
Capítulo 2
"Cenizas de un sueño"
**Domingo 18 de abril de 2010**
El destino, con su fragancia embriagadora de azahares y su risa impredecible, tiene un don para desbaratar los planes de quienes creen tener la vida bajo control. Para Elisa Heredia, una mujer de 40 años cuya existencia en Calvillo, Aguascalientes, parecía un lienzo cuidadosamente trazado, ese destino estaba a punto de revelar su lado más caprichoso. Durante 22 años, su matrimonio con Tomás Almada había sido el pilar de su vida, un refugio de amor, fe y tradición. Pero las grietas en ese pilar, disimuladas bajo la rutina y una indiferencia que crecía como hierba mala, comenzaban a volverse imposibles de ignorar.
Un solo día bastaría para poner a prueba la fortaleza de los lazos que los unían, mientras una sombra oportunista acechaba, lista para sacar provecho del naufragio.
Elisa era una mujer que, sin buscarlo, atraía miradas allá donde iba.
Con apenas 1.50 metros de estatura, su figura era como la de una muñeca de porcelana: delicada, pero imposible de pasar desapercibida. Su piel blanca, ojos azules como el cielo despejado de primavera y cabello rubio que caía en suaves ondas sobre sus hombros le daban un aire casi celestial. Aunque su busto era modesto —copa B—, sus muslos firmes y nalgas redondeadas, esculpidos por años de caminatas y gimnasio, hacían que su presencia fuera magnética, incluso bajo la ropa sencilla y recatada que siempre elegía. Sin embargo, Elisa no era una femme fatale, ni lo pretendía. Su rostro, casi siempre sin maquillaje, reflejaba una belleza natural, y su actitud, impregnada de los valores católicos con los que creció, era la de una mujer fina, reservada y devota. Hija de Don Jacobo Heredia Arrenz, un hombre de principios inquebrantables, y Doña Eloísa Jouvet de Heredia, una dama de elegancia intachable, Elisa había sido educada en escuelas religiosas con una idea clara: casarse, formar una familia y serle fiel a su esposo por siempre.
A los 18 años, tras un noviazgo de tres años con Tomás Almada, se casó con él en una ceremonia que aún recordaban los habitantes más antiguos de Calvillo. De ese amor nacieron tres hijas: Paola, de 21 años, Beatriz, de 19, y Nina, de 16, todas estudiando en Guadalajara y ausentes de la rutina diaria de sus padres. Con las chicas lejos, la vida de Elisa se había reducido a las tareas del hogar, sus clases de catecismo los domingos en la Iglesia del Señor del Salitre y las ocasionales salidas con su pequeño círculo de amigas para tomar café o ir al gimnasio. Era una existencia tranquila, casi idílica, pero también monótona, y en los últimos años, la chispa que alguna vez iluminó su matrimonio se había apagado bajo el peso del tiempo y una distancia que Elisa no podía comprender.
Tomás, a sus 46 años, seguía siendo un hombre atractivo: alto, de porte serio, con el cabello entrecano que le daba un aire distinguido. Su hacienda, heredada de sus padres, le proporcionaba una vida cómoda, y para Elisa, él seguía siendo el hombre bueno y trabajador que la había conquistado. Pero algo había cambiado. Desde hacía 4 años y medio, la intimidad entre ellos era un recuerdo lejano. Ni un abrazo apasionado, ni un beso que encendiera el alma, ni una noche de amor que la hiciera sentirse deseada.
Las excusas de Tomás eran siempre las mismas: cansancio, trabajo, estrés.
Al principio, Elisa lo justificó, pero con el tiempo, la ausencia de contacto físico se convirtió en un abismo emocional que la llenaba de inseguridades. ¿Ya no la deseaba? ¿Había otra mujer? ¿O era ella, que a sus 40 años ya no era suficiente para él? Estas preguntas la perseguían en las noches solitarias, cuando el silencio de su habitación era más ensordecedor que cualquier palabra.
El domingo 18 de abril de 2010, Elisa se despertó con un propósito claro: reavivar la llama de su matrimonio. Era su 22 aniversario de bodas, una fecha que en otros tiempos habría sido celebrada con risas, regalos y promesas renovadas. Este año, ella estaba decidida a hacer algo especial, algo que recordara a Tomás el amor que aún los unía.
A las 5 de la mañana, cuando el cielo de Calvillo aún estaba teñido de un azul profundo, Elisa ya estaba en pie, moviéndose con la energía de una mujer mucho más joven. Su primer pensamiento al abrir los ojos fue para su esposo, que dormía a su lado, con el rostro ensombrecido por un ceño fruncido incluso en sueños.
—Buenos días, Tommy —susurró, inclinándose para besarle la frente.
Tomás gruñó, apartándose ligeramente. —Déjame dormir, Elisa. Es temprano —masculló, su voz cargada de fastidio.
Elisa sintió un pinchazo en el pecho, pero lo ignoró. No dejaría que el mal humor de su esposo arruinara sus planes. Se levantó con cuidado, poniéndose una bata sobre el camisón, y bajó a la cocina, donde Nana, la fiel empleada que había cuidado de ella desde niña, ya estaba despierta, aunque con los ojos pesados por el sueño.
—Nana, hoy es un día especial —dijo Elisa, con una sonrisa que intentaba ocultar su nerviosismo—. Vamos a preparar codornices en pétalos de rosa. Quiero que esta noche sea inolvidable para Tomás.
Nana, una mujer menuda y arrugada cuya memoria culinaria era legendaria en la familia, asintió con entusiasmo, aunque en su interior sabía que sus días como maestra de la cocina habían quedado atrás. Años atrás, Nana había sido la guardiana de recetas prehispánicas transmitidas de generación en generación, pero tras dedicarse a criar a Elisa, sus habilidades se habían oxidado. Aun así, no podía negarle nada a “su niña”. Juntas, revisaron los ingredientes en el refrigerador, asegurándose de que todo estuviera listo:
**Ingredientes**:
12 rosas rojas, 12 castañas, 2 cucharadas de mantequilla, 2 cucharadas de fécula de maíz, 2 gotas de esencia de rosas, 2 cucharadas de anís, 2 cucharadas de miel, 2 ajos, 6 codornices, 1 pitaya.
Elisa, con la precisión de quien ha aprendido a cocinar por amor, guió a Nana en la preparación. Desprendieron los pétalos de las rosas con cuidado, evitando los pinchazos que podrían arruinar el platillo. Nana, aunque titubeante, seguía las instrucciones de Elisa, quien recitaba cada paso como si fuera un ritual sagrado. El aroma de las rosas y el anís llenó la cocina, y por un momento, Elisa se permitió soñar con la velada perfecta: una cena romántica, una conversación que les devolviera la cercanía perdida, y quizás, solo quizás, un gesto de Tomás que la hiciera sentirse amada otra vez.
Mientras el platillo se cocinaba a fuego lento, Elisa se dedicó a arreglarse. Se dio un baño largo, dejando que el agua caliente relajara la tensión que llevaba acumulada.
Escogió un vestido negro entallado, con un escote amplio que dejaba al descubierto su espalda y realzaba la curva de sus glúteos.
Sus piernas, torneadas por años de caminatas y gimnasio, lucían espectaculares con unos tacones de aguja.
Se maquilló con esmero, algo raro en ella: un toque de sombra que hacía brillar sus ojos azules, un poco de rubor y un lipstick rojo que resaltaba sus labios carnosos. Cuando se miró al espejo, apenas reconoció a la mujer que le devolvía la mirada. Estaba radiante, una versión de sí misma que había olvidado que existía.
El día transcurrió entre los preparativos y la ilusión de Elisa. La mesa del comedor estaba decorada con velas y un centro de flores frescas. Las codornices, perfectamente cocinadas, esperaban en la cocina, listas para ser servidas. Pero a medida que el sol se ponía y la hora de la llegada de Tomás se acercaba, una sombra de duda comenzó a crecer en su corazón. ¿Y si él no lo apreciaba? ¿Y si, una vez más, la ignoraba?
Tomás llegó casi al anochecer, con el rostro endurecido por un día largo en la hacienda. Elisa lo recibió en la puerta, con una sonrisa nerviosa y el corazón latiendo con fuerza.
El vestido abrazaba su figura como una segunda piel, y la luz suave de la sala hacía que su piel pareciera brillar.
Estaba espectacular, una visión que habría detenido el aliento de cualquier hombre. Pero Tomás apenas le dedicó una mirada.
—Buenas noches, Tommy —dijo ella, acercándose para abrazarlo—. Feliz aniversario.
Tomás frunció el ceño, como si las palabras de Elisa fueran un acertijo que no podía descifrar. —Estoy cansado, Elisa —respondió, esquivando su abrazo y caminando directo hacia el despacho—. Ha sido un día largo.
Elisa se quedó paralizada, con los brazos a medio camino. Había esperado un ramo de flores, un abrazo, un “feliz aniversario” que le dijera que él también recordaba.
Pero en cambio, recibió indiferencia.
El sonido de la puerta del despacho al cerrarse fue como un martillazo en su pecho. Tocó la puerta con suavidad, esperando que él abriera, que dijera algo, cualquier cosa.
Pero no hubo respuesta...
Se quedó allí, sola en la sala, sintiendo cómo un hormigueo de vergüenza y dolor comenzaba a trepar por su cuerpo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, y antes de que pudiera detenerse, un sollozo escapó de su garganta.
Corrió hacia el pasillo, lejos de la mesa decorada, lejos de las codornices que había preparado con tanto amor, y se encerró en su habitación, donde el llanto la consumió.
Nana, que había observado todo desde la cocina, sintió una punzada de rabia.
Con un gesto seco, ordenó a las demás empleadas que retiraran la comida de la mesa y guardaran todo en el refrigerador “pa’ que no se eche a perder”. Las jóvenes sirvientas obedecieron, pero no pudieron evitar murmurar entre ellas sobre el desplante del patrón. “Pobre doña Elisa”, susurró una. “Don Tomás no la merece”, respondió otra en voz baja.
Nana, con la autoridad que le daban sus años al servicio de la familia, se dirigió al despacho y tocó la puerta con firmeza. —Don Tomás, ¿se le ofrece algo? —preguntó, aunque su tono dejaba claro que no estaba allí para servirle.
Tomás, sentado en su sillón con un vaso de whisky en la mano, levantó la mirada. —No, Nana. Gracias —respondió, evasivo.
—Es su aniversario de bodas, don Tomás —dijo ella, sin rodeos—. 22 años no son cualquier cosa. Doña Elisa lleva todo el día preparándole una sorpresa, y usted ni la miró. Arregle este desastre antes de que sea demasiado tarde.
Tomás se quedó en silencio, con la mirada fija en el líquido ámbar de su vaso. Recordaba perfectamente la fecha, pero fingió ignorancia. La verdad era más pesada: no era solo cansancio lo que lo mantenía distante. Durante 4 años y medio, no había tocado a Elisa, no había sentido el impulso de buscarla en la cama. Al principio, lo atribuyó al estrés de la hacienda, pero con el tiempo, reconoció una verdad que lo avergonzaba: ya no se sentía capaz. La presión de no estar a la altura, de no ser el hombre que Elisa merecía, lo carcomía. Beber se había convertido en su refugio, una forma de ahogar la culpa y la frustración. Miró hacia el pasillo, donde sabía que Elisa estaba llorando, y por un momento sintió el impulso de levantarse, buscarla, pedirle perdón. Pero la depresión lo ancló a su asiento. Suspiró pesadamente, se sirvió otro trago y dejó que la disculpa que nunca pronunció se desvaneciera en el aire.
Mientras tanto, en la habitación, Elisa se miraba en el espejo, con el maquillaje corrido por las lágrimas. El vestido, que horas antes la había hecho sentir poderosa, ahora le parecía una burla. Se sentía pequeña, insignificante, como si los 22 años de matrimonio no valieran nada. La indiferencia de Tomás era más dolorosa que cualquier palabra hiriente. Los últimos 4 años y medio sin intimidad habían sido un lento desangre, una confirmación silenciosa de que ya no era deseada. Por primera vez en mucho tiempo, se preguntó si valía la pena seguir luchando por un hombre que parecía haberla olvidado.
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**Miércoles 21 de abril de 2010**
La herida del aniversario aún estaba fresca cuando Elisa recibió una llamada de Marisa Céspedes, su mejor amiga. Marisa, una mujer de 40 años con una personalidad vibrante y un talento para meterse en la vida de los demás, había notado el estado de ánimo de Elisa en los últimos días y decidió intervenir. La invitó a su casa en Aguascalientes, insistiendo en que necesitaba un café y una charla para “sacarla del hoyo”.
Elisa llegó a casa de Marisa con los ojos enrojecidos, el peso de la decepción todavía oprimiéndole el pecho. La puerta se abrió y Marisa, con esa energía arrolladora que siempre la caracterizaba, la recibió con una mezcla de preocupación y curiosidad. Sin mediar palabra, la hizo pasar al pequeño salón de su casa, donde el aroma a café recién hecho flotaba en el aire.
—Vamos, siéntate y suelta todo antes de que te ahogues en tus propios pensamientos —dijo Marisa mientras servía dos tazas humeantes y se acomodaba frente a ella.
Elisa suspiró, jugueteando con el borde de su blusa. Las palabras se le atoraban, pero al final, entre sorbos de café, dejó que salieran.
—Fue el 18 de abril, Marisa. Nuestro 22 aniversario de bodas —comenzó, su voz temblorosa—. Me levanté temprano, preparé todo… codornices en pétalos de rosa, la mesa, me arreglé como nunca. Quería que fuera especial, que Tomás recordara lo que teníamos. Pero cuando llegó, ni siquiera me miró. Se encerró en su despacho con un whisky en la mano, como si yo no existiera. Y no es solo eso… hace 4 años y medio que no tenemos nada, Marisa. Ni un abrazo, ni un beso de verdad. Siento que ya no me ama, que ya no le importo. ¿Y si ya no me desea? A veces pienso que soy yo, que ya no soy suficiente para él.
Marisa frunció el ceño, dejando la taza sobre la mesa con un leve golpe. Pero bajo su fachada de empatía, un destello de oportunidad brilló en sus ojos. Marisa había deseado a Tomás Almada desde que lo conoció, años atrás, cuando él y Elisa eran la pareja joven y radiante que todos envidiaban. Su porte serio, su éxito con la hacienda, esa masculinidad callada que Elisa parecía no valorar lo suficiente la atraían como un imán. Durante años, había reprimido esos sentimientos, escondiéndolos tras una máscara de amistad incondicional. Pero ahora, viendo el matrimonio de Elisa tambalearse, Marisa reconoció una oportunidad única. Si podía empujar a Elisa a cometer un error irreparable, algo que destruyera su matrimonio y provocara un divorcio, el camino hacia Tomás quedaría libre. Y ella estaría allí, lista para reclamar lo que siempre había querido.
—Escúchame bien, Elisa Heredia —dijo Marisa, su voz firme pero teñida de una calidez calculada—. Tú no eres el problema, ¿me oyes? Eres una mujer hermosa, fuerte, y cualquiera con dos dedos de frente lo vería. Si Tomás no te valora, eso es cosa de él, no tuya. Pero también te digo algo: no puedes seguir llorando en un rincón esperando a que él despierte. Tienes que salir, despejarte, recordarte a ti misma quién eres.
Elisa la miró, dudosa, con las lágrimas aún brillando en sus ojos azules. —¿Salir? ¿A dónde? Tomás ni siquiera quiere ir a la boda de Luis… me dijo que no tiene ganas, que está cansado. Otra vez me deja sola.
Marisa sonrió de lado, una sonrisa afilada que Elisa, sumida en su dolor, no supo interpretar. —Perfecto. Entonces iremos tú y yo. A esa boda vas a ir, Elisa, y te vas a arreglar como nunca. Te voy a maquillar, te voy a prestar algo que deje a todos con la boca abierta, y vas a demostrarle a Tomás —y a ti misma— que no necesitas que él te dé permiso para brillar. ¿Qué dices?
Elisa titubeó, sus dedos apretando la taza de café. La idea de ir a la boda sin Tomás le parecía una traición a la vida que había construido, pero el dolor de su indiferencia era más fuerte. La confianza de Marisa era contagiosa, y por primera vez en semanas, Elisa sintió una chispa de determinación. —Está bien… pero no sé si voy a poder con esto —admitió en voz baja.
—Claro que vas a poder —replicó Marisa, levantándose con entusiasmo—. El sábado te espero aquí. Vamos a hacer que te veas tan espectacular que hasta tú te sorprendas. Y si Tomás no lo nota, pues que se pierda lo que no supo cuidar.
Elisa esbozó una pequeña sonrisa, agradecida por el apoyo de su amiga. Se despidió con un abrazo breve pero cargado de gratitud, el peso en su pecho un poco más ligero mientras caminaba hacia su auto. Las palabras de Marisa resonaban en su cabeza, ofreciéndole un destello de esperanza mientras conducía de regreso a Calvillo. La noche caía lentamente sobre el pueblo, y el silencio del trayecto le permitió ordenar sus pensamientos. Tal vez Marisa tenía razón. Tal vez ir a la boda, arreglarse y demostrarse a sí misma que aún era vibrante era el primer paso para recuperar algo de lo que había perdido. Pero en el fondo, una voz le susurraba que el destino, con su risa cruel, tenía otros planes para ella.
Cuando las luces traseras del auto de Elisa se desvanecieron en la distancia, Marisa cerró la puerta, su sonrisa cálida desvaneciéndose como una máscara descartada. Se sirvió otro café, sus movimientos lentos y deliberados, y se sentó en el sofá, su mente ya tejiendo una red de posibilidades. La vulnerabilidad de Elisa era un regalo, una fisura en la fachada perfecta de su matrimonio que Marisa podía ensanchar hasta hacerlo colapsar. Durante años, había observado a Tomás desde las sombras, su deseo por él creciendo con cada visita, cada conversación. Su fuerza silenciosa, su éxito, la forma en que se movía con una seguridad que Elisa no parecía apreciar —todo eso era lo que Marisa anhelaba. Elisa, con su devoción de santa y su lealtad inquebrantable, no lo merecía. No ahora que su matrimonio estaba en ruinas.
El plan de Marisa era sencillo pero implacable: empujar a Elisa a una situación en la que cometiera un error, algo que Tomás no pudiera perdonar y que los llevara al divorcio. La boda era el escenario perfecto. Con el caos festivo de la Feria de San Marcos, el alcohol corriendo como río y Elisa desesperada por sentirse deseada, no sería difícil incitarla a un desliz. Un coqueteo, un baile demasiado cercano, tal vez un momento de debilidad con algún invitado encantador —Marisa estaría allí, con su teléfono listo para capturar cada detalle. Fotos, un video, cualquier cosa que pudiera deslizarle a Tomás como una bomba: “Mira qué clase de esposa tienes”, diría, con una tristeza fingida. Y cuando el mundo de Tomás se derrumbara, ella estaría allí, la amiga comprensiva, la mujer que nunca lo decepcionaría.
Marisa tomó un pequeño cuaderno de su bolso y garabateó su plan: “Vestido provocador, maquillaje atrevido, muchas copas, encontrar un hombre que la tiente”. Luego, con una sonrisa fría, agregó una última línea: “Tomás será mío”. Cerró el cuaderno con un golpe seco y se recostó, la satisfacción curvando sus labios. El sábado sería el principio del fin para el matrimonio de Elisa, y el comienzo de su propia victoria.
Elisa, ciega a la trampa que se le tendía, caminaba directo hacia ella, y Marisa no podía esperar a ver cómo todo se destruía.
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