
La fila para el autobús se extendía, una serpiente humana bajo el sol de la tarde que ahora se acercaba a las 5:30. No pasó mucho tiempo antes de que mi vestimenta, mi perfume y mi actitud comenzaran a surtir efecto. Podía sentir las miradas como caricias invisibles, algunas descaradamente fijas en mi trasero, otras más audaces, subiendo por mis piernas expuestas para clavarse directo en mi rostro. No me inmuté; era justo lo que había buscado.
En la fila, los empujones eran constantes, un preludio a lo que vendría. Mi cuerpo, bajo el ligero lino del vestido, ya respondía con una humedad creciente. Cuando el autobús finalmente llegó, la gente se abalanzó con una prisa desesperada. En un instante, se llenó hasta el tope, un muro de cuerpos. La oportunidad de sumergirme en el morbo de la multitud se esfumó tan rápido como llegó. Tuve que retroceder, el calor de la frustración mezclándose con la excitación que bullía en mi interior. Tendría que esperar el siguiente.
El siguiente autobús finalmente llegó, y la fila, que antes parecía tener un orden precario, se disolvió en un empujón frenético. La gente se agolpaba para subir, y yo, en medio de ese caos, me convertí en el centro de una morbosa atención. Los roces accidentales se transformaron en toques intencionados, manos furtivas que exploraban mis caderas, mis muslos. Mi vestido de lino, tan ligero y engañosamente inocente, ofrecía una invitación abierta.
Entonces, entre la avalancha de cuerpos, sentí una intrusión más audaz, más descarada. De la nada, una mano surgió de entre dos personas frente a mí, extendiéndose a través del caos. Se dirigió directamente a mi pecho y me agarró fuerte una de mis tetas. El shock me dejó sin aliento, pero el morbo me electrificó. Pude sentir el calor de su mano, una humedad pegajosa, traspasar la fina tela de mi vestido, quemándome la piel.
Mi cabeza giró al instante, buscando al culpable. Lo vi. Un hombre se alejaba sigilosamente, mezclándose con la gente, su mirada desviándose con una falsa inocencia. La adrenalina me disparó, una mezcla de rabia y una excitación salvaje. Mientras mi vista seguía al agresor de mi pecho, sentí otra mano, más audaz, posarse en uno de mis glúteos. No fue un roce; fue un apretón fuerte, posesivo, que hundió sus dedos en la carne de mi trasero, a través del lino de mi vestido y la seda de mi tanga.
Mi cuerpo se convulsionó. Estaba atrapada entre la multitud, siendo marcada y explorada sin mi consentimiento.
Era increíble, la gente se comportaba como animales, una manada hambrienta empujando en un frenesí por un lugar. Había visto este transporte desde que era pequeña, desde la burbuja de mi auto climatizado, pero jamás imaginé que la realidad fuera así de intensa. El autobús ya no cabía ni un alfiler, pero la gente seguía tirando para entrar, apretándonos más y más con cada empujón. La presión era tanta que sentía que me faltaba la respiración, el aire pesado con el olor a cuerpos, a sudor y a mi propio perfume embriagador.
Mi posición en medio del autobús se convirtió en el epicentro de la vorágine. Pude ver a varios hombres, sus ojos clavados en mí, empujando y abriéndose paso con una determinación salvaje. Otros, con la excusa barata de que aseguraban sus lugares para bajar en la última parada, se acercaban más y más, sus cuerpos frotándose contra el mío con una insistencia descarada. Cada nuevo roce, cada presión de un cuerpo desconocido contra el mío, era una confirmación de que me había convertido en el objeto de su morbo. Mi vestido de lino, mi tanga de hilo, mi perfume... todo era una invitación en esta jaula de carne y deseo.
Mis ojos se movían en un barrido frenético por la masa apretujada de cuerpos. Había hombres apuestos, jóvenes y fuertes, que cruzaban mi mirada por un instante. Deseaba sentir el morbo de uno de ellos, la crudeza de su deseo, pero ninguno se atrevía a acercarse. Parecían inmersos en su propio mundo, o quizás mi aura de "chica rica" era un repelente invisible para ellos.
Los únicos que lo intentaban eran los viejos, hombres que calculaba tenían entre 40 y 50 años, o incluso más. Varios de ellos con un mal gusto para vestir, ropas viejas y usadas que se pegaban a sus cuerpos cansados. Sus rostros, surcados por el tiempo, no ocultaban una mirada intensa sobre mí, ojos que me desnudaban con la mirada, recorriendo cada curva bajo el fino lino de mi vestido. Otros hablaban entre ellos, susurros que no alcanzaba a oír, pero sus cabezas se giraban descaradamente hacia mí, intentando ver algo, cualquier cosa, entre la multitud. Pero la visión les era casi imposible.
Estaba apretada entre señoras de bolsas voluminosas y señores que parecían pilares, un muro de cuerpos que, curiosamente, actuaba como una barrera protectora contra los pervertidos que intentaban llegar a mí. La frustración comenzaba a mezclarse con el morbo; quería ser tocada, deseada, pero no por cualquiera.
Mi mente de 20 años, virgen pero insaciable, ya estaba trabajando, buscando la forma de romper esa barrera de "gente buena" que me protegía del morbo que anhelaba. La frustración de estar tan cerca, y a la vez tan lejos, de la invasión que buscaba era casi dolorosa. No podía esperar; tenía que hacer que sucediera.
"Con permiso, por favor," empecé a murmurar, empujando suavemente, pero con una intención clara, para moverme entre la masa apretujada. Fue difícil, cada centímetro era una lucha contra los cuerpos inmóviles. No me importó. Utilicé la fuerza, empujando codos y caderas, abriéndome camino con una determinación fría. Mi objetivo no era simplemente avanzar; mi objetivo era buscar a un chico guapo, a alguien cuyo deseo, reflejado en sus ojos, me encendiera aún más. Quería sentir su cuerpo contra el mío, no por accidente, sino por mi propia y perversa voluntad.
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