You are now viewing Poringa in Spanish.
Switch to English

Lecciones de embrague

Lecciones deembrague



Lecciones de embrague


Narrado por Nadia:


Se acerca mi cumpleaños #19 y,aunque ya tengo mi carro nuevo —un regalo de mi mamá con la condición de queaprenda a manejar—, la verdad es que no tengo ni idea de cómo hacerlo.
Mi papá, Enrique, se ofreció aenseñarme. Él y yo… no tenemos la mejor relación. Se fue de casa cuando yo erauna niña, y hasta hace poco reapareció con ese discurso de "quieroser parte de tu vida". Pero yo ya no soy esa niña que lloraba por él.Ahora tengo 18, un cuerpo que hace voltear miradas y una curiosidad que nopuedo controlar.
Hoy es nuestra primera clase. Mevestí con un short jeans extra corto (los que apenas cubrenmis nalgas) y una camiseta blanca, ajustada y sin bra. Mis tetas son grandes,firmes, y me encanta sentir el aire rozando mis pezones duros. Desde que perdími virginidad el mes pasado —un rápido encuentro con el novio de mi mejoramiga—, no puedo parar. Cada mirada, cada roce, me enciende.
Nos vemos en el estacionamientode un centro comercial abandonado. Hace años que no lo veo, y cuando llega, mesorprende.
Dios, ¿envejeció o se puso másbueno?
Enrique es alto, más de lo querecordaba. Tiene el cabello rubio oscuro, esos ojos verdes que heredé y unamandíbula cuadrada que delata su costumbre de morderse el labio cuando estápensando. Sus brazos son gruesos, musculosos, y lleva una camisa negra abiertaque deja ver su torso marcado. Si no fuera mi padre, ya le habría tirado elrollo.
—Hola, princesa —dice, con esavoz ronca que no recuerdo.
—Hola —respondo, fingiendoindiferencia mientras me subo al auto.
El asiento del conductor meintimida. Enrique me explica lo básico: encender el motor, los pedales, losespejos. Pero cuando me toca a mí, me paralizo. Las manos me tiemblan, larespiración se acelera.
—Nadia, tranquila —dice,tomándome las manos.
Sus dedos son cálidos, fuertes.Las besa, uno por uno, y siento un escalofrío recorriéndome.
—No puedo… —murmuro.
—Tengo una idea —susurra.
Se baja, viene a mi puerta y meordena con un gesto que salga. Luego, él se sienta en el asiento del conductory me mira fijo.
—Sube.
—¿Dónde? —pregunto, aunque ya losé.
—Aquí —responde, golpeando sumuslo con la palma de la mano.
El asiento está corrido haciaatrás, pero aun así…
—Papá, ya no soy una niña—protesto, aunque algo dentro de mí se estremece.
—Es solo para que pierdas elmiedo —dice, con esa voz que ahora parece más oscura—. No tienes que hacernada. Yo manejo por ti.
Dudo, pero al final me sientosobre sus piernas. Su cuerpo es grande, duro. Su aliento me golpea el cuellocuando se inclina para hablar.
—Relájate… —murmura, mientras sumano derecha enciende el auto.
Me recuesto contra su pecho,sintiendo los latidos de su corazón. Su mano izquierda cubre la mía en elvolante, guiándome.
—Así… despacio —susurra, con labarbilla apoyada en mi hombro.
Nuestras piernas se rozan. Éltambién trae shorts, y el calor de su piel quema. Cada movimiento del auto haceque mi culo roce su entrepierna. Y entonces… lo siento.
Algo duro. Algo que no deberíaestar ahí.
Mi respiración se corta. Éltambién lo nota, porque de pronto tensa los músculos. Pero no se detiene.
—P-Papá… —trago saliva.
—Ssh… —su mano aprieta la mía conmás fuerza—. Concéntrate en el camino.
Pero ya no hay camino. Solo haysu erección presionando contra mí, sus labios cerca de mi oreja, y ese olor acolonia y deseo que me nubla la mente.
Y lo peor… lo peor es que megusta.
Narrado por Enrique, 42 años
Hace diez años que me fui. Diezaños perdidos, arrepentimientos acumulados y una hija que ya no me reconoce.Pero cuando supe que cumplía 18, que tenía ese auto nuevo y que necesitabaaprender a manejar… algo dentro de mí se encendió.
No vine por remordimiento.Vine por ella.
La vi parada en elestacionamiento vacío, bajo el sol de la tarde. Dios mío, Nadia ya noes una niña. Llevaba un short que apenas le cubría esas nalgas firmes, unacamiseta blanca pegada a sus tetas redondas —sin sostén, por supuesto—, y esecabello castaño ondeando con el viento. Sus labios pintados de rojo, suspiernas largas, su mirada desafiante.
Mierda. Esto es más difícil delo que pensé.
—Hola, princesa —dije, tratandode que mi voz no delatara el nudo en la garganta.
Ella me respondió con frialdad,pero sus ojos me recorrieron de arriba abajo. Lo noté. Le gusto.
El primer problema surgió cuandose paralizó en el asiento del conductor. Temblaba como una hoja, sus manosfrías entre las mías. Le besé los dedos sin pensar, solo para calmarla, pero elsabor de su piel me electrizó.
—Tengo una idea —susurré, con unavoz que ya no era la de un padre.
Bajé del auto, me senté en elconductor y la miré.
—Sube.
—¿Dónde? —preguntó, pero suspupilas se dilataron. Sabía exactamente lo que quería.
—Aquí.
Dudó, claro. Pero también semordió el labio. Ese gesto lo conozco. Es el mismo que hacía su madrecuando quería que la convenciera.
—Papá, ya no soy una niña—protestó, pero su voz tembló.
Justo por eso.
—Es solo para que pierdas elmiedo —mentí, mientras mis dedos se cerraban alrededor de su cintura paraayudarla a subir.
Cuando se sentó sobre mispiernas, contuve un gemido. Su culo era suave, caliente, perfecto. El olor avainilla de su piel me mareó.
—Relájate… —le ordené, aunque yoera el que necesitaba calmarse.
Encendí el auto, rodeándola conmis brazos. Cada vez que movía el volante, mis bíceps rozaban sus pezones durosbajo la tela. Lo sabe. Le excita.
—Así… despacio —murmuré contra sucuello, sintiendo cómo se estremecía.
Pero entonces sucedió.
Ella se movió, ajustándose en miregazo, y mi erección —dura, dolorosa— presionó directamente contra su trasero.
Joder.
Nadia contuvo el aliento. Yotambién.
—P-Papá… —susurró, pero no seapartó. Al contrario, apretó más.
—Ssh… —mi mano se cerró sobre lasuya con fuerza—. Concéntrate en el camino.
Pero el único camino que veía erael que llevaba a su boca entreabierta, a sus muslos temblorosos, a ese gemidoque estaba a punto de escapársele.
Y entonces, sin pensarlo, mi manoizquierda se deslizó desde el volante hasta su muslo, subiendo… subiendo…
Narrado por Nadia
Su mano callosa sube por mimuslo, lenta pero sin dudar. Los dedos se hunden en mi piel, trazando círculoscerca del borde de mi short. Dios, esto está mal… pero no quiero quepare.
—P-Papá… el volante—, digo, peroes una queja falsa. El auto avanza a 10 km/h, zigzagueando entre líneaspintadas en el asfalto.
—Tú concéntrate en manejar—murmura contra mi oreja, mientras su boca caliente muerde el lóbulo. Unescalofrío me recorre. Su otra mano, la que debería estar en el cambio develocidades, se posa en mi cintura, tirando de mí hacia atrás.
Siento su erección dura contra mitrasero, palpitando. Es enorme.
—¿Así te puso tu novio?—pregunta, rozando mis pezones a través de la tela.
—No tengo novio— jadeo,arqueándome hacia su tacto.
—Mentira. Alguien te quitó lovirgen— su voz es áspera, celosa. Sus dedos encuentran el botón de mi short.
El motor ruge cuando acelera sinquerer, pero ya no importa. El auto se detiene bruscamente en medio delestacionamiento vacío. Apaga el contacto. El silencio es sofocante.
—Enrique— susurro, usando sunombre por primera vez.
Eso lo rompe.
Gira mi cara hacia él y me besacon hambre. Su lengua sabe a café y a pecado. Manos grandes me agarran de lascaderas, levantándome por un segundo antes de tirarme boca abajo sobre elasiento reclinado.
—Te he imaginado así— gruñe,arrancándome el short y las bragas de un tirón—. Desde que te vi en ese vestidorojo en tu fiesta.
El aire frío del estacionamientogolpea mi sexo empapado. Gimo cuando sus dedos me abren, examinándome sinpudor.
—Mira cómo mojas el asiento,putita— escupe, frotando su pulgar sobre mi clítoris.
—¡Ah! Papá, por fav—
Un manotazo en mi culo me calla.
—Di mi nombre.
—¡Enrique!— grito, retorciéndome.
Siento el ruido de su cinturón alabrirse, del jeans cayendo. Algo grueso y ardiente roza mi entrada. Nopuede ser tan grande…
—Esto es lo que querías, ¿no?—jadea, mordiendo mi hombro—. Desde que te sentaste en mis piernas.
No respondo. No hace falta.
Empuja dentro de mí de unaestocada, desgarrándome en dos. Grito, pero él tapa mi boca con una manomientras la otra me ata del cuello.
—Calladita. Alguien podríavernos— murmura, empezando a moverse.
Cada embestida me aplasta contrael asiento de cuero. Sus pelotas chocan contra mi clítoris con un sonidohúmedo. El espejo retrovisor me muestra su cara retorcida de lujuria, susmúsculos tensos mientras me usa.
—Vas a venirte en mi polla,¿verdad?— gruñe, acelerando el ritmo—. Mi princesa sucia.
Asiento, babas y lágrimasmezclándose en mis labios. Cuando el orgasmo me golpea, muerdo el asiento parano gritar. Él sigue moviéndose, prolongando mi éxtasis hasta que finalmente secorre dentro de mí con un rugido ahogado.
Nos quedamos temblando, pegadospor el sudor y los fluidos.
—La próxima lección— dice al fin,limpiándome con su camisa—, practicaremos los cambios de velocidad.
Y sonríe. Y yo sé quevolveré.
Mamá estaba en la cocina cuandoentré.
—¿Cómo te fue con tu padre?—preguntó sin levantar la vista de los platos.
—Bien… solo lo básico —respondí,cruzando las piernas para ocultar el temblor que aún no se iba.
Me miró sonriendo, orgullosa desu "niña responsable". Si supiera que su hija acababa de gemir comouna zorra sobre el volante que él le enseñó a agarrar.
Esa noche, en la ducha, memasturbé recordando sus manos en mi cintura, su voz ronca en mi oído. Enrique. Inclusoel jabón ardía al rozar mi clítoris inflamado.
Al día siguiente nos encontramosen el mismo lugar. Esta vez, llevo un vestido negro sin nada debajo. Parafacilitar las cosas.
—Hoy practicaremos reversa —diceél, con una sonrisa que hace que mi vientre se contraiga.
Pero apenas entro al auto, susmanos están en mis muslos.
—¿Así vienes a tu clase demanejo? —gruñe, levantando el vestido para revelar mi sexo rapado—. Pincheputita descarada.
—Solo quería… practicar másrápido —jadeo, mientras sus dedos me abren sin ceremonias.
—Mentirosa —me acusa, metiendodos dedos de golpe—. Esto está empapado. ¿Te tocaste pensando en mí?
Asiento, avergonzada. Él resoplay de repente abre la puerta trasera.
—Adentro. Ahora.
El asiento trasero es estrecho.Él me empuja boca abajo, mi cara contra el vidrio empañado. Escucho el ruido desu cinturón, el gemido que le escapa cuando libera su verga, gruesa ypalpitando.
—No me esperé ni un día paravolver a olerte —susurra, frotando la cabeza entre mis labios—. ¿Cuántos dedoste metiste anoche, eh?
—T-Tres… —confieso, sintiendocómo me penetra con los suyos.
Joder —gruñe,retorciéndoselos dentro—. Y ahora aguanta esto.
Entra de un empujón,desgarrándome. Grito, pero él me tapa la boca con una mano mientras con la otrame ata del cuello.
—Shh… así —jadea,embistiendo como si quisiera romperme—. Mírate en el espejo… míranos.
En el retrovisor, veo su caradeformada por el placer, mis tetas rebotando con cada golpe, nuestros cuerpospegados por el sudor.
—¿Te gusta que tu papá te follecomo perra en celo? —escupé, clavándome las uñas en las caderas.
—¡Sí! ¡Sí! —gimo, sintiendo elorgasmo acercarse.
—Pidele bien.
—¡Por favor, papi, hazme venir!—suplico, sabiendo que ya estoy perdida.
El sonido de nuestras pieleschocando llena el auto. Cuando vengo, muerdo el asiento para no gritar. Él secorre dentro de mí con un gruñido animal, llenándome hasta que gotea.
Nos quedamos jadeando, pegajososy culpables.
—Mañana —dice al final,limpiándome con su boxer— practicaremos estacionamiento en paralelo.
El tercer día llegué temprano,usando sólo un top deportivo ajustado y una falda escolar demasiado corta. Sinbragas, por supuesto.
Enrique ya estaba allí, apoyadocontra el hood del auto con esa mirada de depredador que ahora reconocíademasiado bien.
—Hoy aprenderás a estacionarte enespacios estrechos —dijo, pasando la lengua por sus labios mientras sus ojosdevoraban mis piernas—. Necesitarás... precisión
Me guiñó un ojo y supeexactamente a qué tipo de práctica se refería.
—Primero, alinea el auto paraleloal de adelante —ordenó, mientras sus dedos trazaban círculos en mi muslointerno—. Aproximadamente... a 30 cm de distancia
Su mano izquierda guiaba elvolante. La derecha ya estaba bajo mi falda, dos dedos enterrándose en mí sinprevio aviso.
—¡Ah! P-Papá, el volante— gemí,sintiendo cómo me abría.
Enrique —corrigiógruñendo, añadiendo un tercer dedo—. Y tú concéntrate en las instrucciones
El auto avanzó a trompiconesmientras yo jadeaba, intentando seguir sus indicaciones entre embestidasdigitales.
—Ahora... gira el volantetodo a la derecha —susurró al mismo tiempo que su pulgar encontraba miclítoris—. Y retrocede... lentamente
El placer nublaba mi visión.Apenas podía ver por los espejos, empañados por nuestro aliento caliente.
—¡Mierda! ¡Voy a...!
Espera —ordenó,retirando sus dedos bruscamente—. Primero termina la maniobra, princesa
Cuando por fin alineé el autoentre los otros dos (bastante torpemente, admito), Enrique no perdió tiempo:
Bloqueó las puertas con un clic siniestro Reclinó mi asiento hasta quedar casi horizontal Se subió la camisa para revelar ese abdomen marcado que me volvía loca—Ahora viene la parte importante —gruñó,desabrochando su jeans—. ¿Ves lo apretado que queda elespacio? Necesitas... ajustarte perfectamente
Su verga palpitante rozó mislabios antes de entrar de un solo golpe. El retrovisor me mostraba:
Mis piernas temblorosas en el aire Sus manos marcando mis caderas Nuestros cuerpos chocando al ritmo del radio estático—Así... tan estrecho comotu cabecita —bromeó salvajemente, aumentando el ritmo—. ¿Te gusta quete estacionen así, Nadia?
—¡Sí! ¡Dios, sí, papi! —grité,agarrando los asientos mientras el orgasmo me sacudía.
Él vino después, llenándome hastaque el líquido caliente goteó sobre el asiento de cuero.
—Mañana practicaremos... "cambiode aceite"
Y por cómo me palpita todavíaentre las piernas, sé que voy a llegar temprano otra vez...
El taller mecánico abandonadoolía a gasolina y sexo no confesado. Papá —no, Enrique— me habíacitado ahí diciendo que "el auto necesitaba mantenimiento". Ambossabíamos qué líquidos realmente cambiaríamos hoy.
Llevaba overoles azules sinnada debajo, la cremallera bajada hasta el ombligo. Él apareció con unallave inglesa en una mano y una botella de aceite sintético en la otra.
Mierda— resopló al vermesubida al hood del auto, las piernas abiertas contra el metal frío—. Así no sepuede trabajar, princesa.
—¿Problemas deconcentración, mecánico?— provocué, rozando el borde del overoldonde mis muslos se encontraban.
Sus manos engrasadas encontraronmi piel bajo el algodón azul:
"Revisión de filtros": Dedos ásperos que se perdían entre mis piernas mientras explicaba "este está sucio... necesita limpieza profunda" "Nivel de fluidos": Lengua caliente trazando el hilo de sudor entre mis tetas "el refrigerante está bajo... habrá que rellenar" "Herramientas especiales": La llave inglesa helada arrastrándose por mi vientre hasta hacer tictac contra el cierre metálico—Vamos a necesitar... recipientede drenaje— jadeó, tirándome boca abajo sobre el capó. El aceite del motoraún caliente quemaba mis pezones a través de la tela.
El sonido del cierre de susoveroles al abrirse me volvió loca. Cuando su verga impregnada del olor agasolina y sudor rozó mi entrada, el contraste fue eléctrico:
Frío: La botella de lubricante vaciándose sobre mi espalda Caliente: Su cuerpo aplastándome contra el metal mientras entraba hasta el fondo Sucio: Nuestros gemidos rebotando entre las paredes llenas de herramientas—Así se hace un cambio deaceite, putita— gruñó, mordiendo mi hombro con cada embestida—. Primerosacas lo viejo... sshhhlp... después rellenas con puraleche nueva
El orgasmo me golpeó cuando susdedos engrasados encontraron mi clítoris. Grité tan fuerte que el eco despertóa los perros callejeros afuera.
El olor a café y huevos revueltosaún flotaba en la cocina cuando mamá anunció que saldría:
—"Me voy alsupermercado, volveré en una hora" —dijo, sin notar cómoEnrique y yo intercambiamos esa mirada.
El portazo aún resonaba cuando yaestaba subiendo las escaleras tras él, sintiendo cómo su mano me agarraba lamuñeca con urgencia animal.
5 minutos después
Aquí no— jadeé cuando meempujó contra mi propia cama, con los posters de adolescentes mirando desde lasparedes—. Es... muy raro.
—Por eso mismo —rugió Enrique,arrancándome el short con un tirón mientras su boca sellaba la mía.
El contraste era obscenamenteexcitante:
Mi edredón de unicornios arrugándose bajo nosotros Su cinturón de hombre adulto azotando mi muslo al caer El roce de su barba en pezones que hasta hace meses usaban tops deportivos de colegiala—Joder, cómo mojas lassábanas —gruñó, metiendo tres dedos mientras con la otra mano se masturbabafrente a mi cara—. Huele... huele a que te tocaste pensando enesto.
Asentí, avergonzada peroexcitada, justo cuando la puerta delanteras se abriò abajo.
"¿Nadia? ¿Enrique? ¿Dóndeestán?"
La voz de mamá subiendo lasescaleras nos paralizó en la peor posición posible:
Él: Con la verga enterrada hasta las pelotas en mí Yo: Piernas abiertas enganchadas en su cintura, uñas clavadas en su espalda Evidencia: Mi ropa interior rasgada en el suelo, el lubricante todavía goteando del cajón de mi nochero—¡Mierda! —Enriqueintentó cubrirnos con mi almohada, pero ya era tarde.
La puerta se abrió.
El grito de mamá cortó el airecomo un cuchillo.
"¿QUÉ DEMONIOS...?¡ENRIQUE! ¡MI HIJA TIENE 18 AÑOS!"
Él se apartó de mí con velocidadsobrenatural, su verga aún brillante de mis fluidos. Yo me envolví en lassábanas, sintiendo el dolor-delicioso de lo que acabábamos dehacer aún palpitando entre mis piernas.
Espera, puedo explicar—mintió él, mientras yo veía algo incomprensible en los ojos demamá...
¿Rabia? ¿Asco? ¿O... envidia?
 

0 comentarios - Lecciones de embrague