cuenta?
Y sin más, se sentó completamente sobre él, dejando que su sexo se tragara su miembro con un solo empujón. Ambos gemieron con fuerza. Marina empezó a moverse con furia, hacia arriba y hacia abajo, haciendo que sus tetas se sacudieran salvajes, rebotando con un ritmo casi brutal. Las palmas de Marcos se perdían en esa carne blanda, firme, enorme. No podía dejar de tocarlas, morderlas, lamerlas.
Alex se acercó detrás de ella, ya recuperado, su verga dura, chorreando. Se arrodilló detrás, y sin pedir permiso, levantó una de sus tetas por debajo, sosteniéndola con ambas manos, besándola por debajo, lamiéndola como si bebiera de una fruta enorme y jugosa.
—Dios… nunca vi unas tetas así… —murmuraba—. Son una locura, mamá. Me vuelven loco.
—Entonces fóllame de nuevo —le exigió ella, sin dejar de cabalgar a Marcos.
Alex la tomó por la cintura y la penetró desde atrás otra vez, esta vez con más facilidad. Estaba mojada por todos lados, y gritó de placer cuando la llenó.
Ahora estaba completamente montada. Dos vergas en su interior. Una adelante, una atrás. Su cuerpo vibraba, sus tetas se sacudían de manera violenta, azotando el pecho de Marcos y las manos de Alex. Cada embestida hacía que el sudor volara de sus pezones, que las venas se notaran más, que su respiración se volviera animal.
—¡Fóllenme! ¡Llenen a esta puta como se merecen! ¡Quiero su semen en cada rincón!
Alex la tomaba de los pechos por detrás, apretando, jalando, dándoles nalgadas incluso a sus tetas, haciéndolas tambalear como gelatina cargada de carne. Marcos, al borde del éxtasis, ya no podía hablar. Solo gemía, solo la besaba, solo la empujaba.
Marina se vino primero. Con un grito ronco, largo, quebrado, mientras todo su cuerpo se sacudía entre los dos, como si le arrancaran el alma a placer. Su sexo apretó con fuerza y provocó que Marcos se corriera al instante dentro de ella, rugiendo. Alex lo siguió segundos después, llenándola por detrás, temblando.
Los tres quedaron sudados, jadeando, envueltos en el olor fuerte del sexo sin límites. Marina quedó entre ambos, las piernas temblorosas, las tetas chorreando saliva y sudor, con el semen escurriendo lentamente por sus muslos.
Sonrió.
—Ahora sí —susurró—. Me siento viva otra vez.
A la mañana siguiente
El sol entraba con fuerza por la ventana de la cocina. El aroma a café y pan tostado se mezclaba con el sonido sutil del refrigerador cerrándose. Marina, con una blusa amplia que no ocultaba del todo sus enormes senos sin sostén, servía el desayuno en la mesa. El cabello recogido de forma apresurada, pero el brillo en su piel hablaba de todo menos de descanso.
Alex y Marcos ya estaban sentados, ambos con camisetas sin mangas y pantalones deportivos sueltos. Se veían frescos, pero con esa sonrisa cómplice que no necesita palabras para decir lo que vivieron.
—Buenos días, mamá—dijo Marcos, con tono burlón—. Te ves radiante hoy… ¿Dormiste bien?
Ella arqueó una ceja, colocándole el café.
—Dormí... profundamente.
Alex soltó una risa baja.
—Yo también tuve sueños muy húmedos. Y… vívidos.
—Ya, chicos —susurró Marina, mientras se sentaba—. Compórtense.
Justo en ese momento, se escuchó la puerta de entrada abrirse. Marina se tensó levemente.
—¿Marina? ¿Amor? —se oyó la voz de Manuel.
Ella se levantó y fue a su encuentro. Manuel, su esposo, entró quitándose los lentes oscuros. Tenía el aspecto cansado de alguien que lleva semanas sin dormir bien por trabajo. Se saludaron con un beso seco en la mejilla.
Manuel se sentó con sus hijos, sin sospechar. Tomó una taza de café y se sirvió fruta.
—Buen café —murmuró.
—Sí —dijo Alex, mordiéndose la sonrisa—. Mamá… sabe cómo dar lo mejor por las mañanas.
—Y es generosa —añadió Marcos—. No le importa compartirlo todo… con los que tiene cerca.
Marina los fulminó con la mirada, pero disimuló.
—¿Cómo te fue en el viaje? —le preguntó a su esposo.
—Agotador. Pero me llamaron ahora, tengo que volver. Solo pasé a verte unos minutos.
Mientras hablaban, Alex jugueteaba con una cuchara, haciéndola girar entre los dedos como si fuera un gesto inocente. Pero sus ojos no dejaban de observar las piernas de Marina, la curva de sus caderas bajo la bata delgada.
Marcos cruzó las piernas lentamente, dejando ver su erección matutina mal disimulada bajo la tela. Marina apretó las rodillas.
Manuel terminó de desayunar en pocos minutos.
—Debo irme —dijo mientras se levantaba—. Te llamo cuando llegue. Chicos… buen desayuno.
Y se fue. Marina cerró la puerta lentamente. El silencio fue pesado.
Pero no duró mucho.
—Se te notaba la tensión —susurró Alex desde el sofá.
—Es excitante, ¿no? —añadió Marcos, acercándose por detrás y tocándole la cintura con los dedos—. Tenerlo ahí… sin saber lo que hicimos en esta misma sala hace unas horas.
Marina no respondió. Solo se arrodilló lentamente entre ellos. Sin decir palabra, abrió el pantalón de Marcos, luego el de Alex. Sus falos salieron duros, hambrientos.
—Callen —dijo ella—. No hablen más.
Y los tomó con ambas manos, acercándose primero a uno, luego al otro, su boca húmeda, ansiosa, devorando cada centímetro. Chupaba lento, luego más rápido, alternando entre ambos, jugando con las lenguas, con los sonidos, dejando que su boca se llenara de la carne que anoche la había poseído.
La escena era pura perversión. Marina, aún con la bata entreabierta, con sus tetas gigantes rozando el suelo, meneando las caderas mientras se empapaba la boca con el sabor de ambos.
Entonces, la puerta volvió a abrirse.
—¡Marina! ¡Olvidé mi billetera!
Manuel entró rápido… y se detuvo en seco.
Allí estaba su esposa, arrodillada entre los dos jóvenes, con un falo en cada mano, y uno en la boca, mirándolo de reojo mientras chupaba.
Sus ojos se encontraron. 
Y luego… Silencio.

2 comentarios - Un día de calor con mamá

Skpn69 +1
Incomparable; buen relato! De solo leer casi acabo!!
EDOWA_
Gracias por el apoyo bro 👍😸
kkmd
Buena calida sin señales de que seas un novato/a con potencial para seguir mejorando pero ya de por si aceptable.