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El regreso a casa

El regreso a casa
Con el alba asomando, Paulina, aún mareada pero consciente de que debía irse, se vistió con dificultad, su blusa arrugada y la falda torcida. Carlos y Esteban, agotados y con un aire de culpa, murmuraron algo sobre irse y salieron tambaleándose. Miguel, despertado por el ruido, gruñó, frotándose los ojos.
—Pau… te llevo a tu casa —masculló, apenas coherente, pero sintiendo la necesidad de asegurarse de que llegara bien.
Paulina asintió, demasiado cansada para discutir. Subieron al coche, el trayecto silencioso, ambos atrapados en la bruma del alcohol y lo que había pasado. Cuando llegaron a la casa de Paulina, Miguel estacionó, pero apenas podía mantener los ojos abiertos.
—Llegamos —dijo, su voz pesada, apoyando la cabeza en el volante.
Paulina, tambaleándose, salió del coche y caminó hacia la puerta. Dentro, su primo, Daniel, de unos treinta años, estaba despierto, sentado en la sala con una cerveza en la mano, incapaz de dormir tras un turno nocturno. Al verla entrar, tambaleante, con el maquillaje corrido y la ropa desarreglada, arqueó una ceja, una sonrisa torcida cruzando su rostro.
—Vaya, Pau, ¿qué te pasó? —dijo, su tono entre burlón y curioso, notando su estado ebrio.
Paulina, con el tequila aún corriendo por sus venas, soltó una risa baja, apoyándose en la pared para no caer.
—Una noche loca, Dani —respondió, su voz cargada de una audacia que no se apagaba.
Daniel se levantó, acercándose, sus ojos recorriendo su cuerpo con una mezcla de interés y oportunidad.
—Estás bien tomada, ¿eh? —dijo, su mano rozando el brazo de Paulina, probando los límites.
Paulina, en lugar de apartarse, lo miró con una sonrisa desafiante, el alcohol y la adrenalina de la noche borrando cualquier inhibición.
—¿Y qué si estoy tomada? —susurró, inclinándose hacia él—. ¿Quieres hacer algo al respecto?
Daniel, sorprendido pero excitado por su respuesta, no dudó. La jaló hacia él, sus manos rápidas desabrochando su blusa, exponiendo sus pechos mientras la empujaba contra la pared de la sala. Paulina, con un gemido, le dio permiso tácito, sus manos enredándose en su cabello mientras él le levantaba la falda, revelando el mismo olor fuerte y penetrante que llenaba el aire: una mezcla cruda de sudor, sexo y algo más visceral. El rastro espeso y blanquecino aún goteaba por sus muslos, goteando desde su vagina, una evidencia palpable de la noche. Daniel, sin preguntar, se arrodilló, su lengua trazando el camino pegajoso a lo largo de sus muslos, saboreando la mezcla de fluidos de su noche de excesos. Sus labios alcanzaron su vagina, lamiendo la humedad salada, el semen de otros mezclándose con su propia esencia. Chupó con avidez, su lengua explorando cada pliegue, mientras Paulina gemía, sus piernas temblando, sus manos aferrándose a sus hombros.
—Joder, Pau, estás hecha un desastre —gruñó Daniel, levantándose para desabrochar su pantalón, su erección tensa contra la tela.
La giró, inclinándola sobre el respaldo del sofá, su falda enrollada en la cintura. Escupió en su mano, frotándola sobre su polla antes de guiarla hacia su entrada. La penetró con un empujón firme, la resbaladiza calidez de su vagina—todavía llena del semen de varios hombres—facilitando cada movimiento. Sus caderas chocaban contra ella con fuerza, el sonido de piel contra piel resonando en la sala silenciosa. Daniel deslizó una mano hacia adelante, sus dedos encontrando su clítoris, frotándolo en círculos ásperos mientras ella temblaba, sus gemidos convirtiéndose en gritos. Cambió de posición, sentándola en el borde del sofá, levantándole las piernas sobre sus hombros para penetrarla más profundamente, cada embestida sacudiéndola. Paulina, al borde del clímax, apretó sus muslos alrededor de él, sus uñas clavándose en el sofá.
—No pares, Dani… —jadeó, su voz ronca, empujando contra él mientras su cuerpo se estremecía.
Daniel, llevado al límite por sus palabras y la intensidad, sintió su orgasmo acercarse. Con un gruñido, se corrió, su semen espeso y caliente brotando dentro de ella, parte goteando inmediatamente por sus muslos, mezclándose con el caos ya presente, formando un charco pegajoso en el sofá. Algunos chorros salpicaron su vientre y sus pechos, dejando un rastro brillante sobre su piel sudorosa, mientras él se estremecía, sus manos todavía aferradas a sus caderas.
En ese momento, la puerta principal crujió al abrirse. El padre de Paulina, Javier, entró, su rostro endureciéndose al instante al ver la escena: su hija, medio desnuda, inclinada sobre el sofá, la falda alrededor de la cintura, y Daniel, su sobrino, ajustándose los pantalones, el rostro enrojecido por la mezcla de satisfacción y pánico. El aire estaba cargado con el olor inconfundible del sexo, el rastro pegajoso en las piernas de Paulina y el sofá como evidencia irrefutable.
—¿Qué mierda es esto? —la voz de Javier era baja, peligrosa, sus ojos entrecerrados mientras miraba entre Paulina y Daniel.
Daniel, tartamudeando, intentó explicar, pero Javier lo cortó con un gesto, señalando la puerta.
—Fuera de mi casa, ahora —ladró, y Daniel, agarrando su chaqueta, salió corriendo, murmurando excusas.
Paulina, aún ebria y atrapada en la vorágine de la noche, se levantó tambaleándose, su blusa abierta, su cuerpo expuesto. Javier, furioso, dio un paso hacia ella, su rostro rojo de ira. Sin decir una palabra, la agarró del brazo, girándola para inspeccionarla, sus manos bruscas levantando su falda, revelando el desastre de fluidos en sus muslos y vagina. El olor era abrumador, una mezcla cruda de semen, sudor y sexo. Sus ojos se oscurecieron, una mezcla de rabia, incredulidad y algo más profundo que no podía nombrar.
—¿Qué te pasa, Paulina? —gruñó, su voz temblando mientras sus dedos rozaban el rastro pegajoso en sus muslos, confirmando lo que ya sabía.
Paulina, con el alcohol amplificando su audacia, lo miró con una sonrisa desafiante, repitiendo las palabras que le había dicho a Daniel.
—Estoy tomada, papá… ¿y qué? —susurró, inclinándose hacia él, su voz un reto—. ¿Quieres hacer algo al respecto?
Javier, atrapado entre la furia y un impulso oscuro que lo avergonzaba, vaciló por un instante. Pero la visión de Paulina, su cuerpo expuesto, el olor crudo de su noche, y su provocación lo empujaron a un lugar donde la razón se desvanecía. Con un gruñido, la empujó de nuevo contra la mesa, sus manos arrancando lo que quedaba de su blusa, dejando su cuerpo completamente desnudo. La inclinó sobre el respaldo, sus dedos explorando la mezcla resbaladiza entre sus piernas, el semen de otros aún goteando. Sin preámbulos, desabrochó su cinturón, liberando su erección, dura y pulsante por una mezcla de rabia y deseo retorcido. Escupió en su mano, frotándola sobre su polla antes de penetrarla con un empujón brutal, la calidez húmeda de su vagina facilitando cada movimiento. Sus caderas chocaban contra ella con fuerza, el sonido de sus cuerpos resonando en la sala, mientras Paulina gemía, sus manos aferrándose al suelo.
—Eres un desastre, Pau —masculló Javier, sus manos apretando sus caderas hasta dejar marcas, cada embestida un intento de castigarla y reclamarla.
—Más… no pares —susurró Paulina, su voz entrecortada, su cuerpo temblando bajo las embestidas.
Javier, llevado al límite, deslizó una mano hacia su clítoris, frotándolo con dedos ásperos mientras aceleraba, su polla deslizándose en la mezcla de fluidos. Cambió de posición, levantándola para sentarla en el borde del sofá, sus piernas abiertas, penetrándola profundamente mientras sus ojos se clavaban en los de ella, una mezcla de furia y deseo en su mirada. Paulina, al borde del clímax, gritó, su cuerpo convulsionándose mientras él seguía, implacable. Con un rugido, Javier se corrió, su semen espeso y caliente brotando dentro de ella, parte salpicando su vientre, muslos y pechos, dejando un rastro brillante que goteaba por su piel sudorosa y manchaba el sofá, mezclándose con los fluidos anteriores en un charco pegajoso.
En ese momento, la puerta se abrió de nuevo. Miguel, que había despertado en el coche y decidido entrar para asegurarse de que Paulina estuviera bien, se quedó paralizado en la entrada. Sus ojos, todavía nublados por el alcohol, captaron la escena: Paulina, desnuda, jadeando sobre el sofá, su cuerpo cubierto de semen fresco y seco, y Javier, ajustándose los pantalones, su rostro lleno de furia y culpa. El aire estaba cargado con el olor crudo del sexo, el suelo y el sofá manchados de evidencia. Miguel, sin decir una palabra, observó en silencio, su rostro inexpresivo, atrapado entre la incredulidad, el dolor y una extraña fascinación que lo inmovilizaba.
Paulina, al notar su presencia, se quedó inmóvil, su respiración agitada. Javier, dándose cuenta de Miguel, gritó:
—¡Vete! —su voz un rugido, pero Miguel, movido por algo que no podía explicar, avanzó lentamente, sus ojos fijos en Paulina.
Sin romper el silencio, se arrodilló frente a ella, sus manos temblorosas abriendo sus piernas. El olor era abrumador: una mezcla densa de semen de varios hombres—el desconocido del antro, Carlos, Esteban, Daniel y ahora Javier—sudor y la esencia de Paulina, todo saturado en un rastro viscoso que cubría sus muslos, vientre y vagina. Los fluidos goteaban, algunos frescos y brillantes, otros endurecidos en capas pegajosas sobre su piel. Miguel comenzó a lamer, su lengua trazando un camino lento por sus muslos internos, saboreando el semen salado y espeso. Cada lamida era deliberada, su boca caliente y húmeda recogiendo el rastro pegajoso, el sabor crudo de los hombres que la habían poseído esa noche. Su lengua avanzó hacia su vagina, donde los líquidos se acumulaban en una mezcla resbaladiza, y lamió con avidez, hundiendo su lengua en los pliegues, succionando el semen que goteaba, el sabor metálico y salado llenando su boca. Sus manos se aferraron a sus caderas, manteniendo sus piernas abiertas mientras su boca trabajaba, limpiándola con una intensidad casi ritual. Los rastros en su vientre eran más espesos, capas de semen seco mezcladas con fresco, y él lamió allí también, su lengua arrastrándose por la piel suave, dejando un brillo húmedo tras de sí. Subió hasta sus pechos, donde los chorros de Daniel y Javier habían dejado marcas pegajosas, y los limpió con lamidas largas y lentas, sus labios rozando los pezones endurecidos mientras Paulina gemía suavemente, su cuerpo temblando bajo su toque.
Javier, aún de pie, observaba en silencio, su rostro una máscara de conflicto. Miguel, sin mirarlo, continuó, su lengua incansable, hasta que el cuerpo de Paulina estuvo casi limpio, solo húmedo por su saliva y el sudor. El sabor permanecía en su boca, una mezcla abrumadora que lo marcaba tanto como a ella. Finalmente, se apartó, levantándose del suelo, sus ojos encontrándose con los de Paulina. No había palabras, solo un silencio agotador.
El peso de la noche y el alcohol finalmente los venció a todos. Paulina, exhausta, se deslizó del sofá al suelo, su cuerpo desnudo temblando mientras caía en un sueño profundo, su respiración irregular. Javier, abrumado por la culpa y la furia, se dejó caer en un sillón cercano, su cabeza entre las manos, y pronto el cansancio lo arrastró al sueño. Miguel, con el rostro vacío, se desplomó en el suelo junto a la puerta, su cuerpo rindiéndose al agotamiento, el sabor de Paulina aún en su boca.

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