
Los días que siguieron fueron un torbellino de pensamientos para nuestra protagonista. A pesar de la excitación y la liberación que había sentido, una curiosidad más profunda había arraigado en ella. No era solo la descarga física, sino la búsqueda de algo más, algo que el roce casual del autobús prometía. La imagen de las miradas, la tensión palpable, y la descarga posterior en la intimidad de su habitación la llamaban de nuevo.
Con la misma premeditación, pero ahora con una confianza nacida de su experiencia, volvió a planear su salida. Esta vez, la elección de su atuendo fue aún más audaz. Se puso unos shorts de licra muy ajustados, que marcaban a la perfección la curva de sus caderas y el firme contorno de sus glúteos. Sabía que serían una invitación silenciosa, una provocación aún más evidente que los leggings.
Y debajo, llevando la audacia a un nuevo nivel, decidió no usar una tanga convencional. En su lugar, optó por una tanga hilo, tan mínima que apenas existía, solo una fina hebra que desaparecía entre sus nalgas, asegurándose de que la licra se adhiriera sin obstáculos a cada centímetro de su piel, prometiendo una sensación aún más directa y sin barreras al roce.
Desde el momento en que puse un pie en la calle, sentí las miradas. No eran las habituales, sino un escrutinio más descarado, más hambriento. Mis shorts de licra eran un imán para los ojos, especialmente en la parte trasera, donde cada curva se perfilaba sin concesiones. Ignoré el primer autobús que pasó casi vacío. Mi objetivo no era llegar a ningún lado, sino sentir.
Cuando finalmente llegó un autobús atestado, una sonrisa se dibujó en mis labios. Este era el indicado. Había algunos asientos libres más adelante, pero mi cuerpo me empujó hacia atrás, donde la densidad de la gente prometía lo que buscaba. Me abrí paso, deslizándome entre los cuerpos. El roce de las telas, el calor humano, el olor a piel y a multitud me envolvieron. Cada pequeño empujón me acercaba más a mi destino. La parte trasera del bus era un hormiguero de cuerpos, apretados, sudorosos, un lienzo perfecto para mi experimento.
Al llegar, me coloqué en el punto más denso, donde las personas estaban casi fundidas unas con otras. La vibración del motor se unía a la mía propia. Las miradas se convirtieron en algo más. Empecé a notar roces más prolongados, no accidentales. Manos disimuladas, que pretendían sujetarse del pasamanos, se demoraban en mi espalda baja, rozando el borde de mis shorts. Mi respiración se volvió errática, un jadeo contenido. El calor subió por mi cuerpo, un fuego que me consumía por dentro.
Entonces, sentí el primer toque inconfundible. No era un roce, sino una mano firme que se posó en la curva de mi nalga, apretando suavemente antes de retirarse. Mi piel se erizó. Otra mano, más audaz, se deslizó por el muslo de mi short, subiendo milímetros por el borde, prometiendo más. Mis nalgas, firmes y tensas, eran un blanco perfecto, y cada roce, cada presión, me hacía gemir por dentro. Mi tanga hilo, casi inexistente, ofrecía una barrera mínima, dejando que cada sensación se amplificara. Me sentía expuesta, vulnerable, y terriblemente caliente. Mis muslos temblaban con la expectativa, y mi conchita, ya hinchada, palpitaba con cada contacto. Sabía que esto era solo el comienzo.
La adrenalina corría por mis venas, cada roce y cada mano atrevida me empujaban más y más. Estaba sumida en mi propio mundo de sensaciones, ajena a todo lo demás. Pero entonces, una voz áspera y seca me sacó bruscamente de mi trance.
"¡Jovencita, venga! Tome mi asiento."
Abrí los ojos y miré. Era una señora mayor, con el ceño fruncido y una expresión de desaprobación. Su mirada no estaba en los hombres, sino en mí, en mis shorts de licra que ahora parecían gritarle al mundo. Ella había visto algo, quizás no la mano, pero sí el efecto, la situación. No quería sentarme, no quería que la experiencia terminara, pero ella insistió, con un tono que no admitía réplica.
"¡Esos hombres no tienen respeto! Con esa ropa, ¿qué espera? Una señorita decente no se viste así para andar en la calle", espetó, ofreciéndome el asiento como si me salvara de un gran peligro.
Mi corazón seguía agitado, pero ahora era una mezcla de deseo frustrado y una punzada de vergüenza. No quería su asiento, no quería sus consejos, no quería su juicio. Quería que la mano que apenas se había retirado de mi nalga volviera, que el juego continuara. Sin embargo, su insistencia era firme. Me senté, y la señora, satisfecha, me lanzó una última mirada de advertencia antes de perderse entre la multitud. El calor de mi cuerpo se fue enfriando lentamente, y la excitación dio paso a una sensación de oportunidad perdida.
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