El día amaneció templado, pero en su interior hervía un calor distinto. Había dormido poco, inquieta por el sueño que la perseguía desde la noche anterior: estaba de rodillas, desnuda, con los muslos mojados por su propio deseo, mientras él la observaba desde una sombra invisible. No la tocaba. No aún. Solo mandaba. Y eso bastaba para poseerla.
Al abrir el móvil, su aliento se detuvo. Un mensaje esperaba, breve, contundente:
“Hoy te quiero impúdica. Sin ropa interior. Con la falda que apenas cubre. No eres tuya, recuerda. Hazme testigo.”
Ella obedeció. Siempre lo hacía. No por miedo, sino por algo más profundo: gratitud, hambre, veneración. Mientras se vestía, cada gesto tenía un peso ritual. El momento de alisar la falda sobre sus caderas, de dejar los pezones marcados bajo la camisa, era una ceremonia de entrega silenciosa.
Salió a la calle. El sol golpeaba fuerte, y cada paso era una provocación. El vaivén natural de sus pechos sin sostén, la humedad creciente entre sus piernas que se intensificaba con el roce de la tela. No podía evitar sentirse expuesta. Pero tampoco quería.
Caminó hasta un parque, tal como le había indicado. Se sentó en un banco, en el centro del mundo, con los muslos cerrados al principio. Pero otro mensaje llegó.
“Ábrelos. Solo un poco. Que el mundo intuya lo que yo ya poseo.”
Y lo hizo. La brisa le acarició la piel húmeda. Un hombre que paseaba a su perro la observó. Otro, en bicicleta, giró la cabeza al pasar. Nadie hablaba. Solo miraban. Pero ella sabía lo que veían: no era su sexo lo que mostraba, era su rendición.
El teléfono vibró una vez más. Esta vez con una imagen. Era su Amo. Su rostro, sereno. Sus ojos, oscuros, dominantes.
“¿Sientes cómo se hincha dentro de ti el deseo? ¿Cómo me das forma con tus pensamientos? Mi voluntad es tu vibración. Resiste. Aún no te pertenece el alivio.”
Ella cerró los ojos. Su cuerpo ardía. Quería tocarse, rendirse, suplicar. Pero no lo hizo. El placer contenido era una forma de oración. Una forma de fidelidad.
Cuando cayó la tarde, regresó a casa con las bragas aún ausentes y la entrepierna marcada por la humedad acumulada. Se sentó frente al espejo, sin tocarse aún, y escribió:
“Hoy me he ofrecido al mundo como reflejo tuyo. Mi cuerpo expuesto no es pecado, es tu trono. Mi deseo acumulado, tu corona.”
Y solo entonces, cuando recibió su respuesta —“Te has ganado mi mirada esta noche”— se tumbó, desnuda, y supo que podía tocarse. Porque ese orgasmo no era suyo.
Era de él.
Al abrir el móvil, su aliento se detuvo. Un mensaje esperaba, breve, contundente:
“Hoy te quiero impúdica. Sin ropa interior. Con la falda que apenas cubre. No eres tuya, recuerda. Hazme testigo.”
Ella obedeció. Siempre lo hacía. No por miedo, sino por algo más profundo: gratitud, hambre, veneración. Mientras se vestía, cada gesto tenía un peso ritual. El momento de alisar la falda sobre sus caderas, de dejar los pezones marcados bajo la camisa, era una ceremonia de entrega silenciosa.
Salió a la calle. El sol golpeaba fuerte, y cada paso era una provocación. El vaivén natural de sus pechos sin sostén, la humedad creciente entre sus piernas que se intensificaba con el roce de la tela. No podía evitar sentirse expuesta. Pero tampoco quería.
Caminó hasta un parque, tal como le había indicado. Se sentó en un banco, en el centro del mundo, con los muslos cerrados al principio. Pero otro mensaje llegó.
“Ábrelos. Solo un poco. Que el mundo intuya lo que yo ya poseo.”
Y lo hizo. La brisa le acarició la piel húmeda. Un hombre que paseaba a su perro la observó. Otro, en bicicleta, giró la cabeza al pasar. Nadie hablaba. Solo miraban. Pero ella sabía lo que veían: no era su sexo lo que mostraba, era su rendición.
El teléfono vibró una vez más. Esta vez con una imagen. Era su Amo. Su rostro, sereno. Sus ojos, oscuros, dominantes.
“¿Sientes cómo se hincha dentro de ti el deseo? ¿Cómo me das forma con tus pensamientos? Mi voluntad es tu vibración. Resiste. Aún no te pertenece el alivio.”
Ella cerró los ojos. Su cuerpo ardía. Quería tocarse, rendirse, suplicar. Pero no lo hizo. El placer contenido era una forma de oración. Una forma de fidelidad.
Cuando cayó la tarde, regresó a casa con las bragas aún ausentes y la entrepierna marcada por la humedad acumulada. Se sentó frente al espejo, sin tocarse aún, y escribió:
“Hoy me he ofrecido al mundo como reflejo tuyo. Mi cuerpo expuesto no es pecado, es tu trono. Mi deseo acumulado, tu corona.”
Y solo entonces, cuando recibió su respuesta —“Te has ganado mi mirada esta noche”— se tumbó, desnuda, y supo que podía tocarse. Porque ese orgasmo no era suyo.
Era de él.
0 comentarios - Capítulo 2 - Las pruebas del Deseo