Ni sé qué dia era en Buenos Aires, con un cielo encapotado y el calor pegajoso que se metía bajo la piel. Había salido al Alto Palermo a comprar un par de camisas para una reunión de trabajo que tenía al día siguiente. No soy de los que disfrutan ir de compras, pero necesitaba algo decente, y el shopping estaba cerca de casa. Mientras caminaba por los pasillos, mirando vidrieras sin mucho entusiasmo, la vi: Lucía, parada frente a un negocio de ropa, con una bolsa en la mano y esa mirada perdida que escondia miles de pensamientos morbosos.
—Viejo, ¿qué hacés por acá? —dijo al verme, con ese tono descarado que me ponía la sangre al fuego. La pendeja se habia puesto una remera ajustada, de esas que marcaban cada curva de sus tetas, y unos pantalones que parecían pintados sobre sus piernas. No pude evitar mirarla de arriba abajo, y ella se re dio cuenta, porque su sonrisa se hizo más grande, más provocadora.
—Buscando algo para ponerme que no me haga parecer un oficinista aburrido —respondí, tratando de sonar casual, aunque el calor ya me trepaba por los huevos solo de tenerla cerca—. ¿Y vos?
—Comprando pavadas. Vení, acompañame a ver algo, y de paso te ayudo a elegir —dijo, y sin esperar respuesta, me agarró del brazo y me arrastró hacia un local de ropa masculina. El roce de su mano en mi brazo me hizo acordar a esa noche en el living, a sus labios en mi pija, a Clara gimiendo mientras Lucía le chupaba la concha. Tuve que respirar hondo para no ponerme duro ahí mismo, en medio del shopping, delante de toda la gente. Ahi mismo supuse que a la pendeja le gustaria que la vieran cojiendo. Tiene cara de ser esa putas exhibicionistas que se abren las piernas cuando por ahi pasa un mirón.
Entramos al negocio una de esas con luces tenues y música electrónica suave. La empleada, una mina de unos treinta y pico, alta, con el pelo negro lacio y un uniforme que le marcaba la cintura, nos saludó con una sonrisa profesional. Tenía algo en la mirada, una chispa, como si supiera que no éramos solo un tipo y una pendeja buscando camisas. Lucía, como siempre, tomó el control. Empezó a revolver perchas, sacando camisas y levantándolas para que las viera.
—Esta te va a quedar pintada, Viejo —dijo, sosteniendo una camisa azul oscuro, y se acercó más de lo necesario para mostrármela, rozándome el brazo con su cuerpo—. Probátela, dale.
No sé cómo terminé en el probador, con Lucía siguiéndome como si fuera lo más natural del mundo. El cubículo era chico, con un espejo de cuerpo entero y una cortina gruesa que no llegaba del todo al piso. Me saqué la remera y empecé a ponerme la camisa, pero Lucía no se quedó quieta. Se acercó por atrás, apoyando las manos en mis hombros, y susurró cerca de mi oído:
— Que bueno qué estas, viejo.
Mi pija ya estaba dura, traicionándome como siempre. Intenté mantenerme disimulando, pero cuando sus manos bajaron por mi pecho, desabrochando la camisa que ni siquiera había terminado de ponerme, supe que no había vuelta atrás. Me giré, la agarré de la cintura y la empujé contra el espejo, besándola con una urgencia que me quemaba. Su boca era puro fuego, como siempre, metiendo lengua por todos lados y sus manos ya estaban en mi cinturón, desabrochándolo con una rapidez que me hizo volver loco.
—Shh, no hagas ruido, viejo pajero, que nos van a escuchar —dijo, con una risita, mientras bajaba mi jean y se arrodillaba delante miio. Su lengua recorrió mi pija, lenta al principio, saboreándome como si fuera un cucurucho de la heladeria de al lado. No pude ni derrar los ojos, apoyando una mano en la pared para no caerme, mientras ella me chupaba con esa mezcla de suavidad y descaro que me volvía loco. Me encanta verla tragandose toda mi verga hinchada. Ella misma se la mandaba hasta el fondo para atragantarse y chorrear saliva. El sonido húmedo de su boca llenaba el probador, y cada tanto, un gemido suave se le escapaba, haciéndome apretar los dientes para no gritar.
Entonces, escuché un crujido. Abrí los ojos y vi una sombra moviéndose detrás de la cortina. Era la empleada, la mina del pelo negro. No estaba justo afuera, pero definitivamente estaba cerca, reacomodando ropa en una percha con demasiada atención, como si quisiera escuchar sin ser obvia. Su silueta se veía a través del hueco bajo la cortina, y juro que vi cómo se mordía el labio, con una mano quieta en una percha y la otra rozándose el muslo, como si no pudiera evitarlo. La idea de que nos estuviera espiando me calentó mucho mas. Miré a Lucía, que también lo había notado, y en vez de parar, me miró con esos ojos de puta y se metió mi pija hasta la garganta, haciendo un ruido húmedo que seguro llegó hasta afuera.
—Sos una puta degenerada, pendeja —le dije, agarrándole el pelo, y ella respondió chupando más fuerte, como si quisiera que la empleada escuchara cada detalle. La cortina se movió un poco, y vi los pies de la mina más cerca, casi pegados al probador. Estaba ahí, escuchando, quizás imaginándose lo que pasaba, y eso me puso a punto de acabar. Lucía se levantó de repente, se bajó los pantalones y una tanga blanca de algodon en un solo movimiento, y se apoyó contra el espejo, abriendo las piernas.
—Cojeme, viejo degenerado, rápido que estoy toda mojada —dijo, con la voz baja pero cargada de urgencia. No lo pensé dos veces. Me acerqué, le agarré las caderas y la cojí toda de una, hundiéndome en su conchita chiquita y húmeda.. Ella mordió su propio puño para no gemir demasiado fuerte, pero en cada bombeo sacaba un sonido ahogado que resonaba en el probador. El espejo temblaba con cada movimiento, y yo no podía dejar de mirarla en el espejo cómo sacaba culo y hacia la cortina, sabiendo que la empleada estaba ahí, probablemente con la mano entre las piernas, imaginándose todo.
—Mirá cómo te cojo, putita —le dije a Lucía, más para la mina que nos espiaba que para ella. Lucía se rió, entre gemidos, y apretó su culo contra mí, pidiéndome más. El ritmo se volvió frenético, y el calor del probador, mezclado con el olor a sexo y el sonido de nuestros cuerpos chocando, me llevó a punto de hacerme explotar la verga. Sentí que iba a acabar, y Lucía lo supo, porque me miró por encima del hombro y susurró:
—Acabame adentro, viejo, embarazame.
No pude contenerme. Le llené de leche toda la conchita de pendeja puta, mientras ella temblaba contra el espejo, acabando también, con los ojos cerrados y una sonrisa que era de pervertida hija de puta. Nos quedamos quietos un segundo, respirando pesado, hasta que un ruido afuera nos trajo de vuelta. La empleada se había alejado, pero todavía la veía moviéndose por la tienda, con la cara roja y los movimientos nerviosos.
Nos vestimos rápido, con las manos temblando y las risas contenidas. Lucía se puso los jeans como si nada, aunque su cara todavía estaba encendida. Salimos del probador, y la empleada nos miró de reojo, con una sonrisa que no podía disimular. “¿Encontraron algo que les guste?” preguntó, con un tono que dejaba claro que sabía exactamente lo que había pasado.
—Todavía no —respondió Lucía, metiendose la remera por dentro de su cinturon—. Pero creo que vamos a volver.
Salimos del local, con la camisa que nunca compré todavía en la mano, y el corazón latiéndome como si hubiera corrido una maratón. Lucía se despidió con un beso en la comisura de mis labios y yo me quedé pensando en Clara, en cómo le iba a contar esto, o si siquiera debía. La culpa y el deseo se mezclaban en mi cabeza. Ahora no sabia cual de las dos conchas me gustaba mas. Pero una cosa era segura: con Lucía cerca, en cualquier momento todo puede pasar.
—Viejo, ¿qué hacés por acá? —dijo al verme, con ese tono descarado que me ponía la sangre al fuego. La pendeja se habia puesto una remera ajustada, de esas que marcaban cada curva de sus tetas, y unos pantalones que parecían pintados sobre sus piernas. No pude evitar mirarla de arriba abajo, y ella se re dio cuenta, porque su sonrisa se hizo más grande, más provocadora.
—Buscando algo para ponerme que no me haga parecer un oficinista aburrido —respondí, tratando de sonar casual, aunque el calor ya me trepaba por los huevos solo de tenerla cerca—. ¿Y vos?
—Comprando pavadas. Vení, acompañame a ver algo, y de paso te ayudo a elegir —dijo, y sin esperar respuesta, me agarró del brazo y me arrastró hacia un local de ropa masculina. El roce de su mano en mi brazo me hizo acordar a esa noche en el living, a sus labios en mi pija, a Clara gimiendo mientras Lucía le chupaba la concha. Tuve que respirar hondo para no ponerme duro ahí mismo, en medio del shopping, delante de toda la gente. Ahi mismo supuse que a la pendeja le gustaria que la vieran cojiendo. Tiene cara de ser esa putas exhibicionistas que se abren las piernas cuando por ahi pasa un mirón.
Entramos al negocio una de esas con luces tenues y música electrónica suave. La empleada, una mina de unos treinta y pico, alta, con el pelo negro lacio y un uniforme que le marcaba la cintura, nos saludó con una sonrisa profesional. Tenía algo en la mirada, una chispa, como si supiera que no éramos solo un tipo y una pendeja buscando camisas. Lucía, como siempre, tomó el control. Empezó a revolver perchas, sacando camisas y levantándolas para que las viera.
—Esta te va a quedar pintada, Viejo —dijo, sosteniendo una camisa azul oscuro, y se acercó más de lo necesario para mostrármela, rozándome el brazo con su cuerpo—. Probátela, dale.
No sé cómo terminé en el probador, con Lucía siguiéndome como si fuera lo más natural del mundo. El cubículo era chico, con un espejo de cuerpo entero y una cortina gruesa que no llegaba del todo al piso. Me saqué la remera y empecé a ponerme la camisa, pero Lucía no se quedó quieta. Se acercó por atrás, apoyando las manos en mis hombros, y susurró cerca de mi oído:
— Que bueno qué estas, viejo.
Mi pija ya estaba dura, traicionándome como siempre. Intenté mantenerme disimulando, pero cuando sus manos bajaron por mi pecho, desabrochando la camisa que ni siquiera había terminado de ponerme, supe que no había vuelta atrás. Me giré, la agarré de la cintura y la empujé contra el espejo, besándola con una urgencia que me quemaba. Su boca era puro fuego, como siempre, metiendo lengua por todos lados y sus manos ya estaban en mi cinturón, desabrochándolo con una rapidez que me hizo volver loco.
—Shh, no hagas ruido, viejo pajero, que nos van a escuchar —dijo, con una risita, mientras bajaba mi jean y se arrodillaba delante miio. Su lengua recorrió mi pija, lenta al principio, saboreándome como si fuera un cucurucho de la heladeria de al lado. No pude ni derrar los ojos, apoyando una mano en la pared para no caerme, mientras ella me chupaba con esa mezcla de suavidad y descaro que me volvía loco. Me encanta verla tragandose toda mi verga hinchada. Ella misma se la mandaba hasta el fondo para atragantarse y chorrear saliva. El sonido húmedo de su boca llenaba el probador, y cada tanto, un gemido suave se le escapaba, haciéndome apretar los dientes para no gritar.
Entonces, escuché un crujido. Abrí los ojos y vi una sombra moviéndose detrás de la cortina. Era la empleada, la mina del pelo negro. No estaba justo afuera, pero definitivamente estaba cerca, reacomodando ropa en una percha con demasiada atención, como si quisiera escuchar sin ser obvia. Su silueta se veía a través del hueco bajo la cortina, y juro que vi cómo se mordía el labio, con una mano quieta en una percha y la otra rozándose el muslo, como si no pudiera evitarlo. La idea de que nos estuviera espiando me calentó mucho mas. Miré a Lucía, que también lo había notado, y en vez de parar, me miró con esos ojos de puta y se metió mi pija hasta la garganta, haciendo un ruido húmedo que seguro llegó hasta afuera.
—Sos una puta degenerada, pendeja —le dije, agarrándole el pelo, y ella respondió chupando más fuerte, como si quisiera que la empleada escuchara cada detalle. La cortina se movió un poco, y vi los pies de la mina más cerca, casi pegados al probador. Estaba ahí, escuchando, quizás imaginándose lo que pasaba, y eso me puso a punto de acabar. Lucía se levantó de repente, se bajó los pantalones y una tanga blanca de algodon en un solo movimiento, y se apoyó contra el espejo, abriendo las piernas.
—Cojeme, viejo degenerado, rápido que estoy toda mojada —dijo, con la voz baja pero cargada de urgencia. No lo pensé dos veces. Me acerqué, le agarré las caderas y la cojí toda de una, hundiéndome en su conchita chiquita y húmeda.. Ella mordió su propio puño para no gemir demasiado fuerte, pero en cada bombeo sacaba un sonido ahogado que resonaba en el probador. El espejo temblaba con cada movimiento, y yo no podía dejar de mirarla en el espejo cómo sacaba culo y hacia la cortina, sabiendo que la empleada estaba ahí, probablemente con la mano entre las piernas, imaginándose todo.
—Mirá cómo te cojo, putita —le dije a Lucía, más para la mina que nos espiaba que para ella. Lucía se rió, entre gemidos, y apretó su culo contra mí, pidiéndome más. El ritmo se volvió frenético, y el calor del probador, mezclado con el olor a sexo y el sonido de nuestros cuerpos chocando, me llevó a punto de hacerme explotar la verga. Sentí que iba a acabar, y Lucía lo supo, porque me miró por encima del hombro y susurró:
—Acabame adentro, viejo, embarazame.
No pude contenerme. Le llené de leche toda la conchita de pendeja puta, mientras ella temblaba contra el espejo, acabando también, con los ojos cerrados y una sonrisa que era de pervertida hija de puta. Nos quedamos quietos un segundo, respirando pesado, hasta que un ruido afuera nos trajo de vuelta. La empleada se había alejado, pero todavía la veía moviéndose por la tienda, con la cara roja y los movimientos nerviosos.
Nos vestimos rápido, con las manos temblando y las risas contenidas. Lucía se puso los jeans como si nada, aunque su cara todavía estaba encendida. Salimos del probador, y la empleada nos miró de reojo, con una sonrisa que no podía disimular. “¿Encontraron algo que les guste?” preguntó, con un tono que dejaba claro que sabía exactamente lo que había pasado.
—Todavía no —respondió Lucía, metiendose la remera por dentro de su cinturon—. Pero creo que vamos a volver.
Salimos del local, con la camisa que nunca compré todavía en la mano, y el corazón latiéndome como si hubiera corrido una maratón. Lucía se despidió con un beso en la comisura de mis labios y yo me quedé pensando en Clara, en cómo le iba a contar esto, o si siquiera debía. La culpa y el deseo se mezclaban en mi cabeza. Ahora no sabia cual de las dos conchas me gustaba mas. Pero una cosa era segura: con Lucía cerca, en cualquier momento todo puede pasar.
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