Capítulo 3
El vértigo de la noche.

Sábado 24 de abril de 2010
El sol de abril brillaba con una intensidad que parecía prometer un día inolvidable, pero para Elisa Heredia, estacionada frente a la casa de Marisa Céspedes en Aguascalientes, la luz del día no podía disipar la mezcla de nervios y anticipación que le aceleraba el pulso. Los últimos días habían sido un torbellino de dudas tras la humillación de su 22 aniversario de bodas, cuando Tomás, con su indiferencia y un whisky en la mano, había destrozado sus esperanzas de reavivar su matrimonio. Elisa estaba cansada de sentirse invisible, de cargar con el peso de 4 años y medio sin intimidad, de preguntarse si aún era deseable. Hoy, por una noche, había decidido salir de su prisión emocional. Tomás podía quedarse en la hacienda con su silencio; ella, al menos por unas horas, iba a respirar.
Marisa la recibió con una sonrisa radiante, como si hubiera estado planeando este momento toda la semana. —¡Pasa, pasa! Hoy va a ser tu noche, amiga —dijo con un gesto teatral, guiándola directamente a su habitación. Sobre la cama, un vestido rojo strapless colgaba de una percha como una declaración de intenciones, flanqueado por unos tacones altos y una mesa repleta de productos de maquillaje que parecían sacados de un set de cine.
—Hoy vas a ser otra, Elisa. Confía en mí —aseguró Marisa, indicándole que se sentara frente al espejo con una autoridad que no admitía réplicas.
Elisa apenas pudo apartar la vista del vestido cuando Marisa lo bajó de la percha. Era de un rojo intenso, como llamas danzando, con un corte strapless que dejaba los hombros al descubierto y una tela tan ajustada que parecía diseñada para moldearse al cuerpo como una segunda piel. La falda, con un leve vuelo, añadía un toque de movimiento, pero el diseño era audaz, mucho más atrevido de lo que Elisa, con su guardarropa recatado y su vida regida por la iglesia, jamás habría considerado.
—¿Estás segura de esto? —preguntó, tocando la tela con dedos inseguros—. No sé si… me veo así.
—Te vas a ver espectacular —respondió Marisa con una firmeza que rozaba la orden—. Quítate esa blusa y pruébatelo. Vamos, no hay tiempo que perder.
Elisa obedeció, cohibida al principio, pero cuando el vestido se deslizó sobre su cuerpo y lo ajustó con cuidado, algo en su interior dio un vuelco. Se giró hacia el espejo de cuerpo entero y se quedó sin aliento. La tela abrazaba sus curvas —esas que siempre había considerado discretas—, resaltando sus muslos fuertes y sus caderas de una manera que nunca había imaginado. El escote hacía que sus pequeños pechos de copa 32B parecieran más llenos, y el rojo contrastaba con su piel blanca, dándole un brillo casi magnético. Sus piernas, torneadas por años de caminatas y gimnasio, parecían alargarse con los tacones que Marisa le puso en las manos.
Marisa, satisfecha con el resultado, se puso manos a la obra con el maquillaje. Aplicó una base que unificó el tono de la piel de Elisa, polvos translúcidos que le dieron un acabado aterciopelado, y un toque de rubor que resaltó sus pómulos. Delineó sus ojos azules con precisión, haciendo que parecieran más grandes y profundos, y terminó con un labial rojo que hacía juego con el vestido. Cuando peinó su cabello rubio en suaves ondas que caían sobre los hombros, Elisa apenas se reconoció.
—Dios mío… —murmuró, llevándose una mano al rostro—. No parezco yo.
—No, no eres la Elisa de siempre —dijo Marisa, cruzándose de brazos con una sonrisa triunfal—. Eres una mujer nueva, una que no se queda esperando a que la miren. ¿Cómo te sientes?
Elisa se miró de nuevo en el espejo, girándose ligeramente para ver cómo el vestido se movía con ella. Por primera vez en meses, no sintió el peso de la indiferencia de Tomás ni la rutina que la había atrapado. Se sintió diferente, fuerte, como si hubiera recuperado una parte de sí misma que había olvidado. Resiliente, pensó. Sí, esa era la palabra. Podía enfrentar lo que viniera, con o sin Tomás.
—Me siento… viva —admitió, con una pequeña sonrisa asomándose en sus labios.
—Esa es mi chica —respondió Marisa, dándole una palmada en el hombro—. Ahora, vámonos a esa boda. Vas a brillar, y yo me encargaré de que todos lo noten.
Lo que Elisa no vio fue el brillo calculador en los ojos de Marisa mientras tomaba su bolso y deslizaba discretamente su teléfono en el bolsillo lateral. Todo estaba en marcha: el vestido provocador, el maquillaje perfecto, y pronto, las copas que aflojarían las inhibiciones de Elisa. Marisa ya había elegido el bar al que la llevaría después de la recepción, un lugar concurrido donde sería fácil encontrar a alguien dispuesto a caer en su trampa. La noche apenas comenzaba, y ella estaba lista para hacer que todo se alineara a su favor.
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El salón de la boda en Aguascalientes era un torbellino de murmullos, risas y el tintineo de copas, pero desde el momento en que Elisa entró del brazo de Marisa, todas las miradas parecieron converger en ella. El vestido rojo strapless la hacía resplandecer como una llama en la penumbra, su maquillaje impecable resaltando sus ojos azules y su piel blanca. “Qué hermosa está”, susurraban algunos. “Nunca la había visto así”, comentaban otros. Elisa, aunque al principio se sintió halagada, pronto notó que la atención venía con un costo.
—¿Y Tomás? ¿Dónde lo dejaste? —preguntó una tía del novio, con una sonrisa que destilaba curiosidad.
—Está en la hacienda, mucho trabajo —respondió Elisa, ensayando la excusa que ya sonaba mecánica.
—Qué raro que no venga contigo, siempre tan juntos —dijo otro invitado, con un tono que ella no supo si era de lástima o sospecha.
Cada pregunta era un pinchazo, y las sonrisas que ofrecía como respuesta se volvían más tensas. Los halagos a su belleza se mezclaban con la constante curiosidad por la ausencia de Tomás, y pronto Elisa sintió que estaba atrapada en un interrogatorio interminable. Marisa, a su lado, alimentaba el fuego con comentarios casuales: “Ay, pobre, siempre sola”, decía con fingida pena, avivando las especulaciones.
No pasó mucho tiempo antes de que Elisa se hartara. La recepción apenas llevaba una hora, pero el brillo inicial de la noche se había apagado bajo el peso de las excusas. Buscó a Marisa entre los invitados y la tomó del brazo.
—Ya no aguanto más esto —le susurró, con la voz tensa—. Me voy. No quiero seguir explicando dónde está Tomás.
Marisa la miró con una mezcla de sorpresa fingida y entusiasmo oculto. Este era el momento que había estado esperando, la grieta perfecta para poner en marcha su plan.
—¿Irte tan pronto? No, no, espera —dijo, posando una mano en su hombro—. Si te vas a casa ahora, solo vas a hundirte más. Vamos a otro lado, a relajarnos. ¡Vamos a la Feria de San Marcos! Conozco un lugar ahí, el ambiente está increíble. Te hará bien despejarte.
Elisa frunció el ceño, dudosa. La idea de enfrentar la soledad de su casa le pesaba, pero la Feria de San Marcos, con su caos y su reputación, la intimidaba. —No sé, Marisa… solo quiero irme a casa.
—Por favor, amiga, no me dejes sola —suplicó Marisa, exagerando un puchero que sabía que funcionaría—. Solo un rato, te lo prometo. Vamos a divertirnos un poco.
Elisa suspiró, sintiendo que no tenía la energía para resistirse. —Solo un rato —cedió al fin, con un suspiro resignado.
Marisa sonrió, un brillo calculador cruzando sus ojos. “Perfecto”, pensó. Un bar en la Feria sería el escenario ideal: alcohol, un ambiente distendido, y la oportunidad de orillar a Elisa a un error que ella podría documentar. Mientras salían del salón, su mano rozó el bolso donde guardaba su teléfono, lista para capturar el momento que arruinaría el matrimonio de su amiga y le abriría la puerta a Tomás.
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La Feria Nacional de San Marcos, conocida como “la cantina más grande de México”, era un torbellino de vida en abril de 2010. Celebrada desde 1828, esta festividad transformaba Aguascalientes en el epicentro de la diversión, atrayendo a millones de visitantes con sus corridas de toros, exposiciones ganaderas, conciertos y, sobre todo, su vibrante vida nocturna. Durante tres semanas, las calles del centro se llenaban de música, luces y el aroma de antojitos mexicanos, mientras los bares y cantinas desbordaban de risas y brindis. La Feria era un escaparate de la cultura mexicana, pero también un lugar donde las inhibiciones se desvanecían bajo el influjo del tequila y la fiesta, un terreno fértil para los planes de Marisa.
El bullicio de la Feria era ensordecedor cuando Elisa y Marisa llegaron al corazón de la ciudad. Las calles estaban abarrotadas de familias, parejas y grupos de amigos, todos sumergidos en la euforia colectiva. Los puestos de comida ofrecían tacos, gorditas y elotes asados, mientras los mariachis competían con las bandas de rock que resonaban desde los escenarios improvisados. Pero Marisa tenía un destino claro: **El Rincón de la Luna**, un bar famoso por su ambiente animado y su clientela variada, desde locales hasta turistas en busca de aventuras.
Para Elisa, entrar en un bar era como pisar un planeta desconocido. No estaba acostumbrada a la vida nocturna; ni siquiera en su juventud había frecuentado lugares así. Tomás y ella siempre habían sido conservadores, prefiriendo cenas en casa o eventos familiares. Pero Marisa, con su chispa persuasiva, la guió hacia una mesa en el centro del local, donde el ruido —risas, música, charlas— era casi ensordecedor.
—Solo tienes que relajarte y conocer gente —insistió Marisa, con una sonrisa que destilaba complicidad—. Aquí la vas a pasar increíble.
—No, Marisa, por favor —respondió Elisa, tímida pero firme—. Solo quiero tomar algo ligero y regresar a casa. No me quedaré hasta la madrugada.
Marisa puso cara de súplica, exagerando un puchero. —Por favor, amiga, no arruines el momento… —dijo, juntando las manos.
Elisa se sintió incómoda, pero no pudo resistirse a esa mirada. Suspiró, cruzó los brazos y accedió a regañadientes. —Está bien, pero pide algo ligero, por favor.
Marisa sonrió con picardía. —Pediré algo que te va a encantar, ya verás…
Elisa la observó con curiosidad mientras Marisa se inclinaba hacia el mesero y le susurraba algo al oído. El ruido del bar aturdía a Elisa, que no estaba acostumbrada a sitios así, y no notó cuando Marisa se alejó de la mesa por un momento, acercándose a la barra para hablar con el mesero en privado.
El hombre, un joven de mirada curtida acostumbrado al bullicio de la Feria, frunció el ceño cuando Marisa le hizo una seña discreta. —Necesito que pongas esto en la bebida de mi amiga —le dijo en voz baja, sacando un pequeño frasco del bolso y mostrándoselo—. Está muy aburrida, en un plan nefasto. Quiero que se anime.
El mesero dudó. Había lidiado con propuestas turbias antes, pero esto era diferente. Estaba a punto de rechazarla cuando Marisa deslizó mil pesos en billetes frente a él. —Habrá más si todo sale bien el resto de la noche —agregó, con una sonrisa taimada.
El tipo miró el dinero, luego el frasco con la dosis de metanfetaminas que Marisa le ofrecía. Sin decir palabra, tomó los billetes y la droga, y se dirigió a la barra. Pidió las bebidas y, asegurándose de que nadie lo viera, vertió la sustancia en uno de los vasos con un movimiento rápido.
Cuando Marisa regresó, Elisa la miró con curiosidad. —¿Dónde estabas?
—Por ahí —respondió ella, evasiva, con una sonrisa que Elisa imitó por instinto, sin sospechar nada.
Un momento después, el mesero llegó con dos bebidas idénticas: rosadas, con mucho hielo frappé. —¿Qué es? —preguntó Elisa, insegura.
—Torino Julep —respondió él, con voz neutra—. No es fuerte, justo para ti.
Elisa, angustiada, insistió: —Sabes que no suelo tomar alcohol… ¿Seguro que no es mucho?
—Tranquila, es perfecto —dijo él, sonriendo antes de irse.
Marisa levantó su vaso. —No te preocupes, amiga. ¡La pasaremos fantástico! Vamos, confía en mí.
Elisa tomó el suyo y dio un sorbo. El sabor era dulce, agradable, pero para alguien como ella, que rara vez bebía, se sentía fuerte. —Esto pica un poco —dijo, arrugando la nariz.
—Ya le agarrarás el gusto —respondió Marisa, despreocupada.
El bar se llenó aún más, y Elisa comenzó a notar a la gente a su alrededor: chicas con vestidos ajustados, jóvenes galantes riendo en grupo. Entre trago y trago, Marisa cuchicheaba y señalaba a los demás. —¿Ya viste? —le dijo, apuntando con la mirada a un chico que acababa de llegar, rubio, de presencia varonil, con una sonrisa confiada.
—¿Qué? —respondió Elisa, sorprendida, girándose para verlo.
—Lo conozco. ¿Te lo presento? —propuso Marisa, con tono juguetón.
—¡No, cómo crees! Es un jovencito… —replicó Elisa, sonrojada.
Marisa soltó una risa traviesa. —Ay, Elisa, ese “jovencito” ya es legal. ¡Relájate!
Ambas rieron, aunque Elisa lo hizo más por nervios que por gracia. De pronto, Marisa se excusó. —Permíteme, voy al tocador.
—¿Te acompaño? —ofreció Elisa.
—No, no hace falta. Espérame aquí.
Mientras Marisa desaparecía entre la gente, Elisa aprovechó para ir al baño también, dejando la mesa sola por un momento. Fue entonces cuando Marisa, al volver y notar su ausencia, actuó rápido. Llamó al mesero y, con la mesa despejada, le dio nuevas instrucciones. —Trae más bebidas, muchas. Variedad, algo fuerte. Y asegúrate de que la de ella tenga más de esto —dijo, señalando el bolso donde guardaba otra dosis—. Aquí tienes otros mil pesos.
El mesero dudó de nuevo, pero el dinero era demasiado tentador. Asintió y se fue a preparar todo. Cuando Elisa regresó del baño, Marisa ya estaba en la mesa, fingiendo normalidad.
Poco después, el mesero llegó con una bandeja repleta: vasos de colores, algunos dulces, otros intensos. Elisa abrió los ojos, abrumada. —¡Es demasiado! —protestó.
—Es lo justo, ya verás qué bien la pasamos —respondió Marisa, alegre.
Entonces apareció el joven que Marisa había señalado antes. —Elisa, te presento a Rubén —anunció Marisa, con una sonrisa maliciosa.
Rubén Plancarte, rubio, de ojos claros y una presencia varonil que desprendía confianza, extendió la mano. —Mucho gusto, Rubén Plancarte. Marisa me ha hablado mucho de ti.
Elisa se quedó helada, sin saber qué decir. Marisa rió. —¡Mira cómo te quedaste, jajaja!
—Disculpa… mucho gusto, Elisa Heredia —respondió al fin, tendiéndole la mano. Rubén la tomó y le dio un beso galante, haciéndola sonrojar.
—¿Puedo quedarme con ustedes? —preguntó él.
—Claro —accedió Marisa, rápida.
A partir de ahí, Rubén se enfocó en Elisa. Le hablaba de su vida, la miraba con interés, y ella, educada, lo escuchaba, aunque se sentía extraña. Con cada ronda de bebidas que Marisa pedía, el ambiente se volvía más ligero. Rubén le ofreció un “Cardamomo de jengibre”, dulce y engañoso. Elisa lo bebió rápido, y pronto una euforia desconocida la invadió. Se sentía suelta, con ganas de reír, de bailar. Las metanfetaminas, mezcladas con el alcohol, comenzaban a hacer efecto, nublando su juicio y amplificando cada sensación.
Rubén lo notó y empezó a tocarla: primero leves roces en el brazo, luego abrazos más atrevidos. Marisa, en silencio, reía como si estuviera borracha, pero en realidad observaba todo, teléfono en mano, lista para grabar. Elisa, mareada y con una calidez extraña recorriendo su cuerpo, apenas procesaba lo que pasaba. Cuando Rubén la sacó a la pista y la besó, primero en la mejilla y luego en los labios, ella se congeló. Sintió su erección contra su cuerpo, sus manos rozándole el trasero. Estaba excitada, confundida, y no entendía por qué.
—Oh, mamita, mira cómo me tienes —susurró él en su oído, apretándola más.
Un destello de conciencia atravesó la niebla en la mente de Elisa. Esto no estaba bien. —Tengo que ir al tocador —dijo, apartándose con torpeza y buscando a Marisa entre la multitud. Pero no la encontró. Rubén la seguía de cerca, así que ella se dirigió a la barra, desesperada por escapar.
El mesero, que había observado la escena desde lejos, sintió una punzada de culpa. Había aceptado el dinero de Marisa, pero ver a Elisa, tambaleante y claramente fuera de sí, lo hizo dudar. Cuando ella se acercó, le habló en voz baja. —¿Estás bien? La salida de emergencia está detrás del bar. Sal por ahí si quieres aire.
Elisa asintió, aturdida, y siguió sus indicaciones. Tropezando, llegó a la puerta trasera y salió al callejón, donde el aire fresco la golpeó como un balde de agua. Adentro, Rubén, impaciente por la demora, fue al baño de damas y esperó fuera, pero Elisa no apareció. Preguntó al mesero, quien se encogió de hombros. —No sé nada —mintió.
Rubén regresó a la mesa, frustrado, y le contó a Marisa. —Se fue al baño y no sale. Algo pasa.
Marisa frunció el ceño, molesta. Su plan estaba en riesgo. Pagaron la cuenta rápidamente y salieron a buscarla por el bar, revisando cada rincón, pero Elisa ya no estaba. Afuera, la Feria seguía en pleno apogeo, con miles de personas abarrotando las calles, haciendo imposible encontrarla.
Mientras tanto, Elisa, embriagada y desinhibida, avanzó una cuadra, luchando por mantenerse en pie. La euforia de la droga chocaba con una creciente sensación de pánico. No podía caminar bien, y su bolso y celular seguían en la mesa del bar, dejándola sin opciones. De pronto, una urgencia la golpeó: necesitaba ir al baño otra vez. Sin pensarlo, entró a otro bar a unas cuadras, un lugar más tranquilo, con menos bullicio. Usó el tocador, salpicándose agua en la cara para despejarse, pero el mareo y la sed intensa persistían.
Regresó a la barra, tambaleándose, y pidió un vaso de agua. Mientras el barman lo servía, Elisa apoyó los codos en la barra, intentando ordenar sus pensamientos. Fue entonces cuando levantó la vista y lo vio. Gerson Moncada estaba al otro lado del bar, y su presencia la golpeó como un relámpago. Era alto, imponente, con una musculatura que se adivinaba bajo su camisa ajustada y una piel morena que contrastaba con la luz tenue del lugar. Sus ojos oscuros tenían una intensidad que la atravesó, y por un momento, el caos en su mente se aquietó. Nunca había sentido una atracción tan inmediata, tan visceral. Su corazón latió con fuerza, y una mezcla de deseo y confusión la envolvió. No sabía quién era, pero algo en él la llamó, como si el destino, con su risa cruel, hubiera decidido que esa noche cambiaría su vida para siempre.
El vértigo de la noche.

Sábado 24 de abril de 2010
El sol de abril brillaba con una intensidad que parecía prometer un día inolvidable, pero para Elisa Heredia, estacionada frente a la casa de Marisa Céspedes en Aguascalientes, la luz del día no podía disipar la mezcla de nervios y anticipación que le aceleraba el pulso. Los últimos días habían sido un torbellino de dudas tras la humillación de su 22 aniversario de bodas, cuando Tomás, con su indiferencia y un whisky en la mano, había destrozado sus esperanzas de reavivar su matrimonio. Elisa estaba cansada de sentirse invisible, de cargar con el peso de 4 años y medio sin intimidad, de preguntarse si aún era deseable. Hoy, por una noche, había decidido salir de su prisión emocional. Tomás podía quedarse en la hacienda con su silencio; ella, al menos por unas horas, iba a respirar.
Marisa la recibió con una sonrisa radiante, como si hubiera estado planeando este momento toda la semana. —¡Pasa, pasa! Hoy va a ser tu noche, amiga —dijo con un gesto teatral, guiándola directamente a su habitación. Sobre la cama, un vestido rojo strapless colgaba de una percha como una declaración de intenciones, flanqueado por unos tacones altos y una mesa repleta de productos de maquillaje que parecían sacados de un set de cine.
—Hoy vas a ser otra, Elisa. Confía en mí —aseguró Marisa, indicándole que se sentara frente al espejo con una autoridad que no admitía réplicas.
Elisa apenas pudo apartar la vista del vestido cuando Marisa lo bajó de la percha. Era de un rojo intenso, como llamas danzando, con un corte strapless que dejaba los hombros al descubierto y una tela tan ajustada que parecía diseñada para moldearse al cuerpo como una segunda piel. La falda, con un leve vuelo, añadía un toque de movimiento, pero el diseño era audaz, mucho más atrevido de lo que Elisa, con su guardarropa recatado y su vida regida por la iglesia, jamás habría considerado.
—¿Estás segura de esto? —preguntó, tocando la tela con dedos inseguros—. No sé si… me veo así.
—Te vas a ver espectacular —respondió Marisa con una firmeza que rozaba la orden—. Quítate esa blusa y pruébatelo. Vamos, no hay tiempo que perder.
Elisa obedeció, cohibida al principio, pero cuando el vestido se deslizó sobre su cuerpo y lo ajustó con cuidado, algo en su interior dio un vuelco. Se giró hacia el espejo de cuerpo entero y se quedó sin aliento. La tela abrazaba sus curvas —esas que siempre había considerado discretas—, resaltando sus muslos fuertes y sus caderas de una manera que nunca había imaginado. El escote hacía que sus pequeños pechos de copa 32B parecieran más llenos, y el rojo contrastaba con su piel blanca, dándole un brillo casi magnético. Sus piernas, torneadas por años de caminatas y gimnasio, parecían alargarse con los tacones que Marisa le puso en las manos.
Marisa, satisfecha con el resultado, se puso manos a la obra con el maquillaje. Aplicó una base que unificó el tono de la piel de Elisa, polvos translúcidos que le dieron un acabado aterciopelado, y un toque de rubor que resaltó sus pómulos. Delineó sus ojos azules con precisión, haciendo que parecieran más grandes y profundos, y terminó con un labial rojo que hacía juego con el vestido. Cuando peinó su cabello rubio en suaves ondas que caían sobre los hombros, Elisa apenas se reconoció.
—Dios mío… —murmuró, llevándose una mano al rostro—. No parezco yo.
—No, no eres la Elisa de siempre —dijo Marisa, cruzándose de brazos con una sonrisa triunfal—. Eres una mujer nueva, una que no se queda esperando a que la miren. ¿Cómo te sientes?
Elisa se miró de nuevo en el espejo, girándose ligeramente para ver cómo el vestido se movía con ella. Por primera vez en meses, no sintió el peso de la indiferencia de Tomás ni la rutina que la había atrapado. Se sintió diferente, fuerte, como si hubiera recuperado una parte de sí misma que había olvidado. Resiliente, pensó. Sí, esa era la palabra. Podía enfrentar lo que viniera, con o sin Tomás.
—Me siento… viva —admitió, con una pequeña sonrisa asomándose en sus labios.
—Esa es mi chica —respondió Marisa, dándole una palmada en el hombro—. Ahora, vámonos a esa boda. Vas a brillar, y yo me encargaré de que todos lo noten.
Lo que Elisa no vio fue el brillo calculador en los ojos de Marisa mientras tomaba su bolso y deslizaba discretamente su teléfono en el bolsillo lateral. Todo estaba en marcha: el vestido provocador, el maquillaje perfecto, y pronto, las copas que aflojarían las inhibiciones de Elisa. Marisa ya había elegido el bar al que la llevaría después de la recepción, un lugar concurrido donde sería fácil encontrar a alguien dispuesto a caer en su trampa. La noche apenas comenzaba, y ella estaba lista para hacer que todo se alineara a su favor.
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El salón de la boda en Aguascalientes era un torbellino de murmullos, risas y el tintineo de copas, pero desde el momento en que Elisa entró del brazo de Marisa, todas las miradas parecieron converger en ella. El vestido rojo strapless la hacía resplandecer como una llama en la penumbra, su maquillaje impecable resaltando sus ojos azules y su piel blanca. “Qué hermosa está”, susurraban algunos. “Nunca la había visto así”, comentaban otros. Elisa, aunque al principio se sintió halagada, pronto notó que la atención venía con un costo.
—¿Y Tomás? ¿Dónde lo dejaste? —preguntó una tía del novio, con una sonrisa que destilaba curiosidad.
—Está en la hacienda, mucho trabajo —respondió Elisa, ensayando la excusa que ya sonaba mecánica.
—Qué raro que no venga contigo, siempre tan juntos —dijo otro invitado, con un tono que ella no supo si era de lástima o sospecha.
Cada pregunta era un pinchazo, y las sonrisas que ofrecía como respuesta se volvían más tensas. Los halagos a su belleza se mezclaban con la constante curiosidad por la ausencia de Tomás, y pronto Elisa sintió que estaba atrapada en un interrogatorio interminable. Marisa, a su lado, alimentaba el fuego con comentarios casuales: “Ay, pobre, siempre sola”, decía con fingida pena, avivando las especulaciones.
No pasó mucho tiempo antes de que Elisa se hartara. La recepción apenas llevaba una hora, pero el brillo inicial de la noche se había apagado bajo el peso de las excusas. Buscó a Marisa entre los invitados y la tomó del brazo.
—Ya no aguanto más esto —le susurró, con la voz tensa—. Me voy. No quiero seguir explicando dónde está Tomás.
Marisa la miró con una mezcla de sorpresa fingida y entusiasmo oculto. Este era el momento que había estado esperando, la grieta perfecta para poner en marcha su plan.
—¿Irte tan pronto? No, no, espera —dijo, posando una mano en su hombro—. Si te vas a casa ahora, solo vas a hundirte más. Vamos a otro lado, a relajarnos. ¡Vamos a la Feria de San Marcos! Conozco un lugar ahí, el ambiente está increíble. Te hará bien despejarte.
Elisa frunció el ceño, dudosa. La idea de enfrentar la soledad de su casa le pesaba, pero la Feria de San Marcos, con su caos y su reputación, la intimidaba. —No sé, Marisa… solo quiero irme a casa.
—Por favor, amiga, no me dejes sola —suplicó Marisa, exagerando un puchero que sabía que funcionaría—. Solo un rato, te lo prometo. Vamos a divertirnos un poco.
Elisa suspiró, sintiendo que no tenía la energía para resistirse. —Solo un rato —cedió al fin, con un suspiro resignado.
Marisa sonrió, un brillo calculador cruzando sus ojos. “Perfecto”, pensó. Un bar en la Feria sería el escenario ideal: alcohol, un ambiente distendido, y la oportunidad de orillar a Elisa a un error que ella podría documentar. Mientras salían del salón, su mano rozó el bolso donde guardaba su teléfono, lista para capturar el momento que arruinaría el matrimonio de su amiga y le abriría la puerta a Tomás.
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La Feria Nacional de San Marcos, conocida como “la cantina más grande de México”, era un torbellino de vida en abril de 2010. Celebrada desde 1828, esta festividad transformaba Aguascalientes en el epicentro de la diversión, atrayendo a millones de visitantes con sus corridas de toros, exposiciones ganaderas, conciertos y, sobre todo, su vibrante vida nocturna. Durante tres semanas, las calles del centro se llenaban de música, luces y el aroma de antojitos mexicanos, mientras los bares y cantinas desbordaban de risas y brindis. La Feria era un escaparate de la cultura mexicana, pero también un lugar donde las inhibiciones se desvanecían bajo el influjo del tequila y la fiesta, un terreno fértil para los planes de Marisa.
El bullicio de la Feria era ensordecedor cuando Elisa y Marisa llegaron al corazón de la ciudad. Las calles estaban abarrotadas de familias, parejas y grupos de amigos, todos sumergidos en la euforia colectiva. Los puestos de comida ofrecían tacos, gorditas y elotes asados, mientras los mariachis competían con las bandas de rock que resonaban desde los escenarios improvisados. Pero Marisa tenía un destino claro: **El Rincón de la Luna**, un bar famoso por su ambiente animado y su clientela variada, desde locales hasta turistas en busca de aventuras.
Para Elisa, entrar en un bar era como pisar un planeta desconocido. No estaba acostumbrada a la vida nocturna; ni siquiera en su juventud había frecuentado lugares así. Tomás y ella siempre habían sido conservadores, prefiriendo cenas en casa o eventos familiares. Pero Marisa, con su chispa persuasiva, la guió hacia una mesa en el centro del local, donde el ruido —risas, música, charlas— era casi ensordecedor.
—Solo tienes que relajarte y conocer gente —insistió Marisa, con una sonrisa que destilaba complicidad—. Aquí la vas a pasar increíble.
—No, Marisa, por favor —respondió Elisa, tímida pero firme—. Solo quiero tomar algo ligero y regresar a casa. No me quedaré hasta la madrugada.
Marisa puso cara de súplica, exagerando un puchero. —Por favor, amiga, no arruines el momento… —dijo, juntando las manos.
Elisa se sintió incómoda, pero no pudo resistirse a esa mirada. Suspiró, cruzó los brazos y accedió a regañadientes. —Está bien, pero pide algo ligero, por favor.
Marisa sonrió con picardía. —Pediré algo que te va a encantar, ya verás…
Elisa la observó con curiosidad mientras Marisa se inclinaba hacia el mesero y le susurraba algo al oído. El ruido del bar aturdía a Elisa, que no estaba acostumbrada a sitios así, y no notó cuando Marisa se alejó de la mesa por un momento, acercándose a la barra para hablar con el mesero en privado.
El hombre, un joven de mirada curtida acostumbrado al bullicio de la Feria, frunció el ceño cuando Marisa le hizo una seña discreta. —Necesito que pongas esto en la bebida de mi amiga —le dijo en voz baja, sacando un pequeño frasco del bolso y mostrándoselo—. Está muy aburrida, en un plan nefasto. Quiero que se anime.
El mesero dudó. Había lidiado con propuestas turbias antes, pero esto era diferente. Estaba a punto de rechazarla cuando Marisa deslizó mil pesos en billetes frente a él. —Habrá más si todo sale bien el resto de la noche —agregó, con una sonrisa taimada.
El tipo miró el dinero, luego el frasco con la dosis de metanfetaminas que Marisa le ofrecía. Sin decir palabra, tomó los billetes y la droga, y se dirigió a la barra. Pidió las bebidas y, asegurándose de que nadie lo viera, vertió la sustancia en uno de los vasos con un movimiento rápido.
Cuando Marisa regresó, Elisa la miró con curiosidad. —¿Dónde estabas?
—Por ahí —respondió ella, evasiva, con una sonrisa que Elisa imitó por instinto, sin sospechar nada.
Un momento después, el mesero llegó con dos bebidas idénticas: rosadas, con mucho hielo frappé. —¿Qué es? —preguntó Elisa, insegura.
—Torino Julep —respondió él, con voz neutra—. No es fuerte, justo para ti.
Elisa, angustiada, insistió: —Sabes que no suelo tomar alcohol… ¿Seguro que no es mucho?
—Tranquila, es perfecto —dijo él, sonriendo antes de irse.
Marisa levantó su vaso. —No te preocupes, amiga. ¡La pasaremos fantástico! Vamos, confía en mí.
Elisa tomó el suyo y dio un sorbo. El sabor era dulce, agradable, pero para alguien como ella, que rara vez bebía, se sentía fuerte. —Esto pica un poco —dijo, arrugando la nariz.
—Ya le agarrarás el gusto —respondió Marisa, despreocupada.
El bar se llenó aún más, y Elisa comenzó a notar a la gente a su alrededor: chicas con vestidos ajustados, jóvenes galantes riendo en grupo. Entre trago y trago, Marisa cuchicheaba y señalaba a los demás. —¿Ya viste? —le dijo, apuntando con la mirada a un chico que acababa de llegar, rubio, de presencia varonil, con una sonrisa confiada.
—¿Qué? —respondió Elisa, sorprendida, girándose para verlo.
—Lo conozco. ¿Te lo presento? —propuso Marisa, con tono juguetón.
—¡No, cómo crees! Es un jovencito… —replicó Elisa, sonrojada.
Marisa soltó una risa traviesa. —Ay, Elisa, ese “jovencito” ya es legal. ¡Relájate!
Ambas rieron, aunque Elisa lo hizo más por nervios que por gracia. De pronto, Marisa se excusó. —Permíteme, voy al tocador.
—¿Te acompaño? —ofreció Elisa.
—No, no hace falta. Espérame aquí.
Mientras Marisa desaparecía entre la gente, Elisa aprovechó para ir al baño también, dejando la mesa sola por un momento. Fue entonces cuando Marisa, al volver y notar su ausencia, actuó rápido. Llamó al mesero y, con la mesa despejada, le dio nuevas instrucciones. —Trae más bebidas, muchas. Variedad, algo fuerte. Y asegúrate de que la de ella tenga más de esto —dijo, señalando el bolso donde guardaba otra dosis—. Aquí tienes otros mil pesos.
El mesero dudó de nuevo, pero el dinero era demasiado tentador. Asintió y se fue a preparar todo. Cuando Elisa regresó del baño, Marisa ya estaba en la mesa, fingiendo normalidad.
Poco después, el mesero llegó con una bandeja repleta: vasos de colores, algunos dulces, otros intensos. Elisa abrió los ojos, abrumada. —¡Es demasiado! —protestó.
—Es lo justo, ya verás qué bien la pasamos —respondió Marisa, alegre.
Entonces apareció el joven que Marisa había señalado antes. —Elisa, te presento a Rubén —anunció Marisa, con una sonrisa maliciosa.
Rubén Plancarte, rubio, de ojos claros y una presencia varonil que desprendía confianza, extendió la mano. —Mucho gusto, Rubén Plancarte. Marisa me ha hablado mucho de ti.
Elisa se quedó helada, sin saber qué decir. Marisa rió. —¡Mira cómo te quedaste, jajaja!
—Disculpa… mucho gusto, Elisa Heredia —respondió al fin, tendiéndole la mano. Rubén la tomó y le dio un beso galante, haciéndola sonrojar.
—¿Puedo quedarme con ustedes? —preguntó él.
—Claro —accedió Marisa, rápida.
A partir de ahí, Rubén se enfocó en Elisa. Le hablaba de su vida, la miraba con interés, y ella, educada, lo escuchaba, aunque se sentía extraña. Con cada ronda de bebidas que Marisa pedía, el ambiente se volvía más ligero. Rubén le ofreció un “Cardamomo de jengibre”, dulce y engañoso. Elisa lo bebió rápido, y pronto una euforia desconocida la invadió. Se sentía suelta, con ganas de reír, de bailar. Las metanfetaminas, mezcladas con el alcohol, comenzaban a hacer efecto, nublando su juicio y amplificando cada sensación.
Rubén lo notó y empezó a tocarla: primero leves roces en el brazo, luego abrazos más atrevidos. Marisa, en silencio, reía como si estuviera borracha, pero en realidad observaba todo, teléfono en mano, lista para grabar. Elisa, mareada y con una calidez extraña recorriendo su cuerpo, apenas procesaba lo que pasaba. Cuando Rubén la sacó a la pista y la besó, primero en la mejilla y luego en los labios, ella se congeló. Sintió su erección contra su cuerpo, sus manos rozándole el trasero. Estaba excitada, confundida, y no entendía por qué.
—Oh, mamita, mira cómo me tienes —susurró él en su oído, apretándola más.
Un destello de conciencia atravesó la niebla en la mente de Elisa. Esto no estaba bien. —Tengo que ir al tocador —dijo, apartándose con torpeza y buscando a Marisa entre la multitud. Pero no la encontró. Rubén la seguía de cerca, así que ella se dirigió a la barra, desesperada por escapar.
El mesero, que había observado la escena desde lejos, sintió una punzada de culpa. Había aceptado el dinero de Marisa, pero ver a Elisa, tambaleante y claramente fuera de sí, lo hizo dudar. Cuando ella se acercó, le habló en voz baja. —¿Estás bien? La salida de emergencia está detrás del bar. Sal por ahí si quieres aire.
Elisa asintió, aturdida, y siguió sus indicaciones. Tropezando, llegó a la puerta trasera y salió al callejón, donde el aire fresco la golpeó como un balde de agua. Adentro, Rubén, impaciente por la demora, fue al baño de damas y esperó fuera, pero Elisa no apareció. Preguntó al mesero, quien se encogió de hombros. —No sé nada —mintió.
Rubén regresó a la mesa, frustrado, y le contó a Marisa. —Se fue al baño y no sale. Algo pasa.
Marisa frunció el ceño, molesta. Su plan estaba en riesgo. Pagaron la cuenta rápidamente y salieron a buscarla por el bar, revisando cada rincón, pero Elisa ya no estaba. Afuera, la Feria seguía en pleno apogeo, con miles de personas abarrotando las calles, haciendo imposible encontrarla.
Mientras tanto, Elisa, embriagada y desinhibida, avanzó una cuadra, luchando por mantenerse en pie. La euforia de la droga chocaba con una creciente sensación de pánico. No podía caminar bien, y su bolso y celular seguían en la mesa del bar, dejándola sin opciones. De pronto, una urgencia la golpeó: necesitaba ir al baño otra vez. Sin pensarlo, entró a otro bar a unas cuadras, un lugar más tranquilo, con menos bullicio. Usó el tocador, salpicándose agua en la cara para despejarse, pero el mareo y la sed intensa persistían.
Regresó a la barra, tambaleándose, y pidió un vaso de agua. Mientras el barman lo servía, Elisa apoyó los codos en la barra, intentando ordenar sus pensamientos. Fue entonces cuando levantó la vista y lo vio. Gerson Moncada estaba al otro lado del bar, y su presencia la golpeó como un relámpago. Era alto, imponente, con una musculatura que se adivinaba bajo su camisa ajustada y una piel morena que contrastaba con la luz tenue del lugar. Sus ojos oscuros tenían una intensidad que la atravesó, y por un momento, el caos en su mente se aquietó. Nunca había sentido una atracción tan inmediata, tan visceral. Su corazón latió con fuerza, y una mezcla de deseo y confusión la envolvió. No sabía quién era, pero algo en él la llamó, como si el destino, con su risa cruel, hubiera decidido que esa noche cambiaría su vida para siempre.
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