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Capítulo 1: La boda
Clara llevaba dos horas con la cámara colgada del cuello y los pies hechos polvo. Era la boda de una amiga de Cádiz, celebrada en un caserón en las afueras de Madrid. Risas, vino, farolillos, discursos cursis. Había hecho más de 300 fotos: los anillos, los besos, los padres llorando, los novios bailando.
A eso de las dos de la mañana, ya estaba borracha. Le costaba enfocar, pero se reía sola. Tenía las mejillas rojas, los rizos revueltos y un vaso de vino en una mano mientras intentaba seguir con las fotos sin que se le notara lo colocada que iba. Había esnifado una raya de coca con una prima del novio en el baño y llevaba una segunda en la bragueta “por si acaso”.
Entonces, un hombre se le acercó. Tendría unos cuarenta y pocos, moreno, con camisa medio desabrochada, la mirada directa y una sonrisa tranquila. La había estado observando todo el día.
—¿Tú siempre estás detrás de la cámara?
—¿Dónde quieres que esté, picha? —respondió Clara sin pensarlo, arrastrando el acento gaditano con una risa sucia.
—Delante. Quiero dibujarte. Desnuda.
Clara lo miró con los ojos medio cerrados. Sonrió. Le dio otro trago al vino.
—¿Tú estás loco o qué?
—Te pago mil euros si posas ahora para mí. Aquí. En el baño. Como estás. Así, suelta.
Ella se rió. Fuerte. Como si le hubiera dicho el mejor piropo del mundo. Luego bajó la mirada y asintió.
—Vamo’ pa’llá, artista. Pero si me haces fea te parto la cara.
Entraron al baño de la planta baja. Era estrecho, con una encimera de mármol y un espejo antiguo. Clara cerró con pestillo. Se quitó la cámara del cuello y la dejó a un lado. Luego se bajó la cremallera del vestido hasta la cintura y lo dejó caer.
No llevaba sujetador. Solo unas braguitas negras de encaje, algo húmedas ya.
—¿Dónde me pongo?
—Ahí, contra el lavabo.
Ella se apoyó con las dos manos sobre el mármol. Se miró en el espejo. Se gustó. Se mordió el labio. Luego bajó las bragas sin decir nada, las dejó a un lado, y empezó a masturbarse con dos dedos, lenta, mientras él sacaba la libreta y un carboncillo.
—¿Así te vale? —preguntó Clara, con la voz ronca.
Él no respondió. Dibujaba. Ella no paraba. Cada vez más mojada. Se abrió de piernas, subió una rodilla al lavabo y dejó que todo él la viera.
—¿Quieres más? —preguntó, lamiéndose los dedos.
Él asintió.
Y entonces Clara se sentó encima del lavabo, abrió las piernas del todo, y se metió tres dedos mientras se tocaba el pezón con la otra mano. Gemía bajito. El dibujo salía solo.
Cuando acabó, él le enseñó el papel.
Era ella. Sudada. Con el coño abierto. La boca entreabierta. Los rizos alborotados. Y esa cara: la cara de alguien que había cruzado una línea y no pensaba volver.
—Toma mi número —dijo él—. Si quieres ganar dinero de verdad… podemos hacer más de esto.
Clara se guardó el dibujo en la bolsa.
Esa noche volvió a casa con el móvil lleno de fotos de boda... y el coño aún temblando.
A la semana siguiente estaba en su primer estudio, completamente desnuda, delante de cinco artistas. Ahí empezó todo.
Capítulo 2: La galería oculta
Una semana después de la boda, Clara se quitaba la ropa delante de cinco desconocidos.
Era un estudio amplio, en un piso de Lavapiés. Paredes blancas, ventanas altas, olor a pintura y café. Los cinco artistas estaban sentados con sus blocs, en silencio. En el centro, una silla de madera y un diván rojo.
—¿Estás cómoda? —preguntó uno de ellos.
—Estoy en pelotas, rodeá de tíos, y me van a pagar por quedarme quieta. ¿Tú qué crees?
Todos rieron. Ella no. Se quitó la camiseta y el sujetador. Luego el pantalón. Y las bragas. Tenía el vello recortado, rizado, oscuro. Se sentó con una pierna sobre la otra y los brazos apoyados detrás.
Los lápices comenzaron a moverse.
Después de diez minutos, uno de los dibujantes —más joven, de barba rala— le pidió:
—¿Puedes abrirte un poco más? Así puedo verte bien… las líneas.
Clara no dijo nada. Se abrió de piernas. Su coño brillaba húmedo.
Otro se atrevió:
—¿Puedes tocarte un poco?
Ella levantó una ceja.
—¿Eso también entra en el precio?
—Sí —dijo el del primer dibujo—. Doscientos más.
—Pues dame el pincel, artista.
Y lo hizo. Se recostó, se abrió aún más y se acarició despacio. Primero por fuera. Luego por dentro. Los dedos se deslizaron con facilidad. Todos dibujaban. Algunos respiraban más fuerte. Clara se empapó. Disfrutaba.
Al terminar, le pagaron en efectivo.
Dos días después, uno de esos retratos estaba colgado en una galería privada online. Solo por invitación. Clara no sabía nada. Pero los mensajes empezaron a llegar.
“¿Eres tú la de los dibujos?”
“¿Puedo contratarte para una sesión privada?”
“¿Haces también poses con otras chicas?”
“¿Tu novio sabe lo que haces?”
Clara no contestó. Solo guardaba los mensajes en una carpeta: “Clientes”.
Esa noche llegó a casa. Álvaro, su novio, estaba con el portátil, trabajando. Ella se desnudó en silencio, se metió en la cama y lo abrazó por detrás.
—¿Qué tal el día?
—Normal —respondió Clara.
Pero en su mente solo pensaba en lo siguiente: un encargo doble, con otra chica, en un ático de Chueca.
Capítulo 3: El trazo profundo
El mensaje llegó un martes por la tarde.
“Dos modelos masculinos. Sesión privada. Se paga en mano. Te quieren en acción, no solo posando. 2.000€ si aceptas. 3.000€ si hay penetración anal. Tú decides.”
“¿Dónde y cuándo?”, respondió Clara.
El ático estaba en un edificio antiguo del barrio de Justicia. Luz natural por los ventanales, una cama baja en el centro, alfombras marroquíes, y un sofá donde ya esperaban dos hombres. Uno de piel morena, atlético. El otro, más corpulento, con barba y tatuajes. Ambos desnudos, empalmados.
—¿Estás bien?
—Estoy aquí, ¿no?
Clara se quitó la camiseta. No llevaba sujetador. Luego el pantalón. Tampoco bragas. Se agachó a coger una copa de vino, dándoles una vista clara desde atrás.
Uno de ellos le besó la espalda mientras el otro le escupía en el culo y comenzaba a abrirle con los dedos. Ella gemía ahogada por la boca llena, pero no se detenía.
—Abre más —le dijeron.
Ella se puso a cuatro patas. El más grande se colocó detrás y se la metió por el culo. Primero solo la punta. Luego más. Clara apretó los dientes, agarró la alfombra, y se arqueó hacia él.
—¡Más! —jadeó—. ¡Métela entera, cabrón!
Se la follaban por los dos agujeros a la vez. El dibujante captaba cada gesto, cada temblor, cada curva forzada por el placer brutal.
El orgasmo le llegó gritando. Los dos hombres acabaron sobre su espalda. Ella se giró, se limpió con los dedos y se los chupó lentamente.
—¿Tú también vas a querer meterla, o solo dibujas?
El dibujante dejó el lápiz.
Clara sonrió.
A la mañana siguiente, tenía 4.000 euros más.
Capítulo 4: Fin de semana sin reglas
Clara abrió la maleta en el hotel de Dalt Vila. Un coche negro con cristales tintados la había recogido. El remitente: Elías Grimaldi. Coleccionista de arte. Millonario. Silencioso.
El dinero estaba ingresado: 6.000 euros por el fin de semana.
Clara se duchó, se puso un vestido de seda sin ropa interior, y bajó al restaurante. Él era elegante, frío, y directo.
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Porque dibujo bien con el coño.
Subieron a la suite.
Tres cámaras. Un lienzo. Una cama redonda.
—Quiero verte sola. Quiero grabarte.
Clara se desnudó. Se tumbó. Se masturbó despacio. Se abrió. Gritó. Él no la tocó. Solo grababa.
Después de cenar cocaína sobre un libro de fotografía japonesa, Clara se dejó follar contra el cristal con vistas al puerto. Él la quería para su colección.
—Quiero que este culo salga en mi próxima exposición.
—¿Con marco dorado o sin marco? —respondió Clara.
Mientras tanto, en Madrid, Álvaro abría el móvil. Clara llevaba 24 horas sin contestar.
Y algo dentro de él ya empezaba a arder.
Continuará
0 comentarios - Un secreto muy bien guardado