Mi hija la Tiktoker
Segunda parte
Los meses pasaban y yo lavigilaba. Mi Valeria, mi hija, con esevientre hinchado que crecía como prueba de su pecado… y de mi triunfo. Ella sedejaba tocar, dócil, mientras yo acariciaba la piel tensa de su abdomen, mislabios rozándola como un amante furtivo. Sus pechos, siempre grandes, ahora eranobscenos bajo los suéteres holgados que le obligaba a usar. Dios,cómo los espiaba cuando se bañaba, cómo me imaginaba succionándolos hastaescuchar sus quejidos.
Por las noches, encerrado en miestudio, me deleitaba con mi videoteca privada: Valeria y León, Valeria en laducha, Valeria tocándose mientras murmuraba el nombre de su hermano. Memasturbaba hasta que me dolía, imaginando que era yo quien laposeía, quien la llenaba, quien la hacía gemir. Pero debía esperar… sabía quedebía esperar…
—Ya tengo listo undepartamento en las afueras— le dije esa noche, mientras ella mecía suvientre con gesto ausente—. Tu madre lo sabe. Nos iremos allá… y haréun Reconocimiento Voluntario de Paternidad. Yo seré el padre legal de labebé.
Ella asintió. Pobre niñaasustada, imaginándose ya los murmullos: "¿Esa no es la que sefolló a su hermano?". La sociedad no perdona, y Valeria lo sabía.Prefería mi protección… aunque sospechara lo que vendría después.
El departamento era perfecto:aislado, sin vecinos curiosos, con paredes tan gruesas que nadie escucharía niun grito. Dos habitaciones: una para la bebé y Valeria, con una cama estrechadonde yo a veces me sentaba a verla amamantar; otra para mí, con un escritoriolleno de archivos… y un disco duro con todos nuestros secretos.
El día que registramos a la niña,Valeria firmó sin rechistar. "Padre: Yo. Madre: Ella".Tan fácil como comprar pan. Y cuando el médico la dio de alta posparto, yo nopude evitar sonreír.
—Ahora sí viene lo bueno—susurré, viendo cómo un escalofrío recorría su espalda.
Ella sabía. Sabía.
Porque mientras la bebé dormía,yo me acercaba cada noche a su cama. Al principio, solo caricias"inocentes": un hombro al descubierto, su cabello entre mis dedos.Pero pronto… pronto sería más.
Después de todo, ya había cruzadotodos los límites. ¿Qué era uno más?
Dios mío, cómo había cambiado sucuerpo después del parto. Esos senos que ya eran perfectos ahora eran una obramaestra de la naturaleza: más grandes, más pesados, con pezones oscuros ysensibles que goteaban leche con solo rozarlos. Cada vez que amamantaba a labebé, yo me sentaba cerca, disimulando mi erección bajo el periódico,observando cómo su pezón se hinchaba entre los labios de Abby, cómo sus tetasse mecían con cada succión.
Pero esa noche… esa noche fuediferente.
Estábamos viendo LosBorgia, ese episodio donde Lucrecia envenena a su amante con un brebajeafrodisíaco. Valeria, recostada en el sofá con Abby dormida en su regazo,ajustó el escote de su camisón holgado sin darse cuenta de que me regalaba unavista celestial.
—Qué rico debe ser… —murmuré,fingiendo distracción.
—¿El qué? —preguntó,inocente.
—Beber de ti —dije,más bajo, como si las palabras se me hubieran escapado.
Sus ojos verdes se agrandaron. —¿Mileche? ¿Del pecho?
—No estoy tramando nada —protesté,sintiendo cómo el calor subía por mi cuello—. Solo me interesan laspropiedades… dicen que es un elixir para la salud.
Ella se rio, incrédula, pero nose cubrió. Al contrario, se acomodó, y en ese movimiento, su pezón derechoasomó por el escote, perlado de leche.
—Son demasiado grandes ahora —sequejó, pero era una queja vanidosa, como si supiera lo que me hacían.
—Los amo… los amo —confesé,hipnotizado.
—No deberías, papá… estásloquito —susurró, pero no hizo nada por esconderlos.
Y entonces, como si meobedeciera, apretó su seno sin querer, y dos gotas gruesas de leche brotaron,brillando bajo la luz de la tele.
—Creo que debería acercarte unvaso… —dije, levantándome con falsa calma.
—¿Para qué? —preguntó,pero ya sabía.
—Leí que cuanta más leche tomeel bebé, más produces. Es bueno para ti… y para quien la pruebe.
—¿Y con mamá nunca lo hiciste? —preguntó,curiosa.
—Sus pechos no son tanhermosos como los tuyos —respondí, sincero—. Los tuyos… sonperfectos.
Una sonrisa fugaz cruzó surostro. Orgullo, pensé. Le gustaba que la deseara.
—Eres un pervertido —murmuró,pero había un brillo travieso en sus ojos.
—Quiero probarte —confesé.
—No puedes —dijo,pero su voz tembló.
—¿Quieres que lo haga? —pregunté,extendiendo la mano.
—¡No! ¡Para ya! —gritóbajito, pero no se movió.
—Tu papi tiene hambre… y amalos pechos de su hija.
Y entonces, como si su cuerpo merespondiera, un chorro fino de leche brotó de su pezón izquierdo, manchando sucamisón.
Apagué la tele. Encendí lasluces. Saqué mi celular.
—¿Qué haces? —protestó,tratando de cubrirse.
—Documentando propiedadesmedicinales —mentí, enfocando sus senos empapados.
Ella suspiró, derrotada. —Estábien… trae un vaso.
Pero yo no quería un vaso.
La agarré por la cintura y lagiré hacia mí. Antes de que pudiera protestar, incliné la cabeza y atrapé supezón derecho entre mis labios.
Dios.

Era dulce. Cálida. Más espesa delo que imaginaba. Chupé fuerte, y Valeria gimió, arqueándose.
—Es diferente… —jadeó—. Noes como con Abby… ni como con León…
—León es un escuincle —gruñíentre su piel—. Yo soy un hombre.
Su mano, que había estado inmóvilen mi hombro, se deslizó lentamente hacia mi entrepierna.
—Chupas más fuerte… como unsalvaje —murmuró, y no era un reproche.
Cuando sus dedos rozaron mierección, casi me corrí ahí mismo.
Pasamos horas así. Yo, bebiendode ella como un hombre sediento en el desierto. Ella, gimiendo, ofreciéndomesus senos como si fueran una ofrenda sagrada.
—Más… —ordené,apretando su pecho hasta que otro chorro llenó mi boca.
Sus gemidos se volvieronquejidos, pero no me detuvo. Quería vaciarla. Marcarla. Que supiera que esospechos, ese cuerpo, ahora también eran míos.
Cuando por fin me separé, suspezones estaban hinchados, adoloridos, brillantes de saliva y leche. Misboxers, empapados de mi propio deseo.
—Nunca… había sentido algo así —confesó,jadeando.
Y supe que esa noche solo era elprincipio.
Porque ahora, Valeria no solo erami hija…
Era mi adicción.
Al día siguiente, la rutina serepitió. Valeria y yo nos sentamos en el sofá, viendo Los Borgia, con Abbydormida en su regazo. La tensión entre nosotros era palpable, cargada deanticipación y deseo. Sus senos, siempre un foco de atención, se movían suavementebajo su camisón, tentándome sin siquiera intentarlo.
—¿Te gustó anoche? —le pregunté,tratando de sonar casual, aunque mi voz delataba mi excitación.
Ella asintió, mordiéndose ellabio inferior. —Sí, papá. Fue... diferente.
—Hoy será aún mejor —prometí, yapagué la tele.
Valeria me miró con una mezcla demiedo y expectativa. Sabía lo que venía, y aunque una parte de ella queríaresistirse, otra anhelaba más.
—Ven aquí —le ordené, extendiendola mano.
Ella se levantó, llevando a Abbyen sus brazos, y se acercó a mí. Con cuidado, coloqué a la bebé en su cuna y mevolví hacia Valeria. Mis manos fueron directas a sus senos, apretándolossuavemente, sintiendo su peso y su calidez.
—Te daré lo que perdiste —lesusurré al oído, y comencé a desabrochar mi cinturón.
Sus ojos se agrandaron al ver mierección, dura y lista. Con una sonrisa perversa, me saqué la verga, yagoteando de anticipación.
—Ven, mi niña —le dije, tomándolade la mano y guiándola hacia mí.
Ella se arrodilló, su respiraciónacelerada, y me miró con una mezcla de asombro y curiosidad. Tomé su cabeza conambas manos y la guié lentamente hacia mi miembro. Cuando su boca me rodeó,sentí un escalofrío de placer recorrer mi espalda.
—Así, mi amor —murmuré, moviendosus cabeza hacia adelante y hacia atrás, enseñándole el ritmo que quería.
Sus labios, su lengua, erancielo. La sentí relajarse, adaptándose a mi tamaño, tomando más de mí con cadamovimiento. Mis gemidos llenaron la habitación, y sus manos se posaron en miscaderas, apretando, animándome.
—Más profundo —ordené, y ellaobedeció, tomando casi toda mi longitud.
Sentí su garganta cerrarsealrededor de mi glande, y casi exploto. Con un esfuerzo sobrehumano, mecontuve, queriendo saborear cada segundo de ese momento.
—Eres una buena niña —le elogié,acariciando su cabello—. Ahora, trágatelo todo.
Con un último empujón, la penetréprofundamente, sintiendo su garganta contraerse alrededor de mi verga. Yentonces, con un gruñido, me liberé, llenando su boca con mi semen. Ella tragó,y tragó, tomando todo lo que le daba, sus ojos lagrimeando pero sin apartarse.
Cuando por fin me retiré, su bocaestaba roja e hinchada, y una sonrisa satisfecha cruzaba su rostro.
—Buena niña —repetí, ayudándola alevantarse.
Valeria se limpió la boca con eldorso de la mano, y me miró con una mezcla de orgullo y sumisión.
—Te amo, papá —susurró, y supeque era verdad.
En ese momento, supe que habíacruzado otro límite, y que ya no había vuelta atrás. Valeria era mía, en cuerpoy alma, y haría cualquier cosa por mantenerla así.
Esa misma noche, decidí que erael momento de llevar las cosas un paso más allá. Valeria y yo nos encontrábamosen el umbral de una nueva etapa en nuestra relación, y estaba dispuesto aexplorar cada rincón de su cuerpo y su mente.
—Valeria, mi amor —le dije,tomando su mano mientras estábamos de pie junto a la cuna de Abby—, creo que eshora de que la bebé tenga su propio espacio. Te mudarás a mi cuarto.
Ella me miró con una mezcla desorpresa y nerviosismo, pero asintió lentamente, entendiendo que no habíavuelta atrás.
—Está bien, papá —respondió envoz baja, su voz temblando ligeramente.
La guie hasta mi habitación, unaestancia oscura y masculina, dominada por una cama king size. Cerré la puertadetrás de nosotros y encendí una lámpara de noche, creando un ambiente íntimo ysensual.
—Desnúdate para mí, Valeria —leordené, mi voz profunda y autoritaria.
Ella obedeció, sus manostemblorosas desabrochando su camisón. La tela cayó al suelo, dejando aldescubierto su cuerpo desnudo, sus curvas voluptuosas y sus senos llenos ypesados. Mis ojos se clavaron en ella, devorando cada detalle, cada sombra,cada curva.
—Eres perfecta —murmuré,acercándome a ella. Mis manos rozaron sus caderas, sus costados, sus senos,sintiendo su piel suave y cálida bajo mis dedos.
Valeria gimió suavemente,inclinando la cabeza hacia atrás, entregándose a mis caricias. Mis labiosencontraron su cuello, besando y mordiendo suavemente, haciendo que surespiración se acelerara.
—Te deseo, papá —susurró, susmanos explorando mi cuerpo, desabrochando mi camisa, tirando de mi cinturón.
—Y yo a ti, mi amor —respondí, mivoz ronca de deseo.
La empujé suavemente hacia lacama, y ella cayó sobre el colchón, sus ojos brillando de anticipación. Mequité la ropa rápidamente, mi erección dolorosamente dura, y me subí a la cama,posicionándome entre sus piernas.
—Te voy a follar como nuncaantes, Valeria —le prometí, mi voz un gruñido bajo.
Ella gimió, levantando lascaderas para encontrarse conmigo, invitándome a entrar. Con un movimiento lentoy deliberado, me hundí en ella, sintiendo su calor y su humedad envolviéndome.
—Dios, qué bien se siente —gemí,comenzando a moverme, mis caderas encontrando un ritmo primitivo y salvaje.
Valeria gritó, sus uñasclavándose en mi espalda, sus piernas envolviendo mi cintura, animándome a irmás profundo, más rápido.
—Más, papá, más —suplicó, su vozentrecortada por el placer.
Obedecí, mis embestidasvolviéndose más fuertes, más desesperadas. El sonido de nuestra piel chocandollenaba la habitación, junto con nuestros gemidos y jadeos. Mientras lapenetraba, no podía evitar compararla con su madre, y la diferencia me volvíaloco de deseo.
—Tú sí que sabes follar, Valeria—gruñí—. Eres mucho mejor que tu madre. Ella nunca me dio esto.
Valeria, al escuchar mispalabras, se excitó aún más, sus caderas moviéndose al compás de las mías, susgemidos llenos de un placer salvaje.
—Tu hermano es un niño comparadocontigo, papá —jadeó, sus palabras entrecortadas por el esfuerzo—. Eres unsemental, me vuelves loca.
Mis manos apretaron sus caderascon fuerza, mis dedos clavándose en su carne mientras la penetraba con másbrutalidad. El sonido de nuestra piel chocando era casi ensordecedor, y el olora sexo llenaba el aire.
—Te voy a llenar toda, Valeria—gruñí—. Quiero que sientas cada gota de mi semen dentro de ti.
Ella gritó, su cuerpo tensándosealrededor de mí, sus músculos internos apretándome con fuerza. Sentí su orgasmosacudiéndola, y eso fue suficiente para empujarme al borde. Con un rugidofinal, me liberé dentro de ella, llenándola con mi semilla, mi cuerpo temblandode placer.
Caí sobre ella, nuestro sudormezclándose, nuestros corazones latiendo al unísono. Nos quedamos así,enredados el uno en el otro, nuestros cuerpos saciados y nuestras almasentrelazadas.
—Te amo, papá —susurró de nuevo,sus dedos trazando patrones en mi espalda.
—Y yo a ti, mi amor —respondí,besando su frente—. Para siempre.
Desde aquella noche, nuestra vidadio un giro radical. Ya no éramos solo padre e hija; éramos una pareja,amantes, confidentes. El departamento se transformó en nuestro nido de amor, unlugar donde cada rincón respiraba lujuria y devoción. Abby, nuestra pequeña,creció rodeada de un amor intenso y visceral, ajeno a la realidad de nuestrarelación. Valeria y yo nos paseábamos por el poblado tomados de la mano, riendoy besándonos como adolescentes, sin importarnos las miradas curiosas o lossusurros. La diferencia de edad era solo un número para nosotros.
Por las noches, nuestro lecho seconvertía en un campo de batalla de pasión desbordada. Hacíamos el amor sincontrol, explorando cada rincón de nuestros cuerpos, saciando nuestros deseosmás profundos. El sexo se volvió un elixir de juventud para mí, una fuenteinagotable de energía y placer. Valeria, con su cuerpo exuberante y su apetitoinsaciable, me hacía sentir como un rey, un semental en su mejor momento.
Pasado casi un año de nuestranueva vida, recibí la noticia que cambiaría todo de nuevo. Valeria, conlágrimas de felicidad en los ojos, me anunció:
—Estoy embarazada, papá.
La tomé en mis brazos y la besécon pasión, sintiendo una oleada de emociones: amor, deseo, orgullo. Este nuevoembarazo sería diferente; sería un símbolo de nuestro amor, una extensión denosotros mismos.
Durante los meses siguientes,cuidé de Valeria como nunca antes. Su vientre creció, y con él, mi amor y deseopor ella. Hacíamos el amor con más intensidad, nuestras sesiones de pasión sevolvían más salvajes, más primitivas. Cada noche era una celebración de nuestroamor, un homenaje a la vida que crecía en su interior.
Cuando finalmente nació nuestrobebé varón, sentí una alegría indescriptible. Lo sostuve en mis brazos,mirándolo con orgullo y amor. Valeria, exhausta pero radiante, me sonrió, y enese momento, supe que éramos una familia, una familia atípica pero perfectapara nosotros.
Corrimos a registrar a nuestrohijo como si fuéramos una pareja cualquiera, y así nos sentíamos. La vidacontinuó con normalidad, llena de amor, risas y deseo. Valeria y yo éramosinseparables, y nuestros hijos, Abby y el pequeño, eran nuestra mayor bendición.
Hasta que un día, mientrasValeria y yo nos besábamos en el patio, con los niños gateando alegremente enel jardín, apareció León. Su figura se recortó en la entrada de la casa, y nosmiró con una mezcla de terror y comprensión. Ninguno de los tres dijo nada; elsilencio fue ensordecedor. León nos observó, asimilando la escena, y luego, conuna expresión de dolor y aceptación, se dio vuelta y se marchó.
Su visita fue breve peroimpactante. Sabía que había comprendido todo, que había visto la verdad ennuestros besos y caricias. Y aunque su aparición nos dejó en silencio, tambiénnos hizo más fuertes, más unidos. Valeria y yo sabíamos que éramos inseparables,que nuestro amor era más fuerte que cualquier obstáculo. Y así, continuamosnuestra vida, llenos de pasión, deseo y un amor profundo y visceral.
Segunda parte
Los meses pasaban y yo lavigilaba. Mi Valeria, mi hija, con esevientre hinchado que crecía como prueba de su pecado… y de mi triunfo. Ella sedejaba tocar, dócil, mientras yo acariciaba la piel tensa de su abdomen, mislabios rozándola como un amante furtivo. Sus pechos, siempre grandes, ahora eranobscenos bajo los suéteres holgados que le obligaba a usar. Dios,cómo los espiaba cuando se bañaba, cómo me imaginaba succionándolos hastaescuchar sus quejidos.
Por las noches, encerrado en miestudio, me deleitaba con mi videoteca privada: Valeria y León, Valeria en laducha, Valeria tocándose mientras murmuraba el nombre de su hermano. Memasturbaba hasta que me dolía, imaginando que era yo quien laposeía, quien la llenaba, quien la hacía gemir. Pero debía esperar… sabía quedebía esperar…
—Ya tengo listo undepartamento en las afueras— le dije esa noche, mientras ella mecía suvientre con gesto ausente—. Tu madre lo sabe. Nos iremos allá… y haréun Reconocimiento Voluntario de Paternidad. Yo seré el padre legal de labebé.
Ella asintió. Pobre niñaasustada, imaginándose ya los murmullos: "¿Esa no es la que sefolló a su hermano?". La sociedad no perdona, y Valeria lo sabía.Prefería mi protección… aunque sospechara lo que vendría después.
El departamento era perfecto:aislado, sin vecinos curiosos, con paredes tan gruesas que nadie escucharía niun grito. Dos habitaciones: una para la bebé y Valeria, con una cama estrechadonde yo a veces me sentaba a verla amamantar; otra para mí, con un escritoriolleno de archivos… y un disco duro con todos nuestros secretos.
El día que registramos a la niña,Valeria firmó sin rechistar. "Padre: Yo. Madre: Ella".Tan fácil como comprar pan. Y cuando el médico la dio de alta posparto, yo nopude evitar sonreír.
—Ahora sí viene lo bueno—susurré, viendo cómo un escalofrío recorría su espalda.
Ella sabía. Sabía.
Porque mientras la bebé dormía,yo me acercaba cada noche a su cama. Al principio, solo caricias"inocentes": un hombro al descubierto, su cabello entre mis dedos.Pero pronto… pronto sería más.
Después de todo, ya había cruzadotodos los límites. ¿Qué era uno más?
Dios mío, cómo había cambiado sucuerpo después del parto. Esos senos que ya eran perfectos ahora eran una obramaestra de la naturaleza: más grandes, más pesados, con pezones oscuros ysensibles que goteaban leche con solo rozarlos. Cada vez que amamantaba a labebé, yo me sentaba cerca, disimulando mi erección bajo el periódico,observando cómo su pezón se hinchaba entre los labios de Abby, cómo sus tetasse mecían con cada succión.
Pero esa noche… esa noche fuediferente.
Estábamos viendo LosBorgia, ese episodio donde Lucrecia envenena a su amante con un brebajeafrodisíaco. Valeria, recostada en el sofá con Abby dormida en su regazo,ajustó el escote de su camisón holgado sin darse cuenta de que me regalaba unavista celestial.
—Qué rico debe ser… —murmuré,fingiendo distracción.
—¿El qué? —preguntó,inocente.
—Beber de ti —dije,más bajo, como si las palabras se me hubieran escapado.
Sus ojos verdes se agrandaron. —¿Mileche? ¿Del pecho?
—No estoy tramando nada —protesté,sintiendo cómo el calor subía por mi cuello—. Solo me interesan laspropiedades… dicen que es un elixir para la salud.
Ella se rio, incrédula, pero nose cubrió. Al contrario, se acomodó, y en ese movimiento, su pezón derechoasomó por el escote, perlado de leche.
—Son demasiado grandes ahora —sequejó, pero era una queja vanidosa, como si supiera lo que me hacían.
—Los amo… los amo —confesé,hipnotizado.
—No deberías, papá… estásloquito —susurró, pero no hizo nada por esconderlos.
Y entonces, como si meobedeciera, apretó su seno sin querer, y dos gotas gruesas de leche brotaron,brillando bajo la luz de la tele.
—Creo que debería acercarte unvaso… —dije, levantándome con falsa calma.
—¿Para qué? —preguntó,pero ya sabía.
—Leí que cuanta más leche tomeel bebé, más produces. Es bueno para ti… y para quien la pruebe.
—¿Y con mamá nunca lo hiciste? —preguntó,curiosa.
—Sus pechos no son tanhermosos como los tuyos —respondí, sincero—. Los tuyos… sonperfectos.
Una sonrisa fugaz cruzó surostro. Orgullo, pensé. Le gustaba que la deseara.
—Eres un pervertido —murmuró,pero había un brillo travieso en sus ojos.
—Quiero probarte —confesé.
—No puedes —dijo,pero su voz tembló.
—¿Quieres que lo haga? —pregunté,extendiendo la mano.
—¡No! ¡Para ya! —gritóbajito, pero no se movió.
—Tu papi tiene hambre… y amalos pechos de su hija.
Y entonces, como si su cuerpo merespondiera, un chorro fino de leche brotó de su pezón izquierdo, manchando sucamisón.
Apagué la tele. Encendí lasluces. Saqué mi celular.
—¿Qué haces? —protestó,tratando de cubrirse.
—Documentando propiedadesmedicinales —mentí, enfocando sus senos empapados.
Ella suspiró, derrotada. —Estábien… trae un vaso.
Pero yo no quería un vaso.
La agarré por la cintura y lagiré hacia mí. Antes de que pudiera protestar, incliné la cabeza y atrapé supezón derecho entre mis labios.
Dios.

Era dulce. Cálida. Más espesa delo que imaginaba. Chupé fuerte, y Valeria gimió, arqueándose.
—Es diferente… —jadeó—. Noes como con Abby… ni como con León…
—León es un escuincle —gruñíentre su piel—. Yo soy un hombre.
Su mano, que había estado inmóvilen mi hombro, se deslizó lentamente hacia mi entrepierna.
—Chupas más fuerte… como unsalvaje —murmuró, y no era un reproche.
Cuando sus dedos rozaron mierección, casi me corrí ahí mismo.
Pasamos horas así. Yo, bebiendode ella como un hombre sediento en el desierto. Ella, gimiendo, ofreciéndomesus senos como si fueran una ofrenda sagrada.
—Más… —ordené,apretando su pecho hasta que otro chorro llenó mi boca.
Sus gemidos se volvieronquejidos, pero no me detuvo. Quería vaciarla. Marcarla. Que supiera que esospechos, ese cuerpo, ahora también eran míos.
Cuando por fin me separé, suspezones estaban hinchados, adoloridos, brillantes de saliva y leche. Misboxers, empapados de mi propio deseo.
—Nunca… había sentido algo así —confesó,jadeando.
Y supe que esa noche solo era elprincipio.
Porque ahora, Valeria no solo erami hija…
Era mi adicción.
Al día siguiente, la rutina serepitió. Valeria y yo nos sentamos en el sofá, viendo Los Borgia, con Abbydormida en su regazo. La tensión entre nosotros era palpable, cargada deanticipación y deseo. Sus senos, siempre un foco de atención, se movían suavementebajo su camisón, tentándome sin siquiera intentarlo.
—¿Te gustó anoche? —le pregunté,tratando de sonar casual, aunque mi voz delataba mi excitación.
Ella asintió, mordiéndose ellabio inferior. —Sí, papá. Fue... diferente.
—Hoy será aún mejor —prometí, yapagué la tele.
Valeria me miró con una mezcla demiedo y expectativa. Sabía lo que venía, y aunque una parte de ella queríaresistirse, otra anhelaba más.
—Ven aquí —le ordené, extendiendola mano.
Ella se levantó, llevando a Abbyen sus brazos, y se acercó a mí. Con cuidado, coloqué a la bebé en su cuna y mevolví hacia Valeria. Mis manos fueron directas a sus senos, apretándolossuavemente, sintiendo su peso y su calidez.
—Te daré lo que perdiste —lesusurré al oído, y comencé a desabrochar mi cinturón.
Sus ojos se agrandaron al ver mierección, dura y lista. Con una sonrisa perversa, me saqué la verga, yagoteando de anticipación.
—Ven, mi niña —le dije, tomándolade la mano y guiándola hacia mí.
Ella se arrodilló, su respiraciónacelerada, y me miró con una mezcla de asombro y curiosidad. Tomé su cabeza conambas manos y la guié lentamente hacia mi miembro. Cuando su boca me rodeó,sentí un escalofrío de placer recorrer mi espalda.
—Así, mi amor —murmuré, moviendosus cabeza hacia adelante y hacia atrás, enseñándole el ritmo que quería.
Sus labios, su lengua, erancielo. La sentí relajarse, adaptándose a mi tamaño, tomando más de mí con cadamovimiento. Mis gemidos llenaron la habitación, y sus manos se posaron en miscaderas, apretando, animándome.
—Más profundo —ordené, y ellaobedeció, tomando casi toda mi longitud.
Sentí su garganta cerrarsealrededor de mi glande, y casi exploto. Con un esfuerzo sobrehumano, mecontuve, queriendo saborear cada segundo de ese momento.
—Eres una buena niña —le elogié,acariciando su cabello—. Ahora, trágatelo todo.
Con un último empujón, la penetréprofundamente, sintiendo su garganta contraerse alrededor de mi verga. Yentonces, con un gruñido, me liberé, llenando su boca con mi semen. Ella tragó,y tragó, tomando todo lo que le daba, sus ojos lagrimeando pero sin apartarse.
Cuando por fin me retiré, su bocaestaba roja e hinchada, y una sonrisa satisfecha cruzaba su rostro.
—Buena niña —repetí, ayudándola alevantarse.
Valeria se limpió la boca con eldorso de la mano, y me miró con una mezcla de orgullo y sumisión.
—Te amo, papá —susurró, y supeque era verdad.
En ese momento, supe que habíacruzado otro límite, y que ya no había vuelta atrás. Valeria era mía, en cuerpoy alma, y haría cualquier cosa por mantenerla así.
Esa misma noche, decidí que erael momento de llevar las cosas un paso más allá. Valeria y yo nos encontrábamosen el umbral de una nueva etapa en nuestra relación, y estaba dispuesto aexplorar cada rincón de su cuerpo y su mente.
—Valeria, mi amor —le dije,tomando su mano mientras estábamos de pie junto a la cuna de Abby—, creo que eshora de que la bebé tenga su propio espacio. Te mudarás a mi cuarto.
Ella me miró con una mezcla desorpresa y nerviosismo, pero asintió lentamente, entendiendo que no habíavuelta atrás.
—Está bien, papá —respondió envoz baja, su voz temblando ligeramente.
La guie hasta mi habitación, unaestancia oscura y masculina, dominada por una cama king size. Cerré la puertadetrás de nosotros y encendí una lámpara de noche, creando un ambiente íntimo ysensual.
—Desnúdate para mí, Valeria —leordené, mi voz profunda y autoritaria.
Ella obedeció, sus manostemblorosas desabrochando su camisón. La tela cayó al suelo, dejando aldescubierto su cuerpo desnudo, sus curvas voluptuosas y sus senos llenos ypesados. Mis ojos se clavaron en ella, devorando cada detalle, cada sombra,cada curva.
—Eres perfecta —murmuré,acercándome a ella. Mis manos rozaron sus caderas, sus costados, sus senos,sintiendo su piel suave y cálida bajo mis dedos.
Valeria gimió suavemente,inclinando la cabeza hacia atrás, entregándose a mis caricias. Mis labiosencontraron su cuello, besando y mordiendo suavemente, haciendo que surespiración se acelerara.
—Te deseo, papá —susurró, susmanos explorando mi cuerpo, desabrochando mi camisa, tirando de mi cinturón.
—Y yo a ti, mi amor —respondí, mivoz ronca de deseo.
La empujé suavemente hacia lacama, y ella cayó sobre el colchón, sus ojos brillando de anticipación. Mequité la ropa rápidamente, mi erección dolorosamente dura, y me subí a la cama,posicionándome entre sus piernas.
—Te voy a follar como nuncaantes, Valeria —le prometí, mi voz un gruñido bajo.
Ella gimió, levantando lascaderas para encontrarse conmigo, invitándome a entrar. Con un movimiento lentoy deliberado, me hundí en ella, sintiendo su calor y su humedad envolviéndome.
—Dios, qué bien se siente —gemí,comenzando a moverme, mis caderas encontrando un ritmo primitivo y salvaje.
Valeria gritó, sus uñasclavándose en mi espalda, sus piernas envolviendo mi cintura, animándome a irmás profundo, más rápido.
—Más, papá, más —suplicó, su vozentrecortada por el placer.
Obedecí, mis embestidasvolviéndose más fuertes, más desesperadas. El sonido de nuestra piel chocandollenaba la habitación, junto con nuestros gemidos y jadeos. Mientras lapenetraba, no podía evitar compararla con su madre, y la diferencia me volvíaloco de deseo.
—Tú sí que sabes follar, Valeria—gruñí—. Eres mucho mejor que tu madre. Ella nunca me dio esto.
Valeria, al escuchar mispalabras, se excitó aún más, sus caderas moviéndose al compás de las mías, susgemidos llenos de un placer salvaje.
—Tu hermano es un niño comparadocontigo, papá —jadeó, sus palabras entrecortadas por el esfuerzo—. Eres unsemental, me vuelves loca.
Mis manos apretaron sus caderascon fuerza, mis dedos clavándose en su carne mientras la penetraba con másbrutalidad. El sonido de nuestra piel chocando era casi ensordecedor, y el olora sexo llenaba el aire.
—Te voy a llenar toda, Valeria—gruñí—. Quiero que sientas cada gota de mi semen dentro de ti.
Ella gritó, su cuerpo tensándosealrededor de mí, sus músculos internos apretándome con fuerza. Sentí su orgasmosacudiéndola, y eso fue suficiente para empujarme al borde. Con un rugidofinal, me liberé dentro de ella, llenándola con mi semilla, mi cuerpo temblandode placer.
Caí sobre ella, nuestro sudormezclándose, nuestros corazones latiendo al unísono. Nos quedamos así,enredados el uno en el otro, nuestros cuerpos saciados y nuestras almasentrelazadas.
—Te amo, papá —susurró de nuevo,sus dedos trazando patrones en mi espalda.
—Y yo a ti, mi amor —respondí,besando su frente—. Para siempre.
Desde aquella noche, nuestra vidadio un giro radical. Ya no éramos solo padre e hija; éramos una pareja,amantes, confidentes. El departamento se transformó en nuestro nido de amor, unlugar donde cada rincón respiraba lujuria y devoción. Abby, nuestra pequeña,creció rodeada de un amor intenso y visceral, ajeno a la realidad de nuestrarelación. Valeria y yo nos paseábamos por el poblado tomados de la mano, riendoy besándonos como adolescentes, sin importarnos las miradas curiosas o lossusurros. La diferencia de edad era solo un número para nosotros.
Por las noches, nuestro lecho seconvertía en un campo de batalla de pasión desbordada. Hacíamos el amor sincontrol, explorando cada rincón de nuestros cuerpos, saciando nuestros deseosmás profundos. El sexo se volvió un elixir de juventud para mí, una fuenteinagotable de energía y placer. Valeria, con su cuerpo exuberante y su apetitoinsaciable, me hacía sentir como un rey, un semental en su mejor momento.
Pasado casi un año de nuestranueva vida, recibí la noticia que cambiaría todo de nuevo. Valeria, conlágrimas de felicidad en los ojos, me anunció:
—Estoy embarazada, papá.
La tomé en mis brazos y la besécon pasión, sintiendo una oleada de emociones: amor, deseo, orgullo. Este nuevoembarazo sería diferente; sería un símbolo de nuestro amor, una extensión denosotros mismos.
Durante los meses siguientes,cuidé de Valeria como nunca antes. Su vientre creció, y con él, mi amor y deseopor ella. Hacíamos el amor con más intensidad, nuestras sesiones de pasión sevolvían más salvajes, más primitivas. Cada noche era una celebración de nuestroamor, un homenaje a la vida que crecía en su interior.
Cuando finalmente nació nuestrobebé varón, sentí una alegría indescriptible. Lo sostuve en mis brazos,mirándolo con orgullo y amor. Valeria, exhausta pero radiante, me sonrió, y enese momento, supe que éramos una familia, una familia atípica pero perfectapara nosotros.
Corrimos a registrar a nuestrohijo como si fuéramos una pareja cualquiera, y así nos sentíamos. La vidacontinuó con normalidad, llena de amor, risas y deseo. Valeria y yo éramosinseparables, y nuestros hijos, Abby y el pequeño, eran nuestra mayor bendición.
Hasta que un día, mientrasValeria y yo nos besábamos en el patio, con los niños gateando alegremente enel jardín, apareció León. Su figura se recortó en la entrada de la casa, y nosmiró con una mezcla de terror y comprensión. Ninguno de los tres dijo nada; elsilencio fue ensordecedor. León nos observó, asimilando la escena, y luego, conuna expresión de dolor y aceptación, se dio vuelta y se marchó.
Su visita fue breve peroimpactante. Sabía que había comprendido todo, que había visto la verdad ennuestros besos y caricias. Y aunque su aparición nos dejó en silencio, tambiénnos hizo más fuertes, más unidos. Valeria y yo sabíamos que éramos inseparables,que nuestro amor era más fuerte que cualquier obstáculo. Y así, continuamosnuestra vida, llenos de pasión, deseo y un amor profundo y visceral.
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