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Paternidad forzada

PATERNIDAD FORZADA


Paternidad forzada


Mi nombre es Pedro. Actualmentetengo 48 años, pero en aquel 2020, rondaba los 43, con 44 a la vuelta de laesquina. Soy un hombre de estatura media, con el cuerpo marcado por años detrabajo físico, aunque la cuarentena empezaba a dejar su huella en mi cintura.Cabello oscuro salpicado de canas, barba siempre a medio crecer… la imagen delpadre común, si no fuera por los ojos que, según Ofelia, delataban mispensamientos más indecentes.
La pandemia nos encerró a lostres: Ofelia, mi esposa, una mujer de curvas generosas y mirada intensa;Valeria, nuestra hija… pero no es momento de hablar de ella… aún no.
Ese año fue extraño. De golpe, elmundo se detuvo. Ofelia, con sus problemas respiratorios, se convirtió ennuestra prioridad. Nada de salidas, nada de riesgos. Yo dejé atrás las cervezascon los muchachos y, sobre todo, mis visitas furtivas al Club Diamante,donde solía aliviar tensiones cuando Ofelia y yo pasábamos por rachas secas.Valeria… bueno, ella también tuvo que sacrificar sus salidas con ese noviosuyo, el tal Javier.
Los días se volvieron monotoníapura: despertar, comer, ver noticias, repetir. Ofelia cocinaba como si el mundose acabara mañana, yo reparaba cosas que no estaban rotas y Valeria…
Ese sábado antes del Día delPadre, el ambiente en casa era tan plano como los hot cakes que me sirvieron enel desayuno. Valeria y Ofelia cumplieron con la tradición de prepararmechilaquiles, pero sin el entusiasmo de otros años. No las culpo—la cuarentenanos tenía a todos sumidos en una niebla de aburrimiento.
Yo tampoco estaba emocionado. Dehecho, ya tenía mi propio plan para esa noche: un regalito demí para mí.
Desde joven, siempre tuve unaobsesión particular: el sexo anal. No sé qué tenía ese acto, pero me volvíaloco. La primera vez que lo intenté fue con mi novia de prepa, Lucía, en elasiento trasero de mi vocho. Ella accedió, aunque no sin quejarse de que leardía. Pero cuando por fin entré, ese calor apretado, ese gemido entre dolor yplacer… me enganchó para siempre.
Años después, con Ofelia, lascosas no fueron tan fáciles. La primera vez que lo intentamos, en nuestra lunade miel, apenas logré introducir la punta antes de que me empujara con ungrito.
—¡No, Pedro! ¡Duele demasiado!—sus palabras cortaron el momento como un cuchillo.
Lo intentamos otra vez mesesdespués, con más lubricante y más precaución, pero el resultado fue el mismo:lágrimas, reclamos y una prohibición en firme. Desde entonces, mi única salidaera el Club Diamante, donde algunas chicas, por un extra, medejaban saciar ese vicio. Pero con la pandemia, hasta eso se había acabado.
Así que esa noche, mi plan erasimple: la película porno que acababa de descargar —Colegialas Anales 5—,un frasco de crema líquida que encontré bajo el lavabo (lo más cercano alubricante que tenía a mano) y una sesión de masturbación que me dejara viendoestrellas.
Estaba a punto de empezar cuando,de repente, la pantalla de la computadora se apagó. Todo quedó a oscuras.
Se fue la luz… —escuchéla voz tediosa de Ofelia desde el cuarto, como si no me hubiera dado cuenta ya.—¿Yate diste cuenta?"
El tono de Ofelia sonó más afastidio que a preocupación. Suspiré, frotándome los ojos mientras buscaba lalinterna en el cajón de la cocina.
"—Sí, mujer, ya me dicuenta. Y no grites, que Valeria está durmiendo."
El haz de luz iluminó el pasillohacia el cuarto de mi hija. La puerta estaba entreabierta, como siempre.Valeria insistía en que necesitaba "aire fresco", aunque en realidadera porque le daba miedo quedarse encerrada.
Empujé suavemente la madera conlos nudillos, preparándome para lo de siempre: verla dormida como un angelito,arropada hasta el cuello, con su pelo moreno esparcido sobre la almohada.
Pero lo que encontré me dejó conla boca seca.
Valeria estaba acostada de lado,de espaldas a la puerta, pero la sábana apenas le cubría las caderas. Llevabaese short diminuto que siempre usaba para dormir, el que se le metía entre lasnalgas y dejaba al descubierto esas piernas largas y bronceadas. Su top,ajustado y fino, se había subido hasta debajo de los pechos, dejando ver unpedazo de piel suave y el borde de su sostén negro.
Dios mío.
La linterna tembló en mi mano.Sin querer, iluminé directamente su trasero, redondo y firme, moldeado por elshort que parecía a punto de reventar. Un manjar. Un pecado.
¿Cuándo dejó de ser una niña?
El corazón me latía tan fuerteque casi no escuché el sonido de su respiración profunda. Las pastillas para laansiedad hacían efecto, como siempre. No se despertaría ni aunque le gritara.
Podrías…
La idea cruzó mi mente como unrelámpago, caliente y prohibido.
Podrías tocar. Solo un poco.Nadie lo sabría.
Me mordí el labio, sintiendo cómola sangre empezaba a dirigirse hacia otra parte de mi cuerpo.
"—¿Pedro?"
La voz de Ofelia, lejana peroclara, me sacó del trance. Cerré los ojos, maldiciendo en silencio.
"—¡Sí, ya voy!"
Apagué la linterna y salí delcuarto, pero la imagen ya estaba grabada en mi cabeza.
Haz lo que quieras…
Ofelia lo había dicho casidormida. Y yo…
Yo tenía un plan.
"—¿Ya te diste cuenta? ¿Yqué quieres que haga, mujer? ¿Salir a reparar el transformador?"
El tono de mi voz sonó más ásperode lo que pretendía, pero la frustración de tener mis planes interrumpidos semezclaba con el calor que ya empezaba a recorrer mi cuerpo.
"—Desconecta todo en lacasa por si llega la luz, no vaya a quemarse algo… Y entra a la habitación deValeria, apaga su regulador…", murmuró Ofelia desde la cama, su vozcargada de sueño.
"—¿No crees que ya teescuchó y puede hacerlo ella?", pregunté con fastidio mientras buscabauna linterna en el cajón.
"—Igual y sí… perocerciórate, no sé si ya tomó su medicina…"
"—Enseguida…"
Con la linterna en mano, avancépor el pasillo en completa oscuridad, el haz de luz rebotando en las paredescomo un faro en la noche. Mi respiración se aceleró sin razón aparente, como simi cuerpo ya supiera lo que mis ojos estaban a punto de descubrir.
Llegué a la puerta de Valeria y,tras un segundo de duda, giré el picaporte lentamente.
Clic.
El sonido me pareció ensordecedoren el silencio de la casa.
La habitación estaba sumida enuna penumbra cálida, solo rota por el haz de mi linterna. La iluminé porpartes, como un ladrón buscando un tesoro: primero el escritorio, lleno delibros y apuntes; luego el armario, con ropa colgando de manera desordenada… yfinalmente, la cama.
Dios mío.
El aire se me atoró en lagarganta.
Valeria estaba acostada de lado,su figura curvilínea dibujando una silueta hipnótica bajo las sábanasrevueltas. Llevaba solo un short diminuto, tan ajustado que parecía pintadosobre su piel, y un top de tirantes que apenas contenía sus pechos. Pero lo querealmente capturó mi atención fue su trasero: dos montañas perfectas, redondasy firmes, como duraznos maduros, tentadores bajo la tenue luz.
—Esta que se cae de buena…— pensé,sintiendo cómo la sangre empezaba a dirigirse peligrosamente hacia mientrepierna.
El short se había subido losuficiente como para revelar el comienzo de su nalga izquierda, una curva suavey pálida que prometía una dulzura prohibida. Mi boca se secó.
"Carajo…"
Con esfuerzo, desvié la luz haciasu mesita de noche, donde encontré el frasco de pastillas para dormir. Estabacerrado.
"—Vale… Vale…"
La llamé en voz baja, pero nohubo respuesta. Solo el ritmo lento de su respiración, profunda y regular.
Estaba dormida.
Una idea perversa cruzó mi mente,tan rápido que ni siquiera tuve tiempo de detenerla.
¿Y si…?
Pero no. Me sacudí mentalmente.
"—Ya desconecté todo… Meducharé y me voy a dormir…", anuncié al volver con Ofelia.
"—Haz lo quequieras…", murmuró ella, ya medio dormida.
—Haz lo que quieras…—
Las palabras resonaron en micabeza, como una invitación velada.
Jeje… Eso haré.
Y con una sonrisa maliciosa, medirigí nuevamente a la habitación de Valeria.
El pasillo parecía más largo estavez. Cada paso resonaba en mi conciencia, una batalla campal entre el deseo yla moral. "Esto está mal", susurraba una voz en micabeza, pero otra, más profunda y oscura, replicaba: "Ella estádormida... nunca lo sabrá... y tú lo mereces."
Al llegar a su puerta, apoyé lafrente contra el marco frío, respirando hondo. El picaporte cedió otra vez conese clic que ahora sonaba a destino.
La linterna iluminó su cuerpocomo si fuera un altar. Esta vez no disimulé mi mirada. Recorrí cada curva,cada sombra, cada centímetro de piel expuesta. Mis dedos temblaban al posar lalinterna en la mesita, ya no como herramienta de iluminación, sino comocómplice de lo que estaba por venir.
Empecé a desvestirme conmovimientos lentos, calculados, como si un ruido pudiera despertarla. Cadaprenda que caía al suelo era un límite que desaparecía. Cuando por fin estuvedesnudo, el aire frío de la habitación chocó contra mi piel, pero nada comparadocon el fuego que ardía dentro.
Puse seguro a la puerta.
"Vale..."
Me acerqué a la cama, la luz dela luna filtrándose por las cortinas y acariciando su espalda desnuda. Le toquéel hombro suavemente, observando su respiración. Nada. Profundamente dormida.
"Ganador porknockout", pensé, y una sonrisa de triunfo se dibujó en mis labios.
Con cuidado de cirujano, deslicémis dedos bajo el borde de su short. La tela cedió, revelando más de esa pielde melocotón. Tiré hacia abajo, milímetro a milímetro, hasta que por fin susnalgas quedaron al descubierto: redondas, firmes, perfectas. La tanga negra quelas cubría era solo un obstáculo más. La aparté con un dedo, dejando aldescubierto ese pequeño hoyuelo en la base de su columna que me volvía loco.
No pude resistirme. Apoyé mismanos en esas curvas, sintiendo cómo cedían bajo mi presión. "Dios,qué suaves..."
La necesidad me ganó. Me llevé undedo a la boca, lo empapé de saliva y lo posé en su entrada. Intentépenetrarla, pero estaba increíblemente apretada. Solo logré introducir la yemadel meñique, y eso con esfuerzo.
"¡Por Dios, quéestrecha!"
La frustración se mezcló con laexcitación. Necesitaba más.
Salí de la habitación como unfantasma, regresando a mi cuarto. Ofelia roncaba levemente. Abrí el cajón de lamesita con sumo cuidado, sacando el frasco de vaselina.
"Esto lo hará másfácil..."
De vuelta en su habitación, mesubí otra vez a la cama, esta vez con determinación. Unté mis dedosgenerosamente, masajeando su entrada con movimientos circulares antes deintentar penetrarla de nuevo. Poco a poco, sentí cómo cedía. Un dedo... luegodos...
"Llegó el momento de queel rey tome a su reina..."
Tomé mi miembro, ya palpitante denecesidad, y lo cubrí por completo con la vaselina. El brillo grasoso en la luztenue era casi obsceno.
Me posicioné detrás de ella,alineándome con su centro.
La punta de mi miembro presionócontra ese anillo de músculo implacable, deslizándose una y otra vez sinceder. "¿En serio no podré? ¿Con toda esta vaselina?" Elesfínter de Valeria se contraía como un puño cerrado, desafiante, como si sucuerpo inconsciente supiera que estaba a punto de ser violado.
Pero yo no iba a rendirme.
Apliqué más presión, usando mipeso para forzar la entrada. Un gemido ahogado escapó de mis labios mientrasempujaba, sintiendo cómo, milímetro a milímetro, su cuerpo comenzaba a ceder.
"¡Sí...! ¡Sí,así...!"
Y entonces, de pronto, suresistencia se quebró.
La punta se hundió en ese calorestrechísimo, y un escalofrío me recorrió la espalda.
"DIOOOSSSS... ME QUIEROMORIRRR... HMMMMMMMMMM—"
Bufé como un animal, ahogando elsonido en mi garganta. Era increíble. Más apretado que cualquier mujer, máscaliente que cualquier sueño. Su canal rectal me envolvía con una presión queamenazaba con hacerme estallar ahí mismo.
Valeria suspiró.
Me paralicé.
¿Dolor? ¿Placer? ¿Estádespierta?
El miedo me atravesó como uncuchillo. Pero no hubo movimiento, solo ese susurro de aire saliendo de suslabios entreabiertos. "Sigue dormida... sigue dormida..."
Y entonces, con una sonrisa dedepravado aliviado, continué.
Empujé más, sintiendo cómo su anose estiraba alrededor de mi grosor, cómo cada centímetro que entraba era unabatalla ganada. Hasta que, por fin, mis pelvis chocó contra sus nalgas. 17centímetros enterrados hasta el fondo.
"Esto... esto es elcielo..."
Comencé a moverme, lento alprincipio, sintiendo cada pliegue, cada contracción involuntaria de suinterior. Pero la lujuria pronto venció a la paciencia.
¡Clap! ¡Clap! ¡Clap!
Mis huevos golpeaban suentrepierna con cada embestida, el sonido húmedo de nuestra unión retumbando enla habitación. Ya no podía contener los gruñidos, los jadeos.
"Mierda... mierda... novoy a aguantar...!"
El orgasmo se acercaba como untren sin frenos.
Y entonces... exploté.
Una descarga brutal de semeninundó su interior, chorro tras chorro, mientras yo temblaba como un poseso,mordiendo mi propio brazo para no rugir de placer.
"Hnnnggghhh—!!"
Por unos segundos, todo fueblanco.
Cuando volví en mí, me retiré concuidado, viendo cómo mi semilla empezaba a gotear de su hoyo violado. "Mierda...qué desastre..."
Con movimientos rápidos perosilenciosos, limpié lo mejor que pude con su propia sábana, le subí el short yla tanga, y me vestí.
Al salir, me detuve un segundo enla puerta, mirando su figura inocente bajo las cobijas. Iluminé el reloj y yaeran las 12:02 del día domingo (día del padre)
"Feliz Día del Padre,Pedro..."- me dije a mí mismo y cerré la puerta.
El aroma del menudo y el sonidode la cerveza al abrirse me devolvieron a la realidad. Valeria, con su sonrisacálida, me sirvió un plato humeante mientras Ofelia reía por alguna tonteríaque había dicho. Todo era perfecto.
Pero no pude evitar notar lospequeños detalles en Valeria:
Al sentarse, hizo un gesto casiimperceptible, como si sintiera una ligera incomodidad. Se ajustó discretamenteel short, atribuyéndolo quizá a la ropa ajustada o al calor.
Pero con todo y esto su actitudera la de siempre: cariñosa, juguetona, sin sospechar nada.
Me abrazó por detrás mientras yobebía mi cerveza, y su perfume me envolvió como un recordatorio de la nocheanterior.
Yo estaba en la gloria.
La espera fue agonizante. Observédesde la puerta de mi habitación cómo Ofelia se dormía, su respiración pesadapor el cansancio. Luego, escuché a Valeria moverse en su cuarto antes de que elsilencio volviera a apoderarse de la casa.
El ritual comenzó de nuevo:
Conté los minutos hasta estar seguro de que los medicamentos habían hecho efecto. Tomé la vaselina, más abundante esta vez, y me deslicé hacia su habitación. Al abrir la puerta, la encontré boca abajo, su cuerpo curvilíneo bajo las sábanas.Pero esta vez… iba por más.
Con movimientos calculados,retiré las cobijas, revelando su cuerpo casi desnudo. El short y el top de lanoche anterior habían sido reemplazados por una camiseta holgada y nada más.
Levanté la camiseta lentamente,exponiendo sus nalgas redondas y firmes. Le di una ligera nalgada, disfrutandocómo su piel tembló bajo mi palma.
Unté mis dedos en vaselina y losdeslicé entre sus nalgas, masajeando su entrada hasta sentirla ceder. Esta vez,estaba más relajada, como si su cuerpo recordara.
Me alineé detrás de ella, mimiembro ya palpitando de necesidad. La empujé hacia adentro con firmeza,sintiendo cómo su calor me envolvía.
"Dios… es aún mejor queayer", pensé, mientras comenzaba a moverme.
Agarré sus caderas, marcando elritmo. Cada embestida era más profunda, más posesiva. Mis dedos se aferraron asus senos, sintiendo sus pezones endurecerse entre mis manos.
Cuando sentí que no aguantaríamás, la jalé hacia mí, enterrándome hasta el fondo. "¡Ahí…! ¡Sí,ahí…!", gruñí, mientras explotaba dentro de ella.
Al retirarme, limpié todo concuidado, como antes. Valeria ni siquiera se movió.
Al salir, miré el reloj: 11:57p.m.
"Feliz Día del Padre…otra vez", sonreí, sabiendo que este sería un regalo que repetiríatodas las noches que pudiera.
Y así fue. Las cogidas anales sevolvieron una rutina para Pedro, una necesidad que lo consumía cada noche. Conel tiempo, notó cómo el ano de Valeria se adaptaba a su miembro, pero lasensación de estrechez era siempre la misma o incluso mayor, lo que loenloquecía de placer. Cada noche, al entrar en su habitación, sentía que estabaconquistando un territorio prohibido, y eso lo excitaba aún más. La adaptaciónde Valeria a sus embestidas solo hacía que Pedro deseara más, que quisieraprofundizar más en ese acto tabú.
Una mañana, mientras ayudaba aOfelia a limpiar la sala, Valeria se movía de manera diferente. Había algo ensu postura, en su manera de caminar, que la hacía parecer más mujer. Pedro nopodía quitarle los ojos de encima. Observaba cada movimiento, cada gesto, ysentía una mezcla de orgullo y lujuria. No sabía si era su imaginación o sirealmente había algo diferente en ella. Tal vez eran las hormonas, tal vez erala manera en que su cuerpo había respondido a las noches de pasión forzada.Fuera lo que fuera, Pedro la veía con unos ojos nuevos, y eso lo excitaba aúnmás.
Esa mañana, mientras limpiaban,Valeria tarareaba una canción que Pedro no reconocía. La letra era pegajosa yprovocativa, y él no pudo evitar prestar atención. La canción hablaba de unhombre que le compra ropa interior de diseño a su pareja y perfume caro, y cómodisfruta dominándola sexualmente. Pedro repitió una frase de la canción en sucabeza: "Ese culito es mío, ya yo tengo los papeles...". Sepreguntaba cómo podía tener los papeles de ese culito que ya era suyo. La idealo obsesionaba, y no obtuvo respuesta en ese momento.
Una noche, mientras se preparabapara su ritual nocturno, Pedro notó que Valeria tenía una toalla femeninapuesta. Sin dudarlo, la hizo a un lado y la penetró por detrás, sintiendo esamezcla de placer y prohibición que lo volvía loco. Otra noche, al regresar a suhabitación, notó que ya no llevaba la toalla. La idea lo golpeó como un rayo:si podía predecir sus ciclos, podría planear sus actos con más precisión.
Tomó un calendario y marcó lafecha en que Valeria debería comenzar a ovular. Contó los días, esperando conansias ese momento. Cuando finalmente llegó el día marcado, Pedro repitió suritual, pero esta vez, en lugar de penetrarla por detrás, se posicionó entresus piernas. Con cuidado, separó sus muslos y se alineó con su entradavirginal. Estaba duro como una roca, y la anticipación lo hacía temblar.
Deslizó su miembro lentamente,sintiendo cómo su cabeza penetraba esa barrera estrecha y húmeda. Valeriasuspiró en sueños, pero no se despertó. Pedro sintió un placer indescriptibleal saber que estaba desvirgándola, que estaba tomando algo que era solo suyo.Empezó a moverse con cuidado, pero la lujuria pronto tomó el control. Susembestidas se volvieron más profundas, más rápidas, mientras sentía cómo sumiembro era envuelto en un calor húmedo y apretado.
"Dios, qué placer...",pensó, mientras sus caderas chocaban contra las de Valeria. El sonido de suscuerpos uniéndose llenaba la habitación, y Pedro sabía que estaba marcando unterritorio que siempre sería suyo. Con un gruñido final, se enterróprofundamente y explotó dentro de ella, llenándola de su semen caliente.
Se retiró con cuidado, limpiandocualquier rastro de su acto. Valeria ni siquiera se movió, pero Pedro sabía quehabía dejado una marca indeleble en su cuerpo y en su mente. Al salir de lahabitación, miró el reloj y sonrió, sabiendo que había conquistado otro nivelde su obsesión.
"Feliz Día del Padre... porveinteava vez… jeje", se dijo a sí mismo, sabiendo que este sería unregalo que repetiría todas las noches que pudiera.
Pedro, obsesionado con suobjetivo, comenzó a variar las posiciones sexuales cada noche para maximizar elplacer y la profundidad de la penetración. Su mente perversa disfrutaba de laidea de dejar su semilla lo más adentro posible, asegurándose de que cada gotacontara.
Una noche, decidió probar laposición de la vaquera. Con Valeria dormida, la despertó suavemente y la colocóencima de él. La penetró lentamente, sintiendo cómo su miembro se deslizaba enese calor húmedo y apretado. Valeria, aún adormilada, comenzó a moverse con unritmo instintivo, sus caderas balanceándose mientras Pedro la guiaba con susmanos en su cintura. Él susurraba palabras sucias y provocativas en su oído,diciendo cosas como: "Eres mía, Valeria. Este culito y esta concha sonmíos. Te voy a llenar toda, te voy a dejar preñada." Con cada embestida,Pedro sentía cómo su placer aumentaba, y con un gruñido final, se enterróprofundamente y explotó dentro de ella, llenándola de su semen caliente altiempo que la besaba con lengua y ella involuntariamente respondía maximizandosu placer.
Otra noche, optó por la posiciónde perrito. Con Valeria sobre varias almohadas, Pedro se posicionó detrás deella, admirando su cuerpo expuesto y vulnerable. La penetró con fuerza, suscaderas chocando contra sus nalgas con un sonido húmedo y rítmico. "Tegusta así, ¿verdad, puta? Te gusta que te folle duro y profundo," susurraba,su voz ronca de excitación. Valeria, en su sueño, emitía pequeños gemidos deplacer, lo que solo aumentaba la lujuria de Pedro. Con cada embestida, sentíacómo su miembro era envuelto en un calor apretado y húmedo. Con un últimoempujón poderoso, se enterró hasta el fondo y liberó todo su semen dentro deella, asegurándose de que cada gota quedara en su interior.
En otra ocasión, decidió probarla posición de la cuchara. Acostado de lado detrás de Valeria, la penetrólentamente, sus cuerpos alineados perfectamente. Con una mano, acariciaba suclítoris mientras la follaba, asegurándose de que estuviera excitada y listapara recibir su semilla. "Eres mi puta, Valeria. Mi puta para follar ypara tener hijos. Te voy a llenar toda, te voy a dejar preñada," susurrabaen su oído, su voz llena de lujuria y posesión. Con movimientos lentos peroprofundos, Pedro sentía cómo su placer aumentaba. Con un último empujón, seenterró profundamente y liberó todo su semen dentro de ella, asegurándose deque su semilla quedara lo más adentro posible.
Para aumentar la frecuencia delas relaciones sexuales, especialmente durante la ventana fértil de Valeria,Pedro comenzó a darles pastillas para dormir a ambas, Ofelia y Valeria, por lasmañanas. Así, podía asegurarse de que Valeria estuviera disponible y dispuestapara él todas las mañanas y las noches. Modificó también la alimentación deValeria, dándole ácidos grasos como el omega-3, vitaminas y mineralesespecíficos que, según había leído, podían mejorar la fertilidad. Cada noche,después de sus encuentros sexuales, se aseguraba de que Valeria tomara lossuplementos, convencido de que estaba haciendo todo lo posible para lograr suobjetivo.
Con cada noche que pasaba, Pedrosentía una mezcla de placer y satisfacción al saber que estaba dejando su marcaen Valeria, tanto física como mentalmente. Sus palabras sucias y provocativas,susurradas en su oído, estaban destinadas a grabarse en su subconsciente,haciendo que cada encuentro sexual fuera más intenso y significativo para él. Yasí, con determinación y lujuria, Pedro continuaba su misión, obsesionado conla idea de dejar embarazada a su propia hija.
Valeria notó la ausencia de superiodo, pero no fue sino hasta cinco días de retraso que el miedo comenzó atrepar por su espalda. "Debe ser el estrés, los cambioshormonales… o la dieta", se repitió mientras se mordía el labio frenteal espejo. Pero yo sabía la verdad.
Las náuseas llegaron como unhuracán. Las mañanas ahora eran una carrera al baño, donde se doblaba sobre elinodoro con arcadas secas. Yo me apoyaba en el marco de la puerta, cruzado debrazos, con una sonrisa que apenas podía contener.
—¿Necesitas ayuda, hija?—preguntaba, fingiendo preocupación mientras observaba cómo su cuerpo temblaba.
—Estoy cansada, papi… iré adormir —murmuraba, arrastrando los pies hacia su habitación.
—No olvides tomar tus pastillas,amor —le recordaba, dulcemente envenenado.
Y así, en cuanto sus párpadoscedían al sueño químico, repetía mi ritual sagrado. Esta vez, conmás hambre que nunca. Sabía lo que había sembrado dentro de ella. Sabía quepronto sería padre otra vez.
Un mes después, el terroren sus ojos era palpable.
—¿Y si estoy embarazada, papá?—susurró, las manos temblorosas sobre su vientre aún plano.
—¿Cómo podría ser, hija? Estamosencerrados —respondí, limpiando mis manos de aceite de motor con una toalla,como si el tema no me importara.
—He tenido sueños… muyextraños —confesó, mirando hacia su habitación con desconfianza—.¿Será que alguien se ha metido a la casa por las noches?
"Ahora sí escompletamente mía", pensé, victorioso. Pero en voz alta solo solté:
—Jamás, hija. Esperemos a ver sillega tu periodo… Tú trata de relajarte.
Y esa noche, mientras ella dormíacon las pastillas surtiendo efecto, yo volví a reclamar lo que ya eramío.
Tres meses. Ese era el límiteantes de que su cuerpo comenzara a delatarnos.
El vientre de Valeria ya no eraplano. Una suave curva se insinuaba bajo sus blusas ajustadas, apenas visiblepara quien no supiera buscarla… pero yo la veía. La observabacada mañana, cuando se vestía, cuando se volteaba de perfil frente al espejo.
La clínica fue silenciosa. Elmédico, un hombre mayor de lentes gruesos, confirmó lo que ambos ya sabíamoscon una frialdad burocrática:
—Sí, estás embarazada. Docesemanas.
Valeria se desplomó en llantoantes de que terminara la frase.
El camino a casa fue un infiernode sollozos y uñas clavándose en sus propios brazos.
—¡Tienes que creerme, papi!—gritó, desesperada—. ¡Yo era virgen! ¡Nunca he estado con nadie!
—Te creo, hija —mentí, poniendouna mano sobre su rodilla temblorosa—. Yo mismo lo comprobé —añadícon voz grave, disfrutando el doble sentido que ella no podía entender.
—¡Tengo que abortarlo! —declaróde pronto, las pupilas dilatadas por el pánico.
No.
La palabra salió de mis labioscomo un latigazo. Ella se encogió.
—No haremos nada hastaaveriguar cómo fue posible —dije, acariciando su muslo con falsaternura—. Tal vez… fue un milagro.
Esa noche, mientras Ofeliadormía, fui por mi recompensa.
Valeria yacía en su cama,despierta, acariciando su vientre con expresión perdida. No había tomado suspastillas. No las necesitaba.
—Shhh —susurré al cerrar lapuerta con llave—. El bebé necesita que estés tranquila…
Ella me miró por primera vez conalgo nuevo en los ojos: una sospecha helada.
Pero no dijo nada…
Los días siguientes aldiagnóstico fueron un ballet perfecto de mentiras calculadas. Yo, el padrepreocupado, investigando "casos médicos de virginidad y embarazo" eninternet frente a ella.
—"Mira hija, aquí dice quepuede ser un embarazo por susto" —improvisaba mostrándoleartículos falsos en mi teléfono—. "O tal vez hubo contacto accidentalcuando te dormiste sin ropa interior..."
Valeria mordía su labio inferior,los ojos vidriosos entre la duda y la desesperación. Su mano no abandonaba esepequeño abultamiento que crecía día a día.
La jugada maestra llegó en lacuarta semana.
—"Encontré larespuesta" —anuncié una noche, cerrando bruscamente mi laptop. Ella alzóla vista, esperanzada—. "Es síndrome del gemelo desaparecido...el feto pudo formarse de células tuyas desde tu nacimiento".
La pseudociencia sonaba absurda,pero mis palabras llevaban meses envenenando su sentido de realidad.
La noche de la"consagración"
Valeria lloraba en silencio en sucama cuando entré sin esconderme. Esta vez no llevaba vaselina. No habíamedicamentos involucrados.
—"Ya sé la verdad"—mintió débilmente, aunque su cuerpo se arqueó instintivamente cuando mi manorozó su vientre—. "Fue... fuiste tú..."
—"¿Yo qué,princesa?"— pregunté, deslizando mis dedos bajo su camisón con laseguridad de un ladrón que ya había robado esa casa mil veces. Laencontré húmeda, innegablemente húmeda, y sonreí al sentircómo su cuerpo se estremecía en un conflicto perfecto:
Sus labios decían "no",pero sus muslos temblaban abriéndose un centímetro más.
Sus manos empujabanmi pecho, pero sus caderas arqueándose buscaban mi contacto.
Sus lágrimas brillabande vergüenza, pero su sexo palpitaba alrededor de mis dedoscomo una herida que sangra deseo.
—"Si crees que esto esuna violación... ¿por qué tu cuerpo me recibe como si fueras una putanecesitada?"— escupí en su oído, clavando dos dedos hasta los nudillos.
Ella gritó, pero el sonido sequebró en un gemido largo y gutural, ese sonido que solo salecuando el cuerpo se rinde antes que el alma.
Al quitarle las bragas, notéque el algodón estaba empapado en sus fluidos. "Miraesto", le ordené frotándoselo en los labios—. "Hasta tu miedosabe a miel".
Sus pezones estaban erectosbajo la tela, traicionando lo que su voz negaba.
Cuando la penetré, su vaginano ofreció resistencia (¿acaso su cuerpo recordaba mis invasionesnocturnas?).
Sus uñas se clavaron en mí,pero sus piernas me rodearon la cintura instintivamente, como si sumédula espinal respondiera a un amo distinto que su cerebro.
"Mírame cuando tecorras"— exigí, y ella obedeció, sus ojos vidriososdilatándose en un orgasmo que la hizo gritar contra su voluntad.
Su vientre embarazado seestremeció bajo mi palma cuando eyaculé dentro de ella, como si mi semenreconociera el útero que ya había conquistado.
—"Tu cuerpo ya es mío...hasta tu hijo lo sabe"— susurré lamiendo sus lágrimas saladas.
Y entonces lo vi: elmomento exacto en que su respiración se sincronizó con la mía, como si algoprofundo en sus células hubiera firmado una rendición que su mente aún noentendía.
Los días que siguieron fueron unatransformación silenciosa.
Valeria dejó de llorar.
Ahora, cuando Pedro entraba a suhabitación, ya no encontraba resistencia, sino expectativa. Susmuslos se abrían antes de que sus manos las separaran. Sus suspiros ya no erande terror, sino de anticipación.
Por las mañanas… Ella leservía el café rozándole los dedos demasiado lento, sus pechospresionando su hombro mientras Ofelia cocinaba, ajena.
Por las tardes… Encontrabanexcusas para coincidir en el baño, donde Pedro la levantaba contra el espejoempañado, ahogando sus gemidos con el sonido de la ducha.
Y por las noches… Ya noesperaba a que Ofelia durmiera. Valeria dejaba su puerta entreabierta,un faro en la oscuridad que decía "ven, estoy lista".
Y así… Una tarde, mientras Ofeliavisitaba a su hermana, por primera vez desde que empezó la cuarentena, Pedrotomó a Valeria en la mesa del comedor, marcándola con moretones en lugares queel vestido de "buena hija" ocultaría.
—"Necesitamos unlugar... nuestro"— gruñó contra su cuello, sintiendo cómo seestremecía.
Ella asintió, los dedos enredadosen su pelo.
Los días siguientes fueron unacoreografía perfecta de mentiras tejidas con paciencia de araña.
—Ofelia, amor, tengo noticias— dejécaer las palabras como quien tira migajas de pan, midiendo cada reacción en surostro. —La empresa me ofrece un proyecto en la costa. Seis meses, eldoble de mi sueldo...—
Vi cómo sus dedos se apretabanalrededor de la taza de café. El primer anzuelo estaba puesto.
—Es por la ampliación delmalecón— mostré el correo falsificado en mi teléfono, haciéndole verlos logotipos oficiales. —Mira, hasta incluyen viáticos para familia...Podría llevar a Valeria. El médico dijo que el aire marino le ayudaría con susmareos—.
Ofelia arrugó la frente. Justocomo lo planeé.
—Pero... ¿iría sola contigo?
—Pensé en ti, mi amor— mentí,acariciando su mano. —Con tu asma, la humedad te haría mal. Además...— bajéla voz, —¿quién cuidaría la casa? Están entrando a robar en la cuadra.
Al día siguiente, la vecina (aquien le debía un favor) "casualmente" comentó:
—¡Qué suerte que Pedro selleva a Valeria! A mi sobrina le cambió la vida el aire del mar—.
Ofelia sonriió. El ceboestaba tomado.
La noche antes de partir, preparésu té favorito... con un poco de clonazepam para asegurar su "buendescanso".
—No te preocupés, mi amor— ledije mientras se dormía en mis brazos. —Volveremos con Valeria mássana... y tal vez con una sorpresa—.
No sabía cuán ciertas eranesas palabras.
Al subir al auto, Valeriallevaba:
Su teléfono (que yo había programado para enviar mensajes automáticos a Ofelia) Ropa holgada (para esconder lo que pronto crecería en su vientre) Y mis instrucciones grabadas a fuego: "Si hablas, quizás tu madre sufra un 'accidente'"·      Cuando arranqué el motor, miré por el espejo retrovisor: Ofelianos despedía desde la puerta, ajena a que acababa de entregarme a su hija en bandeja de plata.
·       —Feliz viaje, princesa— le susurré aValeria, mientras mis dedos se cerraban sobre su muslo como un grillete.
·       El mar nos esperaba...y con él, todos mis planes.
Los meses en la costa fueron unameticulosa farsa. Mientras el vientre de Valeria crecía, yo tejí la redperfecta para nuestro regreso triunfal.
—"¡Ofelia, tenemos unasorpresa!" —anuncié al cruzar el umbral de la casa, cargando un moisésdonde dormía nuestro hijo.
Valeria, ahora con curvasmaternales y mirada vacía, sostenía al bebé como un trofeo robado.
—"Es... de Javier, miexnovio" —mintió con voz monótona, repitiendo el guión que ensayamos cienveces—. "Me buscó antes de irse a estudiar a Canadá. No quiso saber nadacuando le dije del bebé".
Ofelia palideció, pero abrazó asu hija con lágrimas. La primera parte del plan funcionó.
Y así…
Por las noches, mientras Ofelia mecíaal recién nacido, yo reclamaba mi premio:
De hecho he de contarles queuna de esas noche terminé usando la leche materna como lubricante parapenetrarla por atrás, sus gritos ahogados por el miedo a despertar al niñomientras yo le susurraba al oído... “prepárate porque vamos por la niña…”

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