Él había preparado todo con un cuidado casi ceremonial. No había prisa, solo intención. La habitación estaba iluminada por la luz suave de unas velas gruesas que desprendían el aroma de madera, ámbar y algo más… algo primitivo. El mismo olor que ella había empezado a asociar con él, con su cuerpo, con su esencia.
El paño negro que guardaba la joya consagrada descansaba ahora sobre una bandeja metálica. Ella lo miraba como si fuese un talismán. Y lo era. Dentro, la pequeña lágrima bañada en su néctar esperaba su lugar definitivo.
Él le indicó con la mirada que se recostara. Ella obedeció en silencio, abriendo las piernas lentamente mientras sentía cómo su respiración se aceleraba. Sabía que no era solo una perforación. Era algo más profundo: una entrega irreversible.
—Quiero que sientas que esta joya es mi dedo —dijo él, acariciando con suavidad el capuchón que cubría su clítoris—. Que cada vez que se mueva, recuerdes que soy yo quien habita tu deseo.
Ella asintió, los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas por la mezcla de miedo, expectativa y excitación.
Él tomó una toallita tibia con aroma de lavanda y limpió la zona con una delicadeza que la hizo estremecer. Luego, sus dedos buscaron la posición exacta, y sus labios se acercaron a su oído:
—Respira. Solo sentirás un instante… y después, será eterno.
El momento de la perforación fue rápido. Una punzada intensa. Un escalofrío la atravesó entera. Gimió, no tanto por dolor, sino por la descarga de adrenalina y el estremecimiento de saberse marcada.
Él insertó la joya con la misma atención con la que ella lo había recibido por primera vez en su interior. Como si la estuviera penetrando con una promesa.
Cuando el metal quedó en su sitio, brillando apenas entre sus labios húmedos, ella sintió una oleada de calor desde el vientre hasta la garganta. El clítoris vibraba, vivo, y cada pequeño movimiento hacía que la joya rozara justo donde su deseo se escondía, como una caricia perpetua.
El Amo se retiró unos centímetros, admirando su obra.
—Eres mía. Incluso cuando no te toco, mi presencia te guía.
Ella temblaba. El corazón le golpeaba en el pecho, pero no quería moverse. Quería quedarse así, abierta, ofrecida, marcada.
Su voz interior se alzó suave, mientras observaba el fuego danzante de las velas.
“Este metal lleva mi nombre. No lo dice, no lo grita… pero lo susurra en cada paso que doy, en cada roce del encaje, en cada vibración de mi cuerpo hambriento. No es solo una joya… es la llave que despierta mi hambre. Es su mano sobre mí… cuando no está.”
Él la besó entre los muslos. Con ternura. Con adoración. Después, subió hasta su rostro, y allí, entre sus labios, colocó un beso distinto. Uno que sellaba lo que habían escrito sobre su piel.
—Gracias, Amo —susurró ella, las lágrimas asomando con emoción, con gratitud… con una devoción que ardía.
—No. Gracias a ti, mi joya —le respondió él—. Ahora llevas mi fuego en ti, para siempre.
Aún tumbada, sentía el ardor leve del metal recién incrustado, ese calor vibrante que nacía en su centro y se expandía como una ola lenta por todo su cuerpo. Pero no era dolor. Era otra cosa. Algo nuevo. Un tipo de excitación que jamás había sentido. Más íntima. Más profunda. Más… suya.
Cuando movió apenas la cadera, el roce de la joya le arrancó un gemido bajo. Una corriente eléctrica le recorrió la columna, y sus pezones se endurecieron al instante. Cada milímetro del metal parecía conectar con su sistema nervioso, como si su placer ahora tuviera un interruptor nuevo… y él tuviera la llave.
—No te muevas aún —le dijo él, alzando una ceja, mientras la observaba con esa mezcla de ternura y dominio que tanto la desarmaba—. Deja que tu cuerpo se acostumbre a llevarme dentro de ti… de otro modo.
Ella tragó saliva. Pero desobedeció.
Movió de nuevo las piernas, cruzándolas y descruzándolas. El efecto fue inmediato. La joya se deslizó apenas, presionando su clítoris con una precisión milimétrica. Cerró los ojos. Gimió. Un temblor sutil la hizo arquearse.
—Amo… —susurró, jadeando—. Es… es como si tu lengua estuviera ahí… todo el tiempo.
Él sonrió. Se inclinó sobre ella, dejando que su aliento rozara su vientre, luego sus pechos, antes de murmurarle al oído:
—Eso quiero. Que me sientas aún cuando estés sola. Que recuerdes mi tacto, mi intención… incluso cuando no esté.
Sus palabras fueron otra descarga directa al núcleo de su deseo. No necesitaba más. Su cuerpo ya lo había convertido en una extensión viva de su voluntad.
Él la ayudó a incorporarse. Cada paso, cada pequeño movimiento hacía que el piercing rozara su interior, activando descargas dulces y pulsantes. Era tan sensible… tan vulnerable… tan viva.
Se puso de pie, y la joya se balanceó con sutileza entre sus labios íntimos. Cada roce del aire, cada tensión en sus muslos, era ahora un juego secreto que solo ellos comprendían.
—Camina para mí —ordenó él, con voz grave.
Y ella lo hizo.
Desnuda, bajo la luz de las velas, avanzó lentamente por la habitación. Sus pasos eran suaves, felinos, pero cada roce del metal provocaba un estremecimiento. Cada vibración era un eco de él en su cuerpo.
Cuando regresó, sus ojos estaban vidriosos de placer contenido. Se arrodilló ante él, las piernas ligeramente separadas, y susurró:
—Estoy marcada. Soy tuya… más que nunca.
Él la contempló en silencio, como se contempla una obra sagrada. Luego se acercó y besó la joya. Un roce cálido, reverente, que la hizo sollozar de placer.
Entonces ella entendió.
Ya no necesitaba su toque para encenderse. Ahora, cada movimiento, cada roce, cada paso era una oración. Un acto de sumisión. Y de gozo.
Su cuerpo ya no era sólo piel y deseo. Era un templo viviente con un altar de metal, donde él había grabado su nombre sin palabras.
Y el fuego… no se apagaría jamás.
El paño negro que guardaba la joya consagrada descansaba ahora sobre una bandeja metálica. Ella lo miraba como si fuese un talismán. Y lo era. Dentro, la pequeña lágrima bañada en su néctar esperaba su lugar definitivo.
Él le indicó con la mirada que se recostara. Ella obedeció en silencio, abriendo las piernas lentamente mientras sentía cómo su respiración se aceleraba. Sabía que no era solo una perforación. Era algo más profundo: una entrega irreversible.
—Quiero que sientas que esta joya es mi dedo —dijo él, acariciando con suavidad el capuchón que cubría su clítoris—. Que cada vez que se mueva, recuerdes que soy yo quien habita tu deseo.
Ella asintió, los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas por la mezcla de miedo, expectativa y excitación.
Él tomó una toallita tibia con aroma de lavanda y limpió la zona con una delicadeza que la hizo estremecer. Luego, sus dedos buscaron la posición exacta, y sus labios se acercaron a su oído:
—Respira. Solo sentirás un instante… y después, será eterno.
El momento de la perforación fue rápido. Una punzada intensa. Un escalofrío la atravesó entera. Gimió, no tanto por dolor, sino por la descarga de adrenalina y el estremecimiento de saberse marcada.
Él insertó la joya con la misma atención con la que ella lo había recibido por primera vez en su interior. Como si la estuviera penetrando con una promesa.
Cuando el metal quedó en su sitio, brillando apenas entre sus labios húmedos, ella sintió una oleada de calor desde el vientre hasta la garganta. El clítoris vibraba, vivo, y cada pequeño movimiento hacía que la joya rozara justo donde su deseo se escondía, como una caricia perpetua.
El Amo se retiró unos centímetros, admirando su obra.
—Eres mía. Incluso cuando no te toco, mi presencia te guía.
Ella temblaba. El corazón le golpeaba en el pecho, pero no quería moverse. Quería quedarse así, abierta, ofrecida, marcada.
Su voz interior se alzó suave, mientras observaba el fuego danzante de las velas.
“Este metal lleva mi nombre. No lo dice, no lo grita… pero lo susurra en cada paso que doy, en cada roce del encaje, en cada vibración de mi cuerpo hambriento. No es solo una joya… es la llave que despierta mi hambre. Es su mano sobre mí… cuando no está.”
Él la besó entre los muslos. Con ternura. Con adoración. Después, subió hasta su rostro, y allí, entre sus labios, colocó un beso distinto. Uno que sellaba lo que habían escrito sobre su piel.
—Gracias, Amo —susurró ella, las lágrimas asomando con emoción, con gratitud… con una devoción que ardía.
—No. Gracias a ti, mi joya —le respondió él—. Ahora llevas mi fuego en ti, para siempre.
Aún tumbada, sentía el ardor leve del metal recién incrustado, ese calor vibrante que nacía en su centro y se expandía como una ola lenta por todo su cuerpo. Pero no era dolor. Era otra cosa. Algo nuevo. Un tipo de excitación que jamás había sentido. Más íntima. Más profunda. Más… suya.
Cuando movió apenas la cadera, el roce de la joya le arrancó un gemido bajo. Una corriente eléctrica le recorrió la columna, y sus pezones se endurecieron al instante. Cada milímetro del metal parecía conectar con su sistema nervioso, como si su placer ahora tuviera un interruptor nuevo… y él tuviera la llave.
—No te muevas aún —le dijo él, alzando una ceja, mientras la observaba con esa mezcla de ternura y dominio que tanto la desarmaba—. Deja que tu cuerpo se acostumbre a llevarme dentro de ti… de otro modo.
Ella tragó saliva. Pero desobedeció.
Movió de nuevo las piernas, cruzándolas y descruzándolas. El efecto fue inmediato. La joya se deslizó apenas, presionando su clítoris con una precisión milimétrica. Cerró los ojos. Gimió. Un temblor sutil la hizo arquearse.
—Amo… —susurró, jadeando—. Es… es como si tu lengua estuviera ahí… todo el tiempo.
Él sonrió. Se inclinó sobre ella, dejando que su aliento rozara su vientre, luego sus pechos, antes de murmurarle al oído:
—Eso quiero. Que me sientas aún cuando estés sola. Que recuerdes mi tacto, mi intención… incluso cuando no esté.
Sus palabras fueron otra descarga directa al núcleo de su deseo. No necesitaba más. Su cuerpo ya lo había convertido en una extensión viva de su voluntad.
Él la ayudó a incorporarse. Cada paso, cada pequeño movimiento hacía que el piercing rozara su interior, activando descargas dulces y pulsantes. Era tan sensible… tan vulnerable… tan viva.
Se puso de pie, y la joya se balanceó con sutileza entre sus labios íntimos. Cada roce del aire, cada tensión en sus muslos, era ahora un juego secreto que solo ellos comprendían.
—Camina para mí —ordenó él, con voz grave.
Y ella lo hizo.
Desnuda, bajo la luz de las velas, avanzó lentamente por la habitación. Sus pasos eran suaves, felinos, pero cada roce del metal provocaba un estremecimiento. Cada vibración era un eco de él en su cuerpo.
Cuando regresó, sus ojos estaban vidriosos de placer contenido. Se arrodilló ante él, las piernas ligeramente separadas, y susurró:
—Estoy marcada. Soy tuya… más que nunca.
Él la contempló en silencio, como se contempla una obra sagrada. Luego se acercó y besó la joya. Un roce cálido, reverente, que la hizo sollozar de placer.
Entonces ella entendió.
Ya no necesitaba su toque para encenderse. Ahora, cada movimiento, cada roce, cada paso era una oración. Un acto de sumisión. Y de gozo.
Su cuerpo ya no era sólo piel y deseo. Era un templo viviente con un altar de metal, donde él había grabado su nombre sin palabras.
Y el fuego… no se apagaría jamás.
1 comentarios - Capítulo 13 - El sello del placer