La risa resonaba en la sala, mezclada con el tintineo de los vasos y el aroma a pizza y cerveza. Había invitado a mis amigos para un viernes relajado, una excusa perfecta para desconectar de la semana. Las primeras horas fueron geniales, las conversaciones fluían, los chistes volaban. Pero, como suele pasar, me dejé llevar. Una copa llevó a la otra, y de repente, la habitación empezó a dar vueltas.
Un calor incómodo subió por mi garganta, y supe que estaba en problemas. "No, no, por favor, no aquí", pensé, mientras intentaba disimular mi creciente malestar. Fue inútil. De pronto, esa familiar y terrible sensación de náusea me invadió por completo.
Sentí una mano firme en mi hombro. Era Carlos, mi viejo amigo, el más sensato del grupo. Con un gesto, entendió lo que pasaba. "Vamos, campeón", murmuró, medio arrastrándome hacia el baño. La puerta se cerró detrás de mí, y Carlos se quedó en la sala con los demás.
Allí me quedé, solo con mis miserias, escuchando el eco amortiguado de las risas y las voces de mis amigos. Mi esposa, supongo, seguía en la sala con ellos, ajena a mi lamentable situación en el baño. La vergüenza empezó a subir por mi cara, no tanto por el alcohol, sino por la imagen que estaba dando.
La náusea me dejó exhausto. Después de vaciar mi estómago, me desplomé contra la pared fría del baño. El mundo se volvió negro casi al instante; me quedé dormido en el suelo, vencido por el alcohol y el agotamiento.
No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando mis ojos se abrieron de nuevo, la casa estaba sumida en un silencio inquietante. Un silencio profundo y pesado, diferente al bullicio de antes. El dolor de cabeza era punzante, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Me levanté con dificultad y salí del baño, tambaleándome un poco.
La sala estaba a oscuras, solo iluminada por la tenue luz de la calle que se filtraba por las persianas. Y ahí, en el sofá, estaba mi esposa. Dormida profundamente.
Me acerqué para cubrirla con una manta, y fue entonces cuando lo vi. Mis ojos tardaron un segundo en procesar lo que veían en la penumbra. En su rostro, aún dormido y tranquilo, había manchas. **Semen**.
Mis pulmones se quedaron sin aire. Los labios de mi esposa, algo despintados por la noche, tenían un rastro blanquecino. Y a un lado de su mejilla, justo cerca del cachete, había una cantidad mayor. Ella seguía bien dormida, ajena a la aterradora escena que se desplegaba ante mis ojos empañados por el alcohol y la incredulidad. El pitido en mis oídos no era solo por la resaca, era el sonido de mi mundo resquebrajándose.

Es un relato que me solicitó un cornudo. Espero que esté relató solicitado llegué a el.
Comenta si te gusta este tipo de cosas y si tienes una fantasía.
Un calor incómodo subió por mi garganta, y supe que estaba en problemas. "No, no, por favor, no aquí", pensé, mientras intentaba disimular mi creciente malestar. Fue inútil. De pronto, esa familiar y terrible sensación de náusea me invadió por completo.
Sentí una mano firme en mi hombro. Era Carlos, mi viejo amigo, el más sensato del grupo. Con un gesto, entendió lo que pasaba. "Vamos, campeón", murmuró, medio arrastrándome hacia el baño. La puerta se cerró detrás de mí, y Carlos se quedó en la sala con los demás.
Allí me quedé, solo con mis miserias, escuchando el eco amortiguado de las risas y las voces de mis amigos. Mi esposa, supongo, seguía en la sala con ellos, ajena a mi lamentable situación en el baño. La vergüenza empezó a subir por mi cara, no tanto por el alcohol, sino por la imagen que estaba dando.
La náusea me dejó exhausto. Después de vaciar mi estómago, me desplomé contra la pared fría del baño. El mundo se volvió negro casi al instante; me quedé dormido en el suelo, vencido por el alcohol y el agotamiento.
No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando mis ojos se abrieron de nuevo, la casa estaba sumida en un silencio inquietante. Un silencio profundo y pesado, diferente al bullicio de antes. El dolor de cabeza era punzante, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Me levanté con dificultad y salí del baño, tambaleándome un poco.
La sala estaba a oscuras, solo iluminada por la tenue luz de la calle que se filtraba por las persianas. Y ahí, en el sofá, estaba mi esposa. Dormida profundamente.
Me acerqué para cubrirla con una manta, y fue entonces cuando lo vi. Mis ojos tardaron un segundo en procesar lo que veían en la penumbra. En su rostro, aún dormido y tranquilo, había manchas. **Semen**.
Mis pulmones se quedaron sin aire. Los labios de mi esposa, algo despintados por la noche, tenían un rastro blanquecino. Y a un lado de su mejilla, justo cerca del cachete, había una cantidad mayor. Ella seguía bien dormida, ajena a la aterradora escena que se desplegaba ante mis ojos empañados por el alcohol y la incredulidad. El pitido en mis oídos no era solo por la resaca, era el sonido de mi mundo resquebrajándose.

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1 comentarios - Anecdota con mi esposa