La ciudad no dormía, pero ella sí fingía hacerlo. Fingía normalidad. Fingía que sus piernas no temblaban por dentro cada vez que salía a la calle sin ropa interior. Que el aire entre sus muslos no era un susurro constante del Amo.
Desde que comenzaron los juegos públicos, todo cambió. Y aquella tarde en el metro, lo entendió aún más profundamente.
Llevaba un vestido ligero. Justo por encima de la rodilla. Bajo él, su piel desnuda era un territorio conquistado y ofrecido. Sabía que el Amo observaba a la distancia. No con cámaras, no con palabras, sino con una presencia invisible, como un espíritu que marcaba su respiración.
En la estación de metro, sus ojos se cruzaron con los de un joven. Apenas un instante. Pero suficiente. Él bajó la mirada. Luego la volvió a levantar, más lento. Con admiración. Ella, en respuesta, caminó hacia el banco más cercano, sabiendo que él seguiría su movimiento.
Se sentó. Y cuando lo hizo, lo supo. Su vestido se elevó apenas, y el contacto de su piel con el banco helado le erizó la espalda. Sus labios húmedos rozaban la superficie lisa y fría. Cerró los ojos un momento. Fue allí cuando llegó el mensaje del Amo:
“Hazlo. Ofrécete. Él será testigo. Pero no tocará. Solo observará. Y tú… te sentirás viva.”
Ella se acomodó lentamente. Sus muslos se separaron como si se tratara de un gesto casual. Pero no lo era. Nada lo era.
El joven, sentado a pocos metros, ya no podía apartar la vista. Ella sintió su mirada como un dedo invisible. Supo que sus pupilas temblaban como su respiración.
La humedad entre sus piernas crecía. No podía detenerla. No quería. El néctar se acumulaba. Era parte del juego. Su cuerpo produciendo ofrendas silenciosas para el único ser que las merecía.
Abrió el móvil. La cámara frontal reflejó su rostro encendido, los ojos entrecerrados, las mejillas rojas. Fingió una llamada y levantó el dispositivo justo para que el Amo viera, para que fuera testigo.
Y entonces, otra instrucción:
“Levanta la pierna. Hazlo como si acomodaras tu bolso. Pero deja que él vea. Solo un segundo. Lo suficiente para saber que ese tesoro… no le pertenece.”
Obedeció. El joven parpadeó. Tragó saliva. Lo que vio fue solo un destello, una sombra húmeda entre los pliegues de su cuerpo expuesto, pero eso bastó para alterar su mundo.
Cuando llegó a su estación, se levantó y caminó lentamente. Sabía que el joven la seguía con la mirada. Y también sabía que esa mirada no era para ella.
Era para él. Para su Amo.
Ya en casa, antes de cerrar la noche, recibió el mensaje que selló su día:
“Has encendido un deseo. Has provocado sin tocar. Y tu néctar sigue acumulándose. Muy pronto, tendrás que entregarlo. Con devoción.”
Ella se tumbó en la cama y colocó los dedos sobre su centro. No para aliviarse. Solo para recordarse que pertenecía. Que estaba marcada. Que su deseo… seguía creciendo, esperando el momento de consagración.
Desde que comenzaron los juegos públicos, todo cambió. Y aquella tarde en el metro, lo entendió aún más profundamente.
Llevaba un vestido ligero. Justo por encima de la rodilla. Bajo él, su piel desnuda era un territorio conquistado y ofrecido. Sabía que el Amo observaba a la distancia. No con cámaras, no con palabras, sino con una presencia invisible, como un espíritu que marcaba su respiración.
En la estación de metro, sus ojos se cruzaron con los de un joven. Apenas un instante. Pero suficiente. Él bajó la mirada. Luego la volvió a levantar, más lento. Con admiración. Ella, en respuesta, caminó hacia el banco más cercano, sabiendo que él seguiría su movimiento.
Se sentó. Y cuando lo hizo, lo supo. Su vestido se elevó apenas, y el contacto de su piel con el banco helado le erizó la espalda. Sus labios húmedos rozaban la superficie lisa y fría. Cerró los ojos un momento. Fue allí cuando llegó el mensaje del Amo:
“Hazlo. Ofrécete. Él será testigo. Pero no tocará. Solo observará. Y tú… te sentirás viva.”
Ella se acomodó lentamente. Sus muslos se separaron como si se tratara de un gesto casual. Pero no lo era. Nada lo era.
El joven, sentado a pocos metros, ya no podía apartar la vista. Ella sintió su mirada como un dedo invisible. Supo que sus pupilas temblaban como su respiración.
La humedad entre sus piernas crecía. No podía detenerla. No quería. El néctar se acumulaba. Era parte del juego. Su cuerpo produciendo ofrendas silenciosas para el único ser que las merecía.
Abrió el móvil. La cámara frontal reflejó su rostro encendido, los ojos entrecerrados, las mejillas rojas. Fingió una llamada y levantó el dispositivo justo para que el Amo viera, para que fuera testigo.
Y entonces, otra instrucción:
“Levanta la pierna. Hazlo como si acomodaras tu bolso. Pero deja que él vea. Solo un segundo. Lo suficiente para saber que ese tesoro… no le pertenece.”
Obedeció. El joven parpadeó. Tragó saliva. Lo que vio fue solo un destello, una sombra húmeda entre los pliegues de su cuerpo expuesto, pero eso bastó para alterar su mundo.
Cuando llegó a su estación, se levantó y caminó lentamente. Sabía que el joven la seguía con la mirada. Y también sabía que esa mirada no era para ella.
Era para él. Para su Amo.
Ya en casa, antes de cerrar la noche, recibió el mensaje que selló su día:
“Has encendido un deseo. Has provocado sin tocar. Y tu néctar sigue acumulándose. Muy pronto, tendrás que entregarlo. Con devoción.”
Ella se tumbó en la cama y colocó los dedos sobre su centro. No para aliviarse. Solo para recordarse que pertenecía. Que estaba marcada. Que su deseo… seguía creciendo, esperando el momento de consagración.
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